Tolerancia. Teología Moral

 

La t. puede tener muy diferentes valoraciones éticas. Desde un punto de vista muy genérico puede hablarse de t. teniendo como punto de referencia cualquier cosa, aunque sea en sí misma buena o indiferente, que resulta subjetivamente irritante o molesta. La t. impulsa entonces a una actitud de superar esa irritación, bien sea por motivos naturales o sobrenaturales. Se ha de tender a que, además de estar motivada rectamente, la t. sea expresión no del mero egoísmo -evitar reacciones incómodas, etc.- sino de un elemento positivo: la caridad (cfr. Conc. Vaticano II, Const, Gaudium et spes, 28), la justicia (ib., 73), el amor a la libertad propia y a la ajena, la conciencia de la opinabilidad de muchas cosas. No se trata sólo de tolerarse mutuamente, sino de «respetar la libertad de todos. Aceptar que hay otros que piensan de distinta manera, que tienen otros gustos y aficiones, otra visión de las cosas. Aceptar que hay personas a las que no somos simpáticos: nadie es moneda de oro que a todos satisface. (...) Pero ninguno de esos motivos -ni otro alguno-, debe ser obstáculo para el diálogo, para la amistad: porque el amor de Dios supera las diferencias» (J. Escrivá de Balaguer, texto de 24 oct. 1965).

1. Tolerancia del mal. En sentido estricto la t. se refiere al mal (v.) moral objetivo. Es clásica la definición de P. Cappello: permisión negativa del mal, permissio negativa mali (Summa Iuris publici ecclesiastici, Roma 1928, n° 270). La t. no es equivalente al simple conocimiento de la existencia del mal, sino que implica además la decisión de tolerarlo: es decir, presupone que haya la posibilidad, al menos remota, de evitarlo: si no fuera así, propiamente hablando, el mal se soporta, pero no se tolera. La parábola del trigo y de la cizaña (cfr. Mt 13, 24-30), que es uno de los fundamentos evangélicos de la t., implica la posibilidad de evitar la mala hierba, si se quisiera arrancarla: si no se extirpa, es para no ocasionar un mal mayor, al arrancar también el trigo. «Dios, aunque omnipotente y sumamente bueno, permite que sucedan males en el universo, pudiéndolos impedir, para que no sean impedidos mayores bienes o para evitar males peores» (S. Tomás, Sum. Th. 2-2 ql0 all). Un razonamiento semejante es el empleado por Pío XII en su clásica alocución sobre la t.: «El error y el pecado se hallan en el mundo en gran medida. Dios los reprueba, y, sin embargo, los deja que existan. Por tanto, la afirmación de que la desviación religiosa y moral ha de ser siempre impedida (...) no puede tener un valor de absolutismo incondicionado» (AAS 44, 1953, 799).

Es importante, como ya se ha indicado en la Introducción, recalcar la diferencia patente entre t. dogmática y práctica. La primera no puede admitirse porque supone un indiferentismo (v.) que deriva de un relativismo (v.) en el terreno de la fe y de la moral. Lo que no responde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente ningún derecho a la existencia, ni a su propaganda. En cambio por razones justificadas y causas proporcionadas puede admitirse una t. práctica, para salvaguardar bienes superiores. Debe haber una reprobación especulativa del mal y del error; si se tolera en la práctica alguna de sus manifestaciones, nunca es porque se olvide su calificación moral, o se considere lícito lo que es ilícito, sino porque se hace una elección prudencial entre dos males necesarios, con objeto de evitar el mal mayor. Queda excluida, por tanto, cualquier equiparación entre el bien y el mal, y se da por supuesta una desigualdad objetiva entre ideas, acciones, etc., en el plano religioso y moral.

También conviene recordar una distinción que siempre ha estado presente en la doctrina católica: no es lo mismo el pecado que el pecador. Desde el conocido diligite homines, interf icite errores, de S. Agustín (Contra litt. Pet. 1 28: PL 43,259; cfr. también Sermo 49,5: PL 28, 323) -aniquilad los errores y amad a los que yerran-, se ha repetido con distintas palabras el mismo concepto. Las diferencias entre los enfoques propios de las diversas épocas históricas -o incluso las aparentes contradicciones- se deben, entre otras cosas, al mayor o menor énfasis que se haya puesto una u otra vez en cada término de esa proposición. No tiene derechos el error ni el pecado, sino el errante, el pecador; y no en cuanto pecador, sino en cuanto persona. Por eso el indiferentismo, al tratar de atribuir los mismos derechos a la religión que al ateísmo, a la religión verdadera que a las falsas, a la verdad y al error, es incompatible con el derecho natural y con la doctrina revelada. En este aspecto concretamente, conservan su valor las abundantes disposiciones del Magisterio, emanadas sobre este punto a finales del s. xix, aunque en otros aspectos disciplinares o de enfoque hayan sido enriquecidas o perfeccionadas posteriormente: cfr., p. ej., Gregorio XVI, enc. Mirar¡ vos, 1882; Pío IX, enc. Quanta cura, 1864; Syllabus, prop. 15 y 16; León XIII, enc. Inmortale Dei, 1885; etc.

Fundamentándose la t. en la doctrina moral del mal menor (v.), es evidente que hay que conciliar siempre dos elementos de primaria importancia: de una parte, se evitará que la t. se transforme en una ilícita cooperación (v.) en el mal o en un condenable incumplimiento de los propios deberes (por estado, cargo, dignidad, oficio, etc.); de otra parte, la prudencia (v.) y la longanimidad llevarán a saber elegir entre las distintas posibilidades prácticas, de modo que se consiga el mayor bien posible o se evite el mayor mal, y siempre sin utilizar el mal de un modo activa: no hay que hacer nunca el mal, aunque sea para conseguir un gran bien (cfr. Rom 3,8).

Esta actitud de t. del mal no basta para una conciencia cristiana, es necesario una actitud positiva de erradicar en cuanto sea posible el mal, ahogar el mal en abundancia de bien: «Con el enfoque de la fe cristiana, me vengo refiriendo al mal en el sentido preciso de la ofensa a Dios. El apostolado cristiano no es un programa político, ni una alternativa cultural: supone la difusión del bien, el contagio del deseo de amar, una siembra concreta de paz y alegría» (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 8 ed. Madrid 1974, n° 124).

2. Clases de tolerancia. Cabe -distinguir una t. en el campo civil (v. II) y una t. por parte de la autoridad religiosa (v. III). Desde una perspectiva moral señalemos que, en el segundo caso, al aplicar la t., la autoridad eclesiástica debe hacer compatibles -entre otros- los siguientes elementos: a) el gravísimo deber de no permitir que se insinúe en el depósito de la Revelación (v.) el más mínimo error, que sería incompatible con la misión sobrenatural de la Iglesia (cfr. Conc. Vaticano I, Const. De¡ Filius, cap. IV, 5; Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 25; v. FE III, A); b) el derecho divino consiguiente, para enseñar sin trabas ni corrupciones la verdad recibida de Cristo; c) la necesidad de fomentar una pacífica convivencia en una sociedad religiosamente pluralista; d) el deber de velar por la libertad de las conciencias, ya que la fe es fruto de una aceptación libre de la gracia (v.) sobrenatural y no puede ser impuesta mediante coacción; e) la posibilidad real de evitar la difusión del error, mediante los medios espirituales, de magisterio, de disciplina, etc., propios de la Iglesia.

V. t.: CONFESIONALIDAD; COOPERACIÓN AL MAL; LIBERTAD; DERECHO Y MORAL; PLURALISMO.


J. L. SORIA SAIZ.
 

BIBL.: Además de la ya citada, cfr. especialmente: Pío XII, Aloc. 6 dic. 1953: AAS 44 (1953) 797 ss.; S. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 2-2 q10 all y qll a3; A. DEL PORTILLO, Morale e Diritto, «Seminariumn 3 (1971) 732-741; A. MESSINEO, Tolleranza, en Enciclopedia Cattolica XII, Roma 1953, 201-207; A. MICHEL, Tolérance, en DTC XV,1208-1223. Para la t. en materia religiosa y civil, cfr. el Decr. Dignitatis humanae, del Conc. Vaticano II, los tratados de Derecho Público eclesiástico, LIBERTAD IV, y lo citado en II y III.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991