Teología Dogmática I. Naturaleza
1. Objeto. La T. d. es la parte de la Teología que
trata del conjunto de verdades reveladas por Dios y propuestas como tales por el
Magisterio de la Iglesia, es decir, del dogma (v. FE IV, D) y de las verdades
con él vinculadas. El término T. d. comenzó a utilizarse en el s. XVII, si bien
su contenido real se remonta hasta los inicios del estudio y exposición orgánica
de las verdades cristianas, ya en el s. II. La Teología tiene una profunda y
radical unidad; tanto por parte de su objeto primario (Dios), como por parte del
medio de conocimiento utilizado en el estudio de ese objeto (la razón iluminada,
sanada y elevada por la fe). Por eso al considerar la distinción entre la T. d.
y las otras partes del saber teológico, y especialmente la Teología moral, sería
equivocado pensar que la T. d. trata de la teoría del cristianismo y que la
Teología moral trata de su práctica. En realidad, la división entre dogmática y
moral, tal como se entiende actualmente, es más bien una división material: La
T. d. trata de una parte del dogma (lo que Dios ha revelado sobre sí mismo,
sobre su acción creadora y en la historia de los hombres), y la Teología moral
trata de otra parte del dogma (lo que Dios ha revelado acerca de la respuesta
que el hombre debe dar al amor de Dios: la ley, los actos humanos, etc.). Es
fácil comprender que una tal división no sea del todo adecuada: de hecho, hay
cuestiones teológicas que unas veces se consideran propias de la T. d. y otras
como propias de la moral (ejemplo típico es la teología de los sacramentos). Con
frecuencia se considera que la T. d. se ocupa de la doctrina credendorum
(doctrina de lo que ha de ser creído), mientras que la moral se ocupa de la
doctrina faciendorum (doctrina de lo que ha de hacerse); esta descripción,
aunque usual, es equívoca, ya que también lo que ha de hacerse es objeto de fe:
hay, en efecto, que creer que ese comportamiento es querido por Dios y revelado
por Él como tal a los hombres. Por todo ello, supuesta la división corriente
entre T. d. y Teología moral, puede decirse que la T. d. limita su campo de
estudio a aquellas verdades divinamente reveladas que contienen primariamente
una enseñanza especulativa, y a las que se debe en primer lugar el asentimiento
de fe. La moral, en cambio, se centra en el contenido más directamente práctico
que la Revelación tiene para la vida de los hombres. La conexión e
inseparabilidad de T. d. y Teología moral viene entonces Ia ser análoga a la que
ha de haber entre fe y obras: sin obras, la fe está muerta (cfr. Iac 2,17); y
sin fe, las obras no salvan, pues «sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb
11,6). Actualmente se deja sentir la necesidad de superar la separación entre T.
d. y moral -heredada del s. XVII-, para volver a una efectiva unidad de la
Teología, en la que ésta alcanza su máxima altura, no sólo como ciencia, sino
también como sabiduría (cfr. Sum. Th. 1 ql a6). 2. Finalidad y método. La
función que desempeña la T. d. al estudiar las verdades reveladas puede
resumirse en tres aspectos: exponer el dogma, tal como lo enseña la Iglesia,
cuyo Magisterio es el único intérprete auténtico e infalible del depósito de la
Revelación (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, 10); mostrar cómo se
contiene la verdad propuesta por la Iglesia en ese depósito (S. E. y Tradición);
penetrar especulativamente en esas verdades, para mostrar su coherencia y unión
entre ellas, su armonía y analogía con las verdades naturales y su relación con
el fin último del hombre. Es importante señalar que la T. d. no tiene por
finalidad demostrar la fe: por el contrario, la verdad de fe es el punto de
partida de la Teología, de tal modo que los artículos de la fe -como afirma S.
Tomás- son para la T. d. como los primeros principios de una ciencia (cfr. Sum.
Th. 1 q8 al). La T. d. no pone en duda la verdad de fe en ningún momento -ni
siquiera con la llamada duda metódico, que fácilmente terminaría por ser un
método disolvente de su objeto-; es más, si esa verdad de fe se pusiera en duda,
no sería posible un estudio científico de ella, pues la razón natural nunca
puede llegar por sus solas fuerzas a demostrarla. En cambio, la T. d. es
verdadera ciencia -parte integrante y principal de la Teología- precisamente por
la certeza absoluta de sus primeros principios, con una certeza que está fundada
sobrenaturalmente, y no en la evidencia natural (v. FE). Se comprende bien
entonces que «la fe es más necesaria al teólogo que la agudeza de mente» (Paulo
VI, Alocución: AAS 58, 1966, 895).
a. Finalidad primaria. Primariamente la T. d. se dirige, como la misma fe, a
conocer a Dios, y al hombre y al mundo en su relación con El. Y lo hace
presuponiendo la fe. La T. d. no aumenta el depósito de la fe (cfr. S. Tomás,
Sum. Th. 2-2 ql a7), sino que principalmente conduce a saber mejor qué es lo que
creemos al profesar las verdades de fe. Así, p. ej., al tratar sobre la
eternidad divina, la T. d. no tiene por misión demostrar que Dios es eterno,
sino, afirmando como conocida esa verdad, procurar entender mejor qué significa
que Dios es eterno; saber mejor qué es lo que afirmamos al decir creo que Dios
es eterno. En este trabajo, la T. d. procede según un método que implica dos
aspectos: histórico-positivo y especula tivo-sistemático (v. TEOLOGíA III, l).
Remitiendo a lo ya dicho en la VOZ , limitémonos aquí a algunos puntos básicos.
El aspecto positivo del método de la T. d. es el estudio de los documentos del
Magisterio de la Iglesia, de la S. E. y de la Tradición, para -con esa base-
exponer con precisión el contenido de la Revelación divina (cfr. Franzelin, De
divina traditione, 4a ed. Roma 1896, 672). Este aspecto tiene en realidad dos
vertientes distintas: en primer lugar, mostrar por vía de autoridad (es decir,
en base fundamentalmente a las definiciones del Magisterio de la Iglesia) el
carácter dogmático de una determinada verdad revelada; en segundo lugar, y
simultáneamente, estudiar cómo esa verdad se encuentra expresada en la S. E. y
la Tradición, así como analizar el desarrollo histórico de esa expresión, a fin
de poner de manifiesto matices y aspectos que conduzcan a un conocimiento más
profundo de la verdad enseñada por la Iglesia. Este estudio histórico es
importante, pero conviene no sobrevalorarlo, con el riesgo de centrarse más en
lo que los hombres han pensado sobre los misterios de la fe que sobre esos
misterios en sí mismos, desplazando así indebidamente el eje de la T. d. desde
Dios hacia el pensamiento humano. Por otra parte, cuando la historia, en lugar
de considerarse como un aspecto del método dogmático, se toma como el objeto
principal del estudio, se cae fácilmente en un historicismo (v.) en el que la
verdad se presenta -explícita o implícitamente- como fruto de la evolución
histórica del pensamiento humano, falseando entonces radicalmente la realidad de
las cosas y el hecho mismo de la Revelación.
A ese método positivo se le une el especulativo-sistemático, que hasta hace poco
tiempo se solía designar habitualmente por la expresión método escolástico (v.
ESCOLÁSTICA). Por esto, es importante distinguir lo que constituye esencialmente
este aspecto del método teológico de la forma literaria concreta en que se ha
expresado en las diversas épocas y, en concreto, en la Edad Media, que es cuando
tuvo su mayor desarrollo. Lo que constituye el método especulativo-sistemático,
independientemente de los aspectos accidentales que puede asumir según los
diversos tiempos y escuelas, es el empleo de la Filosofía como instrumento de
trabajo subordinado a la autoridad de la Revelación cristiana enseñada por la
Iglesia, no para probar racionalmente las verdades sobrenaturales -que son
completamente inaccesibles a toda demostración-, sino para mostrar la unión y
armonía de unas verdades con otras, y así poderlas exponer con un cierto orden
temático, en el que se armonizan también con las verdades naturales alcanzadas
por la sola luz de la razón. En este sentido, León XIII, en la Enc. Aeterni
Patris, enseñaba que «es necesario el uso de la filosofía para que la sagrada
teología reciba y se revista de la naturaleza, hábito e ingenio de verdadera
ciencia» (Denz.Sch. 3137). La necesidad del método especulativo para toda la
Teología (v. TEOLOGÍA II, l,c), y en especial para la T. d., se desprende de la
relación misma que hay entre fe y razón: la razón humana puede alcanzar un
cierto conocimiento sobre el mundo y sobre Dios; la fe no es un movimiento
ciego, sino un verdadero conocimiento, además de ser un asentimiento (cfr. S.
Tomás, De Veritate, ql4 al). En el creyente, estos dos conocimientos están
unidos sin confusión a nivel de la fe, porque ésta se edifica sobre la razón;
para creer es necesario un cierto conocimiento previo (cfr. S. Tomás, Quodlibet.,
VIII q2 a4); a nivel de la T. d., porque siendo ésta un conocimiento científico
de la fe, necesita un desarrollo científico del conocimiento natural espontáneo,
necesario a su vez para el ejercicio de la fe. Ese desarrollo científico de la
razón natural no es otra cosa que la Filosofía (v.); sin el recurso a la
Filosofía, la T. d. no cumpliría adecuadamente sus objetivos: «sin metafísica...
no pueden tratarse de forma digna y acabada cosas que por su valor pertenecen a
la más alta metafísica y al mismo tiempo tienen la más rica, noble y fecunda
materia de contemplación espiritual» (M. J. Scheeben, Handbuch der Katholischen
Dogmatik, Friburgo de Br. 1957, lib. 1, prefacio).
Al emplear el método especulativo, la T. d. ha de mantener efectivo el carácter
de instrumento que la Filosofía tiene para la dogmática, evitando el abuso de
medir la fe con el rasero de la Filosofía. Con esto se evita el error
racionalista de pretender encasillar la verdad revelada en unos moldes
racionales perfectamente acabados. La Teología especulativa no deja de lado
ningún aspecto de la verdad revelada, aunque se presenten en aparente contraste;
esos contrastes deben coexistir en la tensión fecunda del misterio, que sin ser
contradicción, tampoco está ajeno a la paradoja. La efectiva subordinación de la
Filosofía respecto a la verdad de fe debe llevar siempre a considerar su
carácter de misterio que sobrepasa infinitamente nuestra capacidad natural, con
una luz tan intensa que ciega nuestros ojos; con esto, se evita el grave riesgo
de optar por una solución que, después de haber convertido el misterio en
problema, lo resuelva unilateralmente suprimiendo parte de sus exigencias.
Es claro, por lo demás, que la T. d. no puede servirse de cualquier filosofía,
sino sólo de aquella que sea desarrollo científico del conocimiento natural
espontáneo, que es base humana necesaria para el ejercicio de la fe. Esta
filosofía no puede consistir en empezar una construcción mental sin ningún
conocimiento previo, sino que ha de partir de las primeras evidencias naturales
para desarrollar ese conocimiento espontáneo. Sobre la recomendación hecha por
el Magisterio de la Iglesia de la filosofía y la teología de S. Tomás de Aquino,
v. TOMISMO.
Señalemos finalmente que el método positivo y el especulativo -mejor dicho, esos
dos únicos aspectos del método teológico- deben ir unidos, tanto en la
investigación teológica como en la enseñanza en sus diversos niveles. Sin
embargo, según los temas y según las circunstancias, puede variar la proporción
en que estén operantes un aspecto y otro del método dogmático. En cualquier
caso, la T. d. debe procurar unir esos aspectos, y no simplemente yuxtaponerlos.
Con demasiada frecuencia, por razones quizá de brevedad y facilidad, ha faltado
en los últimos siglos una verdadera integración de lo positivo y lo especulativo
en una construcción y exposición unitaria, que ciertamente es más difícil, pero
que cumple mejor la finalidad primaria de la Teología dogmática. También en este
punto se siente actualmente la necesidad de recuperar la unidad efectiva del
saber teológico que, sobre todo con ocasión de las controversias antiprotestante
y antirracionalista, sufrió una fractura indebida entre lo positivo y lo
escolástico.
b. Finalidad secundaria. Junto a la finalidad primaria de procurar entender
mejor lo revelado, la T. d. puede y debe cubrir también otros objetivos. Uno de
estos objetivos es defender la verdad revelada contra los errores que se le
opongan; ya sea demostrando positivamente que una determinada verdad está
proclamada como tal por el Magisterio de la Iglesia, ya sea mostrando que la
verdad declarada por la Iglesia está revelada por Dios (por tanto, contenida en
la S. E. o en la Tradición en sentido estricto); ya sea, por último,
desenmascarando esos errores y mostrando su falta de fundamento (v. TEOLOGÍA III,
2). Esta función, si bien es secundaria considerada en sí misma, ocupa de hecho
un lugar importante en la historia del desarrollo de la ciencia dogmática. Como
decía S. Agustín: «Hay muchos puntos tocantes a la fe católica que, al ser
agitados porla astuta inquietud de los herejes, para poder hacerles frente son
considerados con más detenimiento, entendidos con más claridad y predicados con
más insistencia. Y así, la cuestión suscitada por el adversario brinda la
ocasión para aprender» (De civitate Dei, 16,2,1). No significa esto que el error
y la herejía tengan como tales un valor positivo, o que sea deseable su
aparición en los diversos tiempos; significa simplemente una comprobación
histórica de que la Providencia divina, que dirige especialmente a la Iglesia (cfr.
Mt 28,20), ha hecho nacer bienes con ocasión de los males. Por otra parte, esos
bienes no salen del mal: no se trata de una dialéctica por la que, negando una
verdad, se obtenga otra verdad más alta, sino que al estudiar con mayor
detenimiento una verdad ya conocida en su sustancia, se obtiene un progreso en
el conocimiento de esa misma verdad. manteniendo el mismo sentirlo y la misma
sentencia (Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius, Denz.Scli. 3020). Por lo demás,
muchas veces, a lo largo de los siglos, el progreso de la T. d. -que no es
aumento 0 modificación del depósito de la fe- ha tenido lugar de modo directo,
por la contemplación y el estudio de la verdad revelada, y no como consecuencia
de una refutación de errores doctrinales. Más aún, la causa de ese avance de la
T. d. ha sido, y será siempre, la acción del Espíritu Santo y la correspondencia
de los teólogos a la gracia divina: «Cuanto más desee el hombre conocer los
secretos de la sabiduría divina, tanto más debe intentar acercarse a Jesús,
según aquellas palabras del Salno 33,6: volveos a Él v seréis iluminados. Porque
los secretos de la sabiduría divina se revelan principalmente a aquellos que
están unidos a Dios por el amor» (S. Tomás, Di loan. Evang. c. 13, lee. 4).
3. Sistematización y división. La T. d., como se señaló antes, además de
penetrar científicamente en las verdades de la fe, o como parte de ese estudio,
tiene la finalidad también de relacionar unas verdades con otras para ofrecer un
todo orgánico (v. TEOLOGíA III, 3). No se trata de hacer un sistema, entendiendo
por tal una construcción única y deducida lógicamente a partir de una primera
verdad. En ese sentido -que se debe al racionalismo y, sobre todo, al idealismo
hegeliano-, no es posible un sistema ni siquiera para las verdades naturales,
pues el mundo real, creado por Dios, tiene una riqueza tal que la mente humana
no lo puede abarcar de modo omnicomprehensivo. En el caso de la T. d. se añade,
además, la imposibilidad del sistema como consecuencia de la exceden: i,t ele
los misterios de la fe respecto a la razón. Pk,r , tra parte, en la Revelación
se contienen verdades que han dependido de una libre decisión divina (la
Encarnación del Verbo, la muerte redentora de Cristo, etc.) y, por tanto, no
deducibles a priori unas de otras. Una vez dicho eso, afirmemos que hay una
cierta jerarquía u orden natural entre las verdades reveladas, que permite
presentarlas como un todo orgánico, en cuyo centro está Dios. Toda
sistematización teológica válida parte, en efecto, de la verdad sobre Dios en sí
mismo, para tratar después de las obras de Dios en la historia y del hombre en
su relación a Dios.
En los primeros siglos del cristianismo no se encuentra una ordenación completa
de la T. d., sino escritos parciales sobre algunos temas. La primera exposición
orgánica de relieve es la obra de S. Juan Damasceno (v.) De /ide orthodoxa (s.
VIII), cuyo orden y disposición se conservará ya, en sus líneas fundamentales
con variantes más o menos relevantes, hasta nuestros días. En la Escolástica
medieval, las sistematizaciones que tuvieron mayor importancia e influencia
fueron la de Pedro Lombardo (v.) en los cuatro libros de las Sentencias (s. XII),
la de Alejandro de Hales (v.) en su obra Universae theologiae summa (s. XIII),
y, sobre todo, la Summa Theologiae de S. Tomás de Aquino, en la que con un orden
y distribución original se recogen y armonizan las aportaciones de Pedro
Lombardo y Alejandro de Hales. Como ya se ha indicado, no había entonces una
separación entre T. d. y Teología moral. Por lo que se-refiere a los temás que
actualmente se consideran como propios de la T. d., la ordenación tomista (como
ya la primera de S. Juan Damasceno) comienza por el tratado de Dios Uno y Trino,
y continúa con la doctrina sobre la creación y el pecado original, para concluir
con la doctrina sobre la Encarnación y Redención, los sacramentos y la
escatología (para mayor detalle sobre la estructura de la Suma Teológica, v.
TOMÁS DE AQUINO, SANTO).
Según las líneas fundamentales de ese esquema, la T. d. se divide de ordinario
en diversos tratados: sobre la Unidad de Dios (De Deo Uno), en el que se estudia
la Revelación que Dios ha hecho de Sí mismo respecto a la perfección de su Ser
(unidad, bondad, simplicidad, inmutabilidad, eternidad, inteligencia, voluntad,
etc.; v. DIOS IV; sobre la Trinidad (v.) de Personas divinas (De Trinitate o De
Deo Trino); sobre la creación (v.) y la elevación de las criaturas espirituales
al orden sobrenatural (De Deo creante et elevante); sobre la gracia (v.) divina,
su necesidad y tipos, y sobre la justificación (v.) del pecador (De Gratia
divina); sobre la Encarnación (v.) del Verbo (De Verbo Incarnato), que trata de
la Persona de Jesucristo (v.) en sí misma; sobre la obra de la Redención (v.)
obrada por Cristo (De Soteriología): estos dos tratados (sobre la Persona y
sobre la obra de Cristo) reciben el nombre común de Cristología (v.), a la que
se une la Mariología (v.), que es el tratado dogmático sobre la Santísima Virgen
María (v.); sobre la Iglesia (v.) (De Ecclesia Christi o Eclesiología),
continuadora en el tiempo de la obra de Cristo; sobre los sacramentos (v.) (De
sacramentas o Teología sacramentaria); y, por último, el tratado De Novissimis o
Escatología (v.), en que se trata de Dios en cuanto consumador, al estudiar la
muerte (v.), el juicio, (v.) particular, el cielo (v.), el infierno (v.), el
purgatorio (v.), la segunda venida de Cristo (Parusía, v.), la resurrección de
los muertos (v.) y el juicio universal.
En este esquema general caben, sin embargo, variantes. Baste pensar, p. ej., que
S. Tomás no dedicó ningún tratado concreto a la eclesiología (v.), sino que en
la Suma Teológica el misterio de la Iglesia está presente en otros muchos temas
(Cristología, gracia, sacramentos), en cuanto considerada siempre como la
continuación en el tiempo de la obra salvífica de Cristo.
La ordenación de la T. d. que acabamos de resumir no sólo se inicia con el
tratado de Dios, sino que es teocéntrica: Dios no sólo está al comienzo, sino a
lo largo de todo el desarrollo hasta el final, iluminando los demás tratados con
la luz del tratado De Deo, y además como objeto principal de conocimiento, de
contemplación, puesto que todas las otras realidades, y particularmente las
libres acciones del amor divino en la historia humana (creación, encarnación,
redención, sacramentos,etc.) conducen a un más pleno conocimiento de Dios en sí
mismo; la plenitud de la Revelación de Dios se nos ha dado en Cristo, «en quien
habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9).
Teniendo en cuenta ese carácter de plenitud de la Revelación en Cristo (es
Cristo quien revela, p. ej., la Trinidad divina), algunos teólogos han intentado
sistematizar toda la T. d. alrededor de Cristo (sistematización cristocéntrica).
Un primer ensayo moderno de este tipo puede remontarse al s. XIX con Scheeben
(v.), aunque en él más que un cambio de estructura de los tratados es
simplemente un intento de acentuar más la presencia del misterio de Cristo y de
su obra en todos los tratados. En la primera mitad del s. XX, la obra de Émile
Mersch (v.) Théologie du Corps Mystique (obra póstuma e incompleta) supone un
intento más específicamente cristocéntrico, para el que el objeto primario de la
T. d. no es directamente Dios, sino el Cristo Total (la Iglesia, como Cuerpo
Místico, cuya Cabeza es Cristo), en el que se nos revela todo el contenido de la
fe. Este intento, a pesar de ser incompleto y con deficiencias patentes, no
carece de valor y de intuiciones aprovechables (como, p. ej., resaltar la
relación entre el misterio de la Trinidad y el misterio de la gracia, que sin
ser algo nuevo -pues está en toda la patrística y en S. Tomás-, había sido
dejado un poco de lado en los últimos siglos). Sin embargo, como sistematización
teológica, el cristocentrismo no puede oponerse al teocentrismo: baste pensar,
p. ej., que si la doctrina sobre Dios y la doctrina sobre la creación y de la
elevación sobrenatural y caída del hombre no precediese al tratado teológico
sobre Cristo, la misma figura de Cristo (verdadero Dios, Segunda Persona de la
Trinidad, y verdadero Hombre) y su obra redentora serían ininteligibles
teológicamente. En realidad, el verdadero cristocentrismo teológico está
incluido en la ordenación tradicional teocéntrica, pues es la revelación hecha
por Cristo el punto de partida para el estudio de todos los temas, y además una
revelación tal como es enseñada por la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo. Se
entiende así el profundo significado -no sólo de tipo ascético- de esta
afirmación de S. Tomás que, haciendo una ordenación teocéntrica, escribió: «Del
mismo modo que quien tuviese un libro donde estuviese toda la ciencia no
buscaría más que aprender ese libro, así también nosotros no es necesario que
busquemos nada más que a Cristo» (In Epist. ad Colas., II,1).
Por motivos de tipo pedagógico, más que científicos, se propuso otro tipo de
sistematización teológica: la kerigmática (de kerygma, anuncio, predicación),
aparecida en la primera mitad de este siglo, y que concebía la sistematización
teológica como preparación para la misión evangelizadora de los sacerdotes, y de
la Iglesia en general (v. KERIGMA). Para esto se propuso un orden más próximo al
histórico, siguiendo las fases históricas de la Revelación. A la vez, esta
tendencia kerigmática afirmaba la necesidad de considerar los factores
culturales de la época y de los hombres a quienes había de dirigirse la
predicación del Evangelio, para adecuar la sistematización a la realidad a la
que se dirigía el contenido de ella. Este planteamiento tenía sin duda aspectos
de interés, pero las dificultades -y también los riesgos- que presenta son, sin
duda, mucho mayores; de hecho, la teología kerigmática no ha producido
aportaciones de relieve a la ciencia teológica.
Actualmente, desde el punto de vista teológico-científico, la sistematización
tradicional teocéntrica sigue siendo la única con validez global indiscutible.
Sin embargo, los intentos de modificarla se van sucediendo: desde el artículo
Aufriss einer Dogmatik de K. Rahner (1955), en que se proponía una
sistematización teológica caracterizada por un fuerte antropologismo existencial
(la Teología como «ciencia de la existencia humana sobrenatural»), se ha
llegado, en algunas corrientes teológicas, a un antropocentrismo teológico, en
el que el hombre ocupa el lugar principal, llegándose a considerar que, en el
fondo, hablar de Dios es otro modo de hablar del hombre. La reducción de la T.
d. a antropología sobrenatural ha abierto el camino a su reducción a simple
antropología y, en consecuencia, a la desaparición de la Teología. La crisis
profunda que atraviesan algunos ambientes teológicos en estos tiempos está sin
duda en estrecha relación con ese proceso que ha ido poniendo al hombre en el
centro. Este fenómeno depende de factores históricos e ideológicos complejos,
entre los que ocupa sin duda un lugar de primordial importancia la aceptación
acrítica, por parte de algunas corrientes teológicas, de los planteamientos y
presupuestos de una filosofía (hegelianismo, existencialismo, marxismo, etc.)
que no es elaboración científica del conocimiento natural espontáneo sobre el
que edifica la fe. Eso mismo ha llevado incluso a una excesiva atención a las
cuestiones de método y de sistema: el estudio se ha centrado más en nuestro
pensamiento de Dios que en Dios mismo. La superación constructiva de la crisis
que atraviesa no sólo la T. d., sino también las demás partes de la Teología, la
Filosofía y la cultura en su conjunto, no parece que pueda venir más que
siguiendo la recomendación del Conc. Vaticano II de tomar por guía y maestro
para la investigación y enseñanza teológicas a S. Tomás de Aquino. Pero,
naturalmente, sin limitarse a una simple repetición literal; «no se trata de
remozar un tomismo de frases hechas, de fórmulas que simplemente se repiten,
sino de un tomismo esencial, de profundización en los principios, y por eso
dinámico y abierto a todas las aspiraciones y problemas válidos de cualquier
tiempo (...) con una firme convicción de las posibilidades de la mente humana,
que tiene como tarea fundamental el descubrir en la naturaleza los signos de la
Inteligencia divina, y de reconocer en la historia las fases del plan divino de
salvación por la redención del pecado y la victoria sobre la muerte» (C: Fabro,
S. Tomás de Aquino: ayer, hoy, mañana, «Palabra», marzo 1974, 11).
F. OCÁRÍZ BRAÑA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991