Templo. Historia y Liturgia Cristiana
1. Origen de los templos cristianos. Los Evangelios
contienen diversos testimonios explícitos en los que Jesucristo reafirma, con
palabras o hechos, el carácter sagrado del T. de Jerusalén, coma casa de Dios» y
«casa de oración» (Mt 21,12-13; 23,16-22; Mc 11,11-17; Lc 19,45-48; lo 2,13-16;
etc.); Cristo se somete a la ley ritual, siendo de niño presentado en el T. (Lc
2,22 ss.), lo visita en peregrinación (los 2,40 ss.), acude a él con frecuencia:
en las fiestas (lo 2,13; 5,1; etc.), para predicar (lo 10,23 ss.) y hacer
milagros. A la vez, anuncia un nuevo t. «no hecho por mano del hombre» (Mc
14,58; cfr. 2 Cor 5,1; Heb 9,24; Act 17,24), aludiendo así a su propio Cuerpo
(lo 2,18-22), a la Eucaristía y a los fieles cristianos incorporados a Él (lo
15,1-7; 1 Cor 3,16-17; 2 Cor 6,16; Eph 2,19-22; 1 Tim 3,15; 1 Petr 2,4-5; v.
EUCARISTÍA; CUERPO MÍSTICO).
Las palabras de Cristo a la samaritana («Créeme, mujer, que viene la hora en que
ni a ese monte ni a Jerusalén estará vinculada la adoración del Padre..., llega
la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
espíritu y en verdad»: lo 4,19-24) tienen un profundo significado. Por una parte
se refieren a la situación en el Reino de Dios (v.) pleno y definitivo del
«tiempo» celeste y escatológico (de la que se habla también en Apc 21,22: «Y
Templo no vi en ella -la Nueva Jerusalén-, pues el Señor Dios es su templo»); y
por otra, también se refieren al tiempo presente, en el que ya actúa de alguna
manera lo escatológico, como en germen y desarrollo. De esta forma es obvio que
aquí Cristo no afirma la supresión de todo t. ni del culto público en general
para los tiempos presentes, sino que exige ya en este tiempo la primacía del
culto interior personal («en espíritu y en verdad»), olvidado en el formalismo
judío. Queda así superado el T. de Jerusalén y quedan abolidos los t. paganos y
su concepto, pero no se excluye la necesidad de lugares sagrados para el culto
público y para los sacramentos (v.), necesarios e indispensables en los tiempos
presentes para alimentar la vida cristiana hasta llegar a la consumación de los
cielos (cfr. Hebr 13,14).
Las palabras de S. Esteban antes de su martirio («no habita el Altísimo en obra
hecha de mano del hombre»: Act 7,47) y las semejantes de S. Pablo en Atenas («El
Dios que hizo el mundo y todo cuanto hay en él, éste, que es el Señor del cielo
y la tierra, no tiene su habitación en templos fabricados, ni es servido par
manos humanas»: Act 17,24 ss.) se refieren a lo mismo, a la presencia de Dios en
todas partes y a la necesidad de darle culto personal en todo lugar y ocasión,
pero sin excluir el culto público y los lugares sagrados por la Eucaristía y por
la presencia de los cristianos para recibir los sacramentos y la palabra de
Dios. En el cristianismo, lo sagrado y lo profano no son realidades
contrapuestas, como ocurría en las religiones no cristianas, sino distintos
modos de relacionarse con Dios, que se apoyan y complementan mutuamente. Lo
sagrado es en esencia lo instituido expresa y directamente por Dios: los
sacramentos, medios de culto público y de santificación de los hombres, y con
ellos, por extensión, sus lugares y personas propias (v. CONSAGRACIÓN II). Lo
profano, a su vez, debe ser santificado y reconducido a Dios por el cristiano
(v. SAGRADO Y PROFANO).
Teniendo en cuenta estos datos (ya expuestos antes: v. el final de cada uno de
los apartados del art. I y II, A, 4-6), se comprenderá bien la historia y
liturgia referente a los t. e iglesias cristianos. Como Jesucristo, los
Apóstoles y los primeros cristianos siguieron frecuentando el T. de Jerusalén: a
las horas de oración y para predicar (Act 3,1; 5,20-21; 5,4,2; 21,26; 22,17;
etc.); aunque también se reunían en otros sitios, sobre todo, como es lógico,
para el sacrificio eucarístico, generalmente en la mejor habitación de sus
mismas casas (que solía ser la sala superior), mientras no dispusieron de
lugares más adecuados (Act 1,14; 2,1 ss.; 10,9; 12,12;TEMPLO III19,9; 20,7 ss.;
etc.). Muchos de estos lugares para el culto cristiano aparecen expresamente
nombrados en el N. T.: en Jerusalén la casa de María madre de Marcos (Act
12,12), en Éfeso, la escuela de Tiranno (Act 19,9); en Corinto, la casa de Tito
(Act 18,7); en Colosas, la de Filemón (Philp 2); en Laodicea, la de Ninfa (Col
4,15); en Roma, la de Aquila y Priscila (Rom 16,3-5; 1 Cor 16,19); en otras
ocasiones no se indica el propietario (Act 10,9; 20,7). Lugares que en general
quedaban consagrados al culto y se distinguían de las casas ordinarias (cfr. 1
Cor 14,33-35 y 11,17-34), llegándose, conforme crecía el número de los
cristianos, a dedicar a ello exclusivamente una casa completa o edificios hechos
para este único fin, como la iglesia construida en Dura-Europos (v.) en los años
232-233 (descubierta en 1931), y otras.
Las casas dedicadas exclusivamente al culto-se adaptaron a las necesidades del
mismo, utilizando sus dos grandes partes bien definidas, atrium y perystilum,
para la instrucción de los catecúmenos y el sacrificio eucarístico,
respectivamente. Sobre ellas se inspiró la construcción de los primeros t.
cristianos, como el citado de Dura-Europos y otros del s. II y III, de los que
quedan testimonios (cfr. PG 1,1453; PL 8,731; Eusebio, Hist. ecl., VII,30 y X,3;
etc.). De S. Gregorio Taumaturgo (s. III) se dice que construyó un t. cristiano
(PG 46,924). El canónigo Vielliard ha mostrado que la mayoría de los «títulos» o
nombres de iglesias romanos aparecieron en los s. III-Iv, época en que la
población muy numerosa de la capital necesitaba por su densidad y variedad la
creación de t. o iglesias en cortos espacios, cerca unas de otras. Cuando
disminuyó la población, después de las invasiones bárbaras, muchos de estos
títulos t. o títulos eclesiales sólo se mantuvieron por el culto en torno a las
reliquias (v.) de los mártires (v.).
Para la historia de la construcción de los t. cristianos, en las diversas épocas
y estilos artísticos, v. más adelante el art. v.
2. Sentido de los templos cristianos. Ciertamente, pues, en el cristianismo no
hay t. materiales con el sentido exclusivo de «casa de Dios» que tenía en el
paganismo (v. I) y en gran parte en el T. de Jerusalén (v. II), ya que el
verdadero t. es Jesucristo y, con Él, los cristianos. Al mismo tiempo, hay que
recordar que es evidentemente falsa la afirmación hecha por algunos de que los
t. cristianos sólo surgieron después de la paz de Constantino (edicto de Milán,
v., del 313). Desde el principio, como se ha visto, la Iglesia sintió la
necesidad de reunirse en lugares propios para su culto específico. La reunión de
los cristianos para reactualizar el misterio del Señor (Misa y sacramentos) y
nutrirse espiritualmente es vital (derecho divino); por eso y para la debida
reserva de la Eucaristía, la construcción de t. materiales existe en el
cristianismo como algo necesario, y está debidamente legislada por la Jerarquía
eclesiástica (derecho eclesiástico).
El culto cristiano (V. CULTO II) enlaza y continúa en cierto modo con el culto
judío sinagogal (oración y lectura de la S. E.: v. SINAGOGA; JUDAÍSMO II), pero
lo sobrepasa y supera ampliamente, así como al culto del T. de Jerusalén, puesto
que el t. cristiano es el lugar del sacrificio eucarístico y de la reserva de la
Eucaristía, presencia real, verdadera y sustancial de Cristo en las especies
sacramentales. Así, la comunidad cristiana crea su lugar de culto público, que
es designado generalmente con el mismo nombre (iglesia, con minúscula) con que
se designa a la comunidad universal de los fieles (Iglesia, con mayúscula), con
todas las connotaciones que ello comporta (v. IGLESIA; y antes, I, 1). Pero en
la antigüedad no fue éste el único nombre, sino que los edificios y lugares
destinados al culto público son llamados también Domus Dei, Dominicum, Domus
ecclesiae (Casa de Dios, Casa del Señor, Casa de la Iglesia), y otras veces con
el nombre del fundador o propietario, como muchas basílicas de Roma que se
conocen con el nombre de «títulos de Pudente, de Pammaquio, de Práxedes...» y
más tarde con el solo nombre de basílica (v.). Sin embargo, se rechazó al
principio, en general, el término templo, por el sentido distinto que tenía
entre los paganos (lugar inaccesible de morada de Dios) y su contraposición a lo
«profano».
En el t. cristiano, pues, junto a su carácter sacro o santo, destaca su carácter
funcional. Su dimensión y la disposición de sus dependencias están en función de
los actos y ceremonias que allí han de realizarse: celebración del sacrificio de
la Misa, administración de los sacramentos, proclamación de la palabra de Dios,
reserva de la Eucaristía, etc. Más, todos los fieles cristianos que se reúnen en
el t. o iglesia deben conocer, so pena de faltar a su vocación, que no son más
que una parte de la Iglesia. La que se levanta sobre los fundamentos de Cristo y
de los Apóstoles engloba no sólo a todos los cristianos de la tierra, sino
también a los que han pasado de este mundo al Padre y están en los cielos (v.
CIELO III, 4A y ITI, 7). Los t. o iglesias cristianos están mejor al servicio de
la respectiva comunidad local, o Iglesia en aquel lugar, cuando sobrepasan sus
propios límites para contemplar la Iglesia en toda su plenitud; han de ser
lugares de una pedagogía de la Iglesia. Todo ello lo subraya el rito de la
dedicación de una iglesia o t. y su oficio correspondiente. Por eso los t.
cristianos son lugares santos, incluso aunque no se encuentre en ellos reservado
el Santísimo Sacramento (como han de ser santos los cristianos y su vida toda).
La gracia de Dios se ha manifestado en ellos, el sacrificio de Cristo y su
presencia sobrenatural se han renovado en el altar, la Iglesia ha orado allí, el
Cuerpo de Cristo se ha dado en alimento, etc. Los t. cristianos, en concordancia
con la doctrina y acción de Cristo, se construyen para ayudar al hombre a
ponerse en presencia de Dios y a unirse a Él y a sus hermanos; invitan al
cristiano a entrar en ellos para reencontrar, robustecer y manifestar de una
manera peculiar su vocación profunda de miembros del Cuerpo místico de Cristo y
para impulsar su vida y trabajo hacia la santidad, hacia la adoración al Padre
«en espíritu y en verdad» (V. SANTIDAD IV).
3. Legislación eclesiástica sobre los templos o iglesias. «Bajo el nombre de
iglesia se comprende un edificio sagrado que se destina al culto divino,
principalmente con el fin de que todos los fieles puedan servirse de él para
ejercer públicamente dicho culto» (CIC can. 1.161). Los cánones 1.162-1.164 se
refieren a los que tienen facultad para dar su consentimiento en la construcción
de iglesias o t., bendecir y colocar la primera piedra de los mismos y las
normas que se han de seguir en la construcción. Los can. 1.165-1.177 tratan de
la consagración y bendición de iglesias, quién debe hacerlo, condiciones,
dedicación exclusiva al culto, etc., y de la reconciliación de las mismas en
caso de profanación. El can. 1.178 se refiere a su limpieza y decoro, y los can.
1.181-1.187 a su administración.
El can. 1.180 trata de aquellas iglesias que «por concesión apostólica o por
costumbre inmemorial» gozan de ciertas prerrogativas y del título especial de
basílica.
Suele distinguirse entre basílicas mayores o patriarcales (S. Juan de Letrán, S.
Pedro del Vaticano, S. Pablo Extramuros y S. María la Mayor, en Roma) y
basílicas menores (ocho en Roma y muchas en todo el mundo); son iglesias que
destacan por su historia o singular dignidad. El nombre tal vez proviene de
ciertos edificios para importantes usos civiles (foro, tribunales, etc.)
existentes en la Roma antigua que recibían ese mismo nombre (v. BASÍLICA). Un
Decreto de la S. Congregación de Ritos, del 6 jun. 1968, aquilata y precisa las
condiciones que debe requerir una iglesia para recibir el título de basílica y
las obligaciones que lleva consigo (cfr. AAS 60, 1968, 536-39). Entre las
iglesias que destacan por su importancia y dignidad está la catedral, que es la
iglesia propia del obispo de cada diócesis (v. CATEDRAL). Otras tipos de
iglesias son las llamadas «colegiatas», que cuentan con coro de canónigos, y los
santuarios y ermitas, generalmente dedicados a la Santísima Virgen, que suelen
ser objeto de peregrinaciones (v.) y especiales actos de culto y devoción. Las
iglesias parroquiales son el t. propio de una parroquia (v.) o circunscripción
determinada de fieles dentro de una diócesis. Los can. 1.1881.196 del CIC se
refieren a los oratorios, que son lugares «destinados al culto divino, mas no
con el fin de que sirvan a todo el pueblo fiel para practicar públicamente el
culto religioso» (can. 1.188,1), sino a grupos concretos de personas (colegios,
hospitales, barcos, instituciones, familias, etc.). Según el CIC, se distinguen
tres clases de oratorios: públicos, semipúblicos y privados (cfr. can.
1.188-1.196; V. ORATORIO).
La Instrucción del S. Oficio sobre el «arte sagrado», del 30 jun. 1952,
refiriéndose a la arquitectura sagrada dice que, aun cuando ésta adopte nuevas
formas, de ningún modo puede asemejarse a los edificios profanos, sino que debe
conservar siempre sus características y finalidad peculiares, conforme reclama
la condición del t., que es casa de oración (AAS 44, 1952, 544).
El Conc. Vaticano II no trató de modo especial sobre las iglesias o t.; sólo de
modo general aludió al tema en dos documentos. El cap. VII de la Const.
Sacrosanctum Concilium, al hablar del arte y objetos sagrados, recuerda: «La
Santa Madre Iglesia fue siempre amiga de las bellas artes, buscó constantemente
su noble servicio, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado
fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades
celestiales» (n° 122). «La Iglesia nunca tuvo por propio ningún estilo de arte,
sino que adoptó las modalidades de las diversas épocas y las condiciones y
carácter de los varios ritos y pueblos, formando a lo largo de los siglos un
tesoro artístico digno de ser conservado cuidadosamente. También el arte de
nuestro tiempo y el de todos los pueblos y regiones debe utilizarse en la
Iglesia con tal que se ajuste a los edificios y ritos sagrados con el debido
honor y reverencia» (n° 123). «Al edificar los templos, procúrese con diligencia
que sean aptos para la celebración de las acciones litúrgicas y para conseguir
la participación activa de los fieles» (n° 124). Dicha Constitución sobre la
sagrada Liturgia se extiende en algunos puntos más relativos a las relaciones
del arte con la Liturgia, dando algunas normas para que los obispos promuevan un
arte auténticamente sacro (v. SACRO, ARTE). En el Decreto sobre el ministerio de
los presbíteros se dice. «La casa de oración en que se celebra y guarda la
Santísima Eucaristía, y se consagran los fieles, y en que se adora, para auxilio
y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro,
ofrecido por nosotrosen el ara del sacrificio, debe estar nítida, dispuesta para
la oración y las sagradas solemnidades. En ella se invita a los pastores y
fieles a responder con agradecimiento al don de aquel mismo que, por medio de su
humanidad, infunde sin cesar la vida divina en los miembros de su cuerpo» (Decr.
Presbyterorum ordinis, 5).
Así, pues, en los t. deben confluir un arte que sea símbolo de las cosas
celestiales, del culto y de la reunión del pueblo de Dios para las funciones
litúrgicas, de modo que sea apto para facilitar a los fieles su participación en
el culto y su oración. Diversos documentos posteriores al Concilio recuerdan lo
mismo (Instr. Inter oecumenici, 90 ss.: AAS 56, 1964, 897; Instr. Eucharisticum
mysterium, 24: AAS 59, 1967, 554; Institutio generalis Missalis Romani, 253 y
257), refiriéndose también a las diversas partes del t., como el altar (v.), el
presbiterio (v.), ambón, reserva de la Eucaristía, etc., que han de ser
realizados con un arte adecuado a las normas de la Liturgia y del Misal (cfr.
Institutio..., 258-67, 272, 276-77). Esta relación del edificio sagrado con los
misterios que se celebran y los fieles que allí han de reunirse es tradicional
en la Iglesia (cfr. S. Cesáreo de Arlés, Serno 229, 1-2: CCL 104,905-908; S.
Agustín, Sermo 336, 1-6: PL 38,1.471-1.475; sermones que se leen en el Oficio
divino de la conmemoración de la Dedicación de la Basílica laterana y en el del
común de Dedicación de iglesias, respectivamente).
4. Bendición y consagración de iglesias. La práctica de «consagrar» ciertos
edificios para el culto era conocida en la antigüedad pagana con sentidos
peculiares (v. CONSAGRACIÓN I) y en el judaísmo (cfr. 2 Par, 2 Mach). Sentido
distinto y más profundo tiene, como ya se ha dicho, en el cristianismo (v.
CONSAGRACIÓN II; SAGRADO Y PROFANO). En los primeros siglos del cristianismo el
t. se consagraba con la celebración del sacrificio eucarístico en el mismo.
Luego se fue elaborando un ritual en el que se insertaron elementos
heterogéneos. Desde el s. iv, al menos, se ha considerado la inauguración de un
nuevo t. como una de las fiestas más solemnes del cristianismo, a la que
asistían los obispos de la región y grandes multitudes de fieles, como recuerda
el historiador Eusebio (cfr. Hist. Eccl., 10,2-4). El CIC establece que sólo es
obligatoria la consagración de las iglesias catedrales; las iglesias colegiatas,
las conventuales y las parroquiales, en cuanto sea posible; todas, al menos,
deben bendecirse (cfr. can. 1.165). Los can. 1.166-1.176 tratan del tiempo,
oficiante, título, violación, reconciliación de las iglesias consagradas o
simplemente bendecidas.
En la antigüedad los ritos especiales de la consagración de una iglesia
comprendían estos elementos principales: aspersión, colocación de las reliquias
de los mártires, unción sagrada y celebración del santo sacrificio de la Misa;.
según los diversos ritos (v.), se daba más importancia a uno u otro elemento. Al
final del s. X se hizo una compilación del Pontifical romano-germánico, en el
cual se amplió mucho el rito de la Dedicación de una iglesia, con gran impronta
eucológica y didáctica. Nuevos retoques recibieron esos ritos en el Pontifical
romano del s. XII y en el de Durando de Mende (v. LIBROS LITÚRGICOS). Por la
revalorización del signo litúrgico y por la gran solemnidad con que se
realizaban, los liturgistas consideraban la consagración de los t. una de las
celebraciones más bellas y significativas de la liturgia. Mas, por otra parte,
muchos deseaban una simplificación, para que pudieran realizarse con más
frecuencia y con mayor asistencia de fieles. Por eso se decidió una reducción
que fue promulgada el 13 abr. 1961 (que ya se había utilizado el 4 jun. 1960 en
la consagración de la basílica de Santa Cruz del Valle de los Caídos por el Card.
Cicognani, Prefecto de la S. C. de Ritos). Este rito conservó los elementos más
importantes y significativos, pero eliminó las repeticiones de los mismos, que a
veces llegaban a siete.
Una vez finalizado el Concilio Vaticano II, fueron sometidos también estos ritos
a revisión. Después de largos estudios y proyectos se ha promulgado el Ordo
dedicationis ecclesiae el altaris, por Decreto de la Sgda. Congregación de los
Sacramentos y del Culto divino, del 29 mayo 1977. Consta el Ordo de siete
capítulos:
1 °Colocación de la primera piedra en la
construcción de una iglesia.
2°Ritual de la dedicación de una nueva iglesia.
3° Ritual de la dedicación de una iglesia en la que ya se celebrada
habitualmente el culto.
4°Dedicación de un altar.
5°Ritual para la bendición de una iglesia.
6°Ritual para la bendición de un altar.
7°Ritual para la bendición del cáliz y de la patena.
La traducción española del Ordo dedicationis ecclesiae el altaris fue promulgada
el 26 oct. 1978, y se ha editado conjuntamente con el Ritual para la bendición
de un Abad y de una Abadesa.
Las normas del Ordo dedicationis ecclesiae el altaris se completan con las
prescripciones del Código de Derecho Canónico (CIC) promulgado en 1983, que se
refieren a los lugares sagrados en la canónes 1.205 a 1.243 (iglesias en cc.
1.214-1.222; oratorios y capillas, cc. 1.223-1.229; santuarios, cc. 1.230-1.234;
altares, cc. 1.235-1.239; y cementerios, cc. 1.240-1.243).
Los grandes ritos de este Ordo tienen preciosas introducciones en las que se
trata respectivamente: de la naturaleza y dignidad de la iglesia o t., del
titular del mismo, de las reliquias de los santos que se colocan en el altar, de
las diferentes partes de que constan esos ritos y del aniversario de la
dedicación (que se ha de celebrar como solemnidad). Al mismo tiempo, se dan unas
instrucciones pastorales muy oportunas que sirven como verdaderas catequesis de
esos ritos venerables. La iglesia o t. ha de ser apta para las celebraciones
sagradas, hermosa con una noble belleza que no consista únicamente en
suntuosidad, y ha de ser un auténtico símbolo y signo de las realidades
sobrenaturales que allí se evocan y reactualizan.
El ministro de la dedicación de un t. (o de un altar) normalmente es el propio
obispo, pero puede delegar en otro obispo e incluso en un presbítero (cfr. CIC
de 1983, can. 1.206-1.207). Se indica que se realice preferentemente en un día
en que puedan acudir muchos fieles, especialmente el domingo, pero no en
solemnidades especiales, como Semana Santa, Miércoles de Ceniza, Triduo Pascual,
Navidad, Epifanía, Ascensión, Pentecostés y Conmemoración de todos de todos los
fieles difuntos.
Hay ritos especiales para la bendición de la primera piedra de un t. o iglesia,
con procesión, proclamación de la Palabra de Dios, bendición del área que
ocupará el t., bendición y colocación de la primera piedra. Hay un rito de la
deposición de la reliquias, notables y con todas las garantías de su
autenticidad (pero no es necesario que sean de mártires, pueden ser de santos no
mártires). Se tiene en cuenta en los ritos no sólo al edificio del t., sino
también a los fieles allí congregados; por eso, además de la aspersión con agua
bendita de las paredesdel t., también se asperja a los fieles; y lo mismo se
hace en la incensación.
Los ritos de la unción, incensación e iluminación expresan con signos visibles
las obras invisibles que Dios realiza en la almas mediante la Iglesia,
especialmente con la Eucaristía. Todo esto es como una preparación para la parte
principal del rito de la consagración, que es la celebración de la Eucaristía,
de ahí que el prefacio de la Misa sea un prefacio consacratorio, propio de esta
celebración. Se ha tenido en cuenta la participación activa de los fieles y una
actuación más directa de los sacerdoque ayudan al obispo o ministro consagrante.
Si algunos ritos se han de adaptar a circunstancias especiales en una
determinada ocasión, el Ordo lo prevé con indicación expresa de lo que nunca
puede omitirse y de que esas adaptaciones han de ser sugeridas por la autoridad
eclesiástica competente a la Sede Apostólica, y sólo con su aprobación podrán
realizarse. En el Ordo de 1977 se ha suprimido lo que se había incluido en el
último proyecto, usado en algunos lugares con la aprobación competente, de un
rito para inaugurar un local destinado a celebraciones litúrgicas y a otros
usos. En varios lugares habíamos indicado ya que tales costumbres fomentaban la
confusión y con ellas peligraba el carácter sagrado del lugar del culto, tal
como la Iglesia lo ha mantenido desde hace muchos siglos. Una novedad
interesante es que se inserta un rito especial para inaugurar la Capilla de la
reserva eucarística 'o Sagrario.
V. t.: V; ALTAR IV; SAGRARIO; PRESBITERIO II; BAPTISTERio; BENDICIÓN III;
PENITENCIA IV, 6; BALDAQUINO; CORO; CULTO II; LITURGIA 1.
M. GARRIDO BONAÑO.
BIBL.: M. ANDRIEU, Le Pontifical Romain au Moyen-Bge.
4 vol., Vaticano 1938-41; G. VOGEL, Le Pontifical Romain-germanique du dixiéme
siécle, Vaticano 1963; P. PUNIET, Le Pontifical Romain, histoire et commentarie,
11, París 1931, 229-300; M. RIGUETTI, Historia de la Liturgia, Madrid 1956 (3 ed.
1969), l, 382-504, y 11, 1046-1064; M. GARRIDO BONAÑO, Curso de Liturgia, Madrid
1961, cap. 6; ID. La construcción de Iglesias ante el movimiento secularista,
«Arquitectura» 14 (1972) 55-58; VARIOS, Bütir et aménager les églises, «La
Maison-Dieu» n° 63 (1960); J. M. CALABUIG, L'Ordo dedicationis ecclesiae et
altaris, Appunti di una teitura, «Notitiae» 13 (1977) 391-450; y la bibl. citada
luego en el art. V.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991