Secuencia
Canto litúrgico peculiar de algunas festividades que
precede al aleluya (v.) anterior al Evangelio de la Misa. Conforme su nombre
latino indica, la s. es un añadido, una continuación de otro canto, del aleluya,
que siempre le ha precedido.
Origen, historia y significado. Las s. tuvieron su origen cuando, desconocida
todavía una notación musical satisfactoria, se quiso facilitar a los cantores la
difícil ejecución del jubilus aleluyático componiendo un texto devoto cuyas
sílabas se acoplaran a las notas de la melodía musical. Este procedimiento
memorístico (denominado «farsura») se utilizó también en otros cantos
melismáticos (p. ej., los Kyries), pero sólo en las s. originó composiciones
independientes y alcanzó mayor difusión.
El género parece que se inició hacia el s. Ix en algún monasterio normando, de
donde pasó al de St. Gallen en Suiza. En éste adquirió incremento merced a la
labor literaria del monje Notker Balbulus («el tartamudo»), autor de unas 15
composiciones, como 1T tan conocida Media vita in morte sumus, poema de la
caducidad de la vida y preocupación ante la «amarga muerte» que sólo la fe y
confianza cristianas pueden superar. Aunque a veces sublimes por su inspiración,
las s. de este primer periodo no forman parte del género poético, no guardan las
reglas de la métrica y de la cuantidad o simplemente de la rima; por lo que se
diferencian de los himnos (v.) litúrgicos, y por lo que se les denominó,
también, «prosa». Otra fase evolutiva de la s. se produce a principios del s. XI:
la s. se independiza totalmente del canto del alleluya y, abandonando las formas
irregulares del tipo notkeriano, adopta libremente las de la poesía rítmica,
dando entrada a la asonancia y a la rima; es un tipo de transición del que da
idea bastante exacta la s. Victimae paschali, de la que trataremos más adelante.
En el s. XIl comienza el periodo áureo de la s., que en su factura poética se
equipara a los himnos por la perfecta uniformidad de ritmo y la estructura
regular de las estrofas; descuella en este periodo Adán de S. Victor, canónigo
de París (m. 1192), uno de los poetas más completos de la Edad Media y autor de
casi medio centenar de s. admirables por la fluidez del verso, la claridad del
pensamiento y la riqueza simbólica de las imágenes. Sus s. tuvieron gran
difusión en la Edad Media, suplantando a las antiguas y abriendo un camino por
el que le siguieron muchos imitadores, entre ellos los que compusieron las pocas
s. utilizadas en la liturgia actual y que luego estudiaremos.
La s. se hizo frecuente en la liturgia de la Misa en el Medievo, así como el
himno obtuvo las preferencias de la liturgia del Oficio divino (v.). La piedad
cristiana medieval, particularmente en los países centroeuropeos de raigambre
germánica, se avenía con dificultad al genio de la liturgia romana, más bien
sobria en la expresión y poco abierta a la efusión del sentimiento; sin embargo,
la poderosa religiosidad medieval tendía a expresarse, dentro del marco de la
liturgia romana, con un lenguaje propio, hecho de ideas y sentimientos, de
figuras, de símbolos y de evocaciones, que se colaron por la fisura abierta por
las «prosas» o s..: ahí expresó la ternura que le inspiraban las escenas
evangélicas de cada festividad, o la contemplación intelectual y amorosa de
misterios como el de la Trinidad o la Eucaristía, o el pálpito a flor de carne
ante la consideración de la muerte, del juicio y de la posible condenación
eterna, que sacude con estremecimiento el alma, o el lloro apacible y silencioso
junto a la Cruz y a María Dolorosa... Por la vía de la s. se inició la polifonía
(v.) en la música y también el canto en lengua vernácula, pues paralelas a sus
estrofas latinas se compusieron otras en lengua vulgar que se cantaban por todo
el pueblo, dándose así el primer paso del canto religioso popular (v. CANTO III).
De la s., en fin, arranca uno de los puntos de partida más importantes para el
teatro religioso, pues el formato dramático de algunas de ellas, sustentado por
el diálogo entre dos coros (como en la Victimae paschali), indujo a su
representación al vivo, luego a su escenificación antes o después de la Misa,
pero dentro del templo, y finalmente del recinto sagrado saltó a la plaza
pública, cuando el elemento profano, secundario y accesorio al principio, fue
invadiendo la representación y dio origen al teatro moderno.
La aceptación de la innovación litúrgica que suponía la s. fue desigual en el
ámbito cristiano del Medievo; mientras que en la zona germánica y franca se
encontraban abundantes s. en los misales, en España la liturgia mozárabe las
desconoció y en Italia sólo unas pocas tomaron carta de ciudadanía. Así, llegada
la reforma litúrgica promovida por el Conc. de Trento, el Misal Romano oficial
de S. Pío V sólo admitió cuatro s. (las hoy en uso litúrgico, excepto la Stabat
Mater, añadida en el s. XVIII para la fiesta de los siete dolores de la Virgen,
en el viernes de pasión) del formidable elenco de casi 5.000 que había producido
la Edad Media. Estas cinco s. son un espléndido muestrario del género, e
insertas en la celebración litúrgica actual (como obligatorias para los días de
Pascua y Pentecostés y ad libitum las demás, según la Institulio generalis
Missalis Romani de 1969, n° 40) despiden todavía toda la fragancia de la honda
piedad que las vio nacer.
Principales secuencias. La más antigua de las s. en uso es la de Pascua,
Victimae pascuai, «A la Víctima pascual rindan alabanza los cristianos...»,
compuesta en el s. XI por Vipo, capellán del emperador Conrado II, en la que no
se sabe qué admirar más, si la simpática sencillez de una poesía rudimentaria y
juguetona o la inspiración de su melodía tan indisolublemente asociada a las
palabras y tan embebida de alegría pascual que no cabría sustituirla por otra
más moderna. Consta de dos partes: en la primera se canta el misterio de Pascua
en el que, al estilo de un torneo medieval, se presenta el duelo entre la Muerte
y la Vida con el resultado final de que «el Caudillo de la Vida, muerto, reina
vivo»; en la segunda parte se entabla un diálogo entre los fieles y María
Magdalena, cuyo testimonio sobre la resurrección confirma la fe pascual de la
comunidad: «¡Sabemos que Cristo verdaderamente ha resucitado de entre los
muertos! ¡Tú, Rey victorioso, apiádate de nosotros!», esbozo dramático que dio
lugar a representaciones escénicas en las que niños en el papel de las tres
Marías o de ángeles y algunos clérigos como apóstoles acudían al monumento vacío
al finalizar los Maitines en la mañana del domingo de Resurrección.
La s. de Pentecostés Veni Sancte Spiritus es obra del inglés Esteban Langton,
arzobispo de Cantorbery (m. 1228),conocido teólogo y autor de la división en
capítulos de la Biblia. Es una mística plegaria, profunda de pensamiento, rica
de imágenes, en la que se pide el descenso del Espíritu vivificador para llenar
el vacío del corazón humano, manchado, seco y enfermo, con la abundancia del
sagrado don septenario.
El Lauda Sion, como todo el Oficio y la Misa del Corpus Christi (v.) del que
forma parte, se debe al genio teológico de Santo Tomás de Aquino, que siguió en
esta s. la pauta marcada por Adan de S. Víctor. Constituye un monumento
didáctico, un «Credo de la Eucaristía», en el que las verdades dogmáticas sobre
la presencia real de Cristo se hilvanan con alusiones bíblicas y expansiones
líricas, en las que se trasluce el alma contemplativa de su autor y una honda
piedad.
El elemento subjetivo y afectivo de la espiritualidad franciscana se refleja en
la s. Stabat Mater, poema medieval de autor incierto (hacia el s. XIII) que
representa una imitación latina del antiguo Llanto de María de origen
greco-sirio. No fue usado como s. hasta muy tarde; se canta o se reza en la Misa
de la fiesta de la Virgen de los Dolores (15 sept.); en el Oficio divino
reformado en 1970-72 aparece en esa fiesta como himno de diversas Horas.
Pero la s. más famosa, sin duda alguna, es la de la Misa por los difuntos, Dies
irae, que ha inspirado tantas composiciones musicales y cuyas solas notas
iniciales ya sacuden (rinejor que los «golpes del Destino» de la sinfonía
beethoviana) la sensibilidad del hombre de toda época ante el misterio del más
allá. Aparece a fines del s. XII, obra de autor anónimo y escrita no como s. de
Difuntos sino como poema de meditación sobre el Juicio final, que se describe
con imágenes apocalípticas (el sonido pavoroso de la tuba angélica que se
esparce por la región de los sepulcros, el libro escrito de la vida, el rebaño
de las ovejas separado del de los cabritos) y se espera con la confianza puesta
en el supremo Juez, el Jesús misericordioso «que absolvió a María la pecadora y
escuchó al buen ladrón». Su acomodación posterior a la Misa de difuntos hizo que
se le añadieran los seis últimos versos (Lacrymosa dies illa, cte.) que rompen
la uniformidad de la triple rima e introducen la petición por el difunto (huic
ergo paree Deus).
I. M. SUSTAETA ELUSTIZA.
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LLOR, El «Dies irae», «Vida cristiana» (1932) 323-327; B. CAPELLE, Le «Dies irae,,
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991