SARTRE, JEAN-PAUL II
Pensamiento. Las primeras obras de S. se encuadran explícitamente en el marco de
la filosofía fenomenológica de Husserl (v.); pretenden ser aplicaciones de la
fenomenología (v.) a diferentes esferas de la psicología. A este primer periodo
de pensamiento pertenecen L'imagination (1935), Esquisse d'une théorie des
émotions (1939) y L'imaginaire (1940). Su obra más importante, L'étre el le
néant, aparece en 1943; no es ya un estudio parcial, como habían sido las
anteriores obras, sino que aspira a configurar un sistema ontológico (es
expresivo a este respecto el subtítulo de esta obra: Ensayo de una ontología
fenomenológica). Tras la II Guerra mundial, S. se centra en problemas políticos
o sociales, si bien esta preocupación por la política pretende ser una
aproximación de la filosofía al mundo efectivo y concreto de la praxis, y
particularmente al pensamiento marxista, aunque siempre desde una posición
crítica y antidogmática; de ello se ocupa en su última obra de pensamiento,
Critique de la raison dialectique (1960).
Las obras de S. anteriores a El ser y la nada pertenecen, pues, a la
llamada psicología fenomenológica, expresión no exenta de ambigüedades. Una
primera caracterización de estas obras puede ser la enérgica crítica que hacen
al empirismo y naturalismo usuales en la psicología (v.) experimentalista. La
psicología, que se proclama a sí misma orgullosamente como científica, no es más
que una heteróclita colección de hechos, y «si su única meta consiste en
acumular conocimientos fragmentarios, nada hay que objetar; sólo que no vemos el
interés de esta labor de coleccionista» (Esbozo de una teoría de las emociones,
Intr.). Frente a la psicología empírica se hace necesaria una psicología
eidética: eidética no en el sentido de que deje fuera de su consideración los
hechos, sino justamente como la única manera de comprenderlos. Pero hay que
señalar, en el método fenomenológico que S. asume, que hace una «reducción», una
puesta entre paréntesis del mundo, pues trata, en definitiva, de fundar la
psicología en una filosofía del cogito: lo constitutivo del hombre sería ser una
conciencia. Ello da cuenta del carácter peculiar de los actos específicamente
humanos. Los actos humanos están recorridos y como vitalizados por una intención
significativa, por una formación de sentido, por una «intencionalidad» (v.) en
el sentido husserliano. En Lo imaginario S. lleva a cabo un intento de ejercer
esta psicología intencional en la esfera de la vida imaginativa (v. IMAGINACIÓN
I, 4). La terminología es a veces ambigua o equívoca, fruto de su fenomenismo
antiesencialista, de su modo de entender la inconmensurabilidad entre la esencia
de las cosas y sus hechos, con su frecuente confusión de esencia (v.) con ser
(v.); este equívoco está en la base de la antropología sartriana y le lleva a
que aparezca ya aquí, en las páginas finales, un adelanto de sus complejas ideas
de carácter antropológico-ontológico, más explicitadas en El ser y la nada.
La introducción a El ser y la nada intenta esclarecer el paso de la
fenomenología a la ontología. Para S. la palabra «fenómeno» no remite a ningún
ser que se ocultara tras él, a ningún «noumeno» kantiano o «cosa en sí»: «El
fenómeno es absolutamente indicativo de sí mismo» (o. c., Intr., I). Pero
también dice que «el fenómeno de ser exige la transfenomenalidad del ser» (o.
c., Intr., II); lo cual no significa para S. que esto nos envíe a un ser más
allá de los fenómenos. El ser del fenómeno (v.) sería coextensivo al fenómeno,
pero escaparía a la condición fenoménica de este último. En su actitud
fenomenológica, S. trata de rechazar, pues, todo idealismo que reduce el ser al
conocimiento que de él se tiene, tal como se expresa, p. ej., en el célebre «esse
est percipi» de Berkeley (v.), aunque con una concepción peculiar del ser,
evanescente y ambigua. Si se quiere llegar a una fundamentación del
conocimiento, hay que abandonar la idea de la primacía del conocer. Lo primario
de la conciencia, según S., no es el ser reflexiva, sino el ser posicional. La
conciencia (v.) es siempre conciencia de algo. Ahora bien, es esencial a esa
conciencia cognoscente el ser de alguna manera «consciente» de sí misma como
«siendo ese conocimiento». Esta perpetua presencia a sí no debe confundirse con
la reflexión. Se trata más bien de un cogito prerreflexivo, que es la condición
del cogito cartesiano (v. DESCARTES I, 3). «Toda existencia consciente existe
como conciencia de existir» (o. c., Intr., III). En sus complicados análisis de
la conciencia hay diversos equívocos, y entre ellos parece se confunde incluso
la conciencia moral con la conciencia psicológica o consciencia, como luego se
verá.
Pero hay que establecer cómo se pone en relación la conciencia con «lo
otro que ella». El ser que no es conciencia es llamado por S. el ser-en-sí,
opaco, macizo, idéntico consigo mismo. Esta opacidad no alude a nuestra posición
ante él; es una opacidad intrínseca; en el en-sí no hay un dentro que se oponga
a un fuera. El ser-en-sí es el ser que es lo que es; y para S. éste no es, como
suele pensarse, un enunciado analítico, sino sintético, regional: hay otro ser,
en efecto, el ser de la conciencia, que no es lo que es, y que es lo que no es.
Así, pues, en el ser-en-sí no cabe relación alguna con lo otro, no hay
«alteridad». Por otra parte, de este ser no cabe hablar en términos de
posibilidad o necesidad; de él sólo puede decirse simplemente que es; y a eso lo
llama contingencia del ser-en-sí. Pero tras esta descripción del ser que hace S.
en dos regiones ontológicas fundamentales, el ser-para-sí y el ser-en-sí, queda
aún el problema de la vinculación entre ambos. Para S. es esa relación la
situación real: «Lo concreto es el hombre en el mundo» (o. c., Primera parte
1,1). Según él, hay que elucidar la relación hombremundo como un «concreto», y
no a partir de los dos constituyentes como si éstos fueran de alguna manera
previos. Para comprender esta relación del en-sí y el para-sí, hay que dejar de
pensar a esto último como una especie de sustancia, como una res cogitans. La
conciencia (v.) la concibe ahora como una constitutiva negatividad, como una
nada. Ahora bien, si el único modo de ser posible para la nada reside justamente
en no ser, resulta para S. que el para-sí no puede ser más que la superficie y
como la orilla de lo en-sí. Pero por otra parte, habla de la nada, no ya como la
superficie del ser, sino más bien como algo que está en el seno mismo del ser.
Hay así, en la articulación de estas dos maneras de pensar la nada, una notable
ambigüedad. En la segunda manera de pensar la nada la considera ante una
perspectiva dinámica: como capacidad de nihilización. Nihilizar sería para S.
segregar en torno a sí una nada; y es esto lo que llama libertad.
La libertad es quizá el tema central de la antropología sartriana. La
libertad (v.) no la entiende como una cualidad que se atribuye a la «esencia»
del hombre, esencia que se daría como algo previo o ya dado. Frente a esta
concepción «esencialista» del hombre, S. propone su tesis «existencialista». La
relación entre la esencia (v.) y la existencia (v.) es distinta en el hombre y
en las cosas. La formulación usual de esta idea en S. es que en el hombre la
existencia precede a la esencia. Esta posibilidad de hacerse a sí mismo, la
libertad, no es una propiedad del hombre, según S. es su raíz. Son comprensibles
las críticas que se han hecho a esta concepción de la libertad, que parece
ignorar por una parte el innegable peso del pasado, del cuerpo, de las cosas en
el comportamiento humano, y, por otra parte, la presencia de unas «constantes»,
de unos elementos esenciales en todos los hombres. Por la conexión sartriana de
la libertad con la nada, la conciencia de ser libre se da primariamente en la
experiencia de la angustia (v.).
En el vértigo de la angustia el hombre se capta a sí mismo como el propio
autor de sus actos; como algo sin apoyo, o bien, teniendo por base justamente
«nada». Es así la libertad, según S., una pura indeterminación. Hay, pues, en S.
una afirmación tajante de la libertad humana y al mismo tiempo, al
«fundamentarla» de una manera negativa, con exclusión total de Dios creador del
hombre,una afirmación de que esa libertad «es un absurdo en cuanto que está más
allá de todas las razones» (o. c., 545). Tratar de salir de esa angustia y de
ese absurdo es para él una forma «inauténtica» de vivir, es lo que llama «mala
fe», lo que no deja de ser paradójico. ¿Qué pensar de estas complejas teorías
sartrianas?; sirve de respuesta su propia conclusión: es un absurdo (v. LIBERTAD
I, 4). En ningún momento se refiere S. al ser para-sí como un ser «eminente». La
plenitud del ser para S. no se da en el para-sí, sino en el en-sí, en el mundo
de las meras cosas, y explícitamente llega a calificar de «prejuicio muy
difundido entre los filósofos» el atribuir a la conciencia la más alta dignidad
del ser. Tal vez sea en esta inflexión de la meditación de S. donde toquemos más
palpablemente su pesimismo (v.).
S. dedica extensos análisis en El ser y la nada a una modalidad esencial
del ser humano: el ser-para-otro. S. enfrenta esta experiencia del prójimo, de
una interioridad que no es la mía, intentando superar el «escollo» del
solipsismo (sólo yo mismo). Para S., el primer momento de la relación con el
prójimo está determinado por una pasividad: por la mirada del otro me siento
como petrificado, cosificado. En cierto modo, la mirada me convierte en un
en-sí. Ahora bien, si es cierto que la mirada del prójimo me objetiva, también
lo es que así se me revela mi propia interioridad como no revelable, y de esta
forma puedo captar la incaptable, la no-revelada subjetividad del prójimo. En
todos los aspectos fundamentales de la realidad humana, S. ve siempre una
condena al fracaso, una imposibilidad de plenitud. El hombre es «una pasión
inútil». Y este pesimismo antropológico es correlativo de un pesimismo
metafísico. Las conclusiones de El ser y la nada insisten en la imposibilidad de
una totalidad indisoluble del en-sí y el para-sí. En el existencialismo de S.,
diferente en esto del de Heidegger o laspers, no se ve ninguna posibilidad de
trascendencia. El mismo Heidegger le ha acusado de nihilismo (v.).
La última etapa del pensamiento de S. está caracterizada por una
aproximación al marxismo, que no acaba de estar clara. Llega a decir que
considera al marxismo como «la filosofía insuperable de nuestros tiempos»
(Crítica de la razón dialéctica, 11). En la obra citada trata de establecer los
límites de legitimidad de la razón dialéctica, como único medio de fundar una
antropología filosófica, esto es, que comprenda al hombre en su totalidad. Lo
que posibilita la unión de existencialismo y marxismo es, según S., que ambos se
fundarían en la inconmensurabilidad del ser y el saber. De la misma manera que,
según Kierkegaard (v.), el saber de Hegel no «supera» la angustia concreta,
asimismo, según Marx (v.), el conocimiento de la alienación no es por sí mismo
una superación de ésta. De manera que lo esencial del marxismo no residiría en
un sistema metafísico tan discutible como el materialismo (v.), tal como
pretende configurarlo Engels (v.) en el Anti-Duhring. El marxismo sería ante
todo una filosofía de la praxis, y, por consiguiente, una filosofía de la
historia. Y la Crítica de la razón dialéctica pretende ser una aportación a esa
filosofía de la praxis.
Valoración crítica. La primera incongruencia del análisis sartriano está
precisamente en la disolución del ser en la «totalidad de sus apariencias» (L'étre
et le néant, 23). La segunda es la pretensión que inmediatamente manifiesta S.
de fundar, partiendo de la anulación, la dualidad de percipiens y de percipi, de
llegar -como dice él ingenuamente- en plein étre. Así se llega a un concepto de
«conciencia» cuya existencia implica la esencia, y ésta -para S.- se identifica
con el ser. Por eso leemos que la conciencia en su actuarse pone por sí misma
necesariamente el ser del otro (o. c., 23). Proceder enteramente gratuito
respecto de las premisas de que deriva, dado que el mero fenómeno es pura
apariencia, sucesión caleidoscópica de manifestaciones irrelativas e irreales.
Apenas surge una relación, ya está reivindicando una estructura, y toda
estructura tiene como fundamento algo positivo. Esto positivo tendrá mas o menos
consistencia, será objeto de las vicisitudes del devenir, pero no puede dejar de
ser positivo. La negación no puede ser el inicio de nada, porque el «no» no es y
nada dice si está al principio. Sólo cuando se sitúa en segundo lugar -y así
piensan Kierkegaard, Heidegger y el mismo Hegel- puede la negación significar y
revelar el ser del ente.
Una segunda incomprensión, no menos grave que la anterior y de derivación
hegeliana también, es la determinación del ser como pour soi=conciencia y en-soi=
=mundo exterior. Es verdad que están referidos, según se ha visto, por la
definición (gratuita) de la conciencia como relación al ser del mundo; pero
luego tal relación se determina -o mejor se vuelve rígida por ambas partesen
forma de negaciones progresivas. En efecto, dedica la primera parte al «problema
de la nada», mostrando en su misma estructura la ingenuidad de un método que se
complace en fundar el ser sobre el no ser y de explicar el ser por el no ser. El
equívoco continuo, del que sin darse cuenta es víctima S., está en entender el
límite como no ser puro y de interpretar dicho no-ser como la respuesta decisiva
a la cuestión del ser (v.) del ente (cfr. o. c., 40). Según esto, a la
identificación de ser y fenómeno, enteramente gratuita, más aún imposible, ha
hecho seguir S. una identificación no menos gratuita de ser finito y ser en
general.
Por lo demás, esa posición suya es extrañamente dogmática, porque el ser
que en su finitud se hunde en la nada, se diferencia antes como conciencia y
mundo, lo que ciertamente no puede suceder por las vías de la nada. Cuando,
pues, S., queriendo superar el punto muerto de Hegel en la dialéctica de la
negación, declara invertir el principio espinosiano: omnis determinatio est
negatio, para decir que «toda negación es una determinación», y retornar así a
la posición del ser (o. c., 40), es que ha perdido el control de sus premisas.
Cuando afirma que «la nada acompaña al ser» y que la nada se halla solamente en
la superficie del ser..., hace equívocos sobre la nada y el ser, porque el ser
es sólo el aparecer, el fenómeno; pero si es puro aparecer, éste no tiene
cualidad. Y un ser sin cualidad no se sabe cómo pueda revelar el no-ser y un
no-ser; sin decir nada de lo mucho más incomprensible que resulta el que lo
absolutamente indiferenciado pueda escindirse en un poursoi y en un en-soi.
A la base y como intento de justificación de la negatividad del ser invoca
S. la concepción husserliana de la conciencia, que «originariamente aparece al
otro como una ausencia» (o. c., 101). Pero la escapatoria es ineficaz, porque el
mismo S. se ve constreñido inmediatamente a reconocer que la conciencia es «el
objeto siempre presente como sentido de todos mis hábitos y de toda mi
conducta». Ésta es, pues, la primera situación de la conciencia, su positividad
respecto del sujeto que la encierra. Y sólo en relación a esta positividad de
clausura es como se comprende el segundo aspecto de la conciencia con relación
al «otro», en cuanto que la conciencia es para el otro un objeto «siempre
ausente», porque no se da al otro sinocomo una «perpetua libertad». En fin de
cuentas, lo positivo que S. rechaza desde la puerta, lo toma luego desde la
ventana, y resulta ingenua su persistencia en tergiversar, cuando concluye que
«la conciencia del otro es lo que ella no es» (o. c., 230 ss.), ya que
justamente el momento negativo (o mejor privativo) que aquí entra en cuestión
tiene sólo función dialéctica y secundaria, no constitutiva y primaria.
Es sintomático que el «problema del ser» haya sido puesto en el centro del
significado del análisis mismo del ser, de modo que también a S. se le presente
la alternativa: o afirmación de Dios -y se salva el ser-, o negación de Dios -y
el ser está perdido-. S. se las arregla diciendo que aquí la ontología da en una
profunda contradicción, puesto que es mediante el pour-soi como viene al mundo
la posibilidad de un fundamento, de manera que para ser proyecto de propia
fundamentación sería necesario que el en-so¡ fuese originariamente presencia a
sí o que fuese ya «conciencia» (o. c., 715). Exactamente. Ésta es la vía seguida
por la metafísica, la única posible, que del espíritu finito que contempla al
mundo conduce al espíritu infinito que crea el mundo. S. no lo ve, entre otras
cosas, por interpretar el ser como la nada.
S. se plantea -lo que era inevitable- al fin de su inútil fatiga el
problema, por lo demás vislumbrado ya desde el principio: «Si el en-soi y el
pour-soi son dos modalidades del ser, ¿no se da un hiato en el seno mismo de la
idea del ser?» Exacto; sin que para nada sirva afirmar, como hace S., que el en-soi
y el pour-soi no se yuxtaponen. El hecho es que S. no consiguió explicar de
ningún modo su relación, porque la única explicación ha sido siempre la
«oposición de negatividad». El tormento teológico que lo ahoga en las últimas
páginas es un documento del vacío que en vano ha intentado colmar. La confesión
final: «Todo acaece como si el mundo, el hombre y el hombre-en-el-mundo no
lograran realizar más que un Dios fallido» (o. c., 717) -dado que la situación
del ser es siempre la desintegración- no es tanto una blasfemia cuanto un
salirse el hombre de la filosofía. S. no halla a Dios por no haber reconocido
antes la positividad del ser del ente. Su filosofía, en el vano esfuerzo de
anclarse en lo finito, es más una alucinación de imágenes y torbellino verbal
que una estructura de pensamientos. Si quisiéramos explorar el fundamento
ontológico de tan enorme bancarrota, y habida cuenta de las frecuentes
referencias explícitas del mismo S., parece que la clave de su negativismo
ontológico habría que verla en la aceptación del rígido dualismo cartesiano (cuerpoespíritu,
pensamiento-extensión...) transferido del plano físico-teológico al
óptico-fenomenológico. Sólo así se comprende cómo el en-soi y el pour-soi (cfr.
o. c., 29, 61, 241) sean concebidos como dos bloques o islas sin mar ni espacio
alguno en común, en relación de negación pura. S. ha fracasado en el tema
esencial de la existencia, porque se ha engañado en su mismo momento fontal.
El vacío ontológico de la posición sartriana se manifiesta en la anarquía
de referencias a Descartes, Spinoza, Kant, Leibniz, Hegel, Schopenhauer,
Kierkegaard, Husserl y a los existencialistas actuales; de la obra de estos
pensadores tan sólo elige lo que le puede servir para presentar el ser sin el
ser, en orden a llevar adelante el asunto, absurdo en sí, de colmar el ser con
el vacío aparecer. Pero también la fenomenología sartriana, en la que no faltan
atisbos originales, cojea en los momentos decisivos y se carga de humo. Baste la
insinuación al problema esencial de la libertad. S. vuelve continuamente sobre
lo mismo, pero muestra carecer de su sentido existencial, ni siquiera
aproximativo, y se obstina en tratarlo de manera esencial. Con razón Heidegger
rechaza enérgicamente su emparentamiento con S. Sus modos son antitéticos,
aunque en otro sentido (su común vacío teológico) los acerque al mantener ambos
la indeterminación como «situación» de la libertad. S. introduce el problema de
las relaciones entre la libertad y Dios a propósito del problema de la
«comunicación de la conciencia», que es incapaz de resolver a causa del
fenomenalismo indicado. Este fracaso, en el punto más delicado de la vida del
espíritu, tenía que haberle abierto los ojos sobre los falsos pasos iniciales,
pero no sucedió así. Con todo, no pudo evitar la discusión de la «hipótesis» de
la causalidad divina como fundamento de la presencia de Dios en las conciencias.
El resultado es la caricatura de la naturaleza de Dios y del sentido de la
libertad.
V. t.: EXISTENCIALISMO I-II; HUMANISMO I, 1; KIERKEGAARD, 4.
BIBL.: C. FARRO, La existencia. como exclusión del Absoluto en Sartre, en Historia de la Filosofía, II, Madrid 1965, 593-609 y 667-668 (bibl.); R. IOLIVET, Essai sur le probléme de la mort selon Heidegger et Sartre, París 1950; íD, I. P. Sartre devant un philosophe chrétien, París 1964; ÍD, Sartre ou la théologie de l'absurde, París 1965; íD, Las doctrinas existencialistas, 4 ed. Madrid 1970; K. HARTMANN, Grundzüge der Ontologie Sartres in ihrem Verhültnis zu Hegels Logik, Berlín 1963; R. MARÍN IBÁÑEZ, Libertad y compromiso en Sartre, Valencia 1959; I. QUILES, Sartre: el existencialismo del absurdo, 2 ed. Madrid 1952; DEMPSEY, The psychologie of Sartre, Oxford 1950; R. TROISFONTAINES, El existencialismo de I. P. Sartre, Alcoy 1949; V. FATONE, El existencialismo y la libertad creadora, Buenos Aires 1948.
P. PEÑALVER SIMÓ , CORNELID FARRO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991