Santidad.
 

El tema de la s. es una de las cuestiones centrales del mensaje cristiano; y en cierto modo se puede decir que en él se resume todo el sentido del cristianismo: «porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Thes 4,3). Habiendo sido analizado el vocabulario bíblico al - respecto (v. II), intentaremos aquí precisar el concepto de santidad.

1. Para una definición de santidad a partir de las enseñanzas bíblicas. El primer testimonio de la S. E. En cuanto al tema de la s. es precisamente el de la s. de Dios: «No hay santo como Yahwéh» (1 Sam 2,2). La absoluta s. de Yahwéh indica su absoluta trascendencia: Dios es el absolutamente otro, radicalmente distinto de todo el resto de lo existente; es, por tanto, el diverso, el separado, como se lee en la profecía de Oseas: «Soy Dios y no hombre, soy un santo en medio de ti (Israel)» (Os 11,9). Así lo indica la misma etimología de la palabra hebrea, que proviene de una raíz que significa cortar, separar (v. LI, 1). Si la s. es una propiedad esencial de Yahwéh, no ha de ser, sin embargo, entendida de un modo puramente estático (mera afirmación de su trascendencia), sino que, según la Biblia, es una cualidad dinámica. Ese dinamismo de la s. divina se manifiesta en varias direcciones, según los diversos libros del A. T.
Los escritos proféticos subrayan sobre todo el aspecto soteriológico de esa santidad. La radical trascendencia de Dios hace que no pueda tolerar frente a sí ninguna impureza. La s. de Dios revela al hombre su pecado (v.), y al mismo tiempo le libra de él. Dios juzga el pecado y amenaza al pecador con su destrucción: «la luz de Israel se convertirá en fuego y su Santo en llama, que arderá y devorará sus abrojos» (Is 10,17). En la segunda parte de Isaías, el Santo de Israel es presentado como el salvador, que conducirá a su pueblo hasta la liberación (Is 43,14-15; 45,11-13). Y en Oseas la s. de Dios se manifiesta en el amor: «no llevaré a efecto el ardor de mi cólera... porque soy un Santo en medio de ti» (Os 11,9).
En la literatura sacerdotal, en cambio, la s. es considerada como manifestada en el culto. De esta forma el término santo de ser referido exclusivamente a Dios pasa a aplicarse a las cosas consagradas o dedicadas a Dios: es santo el lugar en donde Yahwéh se hace presente (Ex 3,5), el Templo (Ps 5,8), el sábado (Ex 35,2), los días especialmente dedicados a Yahwéh (Neh 8,11), los sacerdotes (Ex 19,6; Lev 11,44; 20-26; 21,6-8). También aquí esta realidad tiene como prolongación el repudio de la impureza y la exigencia de una conducta moral: cfr. Ex 19,22; Lev 19,2.
Por debajo de esas diversas aplicaciones, se debe colocar la consideración de que el pueblo de Israel es un pueblo santo, precisamente porque ha sido elegido por Dios, separado por Dios de los demás pueblos para participar de los bienes divinos y vivir según la ley de Dios: «vosotros constituiréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,6; cfr. Ex 22,31; Dt. 7,6; Ier 2,3, etc.).
En la historia de Israel después del destierro, las ideas tienden a sufrir un cierto desplazamiento, para, en la literatura apocalíptica, referir la s. sobre todo al futuro -a la época mesiánica -y a los espíritus celestes (cfr. Dan 4,14); o, en la literatura sapiencial, unirla al tema del conocimiento de Dios (cfr. Sap. 10,10). Sigue, sin embargo, persistiendo el dato central: Daniel, p. ej., insiste en la definición de Israel como el pueblo de los santos (Dan 8,24), y santos (agio¡) es el nombre con el que el libro de la Sabiduría define a los judíos para contraponerlos a los impíos egipcios (Sap 7,27).
No es, pues, sorprendente que en el N. T. los cristianos se reconozcan a sí mismos como los santos. En un primer momento la expresión parece reservada a la Iglesia de Jerusalén, y más específicamente al grupo de los Doce y a los otros discípulos que habían convivido con Jesús (cfr. Act 9,13; Rom 16,31; 15,25; 1 Cor 16,1; 2 Cor 8,4; 9,1-12); no tarda, sin embargo, en ser aplicada a todos los demás fieles hasta ser una definición técnica del cristiano. Así la encontramos, p. ej., en los encabezamientos o finales de las epístolas paulinas (cfr. 2 Cor 1,1; Rom 16,2). El significado de tal modo de hablar es claro: los primeros cristianos (v.) se proclaman como el verdadero Israel, los herederos de la promesa, los llamados por la elección (v.) divina: cfr. 1 Pet 2,9-10. La profunda novedad que supone Cristo, como consumador de la Revelación y fuente de la vida divina, no tarda en transformar la palabra dándole un contenido cada vez más profundo. Así en Eph 5,22-33, la s. de la comunidad cristiana es explicada en dependencia de la capitalidad de Cristo. Jesucristo es el ungido, el Santo de Dios (cfr. Lc 4,34; lo 6,69), y comunica su s. a la Iglesia: los cristianos son los «santificados en Cristo Jesús» (1 Cor 1,2). Esta obra de la santificación dice estrecha relación al Espíritu Santo, que Cristo envía desde el Padre: Cristo, en cuanto Mesías, ha sido el portador del Espíritu, que después de su glorificación se derrama por toda la comunidad cristiana, constituyéndola en pueblo santo, haciéndola participar de la misma s. divina. Los cristianos son así hijos de Dios (Rom 8,14-17; lo 3,1-2), templos del Espíritu Santo (1 Cor 6,19), nueva criatura (Gal 6,15; lo 1,12-13).
En esos textos la idea de s. tal y como se predicaba en el A. T. ha sido objeto de una doble profundización. Por una parte, es puesta en relación con la novedad de Cristo y la participación en sus fuerzas por el Bautismo y por la recepción del Espíritu Santo; de esa forma la palabra s. se ve dotada de una sustancia nueva, en cuanto que incluye una incoación en el hombre de los bienes divinos que constituyen el Reino de Dios prometido. Por otra parte se observa una universalización en cuanto a las personas de las que se predica: el Pueblo de Dios es no sólo el Israel según la carne, sino la Iglesia, que se dirige a todos los pueblos. Como consecuencia, en la medida en que la s. se refiere esencialmente a la vocación (v.) divina independiente de cualquier condicionamiento material, el mismo vocabulario tiende a universalizarse; así las palabras que en un primer momento se aplicaban sólo a los que habían convivido con el Señor acaban aplicándose a todo cristiano. Esa evolución terminológica presupone una realidad de fondo: el Espíritu Santo que en el A. T. se comunicaba sólo a algunas personas escogidas -los profetas- se entrega ahora a todos los fieles. Así lo proclama S. Pedro al interpretar el acontecimiento de Pentecostés (v.): «Esto es lo dicho por el profeta Joel: Y acaecerá en los días postreros, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne» (Act 2,16-17).
Los textos del N. T. llevan además a otra consideración: la realidad de la s., que acabamos de describir en sus líneas generales, se refiere al efecto de la acción de Dios que salva al hombre, y en ese sentido es algo que se sitúa en los niveles más profundos del ser, pero no se limita a ellos, sino que afecta a toda la persona; y así, en la parte parenética de los escritos apostólicos, es tomada como punto de partida para exigir una determinada conducta a los cristianos. El cristiano es esencialmente el llamado, el elegido por Dios, el incorporado a Cristo: todo eso trasciende el terreno del mero comportamiento, pero afecta al comportamiento: «En eso conocerán todos que sois discípulos míos...» (lo 13,35). S. Pablo relaciona claramente el comportamiento moral con el hecho mismo de la novedad cristiana: «así también nosotros en novedad de vida caminemos» (Rom 6,4). Esa exigencia en cuanto a la materialidad misma del obrar es explicada haciendo referencia a múltiples elementos del mensaje cristiano; para no alargar la enumeración, limitémonos a citar uno de los más característicos: la recepción del Espíritu Santo, que en S. Pablo se prolonga en la contraposición y lucha entre carne y espíritu. El cristiano debe realizar las obras del espíritu: «Caminad en espíritu y no daréis satisfacción a la concupiscencia de la carne; cuales son: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría... Mas la fructificación del espíritu es: caridad, gozo, paz... Si en espíritu vivimos, en espíritu caminemos» (Gal 5,16-25).
La vida del cristiano puede ser así descrita como una obra de santificación. El término santificación, que tiene un origen cultual, en la medida en que el culto se espiritualiza lleva a ver como toda la vida cristiana debe ser «piedra viviente con que se edifique una casa espiritual» (1 Pet 2,5; cfr. Rom 12,1; Eph 5,1-8), y pasa a aplicarse a la totalidad de la existencia cristiana. De esta forma Dios es «glorificado en sus santos», de modo imperfecto ya ahora en la historia, para serlo de un modo acabado cuando llegue la plenitud de los tiempos (cfr. 2 Thes 1,10).

2. Análisis teológico de una posible definición de la santidad. El uso bíblico de la palabra s. muestra la interacción de diversos planos. De una parte se habla de un proceso de salvación que afecta al ser mismo del hombre, y que, en cuanto tal, trasciende lo experimentable. Por otra parte se refiere a un comportamiento humano y, por tanto, a algo exterior y observable. Eso lleva a afirmar que: a) la s. es, en primer lugar, una s. ontológica u óptica, en cuanto que con la justificación (v.) el hombre es transformado de pecador en justo y amigo de Dios; b) esa nueva relación con Dios impone al hombre el deber de manifestar en su existencia cotidiana la realidad de las promesas y dones divinos; de forma que la s. es también una s. ética o moral. Este orden de exposición lo encontramos recogido en el Conc. Vaticano II: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propias obras, sino por el designio y gracia de El, en el Bautismo de la fe han sido hechos verdaderamente hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios» (Lumen gentium, 40). Tal esquema tiene la ventaja de resumir el dato bíblico y de hacer ver cómo, para el cristianismo, la moral no es jamás moralismo, sino que se fundamenta en una honda realidad religiosa. Desde un punto de vista metodológico permite articular con facilidad las diversas cuestiones que se relacionan con el tema de la santidad.
En sus aspectos ontológicos, la s. nos habla de la vocación (v.) divina y de la justificación (v.), de los bienes divinos que son objeto de la promesa del Reino (v.) de Dios. En ese sentido la s. se nos aparece como algo esencialmente escatológico, en cuanto que sólo al fin de los tiempos encontrará su plenitud. Si el pensamiento protestante tiende a quedarse ahí -en la s. como contenido de la promesa-, la doctrina católica, fiel al realismo de la Encarnación del Verbo, considera a la s. como una realidad presente en el hombre; ciertamente en estado incoado de modo que el cristiano está constantemente necesitado de purificación y sólo en virtud de la palabra de Dios es hecho justo, pero no por ello menos verdadera: «la Iglesia (y con ella -añadimosel cristiano) se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad» (Lumen gentium, 48). La justificación incluye la transformación y regeneración interior del hombre. Analizar en esta línea la s. lleva a estudiar por un lado la gracia (v.) sobrenatural y las virtudes (v.) e irrepetible, que le otorga una misión concreta, que le exige una entrega determinada y específica que sólo él puede realizar.

4. Medios de santificación. Las reflexiones anteriores hacen ver que santificarse, buscar la s., es vivir la propia vida como don de Dios y según la voluntad de Dios. La idea, pues, de medio de santificación ha de ser despojada de toda interpretación que considere que existe como «una técnica de la santidad»: la s. no se adquiere mediante un ejercicio psicológico de ningún tipo. Es, pues, providencial la reacción que en el segundo tercio del s. XX se observa frente a un fácil esquematismo y en defensa de la espontaneidad.
Pero, por otra parte, no se puede olvidar que durante el transcurso de su existencia terrena, mientras se encuentra in statu viatoris, el cristiano está en el régimen de anticipación de lo prometido, de incoación de lo que en su día será pleno. Y ese régimen supone la existencia de tensiones, más aún, la existencia de la exterioridad. En un terreno eclesiológico, eso equivale a afirmar la realidad de la Iglesia como sacramento y de todo su aparato de gobierno; en un terreno espiritual, equivale a hacer ver la necesidad de la ascesis (v. ASCETISMO) y de unos medios de santificación. No advertirlo sería caer en el error de anticipar los tiempos, de considerar la resurrección final como ya realizada; o mejor dicho, de negar la resurrección, desconociendo la trascendencia de la acción salvadora de Dios. La necesidad de ejercitarse en el uso de unos medios concretos que ordenen a la s. nace precisamente de la aún no plena realización de la transformación del ser humano y la no plena impresión en él de la imagen de Dios. El olvido de estas perspectivas conduce el quietismo (v.), antiguo y reciente, con todas las consecuencias que de él derivan.
La literatura sobre estos medios de santificación es muy abundante, y se remonta hasta los inicios de la cristiandad. En el s. XVI, con la corriente de la oratio methodica, se llegó a una estructuración minuciosa, en parte excesiva, pero válida en su sustancia, y que ha perdurado hasta nuestros días. Una descripción de esos medios la encontramos en la misma Lumen gentium del Vaticano II: «A fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la palabra de Dios y cumplir con las obras de su voluntad con la ayuda de la gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, al fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque la caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (cfr. Col 3,14; Rom 13,10), gobierna todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin» (no 42; cfr. Presbyterorum ordinis, 1214; Apostolicam actuositatem, 4).
Completando ese elenco, damos a continuación un cuadro sinóptico de los diversos medios ascéticos o ejercicios de perfección, todos ellos tratados en otros lugares de esta Enciclopedia.
a) Actos en los que consiste la misma s. (pueden calificarse de medios en cuanto que en su repetición está el crecimiento del ser sobrenatural):
1. La unión (v.) con Dios, a través del trato personal con El, la identificación e imitación de Jesucristo (v. JESUCRISTO v), y la devoción a la Virgen (V. MARÍA III) y á los santos (V. CULTO III).
2. La lucha contra el pecado y la práctica de las virtudes (V. ASCETISMO II; PECADO; LUCHA ASCÉTICA; TENTACIÓN II; TIBIEZA, y las voces correspondientes a las diversas virtudes: FE; ESPERANZA; CARIDAD; PRUDENCIA; etc.).
3. El apostolado o cumplimiento de la misión divina con respecto a quienes nos rodean (V. APOSTOLADO; VOCACIÓN II).
b) Medios que suponen situar al hombre en la estructura de la economía salvadora, tal y como ha sido querida por Dios:
4. Los sacramentos (v. SACRAMENTOS in), especialmente la confesión (v. PENITENCIA III) y la Eucaristía (V. EUCARISTÍA IV).
5. La lectura y meditación de la Sagrada Escritura (V. BIBLIA VIII; LECTURA IV).
6. La práctica metódica de la vida de oración,(v. ORACIóN II; MEDITACIÓN; RECOGIMIENTO; CONTEMPLACIÓN). 7. La liturgia (v.).
8. La participación en la vida eclesial y en asociaciones apostólicas o de piedad (v. IGLESIA; ESPIRITUALIDAD; ASOCIACIONES V).
c) Medios estrictamente personales o psicológicos: 9. La dirección espiritual (v.).
10. Ejercicios para fomentar la presencia de Dios (V. PRESENCIA DE DIOS; DEVOCIÓN).
11. Ejercicios de mortificación (v.).
12. Exámenes de conciencia y revisiones de vida (V. EXAMEN DE CONCIENCIA).
13. Días de retiro, conferencias o círculos de formación, lectura de libros religiosos, etc. (V. LECTURA IV; MEDITACIÓN; RECOGIMIENTO; RETIROS ESPIRITUALES). 14. Plan de vida (V. LUCHA ASCÉTICA).
Esta enumeración hace ver, como ya advertíamos, hasta qué punto la palabra medio se usa de un modo aproximado y, en cierto modo, hasta equívoco, pues encontramos mencionados desde ejercicios ascéticos hasta la sustancia misma de la vida cristiana, pasando por los sacramentos. Necesidades metodológicas, que dependen de la realidad dogmática antes descrita, llevan a todos los tratadistas de espiritualidad a hacer enumeraciones más o menos semejantes. Sin desconocer su imprescindible utilidad, no debe olvidarse lo que es la realidad central: la s. no consiste en meras prácticas sino en una vida vivida en conformidad con la voluntad de Dios.

V.t.: PERFECCIÓN; VOCACIÓN II; VOLUNTAD DE DIOS; ESPIRITUALIDAD Y ESPIRITUALIDADES; MÍSTICA II; CONTEMPLACIÓN; IGLESIA II, 3; SALVACIÓN III.


J. L. ILLANES MAESTRE.
 

BIBL.: A. FIGUERAS, Santidad, en DB 6,482-88; A. MICHEL, Sainteté, en DTC 14,841-45; R. SCHNACKENBURG, El testimonio moral del Nuevo Testamento, Madrid 1965; A. J. FESTUGIÉRES, La sainteté, París 1942; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1950; J. DouILLET, ¿Qué es un santo?, Andorra 1959'; J. TIssoT, La vida interior, 14 ed. Barcelona 1960; R. BRUCKBERGER, El valor humano de lo santo, 5 ed. Madrid 1964; L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona 1964; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 23 ed. Madrid 1965; íD, Es Cristo que pasa, 8 ed. Madrid 1974; J. URTEAGA, El valor divino de lo humano, 19 ed. Madrid 1973; J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, tema de nuestro tiempo, 3 ed. Madrid 1967; A. REY, Santidad en la vida ordinaria, Madrid 1971; A. Royo MARÍN, Teología de la perfección cristiana, Madrid 1958; G. THILS, Santidad cristiana, 5 ed. Salamanca 1968.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991