Sagrado y Profano
 

1. Terminología. 2. Delimitación de lo sagrado. 3. Lo sagrado en la Revelación veterotestamentaria. 4. Lo sagrado en el cristianismo. 5. Presupuestos de lo sagrado. 6. Peculiaridad de lo sagrado en la economía cristiana. 7. La polaridad sagrado-profano.
 

1. Terminología. La voz sagrado designa en el lenguaje ordinario aquellas realidades que, por tener una especial relación con Dios y su culto, son dignas de una peculiar veneración y respeto. Lo p. es, en cambio, lo secular y ordinario. Ambos términos son correlativos y, en su mutua interdependencia, sirven para indicar las diversas formas en que la realidad que rodea al hombre está relacionada con Dios. De ahí la complejidad de su interpretación y valoración, ya que en ello están implicadas las cuestiones claves del pensamiento: la realidad de Dios, la comprensión de nuestras vías de acceso a Él, etc. Puede advertirse que, aunque sean correlativos, tiene una cierta primacía genética la noción de s.: lo s. se presenta como una realidad que destaca frente a las restantes, que resultan luego calificadas como profanas -no sagradas- por referencia a ella.
Así lo confirma la etimología. En muy diversas lenguas los términos usados para referirse a lo s. proceden de raíces que indican precisamente las ideas de separación y distinción, a las que se unen otras como la referencia a lo maravilloso, lo admirable, lo sobrehumano, lo poderoso, lo que suscita respeto y temor reverencial, lo intocable por su extremada pureza, etc. Así, en hebreo, la sacralidad se expresa con el sustantivo qodesh y el adjetivo gadosh, derivados de la raíz qdd, de sentido controvertido, pero que probablemente significa cortar y que está unida a la idea de separar, segregar. La profanidad se expresa mediante el término hol, derivado de halal, que implica las ideas de impureza y también las de soltar, desvincular; lo p. es, pues, aquello que no está sometido a las prescripciones que colocan a lo s. en un ambiente que lo defiende de contactos indebidos y corruptores.
En griego el término fundamental para indicar lo s. es hierós, que proviene probablemente de una raíz que indica fuerza, rapidez, vida, así como la excelencia que posee quien está dotado de esas cualidades; junto a él encontramos otras voces como témenos, que proviene del verbo témein, cortar, deslindar, separar; agnós, vinculado a la idea de pureza; hagios, que evoca la sensación de temor y reverencia ante lo misterioso y sobrehumano, y también, aunque secundariamente, la de separación. Los judíos que tradujeron el A. T. al griego evitaron la palabra hierós y derivadas, muy vinculadas a los cultos paganos, y tradujeron qadosh por hagios, haciendo así que en la época cristiana este término acabara teniendo un uso muy superior al que tuvo en el griego clásico. Para designar a lo p. encontramos en griego la voz lcoinos, que significa lo corriente, lo común, lo usual.
En latín -de donde provienen los términos castellanos que estamos analizando- el origen del vocabulario sobre la sacralidad se encuentra probablemente en el verbo sancio, cuyo sentido primitivo es delimitar, cercar un terreno sustrayéndolo al uso común. De él derivan dos adjetivos: sacer, para calificar todo lo referente al culto (de él nace el verbo sacrare, que significa la acción de reservar para el culto de Dios algunas personas, lugares o cosas, y cuyo participio, sacratum, es el antecedente inmediato del s. castellano); y sanctus, . para poner de relieve el carácter intocable e inviolable de las realidades sagradas y, secundariamente, la inocencia, pureza y virtud que deben caracterizar al hombre en cuanto partícipe en el culto o llamado a él, es decir, la santidad moral. El término profanum es una palabra compuesta del prefijo pro (delante de) y fanum (santuario o zona sagrada): indica, pues, el área que se encuentra más allá de un terreno consagrado al culto divino y, por extensión, todo lo no sagrado.

2. Delimitación de lo sagrado. La primacía genéticoetimológica que corresponde a lo s. aconseja que comencemos el estudió partiendo de él. En términos generales podemos decir que: a) Lo s. está vinculado a la realidad de Dios, por relación al cual, y connotando especialmente su excelsitud y trascendencia, se habla de s. y de sacralidad. b) Sin embargo, propiamente hablando, Dios mismo no es s.: Pl es ciertamente santo, más aún, el «santo de los santos» -como dice la expresión bíblica: Lev 11,44; Is 6,1-3; Heb 1,12; Ps 39,3-8, etc—, ya que, dotado de absoluta perfección, está tan por encima de todo lo creado que todo lo demás aparece frente a Él como lo no santo, pero es no propiamente sagrado. c) Tampoco se predica propiamente la sacralidad del hombre, ni siquiera en cuanto que unido a Dios y manifestando esa unión en la entrega y la obediencia: aquí es de nuevo de santidad (v.) en cuanto perfección ontológica y moral de lo que debemos hablar. d) Se predica en cambio -y ésta es su utilización propia- con respecto a cosas, objetos, personas, lugares, etc., vinculados de una manera u otra al relacionarse del hombre con Dios. Lo s. no es ni Dios, ni el hombre en cuanto relacionado con Él, y ni siquiera esa relación misma, sino realidades exteriores al hombre y a Dios, elementos del mundo, que de una manera cualificada intervienen en esa relación o la acompañan, y que son por eso mirados con una especial reverencia y veneración.
Detallando más, y estructurando los datos que nos ofrece la historia de las religiones, podemos distinguir tres órdenes o tipos de lo s.: lo s. que podemos calificar de manifestativo, lo s. ritual y, en dependencia de este último, lo s. latréutico y pedagógico.
a) Sagrado manifestativo. La vivencia de lo s. está íntimamente unida -según diversos historiadores de las religiones se iniciaría incluso a partir de ahí- a la teofanía (v.) o hierofanía, es decir, al momento en que al hombre, situado entre las cosas del mundo, se le manifiesta la profundidad de lo real y, tras ello, la realidad divina. Por eso a la conciencia religiosa le pertenece el convencimiento de que el espacio y el tiempo no son homogéneos, sino que cabe distinguir y subrayar lugares, objetos y momentos dotados de especial relieve porque con ocasión de ellos se produjo la advertencia de la realidad de Dios o porque tienen especial capacidad de evocarla. Cualquier realidad creada puede ser el punto de partida de ese descubrimiento o de esa evocación, y de ahí la variedad que en torno a lo s. teofánico nos atestigua la historia de las religiones. Es obvio, no obstante, que aquellas realidades que más especialmente manifiestan la magnitud de la naturaleza -la altura, la profundidad, la luz, la firmeza, las montañas, las rocas, el mar, el sol, etc—, o que más inmediatamente se relacionan con las experiencias humanas fundamentales -la vida y la muerte-, tienen una peculiar capacidad para ello; no es por eso extraño que sean ellas las que con más frecuencia aparezcan revestidas de un carácter sagrado.
b) Sagrado ritual. El reconocimiento de la realidad de Dios conduce al hombre a volverse hacia Él a fin de fundar en Él la propia existencia. Surgen así una serie de actos y actitudes, entre los que pueden destacarse la adoración (v.), por la que el hombre proclama la excelsitud de Dios; la oración (v.), por la que se dirige a Él e implora su benevolencia, y -especialmente importante para nuestro tema- el rito (v.). Podemos definir el rito como aquella acción que, simbolizando la unión con la divinidad, es realizada por el hombre con la conciencia de que en ella se alcanza de algún modo lo que simboliza, es decir, la relación con Dios mismo. Esa definición, como es obvio, puede ser matizada o discutida; en cualquier caso -y es eso lo que importa notar aquíen el rito nos encontramos con una manifestación de lo s. diversa de la precedente. Existe entre ambas puntos de contacto -se hace referencia en los dos casos a realidades de nuestro mundo que entran en especial relación con Dios-, pero a la vez diferencias: en la teofanía, lo s. son lugares o fenómenos de la naturaleza o de la vida humana; en el rito, una acción humana; la teofanía se mueve en el orden del conocimiento; el rito, en el de la comunión vital. En ese sentido puede decirse que si bien la vivencia de lo s. nace en la hierofanía, en el reconocimiento de Dios, su culminación se encuentra en el rito en cuanto acción s.: en ella y por ella, al realizar lo querido por la divinidad, el hombre se vincula de algún modo al obrar divino y, por consiguiente, resulta fundado en él y anclado en lo pleno y lo definitivo. De ahí la importancia que el rito tiene en toda la historia de las religiones.
c) Sagrado latréutico y pedagógico. Lo s. ritual consiste, propia y primariamente, en la acción o rito realizado, ya que es precisamente por y en su celebración como se evoca la relación con Dios. No obstante, y dado que el rito implica una serie de elementos sin los cuales no podría realizarse -personas que lo ejecutan, objetos, vestiduras, lugares de celebración, etc—, su sacralidad se extiende también a ellos, por lo que tienden a ser reservados para ese uso,-tratados con especial respeto, elaborados con gran cuidado y riqueza, o, si se trata de personas, sometidas a especiales reglas y requisitos, al menos durante el tiempo que dura el rito y el que inmediatamente le antecede, etc. Las nociones de lo puro y lo impuro, tan importantes en la historia de las religiones, encuentran aquí una de esas aplicaciones más importantes. Quizá convenga subrayar que esta pureza ritual no se identifica necesariamente con la moral, ya que implica la exclusión de acciones o cosas que en otros momentos y situaciones son consideradas legítimas, sino que obedece a otras razones: manifestar la reverencia debida a la acción sagrada y testimoniar su singularidad frente al ordinario obrar humano (v. PURIFICACIÓN I).
d) Deformaciones de lo sagrado. En los párrafos que anteceden hemos procurado reflejar las manifestaciones de lo s. en su esencialidad y pureza. Es obvio que, como ocurre con todas las realidades en que intervienen la debilidad y falibilidad humanas, también lo s. está expuesto a deformaciones. Estando vinculado lo s. a la comunicación entre el hombre y Dios, su vivencia resulta afectada por la comprensión que el hombre, en cada momento histórico, haya alcanzado de la realidad divina y de su propia espiritualidad y destino eterno, y por la firmeza y hondura con que su voluntad se adhiera a lo que la inteligencia le revela. Tal es, pues, la fuente fundamental de sus posibles deformaciones. Así, p. ej., un imperfecto reconocimiento de la espiritualidad de Dios y de la trascendencia de su acción puede llevar a la visión de lo s. como un fluido, fuerza o energía de orden material aunque trascendente, tal y como parece encontrarse en algunas formas de fetichismo (v.) o animismo (v.). Una tendencia panteísta puede llevar a identificar lo s. con la naturaleza misma en cuanto dotada de exuberancia y autotrascendencia, o, en otra línea -y mezclándose en ello un centrarse del hombre en su propia subjetividad-, a cultos de carácter pánico u orgiástico. Un debilitarse de la tensión religiosa puede llevar a un ritualismo formalista y a una auténtica esclerosis de lo s.; lo que, en última instancia, abre el camino a una irreligiosidad conscientemente asumida, pero puede también dar lugar a diversas deformaciones de lo s., como, p. ej., a su reducción a mera garantía del vivir terreno mediante una sacralización indebida de instituciones políticas, culturales, etc., o, más radicalmente, a la magia (v.) o intento de dominar el poder divino para subordinarlo a las pretensiones humanas.

3. Lo sagrado en la Revelación veterotestamentaria. En el ámbito extrabíblico la vivencia de lo s. nace de la contemplación del espectáculo de la naturaleza, ascendiendo desde él hasta Dios. La sacralidad es por eso una sacralidad de tipo cósmico no sólo porque se estructura según una simbología basada en la naturaleza y en los ritmos que implica, sino sobre todo porque gira en torno a la visión de Dios como creador y sustentador del mundo y de las leyes a las que éste obedece. Eso cambia cuando nos situamos en el ámbito de la Revelación (v.): ahora no es ya sólo el mundo quien con su profundidad y su orden nos habla de Dios, sino que es Dios mismo quien, interviniendo en la historia en acontecimientos concretos y singulares, nos dirige su palabra. Las teofanías no son fenómenos de la naturaleza que, por su grandiosidad, evocan la majestad de Dios, sino acciones concretas en las que Dios aparece, cortando el curso de los fenómenos naturales y revelándose como «glorioso en santidad, terrible en prodigios, autor de maravillas» (Ex 15,11). El culto no se limita a evocar la obra creadora, sino que rememora las «mirabilia et magnalia Dei», las obras grandes que Dios, a lo largo de la historia, ha hecho en beneficio del pueblo al que había elegido.
Consciente de la absoluta trascendencia de Dios --en Israel no hay lugar para esa ambigüedad tendencialmente panteísta que se encuentra en diversos ámbitos del mundo pagano en torno a «lo divino» o a «los dioses»- el israelita advierte con especial fuerza la maravilla que implica el hecho de que Aquel que de nada necesita y ante el cual los seres creados no pueden ni atreverse siquiera a levantar la mirada (Ex 3,14; 20,18-19; 1 Sam 6,20; Os 5,7; Am 4,2; Iob 4,17; 25,4-6, etc) se haya fijado en los hombres, quiera tener entre ellos sus delicias (Prv 8,31) y vuelque en ellos sus favores (Ps 8,5-10). De ahí la actitud de acción de gracias, de admiración, de reverencia, con que se rodea todo lo referente a esa manifestación y comunicación de Dios. Así los lugares de las teofanías son declarados santos (es decir s.: recuérdese que una misma palabra -godesh- sirve en hebreo para indicar las realidades que en castellano expresamos con los vocablos s. y santo) y objeto de respeto reverencial (Ex 3,5; 19,12.23). Y el culto, en el que Dios se hace presente -como simbolizó la nube que cubrió la tienda y el tabernáculo preparados por Moisés (Ex 40,34), y, posteriormente, el Templo (v.) edificado por Salomón (1 Reg 8,10-11)-, es también santo (sagrado), y objeto de una legislación divinamente inspirada (cfr. Ex, cap. 25 a 31 y textos posteriores), que subraya su excelsitud. Y s. es igualmente todo cuanto con ello se relaciona: el primitivo santuario (Ex 28,43; Lev 6,26); el arca de la alianza (2 Par 35,3); el Templo (1 Reg 8,11; Ps 5,8); la ciudad de Jerusalén (Ps 46,4; Is 48,2); el sábado (Gen 2,3; Ex ib, 23; 35,2) y las otras fiestas (Lev 12,16; 23,4-8); los sacerdotes (Ex 19,6; Lev 23,4); los altares (Ex 29,37; 30,10), los utensilios del culto (Num 4,15), el incienso (Ex 30,35), las vestiduras litúrgicas (Ex 28,2-4); las ofrendas y las víctimas (Ex 38,38; Lev 2,3; 1 Sam 21,5), etc.
En suma, la intervención de Dios en la historia, y consiguientemente la viva conciencia que el israelita tiene de la cercanía de Dios y de su predilección, no conducen a una desaparición de la vivencia de lo,s., sino más bien -y sobre este punto volveremos- a una profundización en ella.

4. Lo sagrado en el cristianismo. a) Visión general. Desde la primera hasta la última de sus páginas, el N. T. anuncia una verdad central: Dios llama al hombre a su intimidad. Las promesas veterotestamentarias han sido no sólo cumplidas, sino trascendidas, y a participar de ellas se llama no sólo a Israel, sino a la humanidad entera. Cristo, Hijo eterno de Dios Padre, haciéndose en el tiempo hombre por nosotros, con su obediencia llevada hasta la muerte (Philp 2,5-11), ha vencido al pecado y merecido la exaltación suprema. Como mediador y sacerdote perfecto (1 Tim 2,5; Heb 4,14; 5,10) ha ofrecido, muriendo en la Cruz, un sacrificio definitivo, capaz de «llevar a perfección para siempre a los santificados» (Heb 10,14). Resucitado en espíritu vivificante (1 Cor 15,45) ha sido constituido para nosotros fuente de toda salvación. Su cuerpo, muerto, resucitado y subido a los cielos,
es el Templo nuevo y definitivo (lo 2,20-21; Heb 9,1-5; 9,11-12): ló que el Templo antiguo simbolizaba -la unión de Dios con la humanidad- se realiza con toda verdad en Cristo, nuevo Adán, cabeza y primogénito de la humanidad redimida (Rom 8,29; Col 1,18; 2,10; Rom 5, 14; 1 Cor 15,21.45).
Ante el hombre se abre así una perspectiva de plena y total comunión con Dios, el advenimiento de un estado en el que los hombres podrán contemplar a Dios no entre sombras y en el espejo de sus criaturas, sino cara a cara, conociéndolo con la misma inmediatez con que somos de Él conocidos (1 Cor 13,12-13; 1 lo 3,2). Ese estado se realizará en su plenitud e integridad más allá de la muerte, culminando cuando se cierre la historia y Cristo, con su aparición en gloria y majestad (v. PARUSÍA), juzgue todas las cosas y establezca la plenitud del Reino (v.). Pero ya ahora se anticipa de algún modo: Cristo, sentado a la diestra de Dios Padre y lleno del Espíritu Santo, dador de toda santidad, lo derrama sobre la humanidad necesitada de salvación (Act 2,1 ss..; 2 Thes 2,13; Rom 15,16, etcétera). Fruto de esa acción de Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo es la edificación de la Iglesia, «nación santa» (1 Pet 2,9), casa de Dios (1 Cor 3,9-11; 1 Tim 3,15), cuerpo de Cristo (Rom 5,4-5; 1 Cor 12,1-11; Eph 4,4-16), templo del Espíritu Santo (Eph 2,19-22), y la justificación de cada cristiano que, habiendo recibido las primicias del Espíritu (Rom 8,23), es hijo de Dios (1 lo 3,1-2; Gal 4,1-7; Rom 8,14-17), alguien en cuyo corazón, como en un templo, habita la Trinidad entera (lo 14,17.23; 1 Cor 3,16; 6,19).
En este contexto general se sitúan los datos que los textos neotestamentarios nos ofrecen sobre el rito y el culto, y que podemos resumir en tres apartados:
1°) Cristo vivió según la Ley (v. LEY v[t, 3), sujetándose a todas sus prácticas, incluidas las rituales (Lc 2,21-24; 41-42; lo 2,13; 5,1; etc.), manifestando celo por el Templo, al que acudía para predicar (lo 2,14-17; 10, 23 ss.), y participando en las reuniones sinagogales (Mt 9,35; lo 6,59, etc.). Se situó, sin embargo, por encima de la Ley y de la liturgia judía, anunciando la superación de sus prácticas rituales y de sus instituciones más específicas, como son el sábado (Mc 2,27; Mt 12,9-14; lo 16-17) y el Templo (lo 2,19-20), y la instauración de un culto más espiritual (Mt 15,10-20; Me 7,1-13; lo 4,21-23), más aún, la traslación a un pueblo nuevo del privilegio de la elección reservado hasta entonces a Israel (Mt 2133-43 y passim; v. LEY VII, 4).
2°) Al mismo tiempo, se rodea de discípulos, entre los que designa a doce, dándoles el nombre de Apóstoles (v.; cfr. Mt 10,1-2; Le 6,12-13), constituyéndolos en fundamento del nuevo pueblo mesiánico o Iglesia (v.) que É1 así fundaba; instituye unos nuevos ritos -a los que llamamos sacramentos (v.)- destinados a comunicar la vida nueva que Él traía; promete a los suyos la asistencia del Espíritu Santo (lo 14,16-17; 16,7-15); y, resucitado, antes de subir a la diestra de Dios Padre manda a los suyos que se dispersen por el mundo para que sean sus testigos ante todas las gentes y las incorporen al nuevo pueblo de Dios (Mt 28,16-18; Me 16,15-16).
3°) Los primeros cristianos en un principio continúan acudiendo al Templo (Act 3,1 ss.; 21,26, etc.) y practicando la Ley ritual judía, hasta que, bajo la inspiración del Espíritu Santo, decretan su abandono, reduciéndola a simple práctica lícita para aquellos cristianos que provengan del judaísmo (Act 15,22-29). Ya desde el inicio tienen plena conciencia de ser el nuevo pueblo de Dios, y se dirigen a quienes les rodean, primero judíos, después gentiles, para llamarlos e incorporarlos a ese pueblo por medio del Bautismo (Act 3,38.41, cte.), seguido de la Confirmación por la imposición de manos (Act 6,15-17). A la vez desarrollan una liturgia, específicamente cristiana, centrada en la Eucaristía (Act 2,42, 20,7; 1 Cor 11,17-34; cte.), y que comprende además otros ágapes y reuniones (cfr. 1 Cor 14,26-40, p. ej.), así como oraciones y cantos espirituales (Col 3,16). Los Apóstoles, y, junto a ellos, los obispos, presbíteros y diáconos -constituidos en esos ministerios por la imposición de las manos (Act 6,6; 13,3; 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6)- cuidan y gobiernan la comunidad.
b) Niveles o formas de lo sagrado. Los textos citados ponen de relieve dos líneas de fondo: los ritos mosaicos han sido superados, porque lo que ellos anunciaban y preparaban -el Mesías y su obra- ha llegado ya; pero la plenitud mesiánica no nos es comunicada todavía en la totalidad de sus virtualidades, sino sólo en arras o en germen. Convenía, pues, que el complicado ritual mosaico, que tenía por misión anunciar lo futuro, desapareciera y fuera sustituido por un culto nuevo, más sencillo y pleno, en el que lo ya acontecido -la Muerte y Resurrección de Cristo- fuera hecho presente y comunicado a los fieles. En la economía cristiana, como economía propia del Yiempo que media entre la Ascensión a los cielos y la Parusía, durante la cual Dios es alcanzado en la fe (v.) y la esperanza (v.) y no todavía en la visión, ocupan un papel central la palabra que anuncia la realidad que Dios quiere comunicar al hombre y el signo que, evocando esa realidad, la comunica; y, por tanto, hay en ella lugar para lo sagrado. Dejando para un apartado posterior una ulterior elucidación de la peculiaridad cristiana de lo s., detengámonos ahora a precisar los niveles o formas que adopta.
1°) En el orden de la epifanía o manifestación de Dios, podemos hablar, de lo s. con respecto a la Humanidad de Cristo, a su Cuerpo, tanto en su realidad física como en su prolongación eclesial y en su presencia eucarísticá. Ciertamente al referirse a Cristo y a la Iglesia hay que hablar ante todo de santidad, de unión con Dios, pero en la medida en que esa gracia está en Cristo para ser comunicada a la Iglesia y en la Iglesia para ser difundida sobre la humanidad, nos encontramos también ante una función de signo revelador. Así Cristo, en quien «reside la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9), «nos da a conocer con su vida y sus obras la verdad de Dios» (lo 1,14; 14,9); y al hacerse presente, por la transustanciación, en la S. Eucaristía da a la Iglesia entera un signo y prenda supremos del amor de Dios y de la realidad y hondura con que llama a su intimidad. Y la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, es a su vez signo levantado ante las naciones (Is 11,12; cfr. Conc. Vaticano I, Denz.Sch. 3014), que invita a los hombres a acoger la llamada salvífica de Dios. Conviene subrayar que lo que estos signos nos manifiestan no es meramente la realidad de Dios como Creador y autor de la naturaleza, sino la de Dios que se comunica sobrenaturalmente a los hombres, es decir, la de Dios como autor de la nueva creación, de la nueva vida que quiere dar a los hombres (v. SOBRENATURAL). Son por eso signos que no sólo significan, sino que contienen la realidad significada, haciéndola presente no sólo en un sentido manifestativo, sino total, ya que esa realidad no es una realidad que estuviera oculta y que el signo desvela, sino una realidad nueva que antes no estaba. Por eso más que de un s. meramente epifánico o manifestativo, hay que hablar aquí de un s. fontal.
2°) En el orden del rito incide profundamente lo que acabamos de decir: en el rito cristiano el protagonista no es el hombre que, reconociendo a Dios en la naturaleza, se vuelve hacia Él, sino, en primer lugar, Dios que se hace presente para comunicar una vida nueva, y, sólo en segundo lugar, el hombre que, renovado por Dios, se vuelve hacia Él en acción de gracias, amor y entrega. Hay, pues -por emplear las expresiones clásicas-, un movimiento descendente de Dios al que sigue el ascendente de la humanidad. Por eso en el rito cristiano -y especialmente en algunos de ellos: los siete sacramentos (v.)se incluye una nota de eficiencia y causalidad divinas. Podemos, por eso, hablar no sólo de un s. ritual, sino también de un s. instrumental, ya que se trata de ritos de los que Cristo se sirve para realizar su obra santificadora. En términos generales cabe en esta línea hablar de lo s. con respecto: a) la S. E., inspirada por el Espíritu Santo, y la predicación de la Iglesia, a la que Cristo mismo asiste garantizando su verdad y con ocasión de la cual el Espíritu Santo actúa en los corazones humanos como maestro interior que atrae hacia la conversión y la fe; b) los siete sacramentos, signos sensibles por los que Cristo se hace presente en un determinado lugar del espacio y en un momento concreto del tiempo con toda su fuerza redentora a fin de comunicar esa vida hacia la que la fe ordena; c) la liturgia (v.) entera, como acto por el que la Iglesia, uniéndose a la oración de Cristo, alaba a Dios, le da gracias e implora su misericordia; d) el sacerdocio (v.) ministerial, por el que un hombre queda constituido en ministro del que Cristo se sirve para actuar en cuanto cabeza de la Iglesia; e) cada cristiano, dotado, por el Bautismo (v.) y la Confirmación (v.), de un sacerdocio real que le capacita para ofrecer a Dios un culto espiritual prolongación del de Cristo mismo.
3°) En el orden de lo sagrado latréutico y pedagógico, hay que recordar que esa presencia absolutamente nueva de Dios, esa divinización del hombre que implica lo cristiano, no borra en modo alguno la diferencia entre el hombre y Dios: es don, y don absoluta y supremamente gratuito. El cristiano lo reconoce así, y, por tanto se vuelve hacia Dios con actitud de especial agradecimiento y veneración. Hay por eso lugar en la economía cristiana -y lugar necesario- para un s. también en su sentido latréutico y pedagógico con respecto a todo lo que acompaña al rito y a la presencia nueva de Dios (edificios, arte, música, vestiduras, gestos, cte.) de modo que sea el hombre entero, y con la plenitud de sus virtualidades, quien alabe a Dios, y se cumpla la función de educación e impulso de la fe que es inseparable de todo acto de culto plenamente entendido. En este tercer nivel nos encontramos ante algo que, aunque fluye directamente de lo enseñado e instituido por Cristo, no ha sido específicamente establecido por Él. De ahí que pueda darse -y se haya dado de hecho- una variabilidad histórica, que será legítima siempre que refleje verdaderamente el espíritu de Cristo, y -lo que garantiza lo anterior- mantenga la obediencia al Magisterio eclesiástico (v.) y el sentido de la Tradición (v.): v. SACRO, ARTE; SACRA, MúSICA; TEMPLO Ili; LITURGIA.

5. Presupuestos de lo sagrado. Habiendo caracterizado lo s., intentemos analizar ahora lo que presupone, a fin de llegar a una definición más precisa y estar en condiciones de conocerlo y valorarlo en profundidad.
a) Sentido de la trascendencia. Lo s. presupone, en primer lugar y ante todo, la realidad de Dios, distinto del mundo y trascendente a él, y a la vez presente en el mundo con su acto creador; y, paralelamente, la realidad del hombre como ser espiritual capaz de elevarse al conocimiento de Dios y, consiguientemente, de sentirse llamado a tener relaciones personales con Él. Por eso conducen a una incomprensión de lo s. no sólo el ateísmo (v.) -que si es radicalmente asumido, como sucede en el positivismo (v.) o en el marxismo (v.), tenderá a presentarse a sí mismo como la negación y superación de toda sacralidad y trascendencia-, sino también una consideración meramente moral del hombre, es decir, toda visión de la moralidad que no se abra a una metafísica de la participación y a la vivencia religiosa, ya que entonces el hombre queda o enfrentado con una ley impersonal y abstracta, o invitado a la búsqueda de una autenticidad entendida como coherencia con los propios postulados, es decir, de una forma u otra, encerrado en una pura inmanencia. Aunque el vocabulario sacral no desaparezca, sino que sea incluso empleado con profusión, también deforma lo s. todo sistema que, desconociendo y oscureciendo la libertad divina, presente la historia como un proceso necesario y caiga en un ambiguo «todo es sagrado» de tono panteísta, lo que -como han puesto de relieve las reducciones radicales de Feuerbach (v.), Marx (v.) y Nietzsche (v.)- no es sino la antesala de la negación atea de Dios; y, finalmente, las posiciones irracionalistas que, negando todo conocimiento racional de Dios, intentan abrir al hombre hacia la trascendencia por una vía transracional, lo que les permite llegar tan sólo a un vago y confuso «lo divino» carente de verdadera consistencia.
La vivencia de lo s. no nace de la ignorancia o del temor del hombre ante lo desconocido, sino del conocimiento -tal vez germinal y mezclado con deficiencias y errores, pero real y verdadero- de la realidad de Dios. Es entonces, al verse situado ante el Todopoderoso y al tomar de esa forma conciencia más clara de su propia pequeñez -en cuanto distinto de Dios- y dignidad -en cuanto que capaz de relaciones con Él-, como en el hombre surge ese entremezclarse de admiración, temor reverencial, deseo y agradecimiento que acompañan a la vivencia de lo sagrado. Precisamente porque la afirmación de Dios nace de una positividad y no de una carencia, el desarrollo intelectual del hombre no desemboca de por sí -como pretende el racionalismo (v.) y los sistemas de pensamiento con él relacionados- en una superación de la afirmación de Dios para ser sustituida por la afirmación de la autosuficiencia del conocer humano, sino al contrario, en el reconocimiento cada vez más claro de la relación de dependencia con respecto a Dios y, supuesto el encuentro con la Revelación, en la apertura a Él en la fe. Lo que, en términos de sacralidad, equivale a decir que la vivencia de lo s. no es propia de etapas infantiles de la humanidad, sino consustancial a ésta, de modo que el crecimiento de la vida humana no implica la superación de la sacralidad, sino, en todo caso, su purificación, profundización y elevación.
b) Corporalidad del hombre. La realidad de lo s. presupone, en segundo lugar, la corporalidad humana entendida en toda su amplitud, es decir, no sólo el hecho de que tenemos cuerpo, sino el hecho de que ese cuerpo, que forma parte de lo íntimo de nuestro ser, nos coloca en especial relación con el cosmos material. Veamos cómo esto se realiza en las dos formas fundamentales de lo s. que antes hemos señalado:
1°) Lo s. rhanifestativo o teofánico está relacionado con el carácter mediato de nuestro conocimiento de Dios. El hombre no tiene una visión intuitiva de Dios, sino que se eleva hasta Él a partir de la realidad sensible. Ese proceso de reconocimiento de Dios es un proceso intelectual, que desemboca en la advertencia no de una simple idea, sino de la realidad viva de Dios; implica por eso una especial participación de toda la persona, provocando admiración, amor, conmoción, temor reverencial, etcétera. Es por eso espontáneo y natural que las realidades, lugares y experiencias que en cada caso concreto en cada tradición religiosa y cultural- han constituido el punto de partida de la elevación a Dios queden asociadas a la relación con Él. De otra parte, la inefalibilidad de Dios, que es inabarcable por ninguno de nuestros conceptos, hace que en nuestro conocimiento y en nuestro lenguaje sobre Dios y en nuestra relación vital con Él, se entremezclen lo conceptual y lo simbólico, a fin de expresar de algún modo la insondable riqueza divina. También por este título las realidades materiales concretas -y de modo especial las que indican riqueza, profundidad, luz, belleza, etc- pueden quedar, y quedan de hecho, incorporadas al vivir religioso y revestidas de ese carácter de excepcionalidad que designamos con el nombre de sagrado.
2°) Lo s. cultual está en conexión con la estructura compleja del ser humano, que no es un espíritu que habita un cuerpo, sino un ser espiritual-corporal en unidad sustancial. Es por ello por lo que no hay en nosotros nada que sea exclusivamente corporal, y, viceversa, por lo que los actos espirituales, las decisiones de la voluntad, el amor, tienden a expresarse en actitudes corporales, en gestos. Y ello no a modo de mera prolongación extrínseca o de simple manifestación exterior de algo que ya estuviera acabado y cerrado en sí mismo, sino como desarrollo al que tiende de por sí la acción humana, que alcanza una plenitud y consumación cuando incorpora el cuerpo y lo que le rodea al movimiento originado por la voluntad. Por eso están tan lejos de la verdad humana un ritualismo formalista que «materializara» el rito separándolo de la actitud interior de la voluntad, como un espiritualismo mal entendido que desconociera la dimensión corporal humana (V. GESTOS Y ACTITUDES LITÚRGICOS).
c) Síntesis. La sacralidad puede ser definida como aquel carácter que reciben gestos, lugares, cosas, etc., por su relación con la manifestación o el culto de Dios. Se ha insistido repetidas veces en que no debe caerse en una «cosificación» de lo s., atribuyendo una sacralidad a las cosas en sí mismas. Hay en esas frases y otras análogas una gran verdad, si con ellas se pretende excluir las expresiones de algunos pueblos primitivos según las cuales lo s. es descrito como una especie de fluido o energía física (idea de sabor panteísta, aunque muchas veces fruto sólo de una falta de penetración en la trascendencia e inmediatez de la acción divina o incluso de simples dificultades de lenguaje); pero deben ser cuidadosamente precisadas, pues implican a la vez el riesgo de dar entrada a una visión extrinsecista y funcional de lo s. concibiéndolo como una pura construcción humana independiente de la realidad de las cosas y de un positivo querer de Dios.
En realidad, en la base de lo s. se encuentra, ante todo y sobre todo, el querer divino. Eso es particularmente cierto en la religión de Israel y en el cristianismo, fruto de una libre y gratuita intervención divina en la historia por la que Dios eleva al hombre a una nueva relación con Él e instituye determinadas realidades y ritos como vía de acceso a esa relación. Pero es también cierto de la sacralidad tal y como se encuentra en el ámbito extrabíblico. Ciertamente aquí no encontramos una institución divina, sino la advertencia por parte del hombre de que las cosas le hablan de Dios y le conducen a Él. Pero precisamente eso el hombre no lo crea, sino que lo descubre, puesto que está realmente en las cosas -«los cielos, dice la S. E., narran la gloria de Dios» (Ps 18,2; cfr. Rom 1,19-20; Sap 13,1-9)-, y está no independientemente de la voluntad de Dios sino querido por Él y ordenado por Él a que el hombre -merced a la inteligencia que Él mismo le ha concedido- lo reconozca, adore y ame y, de esa forma, se encamine hacia el fin y la felicidad para los que ha sido creado. Hay, pues, en lo s. funcionalidad, ya que está al servicio de la relación entre el hombre y Dios, y variabilidad histórica, ya que la advertencia de Dios puede producirse, como antes señalábamos, en contextos muy diversos, pero hay a la vez en su raíz un hecho sustantivo, permanente y fundamental: que el mundo que rodea al hombre no es un mundo que lo cierre en sí mismo, sino que, al contrario, lo abre a Dios. Si esto se olvida, como ocurre en el racionalismo (v.), el agnosticismo (v.) y el idealismo (v.) -y ya anteriormente, aunque con menos radicalidad, en el nominalismo (v.)-, necesariamente se desembocará, como ya advertíamos, en una incomprensión de lo s. y, a largo plazo, en su negación.

6. Peculiaridad de lo sagrado en la economía cristiana. En el apartado anterior, aunque hemos hecho alguna referencia a la Revelación y a Cristo, hemos tenido presente sobre todo lo s. tal y como nos lo ofrecen las religiones extrabíblicas: intentemos ahora precisar la peculiaridad que adquiere lo s. en la economía cristiana.
a) ¿Implica la Revelación la abolición de la distinción entre sagrado y profano? En primer lugar es necesario referirse brevemente a una cuestión radical planteada por algunos autores contemporáneos. Nos referimos concretamente a aquellos que -basándose en los textos en que Cristo anuncia la superación de la Ley ritual judía, proclama la bondad natural de las cosas haciendo ver que el mal proviene del corazón (cfr., p. ej., Mt 15,10-20) y habla un culto nuevo y espiritual (lo 4,21-23), así como en la predicación general neotestamentaria sobre el cristiano como santificado por el Espíritu- o bien sostienen que Cristo ha suprimido lo s. y postulan por consiguiente una radical desacralización de la vida y de la liturgia cristianas, o bien -reaccionando frente a lo anterior, pero sin ir al fondo de la cuestión planteada- afirman que Cristo ha anulado la distinción entre lo s. y lo profano. Esta última es la postura, p. ej., de Congar, quien escribe que el N. T. «derriba la muralla de lo sagrado» a la vez que «elimina la categoría de lo profana»: «ahora es sagrada toda la vida de los fieles, con la única excepción de la parte de la vida profanada por el pecado» (Situación de lo sagrado en régimen cristiano, en Varios, La liturgia después del Vaticano !I, Madrid 1969, 489-490). Pero esta tesis -que se basa en un grave equívoco, proveniente de no distinguir de manera adecuada entre lo s. y lo santo- no refleja la totalidad del dato cristiano y, por las razones que enseguida diremos, se expone a una involución que la lleve al naturalismo (v.). No es por eso extraño que Congar, apenas hecha la afirmación citada, se vea obligado a corregirla, recordando que la Iglesia es distinta del mundo, hablando de los sacramentos y estableciendo una jerarquización de grados de sacralidad cristiana (ib. 494 ss.).
La realidad es que el cristianismo no borra en modo alguno esa distinción radical entre Dios y hombre, con la consiguiente conciencia de la gratuidad de las comunicaciones divinas, que funda la vivencia de lo s.; al contrario, la refuerza, ya que el cristiano, al advertir que Dios se le da y entrega de una manera personal, adquiere una conciencia extremadamente clara de la profundidad divina y, por tanto, de la absoluta trascendencia del don que recibe. De otra parte el cristiano ha recibido real y verdaderamente ese don, pero de manera incoada, en arras o en germen, en espera de la plenitud de la gloria; de ahí que, como ya antes señalábamos, haya lugar para una palabra que anuncia ese don y para gestos y ritos que lo signifiquen. La conjunción de esos dos hechos -gratuidad y carácter sobrenatural de la gracia, condición peregrinante del estado presente- condiciona la realidad y las características cristianas de lo sagrado. Ciertamente no es lo mismo hablar de signos que hablar de lo s., aunque entre ambas realidades hay una profunda interdependencia, y de hecho algunos de los partidarios de una desacralización de la liturgia cristiana no pretenden negar los signos sacramentales, sino sólo prescindir en su celebración de todo lo que de algún modo implique excepcionalidad o evoque las formas en que el hombre ha vivido a lo largo de la historia lo sagrado. Pero esa postura no va al fondo del dato cristiano y, por consiguiente, lo cercena. El hecho de que la economía cristiana tenga una estructura sacramental no es una imperfección o el fruto de una arbitraria decisión divina extrínseca a la naturaleza de las cosas -como consecuentemente con su negación de la consistencia natural de los seres pensaba el nominalismo (v.)-, sino más bien -como ya subrayó la tradición patrística- una condescendencia de Dios que se acomoda a nuestra naturaleza y al lugar que en nuestra vida tienen lo sensible y lo corporal en cuanto expresión y realización de lo que la palabra indica. Por eso, como esa misma tradición puso de relieve, los signos sacramentales no son signos meramente naturales -ya que la realidad que significan, la gracia, trasciende al orden natural de las causas-, ni tampoco signos arbitrarios, sino signos mixtos, ya que la institución de Cristo recoge y eleva, dando un sentido nuevo, a signos y ritos dotados ya de por sí de una capacidad de significar.
Se debe, pues, decir, si queremos llegar al fondo de las cosas y situarnos ante el fenómeno cristiano en su integridad, que el cristianismo no sólo no niega lo s. sino que asume en su movimiento interno la tendencia natural a la sacralidad: la gracia (v.) no destruye la naturaleza (v.), sino que la eleva y perfecciona. Por eso negar la necesidad de palabras reveladoras y de signos significativos de la vida de la gracia equivale, dado que _caminamos en la fe y no en la visión, o a negar la vida de la gracia o a postular su inmanencia en el mero despliegue de las potencialidades humanas, es decir, a caer de una manera o de otra en el naturalismo. Admitir la realidad y necesidad de esas palabras y signos, pero postular la supresión total de todo lo que implique excepcionalidad o recuerdo de las formas históricas de lo s., para inspirarse sólo en la existencia cotidiana, es -partiendo de una antropología deficiente y pseudoespiritualista- promover no una fe pura, sino sencillamente una fe desencarnada y, por tanto, en constante peligro de ser negada y reabsorbida en lo humano. La liturgia debe ser sencilla, humana, inteligible, como vivida por hombres llamados por Dios e invitados por Él a una respuesta personal de fe y entrega; pero a la vez digna y elevada, como corresponde al honor debido a Dios y a ese sentido de la trascendencia, del misterio, de la acción de gracias, que el hombre debe sentir ante Dios.
b) Peculiaridad cristiana de lo sagrado. Si hay lugar para la sacralidad en el cristianismo, ¿cuál es su peculiaridad? El punto central ha sido ya señalado: en el cristianismo- y en términos más generales, en el ámbito de la Revelación, lo que incluye también, en ciertos aspectos, a Israel- lo s. deriva no de una advertencia humana de la realidad de Dios creador, sino de la intervención libre y gratuita de Dios en la historia para comunicar a los hombres una nueva vida que los incorpora a la intimidad divina, y de la decisión divina, igualmente libre y gratuita, de instituir unos ritos sensibles que sean signos de su acción santificadora. De ahí derivan tres consecuencias fundamentales que determinan la peculiaridad de lo s. en la economía cristiana: orientación teologal de la vida humana y esencialización de lo s., realismo histórico-salvífico del culto, unión entre culto y vida personal.
1°) Orientación teologal de la vida humana y esencialización de lo sagrado. La Revelación da a conocer que Dios no es un Dios lejano, indiferente a la suerte de los hombres, sino al contrario, un Dios que ama, y que ama hasta el extremo de entregarse a Sí mismo a los hombres, elevando al género humano a gozar de su intimidad. El existir del hombre resulta así colocado bajo una perspectiva teologal, y el vivir presente revelado como camino hacia la visión de Dios que se alcanzará, en la fidelidad a la gracia, más allá de la muerte. De ahí, por consiguiente, la denuncia radical de toda absolutización de lo intrahistórico que llevara a considerarlo como el fin del caminar humano, y, por tanto, de todo intento de divinizar o sacralizar las realidades político-culturales ( ¡Sólo Cristo es el Señor, el Kyrios!, proclamaron los primeros cristianos frente a las pretensiones del culto imperial), de toda tendencia a un nacionalismo teocrático o a un mesianismo temporal, etc. Las realidades político-culturales y otras análogas son reconocidas por el cristiano como estructuras de este mundo, buenas en sí y queridas por Dios (cfr. Mt 22,21 y lugares paralelos; Rom 13,1-7; Tit 3,1; 1 Pet 2,13-16), y, por tanto, elementos integrantes del caminar cristiano en el mundo, pero no una epifanía de Dios. Lo s. resulta así, en la economía cristiana, esencializado, llevado a su raíz, centrado en el culto, como momento en el que se proclama el amor de Dios a los hombres y se anuncia la plenitud de unión con Dios a que se llegará en los cielos.
2°) Realismo histórico-salvífico del culto. Esa centralización de lo s. en el culto va unida a una acentuación de la importancia y realismo de éste en cuanto momento clave de la historia de la salvación (v.). Los cultos nacidos fuera del ámbito de la Revelación tienen, como decíamos, una estructura cósmica y evocan a Dios en cuanto autor del universo: presuponen una conciencia del actuar de Dios, y de un Dios cuyo poder y bondad se reconocen, pero -y aparte de que en ella se mezclan, de hecho, imperfecciones y errores- se trata en cualquier caso de una conciencia que no entra en la intimidad divina y en el sentido último de sus designios. El culto extrabíblico está, en ese sentido, situado bajo el signo de una cierta lejanía de Dios. El culto judío evoca en cambio las intervenciones de Dios en favor del pueblo que había elegido; tiene por eso un realismo más profundo y un acento más personal: el Dios al que se dirige es un Dios que se ha manifestado no sólo como Aquel por quien el mundo existe, sino como Aquel que ha actuado en acontecimientos concretos y singulares. Pero Dios aún no ha acabado de comunicarse: no sólo no ha cumplido aún del todo sus promesas, sino que ni siquiera ha terminado de revelar su contenido. El israelita vive así de la memoria de las acciones pasadas de Dios v de la conciencia de su actuar presente, pero sobre todo del anhelo del futuro en el que Dios completará su obra.
Con la venida de Cristo la plenitud ha llegado, no sólo porque Dios ha manifestado por entero sus planes salvadores, sino porque en Cristo, muerto y resucitado, .^., contiene la plenitud de la gracia y la verdad, y con Él y por Él la humanidad entera, de la que Él es cabeza, ha sido elevada a los cielos. La tensión escatológica no desaparece porque esa gracia presente en Cristo aún no nos ha sido comunicada por entero, pero resulta colocada en el interior de una realidad de comunicación, plena ya en Cristo mismo y anticipada en los fieles en el don real del Espíritu Santo. Situada entre la primera y la segunda venida de Cristo, la liturgia cristiana rememora la vida terrena de Jesús y anuncia la futura unión con Él en los cielos, con la seguridad, fuerza e intimidad que derivan de saber que en el mismo instante en que todo eso se evoca y proclama Cristo se hace realmente presente con toda su fuerza vivificadora. La liturgia que celebra la Iglesia peregrina sobre la tierra es así una anticipación de la plenitud de los cielos, un pregustar «la liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 8). Por eso si, como dice S. Tomás de Aquino, todo culto externo debe ser reflejo del culto interior o disposición del corazón, sin el cual el gesto exterior carece de valor (cfr. Sum. Th. 2-2 q84 a2 in c. y ad2; q85 al; a3 ad2; a4), el culto cristiano trae consigo una particular exigencia de participación viva, ya que ante un Dios que se presenta no sólo como Creador sino como Aquel que ofrece y entrega su intimidad no cabe más postura que una respuesta dada con absoluta radicalidad personal.
3°) Unión entre culto y vida moral. Ese carácter de encuentro personal con Dios que el culto tiene presupone y exige la santificación de la vida entera de quienes participan en él. La santidad de Dios es presentada en el texto bíblico subrayando su carácter dinámico, su condición de fuerza que transforma y santifica cuanto con ella se relaciona. La elección que Dios ha hecho de Israel es por eso título exigitivo de santidad: «seréis para mí -dice Yahwéh- un reino de sacerdotes y un pueblo santo» (Ex 19,6); «sed santos porque yo, Yahwéh, soy santo» (Lev 11,45; 19,2). El culto como acto en el que Dios perpetúa su presencia en medio del pueblo elegido reafirma esa exigencia. Por eso los textos veterotestamentarios no sólo insisten en la pureza ritual, sino que recuerdan con acentos de extremada fuerza que un culto que no vaya acompañado del cambio del corazón y de la rectitud en las obras es un culto que no agrada a Dios sino que le ofende, como con ese lenguaje tajante y paradójico propio del hablar hebreo afirma el dicho «más vale la misericordia que el sacrificio», proveniente de épocas antiguas y después ampliamente repetido por la literatura profética y sapiencia) (cfr. 1 Sam 15,22; Os 6,6; Am 5,21;loel 2,13; Eccl 4,17). En el N. T. no sólo son recogidos esos textos del Antiguo (cfr., p. ej., 1 Pet 2, 5-9; Apc 1,6; Mt 5,48; 1 Pet 1,15-16; Mt 9,13; 12,7), sino que se los dota de una nueva profundidad: el que participa del Cuerpo de Cristo, el que ha recibido el Espíritu Santo y es hijo de Dios Padre, no puede continuar viviendo como antes vivía, sino que ha de obrar según la vida nueva que le ha sido dada y que está destinada a durar, pues es vida eterna (cfr. Gal 5,6 y 6,15; Rom 8,12-14; 1 Cor 6,18-19; 11,29; 1 lo 3,3 y passim). Pero sobre ello volveremos en el apartado siguiente.
Siendo los términos s. y p. correlativos entre sí, es imposible hablar de uno sin referirse, al menos implícitamente, al otro. Y así ha sucedido en las líneas que preceden. Debemos situarnos ahora directamente ante el segundo término de esa correlación: ¿qué es, pues, exactamente lo profano? Ante todo se hace una advertencia previa: si bien los términos s. y p. son correlativos, no abarcan la totalidad de lo real. Ni Dios, ni el hombre, ni el pecado, ni la gracia pueden, propiamente hablando, ser calificados ni de s. ni de profanos. A lo que ambos términos se refieren no es a toda la realidad en su conjunto sino al mundo que rodea al hombre y precisamente para significar dos diversas maneras según las cuales las cosas, lugares, acciones, etcétera, que integran ese entorno humano pueden quedar incluidas en la relación entre el hombre y Dios.
Esta última afirmación es capital, ya que de no tenerla en cuenta caeríamos en la más grave de las deformaciones a que está expuesto nuestro tema: contraponer lo s. y lo p. como lo vinculado con Dios y lo independiente de Él. Nada más falso: lo p. no es un orden de cosas ajeno a Dios -idea absurda, que equivale a negar a Dios mismo-, ni se identifica con lo pecaminoso -como a veces insinúa cierta literatura ascética basada en un monaquismo mal entendido y, más radicalmente, el luteranismo y su doctrina de la corrupción de la naturaleza por el pecado-, sino que es una realidad ordenada a Dios y que puede ser santa y santificada sin que por ello desaparezca su diferenciación con lo sagrado. Si se quiere captar con exactitud la diferenciación entre s. y p. es necesario definir ambas realidades poniendo de relieve precisamente cuál es la relación que cada una de ellas dice a Dios a fin de encontrar ahí la razón de la diversidad. En ese sentido nos parece que la caracterización más adecuada podría enunciarse así: lo s. y lo p. se contraponen entre sí como lo vinculado con el encuentro con Dios (sagrado) y lo relacionado con el vivir ordinario en cuanto momento de manifestar en las obras la fidelidad a Dios encontrado (profano).
El reconocimiento de Dios, la advertencia por parte del hombre de la realidad de Dios y de la posibilidad, en un grado u otro, de comunión con Él, es algo que no puede quedar cerrado en sí mismo, ni limitado a los lugares, hechos, etc., que condujeron a esa advertencia (es decir, a lo s.), sino que repercute necesariamente sobre el resto de existir. Conociendo a Dios el hombre conoce que el mundo subsiste en virtud de la acción creadora y sustentadora de Dios. De esa forma, de una parte, es liberado de la angustia ante el sentido de la vida, ya que recibe la certificación de que cuanto le rodea no es un caos, ni un puro sucederse de eventos e impresiones subjetivas en un caminar sin rumbo, sino un mundo, un universo fundado en Dios y dirigido por Él; y, de otra, adquiere un sentido de la realidad mucho más hondo del que deriva de la simple experiencia inmediata, ya que advierte que en todo momento, en y a través de las cosas, está situado ante la presencia actuante de Dios. Ello no quiere decir que el hombre religioso atribuya a todo carácter s. (las teofanías y los ritos siguen siendo singulares e individuales, rompiendo la homogeneidad del existir), ni que desconozca los aspectos científicos de la realidad o la urgencia de las tareas cívicas, culturales, etc. (el hombre religioso, incluso el de las civilizaciones más arcaicas y primitivas, ha sabido desarrollar técnicas altamente complicadas, y enfrentarse con seriedad con la tarea de estructurar su propio ambiente vital, etc.), sino sencillamente que sabe que la dimensión operativo-funcional no agota la realidad, sino que está sustentada por otra más profunda que la fundamenta, dándole su último sentido: la dimensión religiosa. Y, como consecuencia, que debe vivir su vida entera, desde las acciones más trascendentales hasta las más ordinarias, en actitud de relación con Dios.
Todo lo cual es recogido y dotado de un matiz más íntimamente personal en el cristianismo: la conciencia de la unión con Dios producida por la gracia lleva en efecto a ver la vida entera como acto de culto y glorificación de Dios, más aún, como manifestación de ese amor depositado por el Espíritu Santo en el alma y destinado a crecer hasta la vida eterna: «ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1 Cor 10,31; cfr. Col 3,17), porque «todas las cosas son vuestras; vosotros, de Cristo, y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,27-23), de modo que la vida entera debe ser ofrecida a Dios como «hostia viva y santa», como «sacrificio espiritual, acepto a Dios por Cristo Jesús» (Rom 12,1; 1 Pet 2,4). Ser cristiano y llevar hasta el radicalismo las exigencias de la fe no consiste en encerrarse «en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino», sino, al contrario, en adentrarse, unido a Dios y alimentado por la Eucaristía, en el mundo ordinario de los hombres para descubrir y asumir ese «algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes» (J. Escrivá de Balaguer, Amar el mundo apasionadamente, en Conversaciones, 9 ed. Madrid 1973, n° 113-114).
La vivencia de lo s. se ordena, en virtud de su propia dinámica, hacia lo p. para incluirlo en una actitud de adoración, amor y obediencia a Dios, dando origen a un movimiento que procede, por así decir, en espiral. En ese vivir cristianamente lo p., el creyente advierte en efecto que su fe y su amor son puestos a prueba, y reconoce su fragilidad: conoce en suma que está unido a Dios e injertado en Cristo, pero en la fe y en una gracia aún no confirmada, y, por tanto, en la fragilidad y en una situación en la que se entremezclan la seguridad en el amor divino y el temor de la propia infidelidad. Se ve de esa forma movido a acudir a la oración y al sacramento para purificar sus acciones y vincularse más estrechamente a Dios, que en el sacramento sale a su encuentro. Lo que, a su vez, le vuelve de nuevo al vivir ordinario para confirmar con las obras la fe, la esperanza y la caridad que la gracia, fruto del encuentro con Dios, ha renovado en él. Hay así en la vida del cristiano una circularidad entre fe, sacramento y vida, destinada a prolongarse durante todo su caminar terreno en espera de la perfecta unión con Dios en los cielos.
Dos consecuencias fundamentales derivan de ahí: 1°) Lo sagrada, condición de la valoración de lo profano. La conciencia de la excelsitud de la vida divina anunciada en la palabra y comunicada en el sacramento, y consiguientemente la reverencia y sentido de lo s. con que el hombre se sitúa ante esas acciones, no implica en modo alguno una desvalorización de lo p., sino al contrario, el reconocimiento de su verdadero valor como realidad integrada en el plan divino y, por tanto, santificable y santificadora. Sentido de lo s. y santificación de lo p., y también -lo que es en gran parte equivalente- lo cultual y lo profético, son realidades íntimamente unidas entre sí. Para afirmar, como hacen algunos autores, una oposición entre esas dos realidades, es necesario o bien confundir lo s. con algunas de sus deformaciones -un ritualismo meramente exterior o un pesimismo negador del valor de lo humano- o bien no haber captado toda la profundidad que la vida moral, y especialmente la moral revelada, implica. Las invitaciones proféticas -y, en general, bíblicas, ya que no son exclusivas del profetismo- a la santidad (v.) no se sitúan nunca a un nivel exclusivamente moral (adecuación a una ley, fidelidad a la conciencia, etc.), sino que presuponen constantemente, en el A. T., la elección de Israel y su condición de pueblo de las promesas, y, en el N. T., la vida nueva recibida con la gracia y la acción del Espíritu Santo (1 Cor 12,3; Rom 5,5; 8,13-14; Gal 5,22; Philp 2,13; 1 lo 3,3, etc.), es decir, una realidad de orden ontológico y teologal.
En otras palabras, el mensaje bíblico y cristiano sobre la santidad se caracteriza por partir de la santidad o perfección absoluta de Dios, para afirmar luego, y en dependencia de ella, la santidad ontológica (unión con Dios y participación en la vida divina) a que Dios llama en virtud de su elección, y, sobre esa base, dar a conocer la santidad (sacralidad) del culto como acción en la que Dios se hace presente para atraer al hombre hacia Sí, y la santidad moral (rectitud en las obras) que la elección divina hace posible a la par que llama a ella. Una reducción del hombre a lo meramente moral desconoce sus dimensiones ontológicas más profundas y lleva, como ya antes señalábamos, a la incomprensión de lo s.: toda afirmación de la trascendencia -y lo s. la implicatiende en efecto a ser interpretada por quien se encierra en ese moralismo como una huida de lo real inmediato, en lugar de ser conocida como lo que realmente es: la revelación de la auténtica profundidad de lo real. Una comprensión de la dimensión religiosa del hombre sitúa en cambio ante la verdad más radical y abre a la intelección del don radical que implica la elevación sobrenatural a la participación en la intimidad divina, y consiguientemente de la profunda unidad que existe entre culto y moralidad, entre sacralidad y santificación de lo profano.

7. Permanencia de la polaridad entre lo sagrado y lo profano. La distinción s. p. es una polaridad constitutiva de la situación presente y, en general, de todo estado en el que el hombre no se haya situado en una total inmediatez con respecto a Dios. En la gloria, en la que Dios se comunicará directamente al entendimiento humano y será «toda en todas las cosas» (1 Cor 15,28), esa polaridad desaparecerá: el hombre advertirá, y con absoluta claridad, la trascendencia de Dios y la plena veneración, gratitud y admiración con que debe situarse frente a Él; pero habrá desaparecido la necesidad de signos y figuras que, cortando el tiempo y el espacio -y fundando así la realidad de lo s.-, nos lo revelen o nos unan a Él. Mientras tanto la dualidad s.-p. permanecerá, ya que es consustancial. a las condiciones de la vida presente. Podemos, pues, decir que el ideal al que debe tenderse no es ni una sacralización de toda la realidad (lo que implicaría el desconocimiento del valor cristiano de lo p., y desembocaría irremisiblemente en una manipulación clerical de las instituciones humanas y en un desconocimiento del legítimo pluralismo de las opciones temporales), ni una profanización o desacralización de la entera vida humana (lo que implicaría un desconocimiento de su dimensión trascendente y de las profundas exigencias de las que nace el culto, y desembocaría necesariamente en una pérdida del sentido auténtico del vivir, en un moralismo reduccionista y, a largo plazo, en el ateísmo); sino un mantenimiento de esa polaridad viviendo ambos términos con su peculiaridad e integridad: el culto como encuentro con Dios que nos anticipa, en arras, pero en verdad, la plenitud de los cielos; la ordinaria vida humana como realización en la fidelidad y la perseverancia de ese amor a Dios y a los demás en el que consiste la sustancia del vivir y cuya plena expansión será lo propio de la perfección escatológica.

V. t.CONSAGRACIÓN II; SECULARIZACIÓN; RELIGIÓN III; IGLESIA III, 4-5; CULTO I-II; LITURGIA I; TRABAJO HUMANO VI y VII.


J. L. ILLANES MAESTRE.
 

BIBL.: R. CAILLOIS, L'homme et le sacré, París 1950; M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Madrid 1967; 1. GRAND'MAISON, Le monde et le sacré, París 1966; G. MORRA, La riscoperta del sacro, Bolonia 1964; 1. DILLERSBERGER, Das Heilige im Neuen Testament, Kutstein 1926; P. VAN IMSCHOOT, La sainteté de Dieu dans l'Ancien Testament, «Vie Spirituelle» 339 (1946) 30-44; J. P. AUDET, Le sacré et le profane: leur situation en christianisme, «Nouvelle Rev. Théologique» 79 (1957) 29-61; L. BOUYER, Le rite et 1'homme, París 1962; A. G. MARTIMORT, Le sens du sacré, «La Maison-Dieu», 25/1 (1951) 47-74; J. PIEPER, Sacralidad y desacralización, «Palabra» 93 (1973) 13-20.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991