Sacramentales
1. Introducción. El vocablo s. tomado como adjetivo
indica lo que está relacionado con los sacramentos (v.), y así se habla de
acciones sacramentales, del organismo sacramental, de pastoral sacramental, etc.
Tomado como sustantivo, designa una realidad distinta de los sacramentos, que
tiene, sin embargo, una cierta analogía con ellos. Son «cosas o acciones de los
que suele servirse la Iglesia, lo mismo, en cierto modo, que de los sacramentos,
para conseguir por su impetración efectos principalmente espirituales» (CIC,
can. 1.144). Definición que recoge el Conc. Vaticano II indicando que «por ellos
los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se
santifican las diversas circunstancias de la vida» (Const. Sacrosanctum
Concilium, 60).
Algunos s., de una u otra forma, tienen su origen en Cristo, p. ej., el
lavatorio de los pies, la oración dominical. Estas prácticas y otras muchas al
ser adoptadas y aprobadas por la legislación eclesiástica adquieren el rasgo de
sacramental. Así lo determina el can. 1.145 del CIC: «Solamente la Sede
Apostólica puede establecer nuevos sacramentales, o interpretar auténticamente
los que están admitidos, o abolir o cambiar algunos de ellos».
Nociones históricas. La doctrina sobre los s. ha llegado a una sistematización
sólo en la época de la escolástica, al mismo tiempo que la de los sacramentos.
Antes del s. XII, muchos Padres y escritos eclesiásticos incluían, bajo el
nombre de sacramentos, indistintamente los sacramentos propiamente dichos y los
ritos que serán después llamados sacramentales.
La terminología definitiva se fija en el s. XIII por influjo de Pedro Lombardo (cfr.
Sent. IV,6,7). Pero el mérito de haber encontrado en concreto el vocablo
corresponde a Guillermo de Auvergne (m. 1249), el cual designa con este nombre
cinco ritos en particular: las ceremonias que acompañan al Bautismo, la tonsura,
la consagración del obispo, la bendición de los abades y abadesas, la
consagración de los reyes; y ve en todos estos ritos un complemento de la gracia
bautismal. Santo Tomás, aunque no da una auténtica definición de s., precisa más
su naturaleza en relación al sacramento: los s. tienen sólo una relación mediata
con la salvación; no confieren la gracia, pero disponen a ella indirectamente (cfr.
Sum. Th. 3 q65 al ad6 y ad8). Los teólogos posteriores han dado diferentes
definiciones. Así A. Franz los define como «signos visibles instituidos por la
iglesia para servir al culto, para tutela contra los influjos del demonio y para
el incremento y bien espiritual y material de los fieles» (Der Kirchlichen
Benediktionen im Mittelalter, Friburgo 1909).
Eficacia y efecto de los sacramentales. Los s., por la naturaleza de las
ceremonias que llevan consigo, tienen la virtud de suscitar sentimientos
piadosos y, como obras buenas, tienen un valor meritorio para quien las realiza.
Pero son algo más. En ellos se hace presente la acción de la Iglesia. Si bien no
obran ex opere operato, como los sacramentos, su eficacia no deriva de las
disposiciones morales del ministro o del sujeto, es decir, no obran ex opere
operantes ministri vel subiecti, sino que fundamentalmente proviene de la
intercesión de la Iglesia, ex opere operantis Ecclesiae, pudiéndose afirmar que
los s. actúan quasi ex opere operato. Esta eficacia es de carácter infalible en
las bendiciones constitutivas, que consagran de manera permanente para el
servicio de Dios una cosa o una persona; en los demás s. la eficacia
impetratoria de la Iglesia no produce su efecto infaliblemente.
Los s. no confieren la gracia santificante, sino que únicamente disponen para
recibirla, siendo los efectos particulares de cada s. distintos según el fin
peculiar de cada uno. El CIC habla genéricamente de efectos especialmente
espirituales. La mayoría de los autores señalan como efectos de los s.: a)
gracias actuales, que mueven a realizar actos de fe, esperanza, caridad,
penitencia, etc.; b) alejamiento del demonio y supresión de los efectos
diabólicos; y c) bienes temporales, como la salud, etc., en la medida que
conducen a la salvación eterna y entran dentro de la Providencia ordinaria de
Dios.
Resumiendo, se puede decir que, mientras los sacramentos son realidades divinas
que conducen la gracia santificante a las almas, los s. son realidades humanas
conducidas a Dios y ordenadas al provecho espiritual o material del hombre, por
la eficacia intercesora de la Iglesia.
Clases. Hay s. cosas y s. acciones. Los primeros son los que perduran de modo
permanente después de la acción con que han sido constituidos, p. ej., el agua
bendita, etc. Los s. acción son los que pasan con la acción misma con que han
sido constituidos. Estos últimos pueden ser a su vez: consagraciones (v.),
bendiciones (v.) y exorcismos (v.). Según su objeto los s. pueden dividirse en:
s. que se refieren a las personas, s. que se refieren a las cosas, y s. mixtos
que se refieren a las personas y a las cosas conjuntamente. Es evidente que el
efecto estricto de santificación de los s. se aplica de suyo sólo a las
personas. En el caso de los s. cosas, éstas, en consideración de la oración
impetrativa de la Iglesia, son tomadas bajo la especial protección divina para
bien espiritual de quien las posee o las usa con las debidas disposiciones.
2. Sacramentales de las personas. a) Profesión
religiosa. Desde el principio del cristianismo el Espíritu Santo suscita
activamente la santidad en la Iglesia de diversas formas (v. SANTIDAD II-¡v).
Seguir a Cristo y ajustarse a su ejemplo es el ideal cristiano; unos lo hacen
viviendo un ascetismo y esfuerzo personal en el silencio de sus propias casas y
de su vida ordinaria, otros se apartan de sus casas y de las tareas ordinarias
yendo a lugares apartados, montes, desiertos, etc.; estos segundos son los
primeros ermitaños (v.), que al agruparse entre sí, formando cenobios o
comunidades eremíticas, dan lugar pronto, en el s. Iv al menos y antes en
Oriente que en Occidente, a formas de vida común y pública consagrada a Dios
fuera del mundo, cada vez mejor organizadas y estructuradas.
Aparecen así los ritos de admisión en ella en forma de bendiciones y
consagraciones del aspirante, ritos que darán origen más tarde al rito de
profesión monástica y religiosa (V. MONAQUISMO). Profesar (del latín profateri,
profateri) es confesar, declarar, manifestar, aceptar algo delante de otros,
públicamente; la profesión religiosa es, por consiguiente, la manifestación y
aceptación pública del estado religioso que se ha abrazado (V. RELIGIOSOS). La
tradición está acorde en considerar la profesión monástica y religiosa como una
forma de renovación de la profesión cristiana y de los compromisos bautismales.
Forma de renovación peculiar que lleva consigo un especial apartamiento del
mundo y un determinado modo de seguir a Jesucristo.
En Occidente, sólo con S. Benito (v.), en el s. VI, tenemos un rito de profesión
religiosa perfectamente constituido. Este rito consta de tres partes: promesa de
perseverar en el monasterio bajo la obediencia del abad y entrega de la petición
que autenticaba tal promesa; oración, vestición. Los diversos rituales que
aparecen serán fieles al sobrio ceremonial previsto por S. Benito;
desarrollarán, sin embargo, sus diversos elementos. En la baja Edad Media, los
ritos de profesión se fueron ampliando con ceremonias que añadían patetismo a su
significado fundamental, pero sin enriquecer propiamente su simbolismo. Después,
más tarde, con la proliferación de los Institutos Religiosos se multiplicaron
los rituales de profesión, en los que aumentaban los símbolos para expresar su
renuncia al mundo, disminuyendo en ellos la simplicidad y equilibrio de los
antiguos rituales monásticos. El 2 feb. 1970, la Congr. para el Culto Divino ha
publicado el nuevo Ordo professionis religiosae, fruto de las disposiciones del
Conc. Vaticano II, el cual decidió la confección de un rito base de profesión
religiosa y de renovación de votos (cfr. Const. Sacrosanctum Concilium, 80).
b) Consagración de vírgenes. Si bien la virginidad (v.) ha florecido siempre en
ambos sexos, la Iglesia ha rodeado de particulares atenciones a las vírgenes.
Durante los tres primeros siglos, las vírgenes que voluntariamente habían
elegido ese camino para seguir a Jesucristo continuaban en general viviendo en
sus familias, dedicadas a las ocupaciones ordinarias de cada día. Luego algunas
se reúnen y se organizan, multiplicándose las primeras comunidades de vírgenes.
Al nacimiento de los primeros monasterios de vírgenes sigue, lógicamente, un
esbozo de rito litúrgico que acompaña el ingreso de la virgen en la comunidad y
su compromiso de vida virginal; este rito presenta ya unos elementos claramente
individuables, al menos en Occidente.
El rito de consagración de las vírgenes se presenta, desde su aparición, como un
derecho exclusivo del Obispo. La primera mención explícita de una ceremonia
especial para la consagración de una virgen data de la segunda mitad del s. iv.
Se trata de la consagración de Marcelina, hermana de S. Ambrosio (v.), hecha por
el papa Liberio (352-365; v.) en la basílica de S. Pedro en presencia de
numeroso pueblo (cfr. S. Ambrosio, De Virginibus II1,1: PL 16,231-233)'. La
ceremonia se desarrolla probablemente dentro de la Misa y consta de los
siguientes elementos: alocución del Obispo, renovación pública del voto de
virginidad, oración de bendición pronunciada por el Obispo, imposición del velo
virginal.
Con la aparición de los Sacramentarios, encontramos los primeros formularios
litúrgicos del rito de la consagración de vírgenes. La más antigua compilación
de textos litúrgicos de la Iglesia de Roma, el Sacramentarlo Veronense (s. vi-vil;
V. LIBROS LITÚRGICOS, 2, a), trae las fórmulas eucológicas que constituirán
hasta nuestros días el núcleo principal del rito de consagración. Aunque el
Pontifical Romano ha conservado siempre el rito de la consagración de vírgenes,
el uso del mismo decayó a partir del s. xv; después continuó su uso solamente en
pocos monasterios. En los demás quedaron, sin embargo, huellas de la
consagración en el rito de profesión. El Conc. Vaticano II dispuso una revisión
del rito (cfr. Const. Sacrosanctum Concilium, 80). El 31 mayo 1970, la Congr.
para el Culto Divino ha publicado el nuevo Ordo Consecrationis virginum.
c) Bendición de los abades. Existen documentos que atestiguan la existencia a
principios del s. VI de un rito de bendición para la toma de posesión del cargo
abacial. La Regla de S. Benito (v. BENEDICTINOS I; REGLAS MONÁSTICAS) habla como
de un uso común. El ritual primitivo de la bendición de un abad era sencillo y
breve; consistía simplemente en la fórmula eucológica de bendición y en la
entrega del báculo pastoral. El rito de bendición invocaba la gracia divina
sobre el que había sido elegido para gobernar y guiar a los monjes en su camino
de la perfección (v. BENDICIÓN III).
En los s. VIII-IX, el creciente influjo de los monasterios (v.) en la vida
eclesiástica trae consigo un mayor prestigio de la figura del abad que tiende a
estructurarse según el rito de la consagración episcopal. El rito del Pontifical
de la Curia Romana, del s. xiii, es el que sustancialmente ha estado en vigor
hasta la publicación del nuevo Ordo Benedictionis Abbatis et Abbatissae (9 nov.
1970).
d) Los funerales y la recomendación del alma. La Iglesia ha rodeado siempre con
especiales ritos la muerte del cristiano y la sepultura de su cuerpo, expresando
en ellos la esperanza de la resurrección y la vida eterna, así como su poder de
intercesión en virtud de la Comunión de los Santos (v.), para que Dios abrevie
la purificación de sus pecados en el Purgatorio (v.) si no lo hubiesen hecho
suficientemente en la vida terrena. Para una comprensión de este s., V. FUNERAL;
DIFUNTOS II. Respecto a la recomendación del alma, v. DIFUNTOS III.
3. Sacramentales de las cosas. a) La dedicación de
las iglesias y consagración de altares. Sólo con la paz de Constantino, en el s.
iv, la Iglesia empezó de una forma estable a construir sus propios edificios
destinados al culto. La inauguración de los templos fue acompañada desde el
principio de un rito festivo de dedicación o consagración celebrado con grande
concurso de pueblo. De un modo genérico, la dedicación del templo supone la
donación del lugar a Dios para su destino permanente al culto litúrgico (v.
CONSAGRACIÓN II; TEMPLO).
El rito de dedicación parece ser que primitivamente consistía en la primera
celebración del Sacrificio Eucarístico dentro del recinto del templo, rito que
se sigue en Roma hasta el s. VI para las iglesias ordinarias urbanas o rurales.
En la segunda mitad del s. IV hay testimonios fuera de Roma de la costumbre de
colocar reliquias (v.) de los mártires en el altar (v.) de la iglesia que se
consagra, práctica cada vez más común, hasta llegar a establecerse como uso
normal en la misma Roma a partir de los s. VI-VII. En el s. X, de la fusión de
las tradiciones rituales romana y galicana, nacen las líneas fundamentales del
rito de dedicación del Pontifical Romano. El 13 abr. 1961 la Congr. de Ritos
publicó un nuevo Ordo ad ecclesiam dedicandam et consecrandam.
Respecto a la consagración del altar, v. ALTAR IV, y en relación al s. de
bendición de las campanas, v. CAMPANA Y CAMPANARIO.
b) El agua bendita. El agua es uno de los elementos más usados en la simbología
religiosa de todos los pueblos (V. AGUA vi). La S. E., tanto en el A. como en el
N. T., pone el agua en relación con los misterios de la historia de la
salvación. No es, pues, de extrañar que la Iglesia haya aceptado este elemento
para uno de sus principales s. cosas.
En el uso litúrgico, encontramos tres clases principales de agua bendita: la
bautismal, bendecida solemnemente con la infusión de los Santos óleos en la
Vigilia Pascual; la gregoriana, en cuya composición entra la sal, el vino y la
ceniza, usada en la dedicación de la iglesia y consagración del altar; la común,
bendecida por una fórmula más sencilla, que es la prescrita para casi todas las
bendiciones, consagraciones y exorcismos del Ritual y del Pontifical. Algunos de
los usos del agua bendita común recuerdan la eficacia del agua en el sacramento
del Bautismo (v.), p. ej., en la aspersión del agua que precede la Misa
dominical.
El agua bendita es uno de los s. de la Iglesia, que se emplea en multitud de
ocasiones en los actos litúrgicos y extralitúrgicos, sobre todo por su acción
purificadora en fuerza de las oraciones de la Iglesia contra posibles
influencias del demonio. Los escritores eclesiásticos han puesto de relieve su
importancia y han recomendado calurosamente su uso, aun privado, para un mayor
aprovechamiento espiritual.
c) Santos óleos. En la Liturgia se emplea el óleo de los catecúmenos, el santo
Crisma y el óleo de los enfermos. Para un estudio detallado, v. el artículo
óLEOS, SANTOS. La S. Congr. para el Culto Divino ha publicado el 3 dic. 1970 un
nuevo Ordo benedicendi oleum catechumenorum et infirmorum et conficiendi chrisma.
4. Sacramentales mixtos. Dejando aparte las
ordalías, que sólo tienen un interés histórico, exponemos unas brevísimas
nociones sobre los exorcismos, que son los s. mixtos más expresivos.
El exorcismo es una intimación dirigida a Satanás, que la Iglesia hace con la
autoridad para ello recibida de Cristo. Puede ser hecho sobre las cosas y sobre
las personas. Los exorcismos manifiestan, pues, por una parte, el dominio que
Satanás ejerce sobre las cosas y los lugares por medio del pecado del hombre y,
por otra parte, son signos de la lucha victoriosa entablada por Cristo y
continuada por la Iglesia a fin de que toda la creación vuelva a Dios. Los
exorcismos suelen ir acompañados del signo de la cruz y de la aspersión con el
agua bendita. Para una exposición más detallada, v. EXORCISMO III.
Otros s. se hallan descritos en esta Enciclopedia de una manera genérica en los
art. CONSAGRACIÓN II y BENDICIÓN III, o específicamente en los art. CORDERO DE
DIOS II (el s. llamado Agnus Dei), CORONACIÓN; PEREGRINACIÓN, etcétera.
V. t.: SACRAMENTOS.
MATÍAS AUGÉ.
BIBL.: G. LEFEBVRE, Les sacramentaux, en Liturgia.
Encyclopédie populaire des connaissances liturgiques, dir. R. AGRAIN, París
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991