Sacerdocio. Sagrada Escritura.
 

El s. en la Biblia es una realidad pluriforme. En la religión hebrea (v. IUOANMO) la institución sacerdotal tiene una larga historia. En el ámbito cristiano, en el N. T., sigue resonando el vocablo sacerdote, aunque su sentido se ha alejado profundamente del de la religión hebrea. El tratamiento, por tanto, del tema del s. en la S. E. requiere una división precisa entre A. y N. Testamento.

1. El sacerdocio en el Antiguo Testamento. Los textos sacerdotales de la S. E. sobre el s. nos dicen que el origen de esta institución se remonta a Moisés (v.), que trazó las líneas maestras del s. levítico. Según Ex 32,2529 y Dt 33,8-11 fue Moisés quien, por orden de Dios, destinó al culto a la tribu de Leví y, en cumplimiento de una orden dada por Yahwéh, encargó a Aarón y a sus descendientes de las funciones sacerdotales más altas del culto (cfr. Ex 29,9). Los sacerdotes de Jerusalén de la época de la monarquía se consideraban descendientes de Aarón a través de la doble línea de sus hijos llamar y Eleazar (cfr. Num 3,4; 1 Par 24,1 ss.; 40,15). Salomón sustituyó al sacerdote Abiatar por Sadoq, que le había sido fiel en la lucha por el trono frente a Adonías (1 Reg 1,7.8.22-27; 2,22.35); de ambos se afirma con insistencia su ascendencia aaronítica, aun cuando en el caso de Sadoq no sea clara su genealogía.
El libro de los Números proporciona una información todavía más explícita sobre la condición sacerdotal de la tribu de Leví. La tribu entera fue separada del resto de las tribus de Israel para que se dedicara al culto (Num 1,49-53). Los levitas (v.) sustituyeron a los primogénitos, considerados propiedad de Yahwéh (Num 3,12 ss.; cfr. 18,15 ss.). Encargados de todo lo relativo al culto, los levitas se dividieron en dos grandes categorías: los grandes sacerdotes de la nación, cargo transmisible de padres a hijos, y el resto, ocupado de las funciones secundarias del culto (Num 18,1-7).
La centralización del s. en la tribu de Leví no es, sin embargo, igualmente clara a lo largo de la historia hebrea. En un pueblo originariamente nómada como el hebreo, el culto se ejerció en las épocas antiguas de forma parecida a la de los pueblos circunvecinos. Los jefes de familia o del clan eran quienes ofrecían los sacrificios. Vemos en la S. E. que Abraham y los patriarcas levantaron altares y sacrificaban a Dios (Gen 12,7 s.; 13,18; 22; 31,54; 46,1). Esta situación continuó dándose de alguna manera después del Éxodo. En la época de los Jueces seguimos encontrando a jefes de Tamilia ejerciendo el culto (Idc 6,14-24; 13,19; 17,4-6). No obstante, ya en esta misma época se observa la tendencia a preferir para el culto a miembros de la tribu de Leví, como aparece en Idc 17,4-13 y 18,30. Con el tiempo esta preferencia se hizo más evidente.
El paso del s. familiar al institucionalizado se dio, de hecho, lentamente. En la época de los jueces, los jefes de familias o de clanes ejercieron funciones que luego serían privativamente sacerdotales. Samuel (v.), efraimita (1 Sam 1,1), ofreció sacrificios y reivindicó este derecho ante Saúl (1 Sam 7,9; 9,13; 10,8; 1 Par 6,18-23 hace en cambio a Samuel descendiente de Leví). En tiempos de David él mismo y sus hijos ofrecieron sacrificios, o, más bien, mandaron ofrecerlos en su presencia, como Salomón y otros reyes posteriores. Sin embargo, ya desde la época de los jueces se fue de hecho reservando la función sacerdotal a la tribu de Leví, que desde luego la detentaba en exclusiva antes del destierro a Ba-, bilonia.
Con la conquista de Palestina y con la transformación de los santuarios cananeos en yahwistas se facilitaban las disposiciones de la ley de Moisés en favor de la reserva de las funciones sacerdotales para la tribu de Leví. El culto familiar fue cediendo en favor del local. Con la centralización del culto en el Templo de Jerusalén (v. TEMPLO II), en la época de la monarquía, el culto de los santuarios locales y el s. dedicado a su servicio perdieron importancia en beneficio del culto y s. jerosolimitano. Con la eliminación definitiva de los santuarios locales, en tiempos de Josías, los levitas quedaron incorporados al culto de Jerusalén y se encargaron de las funciones sacerdotales menores; los sacerdotes aaroníticos de Jerusalén, en cambio, desempeñaron las funciones sacerdotales de mayor importancia. A partir del destierro cobra más importancia el Sumo Sacerdote, que sería la máxima autoridad religiosa de Israel.
Las funciones ejercidas por los sacerdotes fueron variadas y no tuvieron todas la misma importancia en las diversas épocas de la historia de Israel. En la Antigüedad más remota tuvo gran relieve la función oracular. El sacerdote era el encargado de hacer las consultas a Yahwéh, tanto sobre cuestiones religiosas como sobre los problemas que afectaban a la vida del pueblo, o simplemente personales de la gente. Según Ex 18,15-19, Moisés se reservó el derecho de consultar a Yahwéh en los asuntos importantes de la nación. Esta función la ejercieron los sacerdotes de los santuarios de forma habitual. El sacerdote se servía del efod como medio de consulta y adivinación (cfr. 1 Sam 14,3,18 s.; 23,6.9 s.; 30,7.8 s.). La función oracular fue perdiendo importancia con el tiempo. A partir de la época de David los textos dejan de transmitirnos información sobre ella. En parte, quedó asumida por el profetismo, cada vez más pujante (v. PROFECÍA Y PROFETAS).
Junto a la función oracular estaba la función docente, que acabó sustituyendo a la primera. El sacerdote es el intérprete nato de la ley de Dios. Son muchos los pasajes bíblicos, aunque casi siempre se trata de textos relativamente tardíos (cfr. Dt 31,9-13; 33,10; Mich 3,11; ler 18,18), que señalan ésta como una función propia del sacerdocio. El destierro señala el declinar de esta función. Con la restauración llevada a cabo por Esdras, los escribas o doctores de la Ley se ocuparon de la enseñanza, que dejó de impartirse en el Templo y comenzó a hacerse en las sinagogas (v.). La lectura de los textos evangélicos evidencian esta situación en la época de Jesús. Cuando desapareció el Templo en el a. 70, el s., sin función sacrificial específica ya, se perdió en el anonimato y fueron los maestros de la Ley quienes asumieron la dirección espiritual del pueblo.
La función cultual y sacrificial es la que en la época clásica del judaísmo tuvo mayor relieve. Con la centralización del culto en torno al Templo de Jerusalén, el sacrificio (v.) concentró la vida y práctica religiosa de la nación. El s. se hizo el único ejecutor legítimo del culto y del sacrificio, pasando a segundo plano o desapareciendo otras funciones sacerdotales. Por eso, en las etapas últimas de la monarquía y durante la restauración posexílica, observamos una valoración creciente de la función sacrificial del s., que no sólo es ya exclusividad sacerdotal, sino la expresión más alta y excelente de la religión del A. T. Surge como consecuencia una valoración teológica del s. como mediador entre Dios y los hombres de la que el cap. 5 de la Epístola a los Hebreos da los rasgos esenciales: el sacerdote está puesto en medio de los hombres en todo lo que mira a Dios, ofrecer dones y sacrificios por los pecados es su verdadera función.

2. El sacerdocio en el Nuevo Testamento. Se habla en el N. T. del s. de muchas maneras, refiriéndose ya a sacerdotes concretos de la época de Jesús o inmediatamente posterior, ya al s. institucional tal como se daba en el judaísmo de esos tiempos. No nos interesan directamente estas referencias, que caen de lleno dentro del marco del s. levítico de los últimos tiempos de la historia del A. T. Son las referencias al s. específicamente cristiano las que atraen nuestra atención. El N. T. nos habla de la figura de Cristo como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, del pueblo cristiano como pueblo sacerdotal y, finalmente, el carácter y función de los dirigentes y ministros de la Iglesia a los que la tradición cristiana posterior aplicó el título de sacerdotes en conformidad con lo que de ellos, aun sin emplear esa palabra, dice el N. T.
a) Cristo, Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza. La doctrina del s. de Cristo se halla especialmente desarrollada en la Epístola a los Hebreos (v.). La finalidad de esta Epístola es describir la grandeza de la salvación cristiana operada por Cristo. Para exponer esta doctrina utiliza la figura del s. levítico, y más concretamente la del sumo sacerdote, como base explicativa del misterio de Cristo. De esta forma profundiza en el misterio cristiano de salvación descubriendo nuevas perspectivas para el creyente. La Epístola a los Hebreos parte del hecho básico de Cristo muerto y resucitado, por quien Dios concede a los hombres el perdón de los pecados y es causa de salvación eterna para los creyentes. Este dato resume la predicación apostólica acerca de Jesús.
Los antecedentes de la doctrina sacerdotal sobre Cristo están presentes en todo el Corpus paulino. S. Pablo describe la muerte de Cristo basándose en la doctrina del sacrificio, muerte por los pecados (cfr. 1 Cor 15,3); la sangre que purifica o la expiación de los pecados pertenecen al lenguaje sacrificial. Cristo aceptando la muerte y esta misma muerte y la resurrección como actos formales del sacrificio son los antecedentes más inmediatos y directos de la doctrina acerca del s. de Cristo.
En la Epístola a los Hebreos se desarrolla esta doctrina: Cristo no sólo es la víctima sacrificial que quita el pecado de los hombres, sino el sacerdote que se ofrece a sí mismo, de una vez para siempre, a fin de expiar los pecados de la humanidad (Heb 7,27; 9,14.25.28; 10,12). Distingue tres momentos en su descripción del s. de Cristo: el de su vida terrena, como hombre entre los hombres; el de su proclamación como Sacerdote eterno, en su glorificación; y el de su función intercesora en favor de los hombres, en el santuario celeste de la divinidad.
En Heb 5 se dan los rasgos que caracterizan a todo sacerdote: ser un hombre solidario de los hombres (2 y 3); destinado a este cargo por Dios (4); su misión es la de ofrecer dones y sacrificios por los pecados (1). En los versículos siguientes descifra el paralelismo: Cristo ha sido un hombre que supo del dolor humano (8); ya durante su vida terrena ofreció ruegos y súplicas (7); llegado a la perfección, fue proclamado por Dios Sumo Sacerdote (5.6.10). Estos versículos últimos hacen ver cómo la proclamación de Cristo como Sumo Sacerdote eterno tiene lugar en el momento de su glorificación. Las palabras de Ps 2,7 y 110,4 estaban precisamente escritas para describir la entrada de Cristo en la gloria y expresan la elección divina de Cristo como Sumo Sacerdote.
Si Cristo es sacerdote, es que ha ofrecido un sacrificio. La Epístola a los Hebreos orienta hacia esta conclusión todo su razonamiento. De acuerdo con el pensamiento del A. T., el acto sacrificial comporta, sin duda, la muerte de la víctima, pero la esencia del sacrificio está constituida por el rito purificatorio de la sangre (9,1-11; cfr. el axioma de 9,22 y las numerosísimas referencias a la sangre). De aquí la importancia decisiva que concede a la entrada de Cristo en los cielos (6,20; 9,12.24) como parte del acto sacrificial de Cristo. El acuerdo de Hebreos con la doctrina neotestamentaria acerca del valor soteriológico de la resurrección de Cristo es completo.
En Heb 9 se hace una explicación del sacrificio de Cristo. Como el antiguo sumo sacerdote en el gran día de la Expiación (6.7), Cristo ha entrado en el santuario mismo de la divinidad, el cielo (11.12); el antiguo pontífice lo hacía con sangre de animales (7), Cristo con la suya propia (12); los antiguos sacrificios por su imperfección no purificaban la conciencia, por eso debían repetirse año tras año (9; cfr. 10,1-4); el sacrificio de Cristo, en cambio, es perfecto, y por eso se ofrece una sola vez en la historia y purifica de una vez para siempre la conciencia de los creyentes (14; cfr. 10,11-14). De esta forma el esquema del gran día de la Expiación se reproduce de forma excelente en el itinerario de Cristo: como en el antiguo rito en el que el animal era muerto fuera del santuario, Cristo muere en la tierra haciendo posible el rito expiatorio que se efectúa en los cielos (23-26). En su glorificación celeste -la Epístola a los Hebreos no utiliza la palabra resurrección para referirse a Cristo, sino la de glorificación- se cumple la parte culminatoria del sacrificio: su cuerpo, muerto y rociado de su propia sangre, es llamado a la vida y transformado en una realidad celeste (10,19-20); en Él se realiza la expiación del pecado, É1 es el nuevo santuario de la divinidad. En Él, como miembro de una humanidad hecha impura por el pecado, y por Él, como Sumo Sacerdote de todos los hombres, el pecado humano ha quedado borrado. La transformación de la naturaleza humana efectuada en su tránsito al seno de Dios atrae 'y engloba a todos sus seguidores. Él es el «camino nuevo y vivo» (10,20) que conduce hasta Dios (2,10).
En la kénosis o humillación del Hijo de Dios en la tierra, su sufrimiento y muerte, además del valor sacrificial, tiene una segunda finalidad: los sufrimientos y la muerte han tenido la virtud de hacer de Cristo un Sumo Sacerdote perfecto, capaz de comprender la flaqueza de los hombres y pleno de compasión (2,10.17.18; 4,15,16; 5,8). La imagen del Cristo glorioso, sentado a la derecha de Dios en los cielos (1,13), que vive en Dios para siempre como Sumo Sacerdote, le permite ejercer eternamente su función intercesora. Este tema no halla un desarrollo teórico más amplio que el de estos sucintos enunciados, pero es motivo básico para suscitar la confianza de los fieles en el Cristo glorioso que «vive siempre para interceder» por los hombres (7,25). Él es un sacerdote compasivo, ya que «fue probado en todo igual que nosotros» (4,15).
b) El pueblo cristiano, un pueblo sacerdotal. Los textos del N. T. que hablan del s. del pueblo cristiano son escasos. Este tipo de afirmaciones concretas solamente aparecen en 1 Pet 2,9, «sacerdocio regio», y en Apc 1,6; 5,10; 20,6, donde se habla de «pueblo de sacerdotes». Son textos que presuponen la doctrina del sacrificio y del s. de Cristo. Por otra parte estos textos, particularmente el de 1 Pet, conectan con otros del A. T. referentes al pueblo de Israel (cfr. Ex 19,6 y 23,22 o Is 43,20 s., conforme a la traducción griega de los Setenta).
Las palabras del Éxodo que hablan del s. del pueblo israelítico están proyectadas sobre el esquema de la religión judía, fundada en lo cultual, en una clara división entre s. y pueblo. No hay inconveniente en que se llame al pueblo de Israel un pueblo sacerdotal, existiendo una institución oficial de sacerdotes. El pueblo participa del culto sacerdotal, es su beneficiario, siendo el s. parte integrante de este pueblo. De forma paralela este esquema se repite -aunque con una variación clara dada la peculiaridad del ser de Cristo- en el N. T., donde hay un Sumo y Eterno Sacerdote, Cristo, del que el pueblo cristiano es partícipe y, a su vez, beneficiario del sacrificio ofrecido por Cristo. Si comparamos literariamente la primera Epístola de S. Pedro con la Epístola a los Hebreos, podemos decir que en 1 Pet la descripción del carácter sacerdotal del pueblo cristiano es más bien estática -Cristo es la piedra angular y los cristianos las piedras que forman el nuevo templo de Dios (1 Pet 2,4-8)-, mientras que en Hebreos la descripción es más funcional. En ambos casos, no obstante, el sacrificio espiritual que ofrecen los cristianos es hecho por mediación de Cristo, piedra angular del nuevo templo de Dios (1 Pet 2,5) o Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza (Heb 13,15).
Éste es el cuadro en el que se nos hace comprensible la afirmación de que el pueblo cristiano es un pueblo sacerdotal. El pueblo cristiano no asume los caracteres o prerrogativas del antiguo s. levítico; sino que el N. T. contiene -aunque con variaciones, dada la consumación operada por Cristo- lo que básicamente sucedía en el antiguo culto: el que existiera un s. supremo no impide describir con caracteres sacerdotales a la totalidad del pueblo de Israel.
Si la expresión «sacerdocio regio» de 1 Pet ha de ser leída, como creemos, a la luz de la doctrina de Heb, el carácter sacerdotal del pueblo cristiano puede ser reconocido de varias formas. Viviendo todavía en la tierra participa en la gran liturgia celeste, en la que actúa como su Sumo Sacerdote Cristo (Heb 12,18-24; 6,4-5; 8,1-6; 9,14). Por medio de Cristo, piedra angular y viviente del nuevo templo de Dios o Sumo Sacerdote del templo verdadero de la divinidad, ofrece a Dios la liturgia (cfr. Philp 2,17) de su vida cristiana: el sacrificio de la caridad y de la alabanza (Heb 12,28; 13,15.16). La totalidad profana del ser y vivir cristianos es, en definitiva, considerada como algo más importante y agradable a Dios que los antiguos sacrificios. La universal sacralización de la existencia cristiana lleva implícito el reconocimiento de su valor y sentido religioso básico.
c) El Sacerdocio ministerial en el Nuevo Testamento. Al referirse a los Apóstoles o los ministros encargados de regir espiritual o jerárquicamente a las comunidades cristianas, el N. T. no emplea casi nunca la terminología sacerdotal de la época. Los motivos, a nuestro juicio, son manifiestos. El sentido o contenido de la palabra sacerdote brota del ámbito religioso en el que es usada. Si el N. T. prescinde de este vocablo para designar una función cristiana, ello es debido a que la palabra sacerdote tiene un sentido preciso en el marco de la religión judía o greco-romana. Una asimilación directa e inmediata no es posible. El ministerio del N. T. no es definible ni por el modelo del s. veterotestamentario, ni por el del paganismo. Cuando en el cristianismo posterior el horizonte judío o pagano se vaya alejando, el término sacerdote podrá ya entrar en el lenguaje cristiano sin miedo a equívocos.
Es evidente que tiene que ser la función ministerial cristiana, tal como se da en la Iglesia, la que debe servir de base para formular una noción del s. Ministerial cristiano y no el tomar en préstamo una definición del s. de un contexto religioso extraño a la realidad cristiana. Dicho esto, no hay, no obstante, inconveniente en servirse -releyendo hermenéuticamente la fe cristianade términos e incluso de ideas procedentes de otros ámbitos, especialmente veterotestamentarios. Así lo ha hecho la teología católica posterior acudiendo a la definición del sacerdote levítico para bosquejar un cuadro sobre el s. cristiano. La crítica del protestantismo a la doctrina católica ha sido persistente sobre este punto. No obstante, hay que recordar que ha sido el mismo S. Pablo el que ha dado el primer paso al describir su apostolado a modo de un ministerio sacerdotal. En Rom 15,16 se dice «ministro» (leitourgós) de Cristo que presenta como un sacrificio el anuncio del Evangelio de Dios para que los paganos lleguen a ser una ofrenda agradable. Ciertamente la palabra ministro no puede forzarse can exceso en la dirección del s. aun cuando en sí misma pueda tener este sentido, ya que la hallamos anteriormente en Rom 13,6 referida a las autoridades imperiales y éstas son dichas también ministros de Dios. El apostolado, sin embargo, que S. Pablo ejerce en favor de los paganos es semejante a una acción sacerdotal (el verbo utilizado es hierourgein, de hierós, sacerdote). Algo parecido hallamos en 1 Cor 9,13-14, donde el derecho a vivir del altar de los antiguos sacerdotes levíticos justifica el que los Apóstoles vivan también del Evangelio.
Por encima de lo puramente terminológico, y frente a doctrinas especialmente de entronque luterano, que hoy día presionan sobre algunos católicos, es importante aclarar que así como Jesucristo no se llamó a sí mismo sacerdote o sumo sacerdote -para no ser confundido con los sacerdotes del Templo-, aunque su obra fue plenamente sacerdotal, de manera semejante, a sus apóstoles tampoco los llamó sacerdotes, pero les mandó que continuaran su misión (Mt 10,40; Lc 10,16; lo 13,20; 17,18; 20,22) y ofrecieran el sacrificio de su cuerpo eucarístico, que es inequívoca y exclusivamente una función sacerdotal (v. EUCARISTÍA). Igualmente, el ministerio apostólico es una mediación sacerdotal: los apóstoles no sólo hablan del sacrificio de la muerte de Cristo, sino que también lo renuevan (cfr. Mt 18,18; lo 20,23); no sólo invocan al Espíritu Santo, sino que por la imposición de sus manos los bautizados efectivamente lo reciben (cfr. Act 8,15-18), y por mediación de los apóstoles, el Espíritu Santo instituye obispos y presbíteros (cfr. Act 20,28). Del mismo modo, S. Pablo considera su acción misional como una obra de culto (Rom 1,9); su apostolado con los filipenses como un medio de culto sacerdotal (Philp 2,17 ss.).
Y ese s. tiene sucesores. Los apóstoles establecen colaboradores de su ministerio, que algunas veces son llamados presbíteros (cfr. Act 11,30; 15,2-6; 15,22 ss.; 16,4; 21,8). S. Pablo instituye en cada iglesia presbíteros (cfr. Act 14,23; 20,17); o bien sin llamarles de una manera técnica, varones que rijan la comunidad en su ausencia (cfr. 1 Thes 5,12; Rom 12,8). En los primeros años cristianos, la terminología no está firme, aunque sí sus funciones: Philp 1,1 menciona a obispos y diáconos; más tarde, en las epístolas pastorales, se añade el título de presbíteros; este ministerio es nombrado en 1 Pet 2,25, Iac 5,14. La distinción, al menos terminológica, entre obispos (v.) y presbíteros (v.) no es clara en los tiempos apostólicos (cfr. Act 20,17 con 20,28; 1 Tim 3 con 5,17-22; Tit 1,5 con 1,7). Pero en todo caso a estos que rigen la comunidad nombrados por los apóstoles, éstos les transmiten, subordinadamente, su ministerio y autoridad (cfr. Act 20,17-35; 1 Tim 1,3; 3,5; 4,11; 2 Tim 2,1; 1 Pet 5,1-5; lac 5,14 s.).
La transmisión del oficio la hacen los apóstoles por la imposición de las manos y la oración sobre aquellos que ellos han elegido (cfr. Act 14,23; 1 Tim 4,14; 5,22; 2 Tim 1,6) y sobre los elegidos viene la acción del Espíritu (cfr. Act 20,28). La idoneidad para el ministerio u oficio está en relación sobre todo con las cualidades morales (cfr. 1 Tim 3,1-7; Tit 1,6-9). No son estos colaboradores y sucesores de los apóstoles unos representantes de la comunidad: no hay un solo lugar del N. T. en que pueda apoyarse una concepción «democrática» de la constitución ministerial en la Iglesia. Por el contrario, son colaboradores de Cristo y de Dios (cfr. 1 Cor 3,9; 1 Thes 3,2; Mt 9,37); por medio de ellos envía Dios al mundo la salud (cfr. 2 Cor 1,15) y la gloria de Cristo (2 Cor 8,23; lo 17,22).

V. t.: INSTITUCIONES BÍBLICAS; JUDAíSMO I -III; SACRIFICIO II.


MIGUEL ÁNGEL R. PATÓN , J. M. CASCIARO RAMÍREZ.
 

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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991