Reliquias
En sentido estricto, se entiende por r. los restos del cuerpo de un santo; en sentido amplio, los objetos que estuvieron en contacto con ellos o con el sepulcro, por lo general trocitos de tela. Se distingue, además, entre r. insignes (cabezas, brazos...), notables (dedo, vértebra...), y las demás. Se guardan en relicarios o lipsanotecas (del griego lipsana, r.), que son cajitas precintadas, de metal, marfil o madera, y que a veces adoptan la forma de medallón, arqueta, u ostensorio con pie. El CIC de 1917establece que el culto a las r. es relativo, se refiere a la persona (can. 1.255); sólo pueden ser veneradas con culto público las reconocidas como auténticas (can. 1.283), y no pueden ser enajenadas ni vendidas (cán. 1.281, 1.289). Cfr. CIC de 1983, cán. 1190 y 1237.
Historia. El culto a los santos (v. CULTO III)
comienza por el culto a sus r. En las Actas de martirio de S. Policarpo (v.; a.
155) se dice que los cristianos de Esmirna sepultaron los restos para celebrar
en adelante el natalicio (el día del martirio); y durante la persecución de
Decio (a. 250), S. Cipriano recomienda al clero de Cartago que tomen nota del
día en que mueren los mártires para celebrar el aniversario. Esta celebración
tenía lugar junto a la tumba. Cada iglesia guardaba relación de sus mártires;
estas relaciones recopiladas constituirán los primeros martirologios (v.) o
calendarios del s. IV. Muchos se disputaban el privilegio de ser sepultados
junto a un mártir; la tumba de un mártir constituye una gloria local, es símbolo
de protección divina y centro de peregrinación (V. MÁRTIR I). Más tarde, el
culto se extiende a los santos no mártires. El primero parece ser S. Martín
(v.), cuyo sepulcro, en Tours, fue desde el s. v famoso lugar de peregrinación.
A partir del s. iv se establece la costumbre de erigir los altares sobre el
sepulcro de un mártir o con r. del mismo en su interior (v. ALTAR IV). En Roma,
donde se respetaban las leyes sobre inviolabilidad del sepulcro, cuando no había
sepulcro, se echaba mano de r. lato sensu para la consagración de nuevos
altares. El papa S. Gregorio (m. 604) menciona esa costumbre en una carta a la
emperatriz Constantina, la cual le había pedido la cabeza de S. Pablo para una
nueva iglesia en Constantinopla (PL 77,700). En cambio, los orientales, menos
escrupulosos, ya en el s. IV organizan solemnes traslaciones de r. y desmembran
los cuerpos, sea para consagrar altares, sea para satisfacer piadosas
peticiones. Por ese tiempo, S. Gaudencio, obispo de Brescia (Italia), recorrió
Oriente y volvió cargado de r., repartió no pocas entre los obispos vecinos,
reuniendo el resto en su iglesia (PL 20, 962). En el museo de Brescia se
conserva la magnífica lipsanoteca en marfil (s. Iv) que sirvió para ello.
Lejano ya el tiempo de los mártires de las persecuciones romanas, la demanda
constante de r. provoca por un lado el hallazgo de cuerpos santos mediante
revelaciones, y, por otro, la especulación de los poco escrupulosos. S. Agustín
habla de ventas de r. y de restos dudosos en su tiempo (De Op. monach., 28), y
el VI Conc. de Cartago (a. 401) reprueba el culto de las r. halladas «per somnia
et inanes revelationes» (Mansi 3,971). No obstante, el descubrimiento de restos
de santos por medio de hechos maravillosos es lugar común en los escritores
medievales. Se sospecha de las r. que están en poder de los herejes; un Concilio
de Zaragoza (a. 592) ordena que las r. provenientes de iglesias arrianas igne
probentur (c. 2). Las incursiones de los bárbaros en Roma (vándalos en el s. v,
godos en el vi y longobardos en el VIII) ocasionaron la violación de muchas
tumbas de mártires que se veneraban en las catacumbas. Por fin los Papas se
decidieron a trasladar los cuerpos santos al interior de la ciudad. Con ello
comenzó la desmembración y el reparto de r. por toda Europa. Se iba a Roma para
traer r.; era frecuente el regalo o intercambio de ellas entre iglesias,
prelados, reyes y abades; se desencadenó otra ola de especulaciones y de
falsificaciones; y el interés por las r. no siempre era laudable, pues con ellas
se preparaban brebajes curativos o se exhibían para sacar dinero. Sin embargo,
cabe advertir que tal conducta era entonces menos reprobable de lo que sería
hoy. Hay casos de robo de r. más o menos alentados por algún clérigo; por lo
demás, esa clase de hurtos eran tan frecuentes que varios concilios tuvieron que
sancionarlos con severas penas canónicas. A pesar de todo, parece que la suprema
razón de honrar a los santos perdonaba ciertos procedimientos para hacerse con
las r.
Al final de la Edad Media sigue inalterable el apasionamiento por las r. La mala
fe de los traficantes y la exquisita credulidad de la gente, que ahora nos
admira, ante r. rebuscadas (diente del niño Jesús, incienso de los Magos, vino
del milagro de Caná, etc.) y la enorme cantidad de espinas de la coronación y
pedazos de la cruz, provocó la voz de alarma. Ya el monje Guiberto de Noguent,
en el s. XII, había expuesto sus dudas en el libro De Pignoribus Sauctorum, sin
que tuviera mucho eco. Tampoco dio mucho resultado la decisión del Conc. IV de
Letrán al exigir que no se expusieran a la pública veneración nuevas r. sin la
aprobación pontificia. Ciertamente que a los protestantes se les hizo fácil el
trabajo de desacreditar las r.; Calvino (V.) las ridiculizó en su Traité des
Reliques (Ginebra 1543), y los protestantes les negaron todo culto. Como
consecuencia fueron destruidas una enorme cantidad, falsas y auténticas, en los
países al otro lado de los Alpes. El Conc. de Trento (ses. 25) mantiene el culto
tradicional a las r., pero instituye comisiones para asegurar la autenticidad (Denz.
985 y 998). Desde el s. xvli, los bolandistas (v.) se vienen ocupando con juicio
crítico de los santos y sus r. en la ingente obra Acta Sauctorum (v.).
Sentido de la veneración de las reliquias. El
cristiano difunto (defunctus=desceñido) es como el soldado que se quita el
cinturón para descansar después de la pelea. La muerte (v.) para el cristiano es
un simple descanso, una dormición en espera de la resurrección; cementerio (v.)
significa dormitorio y fue un neologismo cristiano en sustitución de necrópolis.
En cuanto las leyes lo permitieron, los cementerios se instalan junto al templo
porque los difuntos son prolongación de la feligresía, pues también ellos son
miembros de la Iglesia. En las lápidas sepulcrales de las catacumbas se ruega a
Cristo por los difuntos o se pide a ellos para que intercedan por los vivos.
Ahora bien: los mártires, testigos de Cristo, y demás santos fueron en vida
miembros eminentes, con la seguridad de que un día serán glorificados; sus
restos, por tanto, merecen un culto especial. El Conc. de Trento explica que sus
cuerpos «fueron miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo, a los
cuales resucitará para la vida eterna y los glorificará, por los cuales concede
Dios numerosos beneficios» (Denz. 985). Por lo demás, el culto a las r. es
conforme al proceder humano; pues la Iglesia hace con sus héroes lo que la
sociedad con los personajes insignes, la cual honra sus restos y recuerdos con
interés y aceptación general, y los propone como ideales a seguir.
De la doctrina y el proceder de la Iglesia se deduce que el culto a las r. es
lícito bajo ciertas condiciones: a) Asegurar la autenticidad de las r. hasta
donde ello sea razonable y posible, retirando las dudosas. b) Ceñirse al culto
de dulía relativo (no es a los restos sino al personaje a quien se venera),
evitando todo sabor idolátrico o supersticioso en el que fácilmente pueden caer
gentes con poca formación cristiana, sin esperar de las r. lo que sólo Dios
puede otorgar. c) Evitar en la exhibición de r. cualquier lucro o apariencia de
él (proceder muy celebrado en la literatura picaresca de otros siglos); así como
cualquier manifestación necrofílica.
V. t.: CULTO II-III; ALTAR IV; CANONIZACIÓN.
J. FERRANDO ROIG.
BIBL.: U. MIONI, Il culto delle Reliquie, Turín
1908; P. PFISTER, Der Reliquienkult im Altertum, Leipzig 1914; PH. DEEHAYE, Les
Origines du Culte des Martyrs, Bruselas 1912; íD, Sanctus, Bruselas 1927; P.
SÉJOURNÉ, art. Reliques, en DTC 13,2312-2376M. RIGHETTI, Historia de la
Liturgia, Madrid 1956, t. 1,459-461 y 930-936, t. 11,1058-1059.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991