REGLAS MONÁSTICAS


1. Introducción. La vida monástica es una realidad íntimamente unida al cristianismo; sus raíces penetran profundamente en la tradición cristiana hasta llegar al mismo Evangelio (v. MONAQUISMO). Los primeros monjes vieron en Cristo a su maestro y modelo acabado, e intentaron adecuar su vida a las exigencias evangélicas, viviéndolas según el ideal de total desprendimiento, y abandono de las ocupaciones terrenas o cívicas y huida al desierto, al que se sentían llamados. Para perfilar su estilo de vida, acudieron al ejemplo de la primera comunidad cristiana de Jerusalén que, después de entregar sus riquezas al colegio apostólico, o haberlas distribuido entre los pobres, «vivían en común, perseveraban en la oración y la fracción del pan y no tenían más que un solo corazón y una sola alma» (Act 2,42 ss.; 4,32 ss.). De esos modelos, así como de la experiencia de los primeros padres del monaquismo (S. Antonio Abad, v.; S. Pacomio, v.; etc.), fueron surgiendo las legislaciones y reglas monásticas.
      En un principio no existía más documento escrito que el propio Evangelio, al que los legisladores monásticos se remitían constantemente para sacar de él norma de vida. Paladio nos dice que el abad Serapión llevaba siempre consigo un ejemplar de los Evangelios (Histoire Lausiaque, París 1912); y Alejandro, el fundador de los acemetas, al recibir a sus discípulos no les ponía otra obligación que la observancia puntual del Evengelio. No obstante, este sistema estaba expuesto a muchos inconvenientes: se prestaba a malas interpretaciones, para muchos puntos de la vida del monje el Evangelio no daba directrices concretas, etc. Por eso, el cristiano que deseaba abrazar la vida monástica comenzaba por ponerse bajo la dirección de un anciano. Ordinariamente, el género de vida que los ancianos prescribían a sus discípulos, cenobitas o eremitas, eran transmitidos por éstos a los que se les iban añadiendo. La tradición tenía ante ellos una importancia extraordinaria y aunque daban más valor a los actos que a las palabras, no dejaban, sin embargo, de completar la lección de sus ejemplos con la enseñanza oral, añadiendo a la doctrina y ejemplo de sus antepasados lo que les iba dictando la experiencia personal. Finalmente comenzó a escribirse esta tradición a fin de conservarla en toda su pureza. De este modo se formaron los grupos de códigos monásticos o reglas, poco precisas en un principio y de más minuciosa y detallada organización posteriormente. De ellas ofreceremos aquí una breve síntesis histórica. V. t.: ANACORETISMO; ERMITAÑOS; ESTILITAS; MONAQUISMO.
      2. Reglas orientales. Fue en las soledades de Egipto donde la vida monástica brotó y floreció primero con lozanía maravillosa. En el s. iv Egipto adquiere la fama de país clásico del monacato. En la Baja Tebaida vivió S. Pablo, primer ermitaño, que, si bien no escribió regla alguna, ha dado origen a tres órdenes de ermitaños. S. Antonio Abad (v.) es el primer legislador y el más ilustre de los primeros anacoretas. A su celebridad contribuyó en gran manera la pluma de su amigo S. Atanasio. Escrito de propaganda monástica y obra de edificación destinada a los monjes, la Vita Antonii contiene elementos biográficos utilizables para la historia (cfr. L. Bouyer, La Pie de S. Antoine, Fontenelle 1950, 4-5; K. Heussi). Se la puede considerar como una verdadera regla, como el código y el evangelio del monaquismo. Además, ha llegadohasta nosotros una que lleva el nombre de S. Antonio, conservada en dos textos que derivan de una misma fuente: el primero inserto por S. Benito de Aniano en el Codex regularum, y el segundo traducido del árabe por el maronita Echel, en la Patrologia griega (PG 15,1065). Se compone de frases cortas sobre los distintos momentos de la vida del monje. Su autor parece ser un monje que vivió algo después y que se sirvió ampliamente de la obra de S. Atanasio.
      A la gran tradición antoniana pertenecen los monjes de Nitria y Escete, al oeste de la desembocadura del Nilo. Sus prácticas se revelan claramente en las dos colecciones intituladas Verba seniorum (PL 73, 739-810) y Apothegmata patrum (v. APOTEGMA). De estas soledades han llegado hasta nosotros varias reglas. Una de ellas se atribuye, no sin suficiente fundamento, a S. Macario. Se compone de 30 artículos en que se recomienda la caridad, la humildad, la sumisión interna, el amor al trabajo, el silencio, las vigilias y la corrección fraterna. Las Regulae Patrum (PL 103, 435-444) son compilaciones similares, compuestas con motivo de una reunión de 38 abades para tratar del gobierno de sus monjes. Entre ellos se hallaban los cuatro célebres abades: dos Macarios, Serapión y Pafnucio, quienes hablaron sucesivamente y legislaron acerca de distintos aspectos de la disciplina monástica.
      S. Pacomio (v.), el fundador del cenobitismo, según una abundante tradición literaria en copto, griego, siriaco, latín y árabe, fue también el primero que escribió una regla propiamente dicha. Redactada en lengua corta, al cabo de poco tiempo se hizo una versión griega, versión que, hacia el año 404, fue traducida al latín por S. jerónimo. Existen dos recensiones jeronimianas cuidadosamente editadas por A. Bonn (Pachomiana latina, Lovaina 1932). Sin desaprobar el sistema eremítico, la obra de S. Pacomio resultaba en el seno del monaquismo una verdadera revolución. Por primera vez se vieron los monjes obligados a obedecer a una regla y a toda una jerarquía de superiores, a vivir en el recinto de un cenobio, a salmodiar, a trabajar y sentarse a la mesa en común, a ser corregidos y castigados al tenor de un código penal, a hacerlo todo a las horas prescritas. La implantación de la regla de S. Pacomio fue un hecho completamente nuevo y de capital importancia en la historia del monacato cristiano. El gran legislador precisó mucha paciencia y tacto psicológico. A la muerte del santo, además del monasterio de Tabennisi, se contaban ya nueve monasterios de hombres y dos de mujeres.
      Los monjes de Siria y Palestina, por otra parte tan fervorosos, no nos han legado ningún monumento legislativo que pueda ser calificado de regla. En cambio, en Asia Menor, vivió el más glorioso de los legisladores orientales: S. Basilio el Grande (v.). Su espíritu filosófico que le impelía a investigar las causas profundas de las cosas, su formación, las doctrinas y experiencias recogidas en sus viajes, le habían preparado admirablemente para estudiar los fundamentos y valorar las modalidades de la vida monacal. Los resultados de sus meditaciones nos los ha transmitido en varios de sus escritos, particularmente en sus 55 Regulae fusius tractatae (PG 31, 889-1052) y sus 313 Regulae brevius tractatae (PG 31, 1051-1306). S. Basilio es el teólogo del monacato antiguo. Se complace en sus escritos en llamar al monasterio «el cuerpo de Cristo» y al monje «cristiano» (cfr. D. Amand, L'ascése monastique de Saint Basile, Maredsous 1949, 137). Otra particularidad característica: S. Basilio considera la S. E., especialmente el N. T., como la verdadera y única regla de sus monjes; al escribir sus propias reglas, no pretendió sino interpretarla S. E. y aplicarla a casos particulares. Para él el monacato es una pura forma de vida cristiana, la más apta, la única absolutamente apropiada para realizar en su plenitud el ideal evangélico.
      Nada tienen que ver con el santo doctor las Consuetudines monasticae, que quisieron algunos autores atribuirle, así como a Eustato de Sebaste. Escritas en una época y en un país en que los anacoretas y cenobitas eran numerosos, fundamentan su doctrina espiritual en la imitación de Cristo. Con la Regula Macarii (PL 103, 447-452), Regula Postumii, la Orientalis (PL 103, 477-84) y el Typicón, de S. Atanasio el Atonita, fundador de la gran república monástica del Monte Athos (v.), se cierra la enumeración de los principales códigos monásticos orientales.
      3. Reglas occidentales. Trasplantada de Oriente a Occidente la vida monástica, S. Martín de Tours (v.) es la primera figura que emerge del fondo oscuro de la primitiva historia monástica occidental. Si bien no tiene vocación de legislador, como modelo de monje ejerce una influencia profunda, contribuyendo al triunfo en Occidente de las características del monacato egipcio. La Vita Martini (PL 20, 159-176), de Sulpicio Severo (v.), es comparable a la Vita Antonii, de S. Atanasio.
      Tampoco S. Jerónimo escribió regla monástica alguna propiamente dicha, pero gracias a sus diversos y elocuentes escritos figura como uno de los grandes promotores del monacato latino. Fuera de la traducción latina que hizo de la regla de S. Pacomio, sus cartas nos describen detalladamente la vida de los monasterios de Oriente. La obra que más tarde llevó el nombre de Regla de San Jerónimo no es más que un extracto de sus escritos, hecho por Hugo de Olivete, general de los jerónimos.
      S. Agustín, en medio de sus múltiples ocupaciones de obispo de Hipona, orador, polemista y polígrafo, y no pudiendo realizar plenamente su íntimo deseo de llevar una vida estrictamente monástica, esbozó, en varios de sus escritos, la imagen ideal que de ella se había formado; la carta 211 (PL 33,958-965) y la Regula ad servos Dei (D. de Breyne, «Revue Bénédictine» 42, 1930, 320-326). El éxito de tales escritos ha sido extraordinario: desde el s. iv hasta nuestros días han servido de base a las constituciones de una multitud de órdenes y congregaciones religiosas, como los canónigos regulares (v.) de S. Agustín, los premonstratenses (v.), los monjes jerónimos (v.), las diferentes ramas de los agustinos (v.), los dominicos, etc. Innumerables son las almas moldeadas con esta regla. Con razón se ha podido escribir que «sin el vivificante influjo de S. Agustín, el monaquismo occidental no hubiera sido lo que en realidad ha llegado a ser» (cfr. B. Steille, Die Regll St. Benedikts, Beuron 1952, 20; A. Zumkeller, Das Münchtum der hl. Augustinus, Wurtzburgo 1950, 104 ss.~.
      Leríns (v.), fundado hacia el año 410 en una de las islas de su nombre, junto a Cannes, denominada en el s. v «isla de los santos», tuvo su regla, escrita por el abad Honorato, pero no ha llegado hasta nosotros, ni sabemos si llegó siquiera a ponerse por escrito. En Leríns se había formado también Juan Casiano (v.), fundador de dos monasterios en Marsella, quien, en su interés por reformar el monacato occidental e introducir en él las observancias del cenobitismo egipcio, mitigadas por las de Palestina y Mesopotamia, compuso dos obras destinadas a gran celebridad: las Instituciones y las Colaciones (PL 49,53-476 y 477-1318). Del círculo de Leríns salieron también las reglas de San Cesáreo de Arléc, Regula sanctarum virginum (Morin 2,101-124) y Regula ad monachos(ib. 122-142), para monjas y monjes respectivamente. El también obispo de Arlés, Aureliano, escribió otras dos reglas, Regula Aureliani ad monachos (PL 68,385-398), Regula Aureliani ad virgines (ib. 399-406), para los monasterios por él fundados, en la primera mitad del s. vi. En ella y en gran parte de las anteriores se inspiró el obispo de Uzés para escribir la suya, Regula Ferreoli (PL 66, 959-976). De la misma época es la Regula Tarnatensis (PL 66,977-986), de latín oscuro y desordenado.
      En el s. vi aparece la Regula monachorum, de S. Benito, uno de los textos más egregios de la tradición cristiana que, con otros contados documentos, ha conseguido la mayor suma de elogios unánimes y fervorosos. Desde S. Gregorio Magno (v.) hasta Paulo VI (v.), innumerables son los Papas y obispos, abades y monjes, reyes y príncipes, sabios y santos, que han expresado su admiración por la Regla que, compuesta con las mejores esencias del Evangelio y de la tradición patrística y monástica, aclimató la vida religiosa en la Europa occidental; que fue durante el Medievo la charta magna del monacato, la Regla por excelencia que constituyó el gran instrumento de santificación para una muchedumbre innumerable de almas, sin que su larga peregrinación a través de catorce siglos de historia haya hecho caducar sus principios ni disminuido su savia vivificante. Según la tesis más moderna, otro documento monástico, sumamente enigmático y que ha dado lugar a acaloradas polémicas, la Regula Magistri (PL 88, 943-1052), que tiene numerosísimos puntos de contacto con la regla de S. Benito, debió precederla en redacción y ser como la fuente del texto benedictino.
      En el último cuarto del s. vi comienza a propagarse, especialmente en Austrasia y Borgoña, la regla de S. Columbano (v.), antiguo monje de Bangor y fundador de Luxueil y Bobbio. Se intitulaban Regula coenobialis S. Columbani (Walker, 142-168) y Regula S. Columbani monachorum (ib. 122-142). S. Donato de Besancon, discípulo de S. Columbano, escribió alrededor del año 630 un código monástico, Donati regula ad virgines (PL 87,273-298) que nos ofrece el primer monumento acerca del prestigio que empezaba a aureolar el nombre del gran legislador italiano. La mayor parte de ella está tomada literalmente de la benedictina; hay algunos detalles ascéticos que proceden de la de S. Cesáreo, y de S. Columbano aprovecha el penitencial.
      S. Benito de Aniano enumera todavía, entre las no españolas, la Regula orientalis, compuesta por el diácono Vigilio; la Regula cuiusdam patris ad monachos (PL 66, 987-994), con retazos de la de S. Cesáreo y S. Aureliano; la Regula Pauli et Stephani (cfr. J. Evangelista Vilanova, Scripta et documenta, Montserrat 1959, 105-125); la Regula cuiusdam patris ad virgines (PL 88,1053,1070) de sabor irlandés. A éstas cabe añadir Regula incerti auctoris (PL 66,995-997), Isaiae abbatis regula ad monachos (PL 103,428-434), Grimlaici regula solitariorum (PL 103, 575-664), Beati Aelredi abbatis regula (PL 1451, 1454), Regula Waldeberti (PL, 88,1053-1050), la del obispo de Metz, Codegrango (742), para canónigos; la del Conc. XVI de Aquisgrán; las de S. Patricio (v.), S. Brígida de Kildare (v.) y S. Mochta, desaparecidas, y las de S. Columba, S. Congall, S. Modruta y S. Ailbe, en irlandés (v. MONJES IRLANDESES); las de S. Ciaran de Clonmacnoise, S. Brendan de Clonfert y S. Lua, fundador de Mulloe (600), cuyo paradero se ignora; las de S. Adamán, abad de lona; de Commón, fundador de Roscommun, en el Ulster; de Maelruain de Tallght, de Cormac de Cullenain, de Riagul na Manach Listh y la de Echtegus Hua Cuanain.
      4. Reglas españolas. En España el monacato había arraigado desde mucho antes del año 380, en que un documento atestigua su existencia. Las invasiones bárbaras debieron de dar al traste con el monacato primitivo. Pasada la avalancha, vinieron a España monjes africanos que iban huyendo de los vándalos. Pero sólo después de la conversión de los visigodos tuvo lugar el gran florecimiento monástico, cuyos comienzos están vinculados al nombre de S. Martín de Dumio (v.), contemporáneo de S. Benito. Las características del monacato español parecen responder con bastante exactitud a las del monacato egipcio. Surgieron pronto grandes maestros y padres de monjes que nos dejaron magníficos modelos en su vida y bellas enseñanzas en sus escritos. Aunque no sea exacto hablar de reglas de S. Leandro y S. Martín, uno y otro contribuyeron al progreso de la legislación monástica y enriquecieron la literatura monacal, el primero con el Libro de la institución de las vírgenes y del desprecio del mundo (Sancti Leandri ad Florentinam sororem: PL 72,873-894) y el segundo con la colección Sentencias de los Padres del desierto, curioso espécimen de la legislación monástica de los primeros tiempos (cfr. Flórez, 15,433-448: Sentenciae Patrum). S. Isidoro (v.) de Sevilla puso al servicio del monacato todo el prestigio de su autoridad y dio a luz el código que encabeza la colección de reglas copiada por la monja Leodegunda en 912 y que lleva por título Incipir regula Sancti Patris Isidori Abbatis (cfr. G. Antolín, Catálogo de los códices latinos de El Escorial, I, 25). Para el monasterio de Compludo compuso S. Fructuoso (v.) de Braga la Regula monachorum o Regula Fructuosi complutensis (PL 87,1099-1110), en los primeros días de su vida religiosa, y posteriormente, rectificando y ampliando lo que la experiencia y las nuevas necesidades de los monasterios exigían, la Regula communis (PL 87-1111-1127). Se ha perdido la que escribió el visigodo Juan de Biclaro, a quien algunos erróneamente han atribuido la discutida Regula Magistri.
      Algunos otros monasterios de la península tuvieron también sus reglas propias, distintas de las de los legisladores españoles y de la de S. Benito, que es la que practicarán desde el s. xi todos los monasterios españoles.
     
     

BIBL.: S. BENEDICTI ANIANENSIS, Codex Regularum, ed. L. HOLSTENIUS-M. BROCKIE, Augsburgo 1759 (PL 103,393-702); Concorsia Regularum, ed. H. MÉNARD, París 1638 (PL 103,713-1380); J. M. BESSE, Les moines d'Orient, París 1900, 66-95; íD, Les moines de 1'ancienne France, París 1906; FH. SCHMITZ, Histoire de 1'ordre de Saint Benoit, 7 vol. Maredsous 1942-57; J. PÉREZ DE URBEL, Historia de la orden benedictina, Madrid 1942; P. COUSIN, Preces d'histoire monastique, París 1959; A. J. FESTIGIÉRE, Les moines d'Orient, 4 vol. París 1961-65; B. STEIDLE, Die Regel St. Benedikts, eingeleitet, übersetzt und aus dem alcen Mónchtum erkliirt, Beuron 1952; G. M. COLOMBÁS, San Benito, su vida y su regla, Madrid 1954, 4-26; M. E, BOUILLET, Le vrai Codex Regularum de Saint Benoit d'Aniane, «Revue bénédictine» 75 (1965) 345-350; L. LEBE, Note á propos des Régles monastiques, ib. 76 (1966) 116119; B. STEIDLE, Antonius magnus eremita, «Studia anselmiana» 38 (1956); J. C. Guy, Recherches sur la tradition grecque des apoplnegmata patrum, «Subsidia Hagiographica», Bruselas 1962; A. MUNDO, Les anciens synodes abbatiaux et les «Reguaae SS. Patrum», «Studia Anselmiana» 44 (1959) 107-125; J. NEUFVILLE, Sur le texte de la régle des IV Pércs, «Revue bénédictine» 75 (1965) 307-312; L. TH. LEFORT, Les vies coptes de saint Pachóme et ses premiers successeurs, Lovaina 1943; P. HUMBERTECLAUDE, La doctrine ascétique de Saint Basile de Césarée, París 1932; E. F. MORISON, St. Basil and his Rule, Oxford 1912; P. ANTIN, Le monachisme selon saint Jéróme, «Mélanges bénédictine» (1947) 60-114; J. M. DEL ESTAL, Estado actual de la investigación sobre la historia de la orden agustiniana, «La Ciudad de Dios» (1966) 499507 (bibliografía casi completa sobre el monacato y regla de San Agustín); E. PICHERY, Jean Cassien, Colationes, «Sources chrétiennes», 1955-1959', 42, 54, 64; S. Caesarii regula monachorum, G. MORIN, en S. Caesarii ep. Arelatensis opera omnia, 2 vol. Maretioli 1942, 149-155; G. HOLZHERR, Regula Ferioli, ein beltrag zur entstehungsgeschichte und zur sindeutung der benediktinerregel, Einsiedeln 1961; DE CRECQ, L'influence de la régle de S. Pachóme en Occident, en Mélanges L. Halphen, París 1951, 174-175; A. M. ALBAREDA, Bibliografía de la regla benedictina, Montserrat 1933; A. DE VOGüF, La communauté et l'abbé dans la régle de Saint Benoít, París 1961; R. HANSLIK, Benedicti regula, CSEL 75; G. PENCO, S. Benedicti Regula, Florencia 1958; VARIOS, Commentationes in Regulam S. Benedicti, «Studia anselmiana» 42 (1957); Regula Magistri-Regula S. Benedicti, ib. 44 (1959); H. VANDERHOVEN-F. MASSAI, La régle du Maitre, París 1953; J. GAUDEMET, Les aspectes canoniques de la régle de Saint Colomban, París 1951; A. TEETAERT, Colomban, en DTC 3,1011 ss.; 1. RousSEL, Saint Colomban et l'époque colombanienne, 2 vol. Baumeles-Dames 1941-42; J. PÉREZ DE URBEL, Los monjes españoles en la Edad Media, 2 vol. Madrid 1933; J. BISHKO, The date and nature of the spanish consensoria monachorum, «American Journal of Philology» 69 (1948), 377-395; A. MUNDO, Il monachesimo nella penisola Iberica fino al s. VII, Espoleto 1957, 73-108; R. GREGOIRE, Valeurs ascétiques et spirituelles de la «Regula monachorum» et de la «Regula Communis» de S. Frutueux de Braga

 

T. MORAL CONTRERAS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991