Redención. Teologia Dogmática 2
4. La realización por Cristo de la obra de la
redención. Habiendo dado una visión general de la doctrina sobre la r. abordamos
ahora el estudio detallado de sus puntos fundamentales, y, en primer lugar, el
tema de cómo realiza Cristo la r. de los hombres. Como se desprende fácilmente
de los datos y reflexiones aparecidos hasta el momento, una primera afirmación
se impone: Jesucristo lleva a cabo su obra redentora en su condición de Dios
hecho hombre, de Dios encarnado. Sólo Dios puede salvar al hombre caído, y sólo
el Hombre-Dios, Jesucristo, puede satisfacer por la culpa de una manera
adecuada. «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los
hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate
por todos» (1 Tim 2,5-6). Jesús es el único Mediador, que ha querido
desprenderse voluntariamente de la gloria divina que le correspondía en su
condición de Verbo eterno e increado de Dios. «Siendo de condición divina
-escribe S. Pablo- no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se anonadó
tomando condición (figura) de siervo, haciéndose semejante a los hombres y
apareciendo en su aspecto como hombre» (Philp 2,6-7).
La kénosis (humillación o anonadamiento) de Cristo está en la base del misterio
de la r., que, en cumplimiento del eterno decreto de la Providencia de Dios,
tiene como pórtico la Encarnación admirable en las entrañas de María, Virgen
antes, en y después del parto: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios
a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se
hallaban bajo la ley...» (Gal 4,4-5). La fuerza de Dios habla ahora a través de
la sumisión y la obediencia de Cristo, que entra en el mundo humildemente, como
un hombre más: «Llega la plenitud de los tiempos y, para cumplir esa misión
(redentora), no aparece un genio filosófico, como Platón o Sócrates; no se
instala en la tierra un conquistador poderoso, como Alejandro. Nace un infante
en Belén. Es el Redentor del mundo; pero, antes de hablar, ama con obras» (J.
Escrivá de Balaguer, o. c. n° 36).
a) Cristo redentor en cuanto profeta, pastor y sacerdote. Tradicionalmente, se
habla de la r. como de un efecto que Jesucristo lleva a cabo mediante tres
ministerios: doctrinal o profético, pastoral y sacerdotal (cfr. Catecismo
Romano, 1, cap. 3, n° 7). Cristo es, en efecto, el supremo profeta, prometido en
el A. T. (cfr. Dt 18,15), y el maestro absoluto de la Humanidad. «No os hagáis
llamar maestros -leemos en el N. T.-, porque uno es vuestro maestro, el Cristo»
(Mt 23,10). El hombre caído necesita absolutamente una luz en su mente que le
libre de las tinieblas ocasionadas por el pecado, y que fortalezca su
inteligencia debilitada para conocer el bien. Necesita asimismo una palabra que
le muestre con autoridad el camino hacia Dios y la manera de recorrerlo. La luz
(cfr, lo 8,12; 12,46) y la palabra (cfr. lo 1,1; 7,46) son el mismo Cristo,
cuyas enseñanzas poseen una incuestionable dimensión redentora.
En su ministerio pastoral, Jesucristo se nos muestra como legislador y
orientador máximo de la conducta humana. El Señor trae la Nueva Ley, que va a
completar la ley antigua sin destruirla (v. LEY VII, 4). Declara así los
preceptos cuyo cumplimiento, en respuesta personal y amorosa a la voluntad de
Dios, hará a los hombres fieles hijos del Reino. El hombre debe ahora conformar
su vida y actitudes interiores a las normas -escritas y no escritas- de conducta
evangélica proclamadas por Cristo, y recogidas, en eco permanente, por su
Iglesia. Pero debe sobre todo seguir el vivo modelo que es la vida de Jesús,
cuyos rasgos ha de contemplar y trasladar a la propia conducta. La imitación de
Cristo es necesariamente salvadora.
Sin embargo, Cristo no vino sólo a traer a los hombres nuevas ideas o
convicciones acerca de Dios y sus mandamientos. Tampoco se limitó a presentarse
como modelo de conducta a imitar y seguir por el hombre caído. El aspecto más
importante y decisivo de la obra de Jesucristo ha consistido en colmar o allanar
objetivamente el abismo abierto por el pecado entre Dios y los hombres. Cristo
es en verdad maestro y modelo, pero es, por encima de todo, redentor. Sólo Él
podía operar la reconciliación de los hombres con Dios, y destruir el muro que
les impedía advertir la senda que lleva a la vida eterna, y caminar por ella.
Sólo Él podía remediar lo irremediable.
Precisamente porque Jesucristo se nos manifiesta como redentor, tiene sentido
que nos hable como maestro y se presente como modelo. Podemos entender su
enseñanza e imitar su vida porque hemos sido redimidos por Él. De otro modo, su
doctrina y su ejemplo vendrían en realidad a acentuar aún más la experiencia y
la convicción de nuestra incapacidad para buscar a Dios y hacer el bien. El
hombre redimido sigue en verdad a Cristo, peroal mismo tiempo puede decirse que
es llevado por Él sobre los hombros vigorosos de hermano mayor, que es Hijo
único del Padre. De ese modo saltamos con Jesucristo el abismo de pecado, que
nos separa de Dios; de ese modo tiene sentido para el hombre el esfuerzo por
aprender la doctrina y practicar la virtud. Por eso, Cristo es el mayor bien, el
mejor don, que nos ha sido entregado a los hombres por Dios: un presente rico y
entrañable que nos viene del amor de la Trinidad.
La teología católica se refiere a este aspecto central de la obra de Cristo
cuando habla de su ministerio sacerdotal. El A. T. anuncia con frecuencia el
sacerdocio de Cristo. Lo hace, p. ej., en Ps 109, cuyo versículo 4 dice así:
«Juró Yahwéh y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden
de Melquisedec». El carácter mesiánico de estas palabras está confirmado en Mt
22,42 ss. y Heb. 5,6.10. Esta carta a los Hebreos contiene un tratado expreso
sobre el sacerdocio de Cristo, y hace ver que el Señor realizó todas las
exigencias del sacerdocio, hasta el punto de resumir en Sí todo sacerdocio
verdadero, y anular, por tanto, cualquier otra instancia o mediación
sacerdotales. «Todo pontífice tomado de entre los hombres es constituido a favor
de los hombres en lo que se refiere a Dios, para que ofrezca presentes y
sacrificios por los pecados» (5,1). Cristo, en cuanto hombre, fue llamado por
Dios al sacerdocio (5,5 ss.); tiene de común con nosotros la naturaleza humana,
y puede sentir compasión por nuestras debilidades (4,15); es autor de la
salvación eterna para todos los que le siguen (5,9), pues se ofreció a sí mismo
en la cruz como hostia de reconciliación (7,27; 9,28). El sacerdocio de Cristo
está por encima del sacerdocio levítico del A. T., como se deduce comparando a
Melquisedec -figura de Cristo- con Abraham (7,1 ss.). De acuerdo con lo
anunciado en el Ps 109,4, Jesucristo fue hecho sacerdote por una solemne promesa
de Dios (7,20 ss.). Posee, por tanto, un sacerdocio perenne (7,23). Es santo,
inocente, e inmaculado (7,26). Es, en una palabra, el Hijo de Dios, perfecto
desde siempre y para siempre, que, por el sacrificio de sí mismo, ofrecido una
sola vez al Padre, ha borrado los pecados de los hombres (7,27).
b) Actos redentores de Cristo. La presencia de Jesucristo entre los hombres es
un acontecimiento en el que todo tiene un sentido redentor. El Señor llevó a
cabo la r. humana no solamente con su muerte en la Cruz, sino también mediante
todo lo que va asociado a su existencia terrena. Su vida entera tiene un alcance
redentor. La r. es también efecto directo del silencio, la obediencia, y el
trabajo oscuro de Nazareth. Y en su vida pública dedicada a anunciar el Reino de
Dios, «Cristo realizó la obra de la Redención en pobreza y persecución» (Conc.
Vaticano II, Const. Lumen gentium, 8), compañeros de su predicación incansable.
No son únicamente los actos dramáticos de la vida del Señor los que han
reconciliado al hombre con Dios. También el esfuerzo ordinario de su existencia,
los pequeños dolores de cada día, la victoria sobre las tentaciones, el servicio
humilde a los hermanos, contienen un valor de propiciación sumamente agradable
al Padre celestial.
Particular importancia redentora tiene, sin embargo, la muerte sacrificial de
Jesucristo en la Cruz, de modo que el Calvario es nombrado justificadamente como
el resumen y consecuencia última, libremente aceptada y querida, de su obra de
redención. Los planes de Dios, que podían haber realizado la salvación del
hombre por Jesucristo de muchas maneras, han escogido la opción más onerosa para
el Hijo. El Señor, obediente hasta la muerte, «fue crucificado por nosotros bajo
Poncio Pilato, padeció y fue sepultado». Así reza el Símbolo
Niceno-Constantinopolitano (Denz.Sch. 150), del que se hace eco el Conc. de
Trento cuando declara que «Nuestro Señor Jesucristo, hecho para nosotros
justicia, santificación y redención (1 Cor 1,30), nos reconcilió con el Padre en
su sangre» (Denz.Sch. 1513).
Esta doctrina se propone nuevamente en la Profesión de Fe de Paulo VI, que
explicita además su contenido en las siguientes palabras: «(Cristo) padeció bajo
Poncio Pilato: Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por
nosotros clavado a la Cruz, trayéndonos la salvación con la sangre de la
redención» (Credo del pueblo de Dios, n° 12: AAS 60, 1968, 438). Hay que
destacar la insistencia de esta Profesión de fe en el valor redentor de la
Pasión, Cruz y Sangre del Señor, como muestra su composición: «Cordero de Dios,
que lleva los pecados del mundo» es una frase que relaciona lo 1,29 («He aquí el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo») con 1 Pet 2,24 («Él mismo llevó
nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, a fin de que, muertos al pecado,
vivamos a la justicia. Por sus llagas habéis sido curados»). Esta composición de
dos textos del N. T. ha sido hecha con una intención muy precisa. Como es
sabido, aunque la gran mayoría de los exegetas católicos ve en lo 1,29 un
sentido sacrificial, no faltan algunos que lo discuten. Era por ello aconsejable
completar el texto con elementos tomados de 1 Pet 2,24, donde el sentido
expiatorio es indiscutible. La frase que resulta, con un sentido expiatorio
deliberadamente pretendido, está colocada en la Profesión de Fe como oposición
al verbo «padeció», con lo que viene a ser una explicación del valor de la
Pasión. La expresión «trayéndonos la salvación con la sangre de la redención»
pone de relieve el valor redentor de la sangre: por ella nos viene la salvación.
En la misma Profesión de Fe, el tema reaparecerá más tarde con una fórmula muy
clara: «nos redimió con el sacrificio de la Cruz». Siendo la palabra
«sacrificio» completamente técnica, quedan colocadas bajo una luz y sentido
teocéntricos (el sacrificio se ofrece a Dios) la pasión y la muerte de
Jesucristo en la Cruz. Aunque esta doctrina no debe interpretarse como si Jesús
ofreciera su sangre a un Padre que la reclama como castigo, debe, sin embargo,
destacarse en ella el aspecto de sacrificio como ofrenda al Padre (cfr. Pozo, o.
c. en bibl. 101 ss.).
El hecho de que Cristo se inmoló a sí mismo en la Cruz como verdadero y propio
sacrificio está ampliamente documentado en la S. E. San Pablo, entre otros
autores del N. T., testifica claramente el carácter sacrificial de la muerte de
Cristo en la Cruz. Baste citar aquí algunos textos: «Cristo nos amó y se entregó
por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en suave olor» (Eph 5,2); «Porque
nuestro Cordero pascual, Cristo, ya ha sido inmolado» (1 Cor 5,7); «A Él le ha
puesto Dios como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su sangre» (Rom
3,25).
El mismo Jesucristo designa indirectamente su muerte en la Cruz como sacrificio
por los pecados de los hombres, cuando usa los términos bíblicos de «entregar la
vida» y «derramar la sangre»: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido,
sino a servir, y a entregar su vida como precio de rescate por muchos (Mt 20,28;
cfr. Mc 10,45). Al instituir la Eucaristía, y recordar el sacrificio de su
muerte próxima, dice: «Éste es mi cuerpo que será entregado por vosotros» (Le
22,19); «Ésta es mi sangre, que se derramará por muchos para la remisión de los
pecados» (Mt 26,28). Por su vida, pasión y muerte, Cristo ha dado satisfacción a
Dios por los pecados de los hombres. «Nuestro Señor Jesucristo -declara el Conc.
de Trento- nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la
Cruz, y satisfizo por nosotros al Padre» (Denz.Sch. 1529).
c) La Resurrección de Cristo y la redención. Después de morir en la Cruz y
descender a los infiernos, Jesucristo completa la obra redentora con su
Resurrección de entre los muertos. Esta realidad de fe -que ha estado siempre
presente en la confesión de los misterios cristianos por la Iglesia- ha sido
fuertemente formulada en el Conc. Vaticano II: «(la) obra de la redención humana
y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios
obró en el pueblo de la Antigua Alianza, fue realizada por Cristo el Señor
principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada Pasión, Resurrección
de entre los muertos, y gloriosa Ascensión» (Const. Sacrosanctum Concilium, 5).
La Resurrección (v.) de Jesucristo, que completa con la Ascensión (v.) los
misterios de la vida del Señor, completa también el conjunto de actos salvíficos
de los que depende objetivamente nuestra redención. Pertenece, por tanto, a la
integridad de la r. de los hombres. Cristo -nos dice S. Pablo- «fue entregado
por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,25). Es
decir, el Señor fue constituido, a partir precisamente de su resurrección,
principio santificador que derrama sobre nuestras almas la abundancia de la
vida. Este aspecto de la eficacia de la resurrección es el recogido en el Credo
del Pueblo de Dios promulgado por Paulo VI, cuando declara que Jesús «fue
sepultado y resucitó por su propio poder el tercer día, elevándonos por su
resurrección a la participación de la vida divina, que es la gracia» (n° 12).
Cristo resucitado es, además, causa ejemplar de nuestra justificación (causa
meritoria fue, según la terminología tridentina, su muerte en la cruz, a la que
puede añadirse su vida de servicio al Padre). Quiere esto decir que nuestra
reconciliación con Dios se ha hecho a su imagen, ya que Él posee en sí la nueva
vida. Quien posee esta nueva vida lleva ya en su interior un germen o título de
resurrección gloriosa a imagen de Cristo.
La Resurrección de Cristo dice relación, finalmente, al hecho de qué la r. se
acaba y completa con la resurrección de los muertos: «en Cristo -leemos en S.
Pablo- somos todos vivificados; pero cada uno a su tiempo: el primero, Cristo;
luego los de Cristo, cuando Él venga» (1 Cor 15,22-23). El que cree en Cristo ya
ha resucitado con Él. El creyente está lleno del Señor resucitado; pero la vida
depositada en él permanece oculta hasta la venida definitiva de Cristo (cfr. Col
3,4).
No solamente la criatura humana, sino la creación entera participa de algún modo
en la Resurrección de Cristo. Así como por el hombre fue sometida la tierra a
decaimiento, ruina y desorden, con la Resurrección del Señor se han liberado en
el universo energías nuevas que le llevarán a ser un cielo nuevo y una nueva
tierra, no por crecimiento y evolución naturales, sino por la intervención
graciosa y benevolente de Dios.
5. La apropiación de la redención por el hombre. a)
Descripción general. La r. se aplica a cada hombre mediante la asociación de
éste a la muerte y resurrección de Cristo. Esta aplicación de la r. que la
teología suele denominar r. subjetiva, no consiste, por tanto, en la mera
adquisición de un conocimiento o ciencia nuevos; no es una simple iluminación
interior, un proceso de gnosis, o el fruto de un conocer liberador, porque la r.
se dirige y afecta a todo el hombre, y no sólo a sus potencias cognoscitivas (en
muchas concepciones religiosas no cristianas abunda la idea de r. como un
proceso liberador del hombre a partir de nuevas energías y luces desarrolladas
desde la mente). La r. se efectúa mediante la incorporación misteriosa y real
del hombre al ser doliente y glorioso de Jesucristo. Quiere decirse con esto que
el hombre nuevo acompaña a Cristo y recorre con Él y en Él el camino de su
salvación. La salvación (v.) es así una meta, resultado o estado finales; y
también un camino, y modo de recorrerlo.
El hombre no se limita simplemente a recibir los frutos salvadores de la obra de
Cristo, como una lluvia que cayera graciosamente sobre un terreno que permanece
inactivo. Al contrario, la persona llamada por Dios hace suyos esos frutos de
r.-liberación del pecado, regeneración interior, glorificación final, y visión
de Diosporque ha recorrido con el Señor el camino al término del cual se
encuentran. Ser redimido quiere decir hacerse uno con Cristo; incorporarse a Él,
para participar de su vida, muerte, y resurrección.
Se trata, hemos dicho, de una incorporación real -es decir, no metafórica-
aunque misteriosa. No es una simple incorporación simbólica o moral, porque en
ese caso la relación del hombre con su Salvador sería una relación puramente
extrínseca, y el hombre no quedaría libre de sus culpas; no quedaría tampoco
unido de verdad a Dios. De otro lado no puede ser una incorporación mediante la
que el hombre se disuelva en la personalidad de Cristo Salvador. El hombre
redimido, asociado a Cristo, conserva plenamente su personalidad, que se
diferencia nítidamente de la del Señor. Así como Jesucristo Salvador no deviene
un Super-Yo, debe también afirmarse que nunca el hombre tiene más conciencia de
su singularidad e identidad que cuando es redimido por Cristo y se siente vivir
en Él. Solamente entonces el hombre es verdaderamente él mismo. El cristiano se
asocia a Cristo, se incluye en Él, mediante la inserción en su Cuerpo místico,
que es la Iglesia (cfr. Enc. Mystici Corporis, de Pío XII). Es por tanto una
asociación real, porque sin lugar a dudas el hombre forma ahora parte de una
nueva realidad, de un nuevo ser, en cuyo contexto vive y se mueve; por cuya
dinámica de gracia y nuevas posibilidades de acción, presente y futura, es
atraído. Es a la vez una asociación mística, porque no es visible; debe
aceptarse en la fe, y está situada entre esta vida y el modo definitivo de
existencia que se dará en la visión de Dios. «Del mismo modo que el cuerpo es
uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante
su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en
un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo,
judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.
En efecto, el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos...
Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1 Cor
12,12-14,27).
Esta misteriosa y salvífica incorporación a Cristo se opera en el hombre
mediante el Bautismo, que es el sacramento por el que nacemos a la vida nueva de
hijos de Dios. Quien ha recibido el Bautismo puede llamarse cristiano y presenta
los rasgos típicos, la figura, del hombre redimido por Jesucristo.
Esta doctrina ha sido sintetizada por el Conc. Vaticano II, en la Const. Lumen
gentium: «El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al
hombre,venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y lo transformó en una
nueva criatura. Y a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los
constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu. En ese cuerpo, la
vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo
paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real. Por el
bautismo, en efecto, nos configuramos con Cristo: porque también todos nosotros
hemos sido bautizados en un solo Espíritu (1 Cor 12,13), ya que en este sagrado
rito se representa y realiza el consorcio con la muerte y resurrección de
Cristo: con Él fuimos sepultados por el bautismo para participar de su muerte;
mas, si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo
seremos por la de su resurrección (Rom 6, 4-5» (no 7).
El Bautismo inicia en el hombre ese morir y resucitar con el Señor. Es un morir
al pecado, y una resurrección a la vida. Porque la r. supone liberación del
pecado y nacimiento a una vida nueva. Son dos aspectos diferentes de una misma y
única realidad. En el hombre redimido por Cristo ha desaparecido el pecado, y ha
brotado la gracia. Puede decirse incluso que la gracia arrojó al pecado como la
luz del sol disuelve las tinieblas. En el alma bautizada ha tenido lugar un
proceso purificador que connota a la vez regeneración y elevación de la persona.
El cristiano ha muerto ya al pecado, y ha resucitado ya con Cristo. La forma
definitiva de esa realidad de muerte y vida sólo se manifestará plenamente
después de la existencia mortal, pero ya desde ahora el hombre cristiano está
incorporado al misterio de Cristo y vive en él.
b) Iniciativa divina y cooperación humana. La r. viene solamente de Dios a
través de Jesucristo; no es, sin embargo, una acción externa al hombre. Éste
debe, por el contrario, colaborar activa y libremente en su propia salvación.
En primer lugar, los méritos sobreabundantes de Cristo han de comunicarse, aquí
y ahora, al hombre concreto. No operan automáticamente la salvación de todos.
«Aun cuando Él murió por todos -dice el Conc. de Trento- no todos, sin embargo,
reciben el beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunica el
mérito de su pasión» (Denz.Sch. 1523): la efusión formidable de gracia que es la
r. no se comporta -decíamosa modo de lluvia que cae sobre un suelo que se limita
a recibirla pasivamente. El hecho de haberse producido la r., objetiva y
universal, por obra de Cristo significa, desde luego, que se ha inaugurado una
feliz y nueva situación de gracia, que un clima de luz divina envuelve ahora a
la humanidad entera. Pero la energía salvífica infinita que procede de la vida,
pasión y resurrección de Cristo, debe hacerse presente, debe actualizarse, en
cada hombre. Es decir, debe ser recibida y aceptada individualmente por cada
uno. De otro modo, esos méritos cuantiosos e ilimitados del Señor no serían
aplicables.
«Si (los hombres) no renacieran en Cristo, nunca serían justificados, como
quiera que, con ese renacer, se les da, por el mérito de la Pasión de Aquél, la
_ gracia que los hace justos» (Conc. de Trento, Denz.Sch. 1523). Si bien en el
nacimiento biológico y en la mancha del pecado original no ha intervenido la
voluntad libre del hombre individual, que se ve en la existencia con un estigma
que le separa de Dios, no ocurre así en el tema de su redención. El hombre,
llegado al uso de razón (sobre la salvación de los niños, v. BAUTISMO TII, 5-6),
debe oír la Palabra de Dios, salir de sí mismo, y disponerse a recibir o a hacer
fructificar la gracia salvadora. A esta disposición libre sigue la justificación
misma, que no es sólo remisión de los pecados, sino también santificación y
renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los
dones, por los que el hombre se convierte de injusto en justo, y de enemigo en
amigo» (Conc. de Trento, Denz.Sch. 1528).
El hombre no se comporta como un ser inerte que se ve arrebatado, en cualquier
caso y a pesar suyo, por la gracia de Dios. Debe, por el contrario, salir a su
encuentro, dejarla entrar en su vida, y acomodarse a sus exigencias. Esto es
precisamente lo que el Evangelio llama conversión (v.; cfr. Mt 3,2; Me 1,15; Le
3,3; Act 2,38), es decir, un cambio interior, una actitud nueva, un proceso
-instantáneo o gradual- de volverse hacia Dios, que supone una profunda y
vigorosa movilización del espíritu. La conversión es, por tanto, un imperativo
urgido por la llamada de Dios a todos y cada uno. Pero es también una
posibilidad del espíritu y naturaleza humanos, que no están corrompidos
irremediablemente, y pueden secundar activamente la obra redentora de la gracia
dentro de ellos. El hombre puede levantarse cuando oye la voz -invitación y
mandato- de Dios, ya que Dios mismo le está dando las fuerzas con su gracia.
Esto no significa, obviamente, que el hombre pueda llevar a cabo su propia
salvación, o que esta salvación haya de venirle necesariamente, o que se
produzca mediante obras y prácticas -de la Antigua ley u otras análogas- hechas
por el hombre como aislado de Dios y basado en sí mismo, sino precisamente -como
se acaba de decir- que la gracia divina edifica y funda la libertad humana; si
el hombre puede hacer el bien -y puede de hecho- es porque Dios le está dando la
posibilidad de hacerlo y lo mantiene en él dándole el don de la perseverancia.
Por eso, como dice el Conc. de Orange, excluyendo todo intento de atribuir al
hombre la iniciativa en la obra de su r., «si alguno dice que la gracia de Dios
puede conferirse por invocación humana, y no que la misma gracia hace que sea
invocado por nosotros, contradice al profeta Isaías o al Apóstol, que dice lo
mismo: `He sido encontrado por los que no me buscaban; aparecí a quienes no
preguntaban por mí': Rom 10, 20; cfr. Is 65,1» (Denz.Sch. 373; cfr. 374-378).
Dios es quien salva, y en Jesucristo nos ofrece la salvación. Ésta se opera
mediante la fe en Jesucristo. El hombre puede y debe, sin embargo, adoptar con
esfuerzo personal el nuevo modo de vivir que la fe lleva consigo y exige. Puede
y debe, en una palabra, colaborar humildemente con Dios -sin arrogancia ni
quietismo- a su propia salvación.
La r. de Dios, aceptada individualmente por cada uno en el Bautismo, se inscribe
en el organismo espiritual del cristiano como gracia (justicia) que se hace
propia de quien la recibe. En efecto, el Conc. Tridentino enseña que «la única
causa formal (de la justificación) es la justicia de Dios, no aquella con que pl
es justo, sino aquella con que nos hace justos a nosotros, es decir, aquella por
la que, dotados por É1, somos renovados en el espíritu de nuestra mente y no
sólo somos tenidos por justos, sino que verdaderamente nos llamamos y somos
justos, al recibir en nosotros cada uno su propia justicia, según la medida en
que el Espíritu la reparte a cada uno como quiere, y según la propia disposición
y cooperación de cada uno. Porque, si bien nadie puede ser justo sino aquél a
quien se comunican los méritos de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, esto,
sin embargo, en esta justificación del impío, se hace al tiempoque, por el
mérito de la misma santísima pasión, la caridad de Dios se derrama por medio del
Espíritu Santo en los corazones de aquellos que son justificados, y queda en
ellos inherente» (Denz.Sch. 1529-30).
El don divino -que es, y sigue siendo, en todo momento, don de Dios- se hace
posesión del cristiano, se convierte en un aspecto central de su vida nueva como
hijo de Dios. La gracia se convierte en un factor básico del organismo
sobrenatural del cristiano: es la raíz de su operar meritorio. También en el
crecimiento de esta semilla de vida eterna se manifiesta la libertad de quien la
ha recibido, que deberá ahora hacerla crecer con esfuerzo generoso.
c) Dimensiones de la redención. Es evidente después de lo dicho que la salvación
humana posee una dimensión netamente individual: Dios salva a cada hombre. Tiene
a la vez, sin embargo, un aspecto colectivo que no contradice al anterior. Y lo
tiene en el sentido de que Dios, en palabras del Conc. Vaticano II, «estableció
convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada
desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de
Israel y en la Antigua Alianza, constituida en los tiempos definitivos,
manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al
final de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los
justos desde Adán, desde el justo Abel hasta el último elegido, serán
congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre» (Const. Lumen gentium,
2).
El hombre salvado por Dios es convocado, llamado por Él a formar parte del
Cuerpo místico de Cristo que es la santa Iglesia: Iglesia significa precisamente
convocación.
Solamente la gracia de Jesucristo es salvadora. Y la Iglesia (v.) es el lugar
nato, como el sacramento originario donde esa gracia se hace presente, el signo
e «instrumento de la unión íntima con Dios» (Lumen gentium, 1). La Iglesia es
también la fuente de donde fluye a todos los hombres, lo sepan o no, la r.
ganada por Jesucristo. Así debe entenderse el tradicional principio
soteriológico de que «fuera de la Iglesia no hay salvación» (extra Ecclesiam
nulla salus). Se significa con él que r., Cristo e Iglesia son tres realidades
indisolublemente vinculadas; que la elección del hombre individual, hecha por
Dios, impulsa misteriosamente a aquél hacia la única Iglesia visible; y que no
es indiferente, por tanto, que el hombre forme parte o no del cuerpo de Cristo
que «subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por
los Obispos en comunión con él» (Lumen gentium, 8).
La plenitud de bienes espirituales que viven en la Iglesia beneficia, a través
de la comunión de los santos, a todos los miembros de la Iglesia «establecida y
organizada en este mundo como una sociedad» (ib.). Y al mismo tiempo realiza
misteriosamente el merecimiento de unos hombres por otros, así como la extensión
de la gracia de Cristo hasta los ámbitos donde faltan las manifestaciones
externas de pertenencia a su Cuerpo. «El pueblo mesiánico aunque no incluya a
todos los hombres actualmente, y con frecuencia parezca una grey pequeña, es,
sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de
esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de
cari, dad y de verdad, se sirve también de él como instrumento de la redención
universal, y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra»
(Lumen gentium, 9).
Al enderezar la mente del hombre, capacitar su voluntad, otorgarle la
posibilidad de hacer el bien, y operar su reconciliación con el universo, la r.
influye -a través de la criatura- sobre el mismo orden temporal. «La obra
redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se
propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello, la misión
de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo,
sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu
evangélico» (Conc. Vaticano II, Decreto Apostolicam Actuositatem, 5).
La plenitud de los frutos de la r. tendrá lugar en la vida eterna, cuando cada
hombre al morir sea sometido al tribunal de Cristo y, si es hallado en gracia,
sea admitido a la visión de Dios y, finalmente, cuando, en la consumación de los
tiempos, Cristo, viniendo en gloria y majestad, juzgue al mundo e instaure los
nuevos cielos y la nueva tierra (V. MUNDO II-III; JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL;
PARUSíA). Durante el tiempo y la historia los efectos de la r. se aplican sólo
limitadamente: se nos da la gracia, en virtud de la cual podemos superar el
pecado, pero permanecen la posibilidad de pecar y las reliquias y consecuencias
penales del pecado (dolor, muerte, etc.), a fin de que el hombre, enfrentándose
con las diversas situaciones de su vida con fe, esperanza y caridad, y
refrendando ante las dificultades su entrega a Dios, se prepare a la vida eterna
y, haciendo fructificar en sí la gracia, merezca la gloria.
Esa permanencia de las reliquias y consecuencias del pecado hace que no queda
una actitud milenarista (v. MILENARISMO) o utópica (v. UTOPíA) con respecto a la
vida terrena, lo que, de un modo u otro, al esperar de una realización
intrahistórica una adecuada realización del hombre, conduciría además a un
empequeñecimiento de la visión teologal y al naturalismo (v.). Sería, sin
embargo, un error deducir de ahí que el orden temporal es un mundo abandonado
por Dios y entregado al diablo. La gracia no es una simple promesa, sino una
realidad actual, y sus efectos redundan, aunque en grado diverso, en toda la
vida humana. El mundo y sus actividades, que han sido dados a los hombres por
heredad, pueden experimentar también los frutos de la redención. Tiene, por
tanto, pleno sentido hablar de una cristianización de todos los afanes y caminos
nobles de la vida. Y recibe valor y horizontes nuevos la laboriosidad humana.
«Al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad
redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio
y camino de santidad, realidad santificable y santificadora» (J. Escrivá de
Balaguer, o. c. n° 47). Sobre la forma en que esta dimensión de la r., afecta a
la misión de la Iglesia, V. IGLESIA III, 3, 2.
6. La Santa Misa y la redención. Enseña el Conc. de
Trento que Jesucristo dejó a su Iglesia un sacrificio visible «en el que se
representase el sacrificio cruento que Él había de realizar una sola vez en la
Cruz, se conservara su memoria hasta el fin de los siglos, y se nos aplicase su
virtud salvadora para remisión de los pecados que cometemos a diario» (Denz.Sch.
1740). La Santa Misa (v. EUCARISTíA; MISA) -sacrificio incruento de Cristo-
está, por tanto, íntimamente vinculada al sacrificio redentor de la Cruz, del
que es representación, conmemoración, y aplicación.
El sacrificio de la Misa es representación o imagen de lo ocurrido en la Cruz,
porque el cuerpo y la sangre de Cristo se hacen presentes bajo especies
separadas, que representan la separación real del cuerpo y la sangre delSeñor en
la Cruz (cfr. S. Tomás, Explicación al Evangelio de San Juan, VI,6). Es además
-y lo será hasta el fin de los tiempos- una continua actualización o
conmemoración del sacrificio del Calvario. No es, sin embargo, un simple
recuerdo: es un sacrificio memorial, presencia visible y tangible, pero
misteriosa, de aquel único sacrificio de Cristo (cfr. Catecismo Romano, 11, cap.
4, n° 68 y 74). Finalmente, es aplicación de los frutos de la r. a la humanidad:
«la obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el
sacrificio de la Cruz, por medio del cual `Cristo, que es nuestra Pascua, ha
sido inmolado' (1 Cor 5,7)» (Lumen gentium, 3).
La Misa es verdadero sacrificio. Pero es un sacrificio que la tradición de la
Iglesia ha calificado de relativo, en el sentido de que dice interna y esencial
relación al sacrificio absoluto que tuvo lugar singularmente en la Cruz. El
sacrificio de la Misa no se funda en sí mismo, depende del sacrificio de la
Cruz, y está ordenado a éste. En el Calvario se ofreció Cristo al Padre de una
vez para siempre. La Santa Misa es el sacrificio de la Cruz ofrecido por Cristo
a través de la Iglesia cada día y en cada momento de su vida histórica en la
tierra. Es la obra redentora del Señor hecha presente, actualizada siempre de
nuevo. La Eucaristía no establece o supone un sacrificio humano, ideado por la
Iglesia. Procede del Señor mismo, que en la última Cena instituyó el sacramento
del sacrificio cruento del Calvario. La Misa es precisamente una manifestación
de la enorme virtud y alcance del Gólgota: por voluntad divina expresa se
actualiza en la Misa la muerte del Señor. En la Santa Misa desciende
incesantemente la gracia reconciliadora que la muerte de Jesucristo en la Cruz
coloca a disposición de los hombres. Al mismo tiempo, asciende a Dios la acción
sacrificial que repara y desagravia por el pecado. Todo ello hace de la Misa
cauce de oración, adoración, y culto perfecto a Dios.
Solamente el sacerdote celebrante actúa como instrumento inmediato en la
actualización del sacrificio de la Cruz. Todos los miembros de la Iglesia
participan, sin embargo, en el sacrificio. Cada Misa es sacrificio de toda la
Iglesia. La Iglesia entera ofrece en y con el sacerdote, autorizado por Cristo
para ello. El sacerdote actúa in persona Christi, y representa, además, a toda
la Iglesia. Participando del altar, los fieles se apropian los frutos de la
Redención. «Aunque Cristo haya reconciliado con el Padre, por medio de su muerte
cruenta, a todo el género humano, quiso, sin embargo, que todos se acercasen y
fuesen conducidos a la cruz por medio de los sacramentos y (especialmente) por
medio del sacrificio de la Eucaristía, para poder conseguir los frutos de
salvación ,ganados por Él en la cruz. Con esta participación actual y personal,
de la misma manera que los miembros se configuran cada día más a la cabeza
divina, así también la salvación, que viene de la cabeza, afluye a los miembros,
de forma que cada uno de nosotros puede repetir las palabras de San Pablo: Estoy
crucificado con Cristo; ya no vivo yo: es Cristo quien vive en mí... Jesucristo,
al morir en la cruz, dio a su Iglesia, sin ninguna cooperación por parte de
ella, el inmenso tesoro de la Redención. Pero, en cambio, cuando se trata de
distribuir este tesoro, no sólo participa con su inmaculada esposa de esta obra
de santificación, sino que quiere que esta actividad proceda también, de algún
modo, de las acciones de ella» (Pío XII, enc. Mediator Dei).
La Santa Misa no es solamente para los cristianos ocasión de apropiarse los
méritos de Cristo y desagraviar, unidos cor Él, al Padre. Les ofrece además un
cauce único -no existe otro- para cooperar a la obra redentora. «Ahora me alegro
-escribe S. Pablo- por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en
mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su cuerpo, que
es la Iglesia» (I Cor 5,7). El cristiano se hace en la Misa corredentor con
Cristo. Siendo, como es, el mérito de Cristo suficiente y sobreabundante para la
r., ha querido el Señor, sin embargo, asociar al cristiano -sus buenas obras, su
trabajo, su dolor, su oración- a la obra redentora. De este modo, las acciones
cotidianas del hombre en gracia acompañan -a través de la Santa Misa- la
oblación de Cristo, y reciben, a los ojos del Padre, un alcance nuevo, un valor
de redención. La Misa es en todo caso el centro que confiere un sentido
salvífico al obrar cristiano; es el lugar donde las acciones y quehaceres
humanos se suman a los méritos de Cristo para convertirse en Redención.
Cuando el cristiano vincula al sacrificio de Cristo su trabajo y afanes
terrenos, los está santificando y consagrando a Dios. Sin la Misa no podría
hablarse de consecratio mundi como un cometido de quienes han recibido la
vocación cristiana. «Los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el
Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se
produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu. Pues todas sus obras,
sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el
cotidiano trabajo, el descanso de alma y cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e
incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se
convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1
Pet 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen p;;adosísimamente al
Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los
laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo
mismo a Dios» (Lumen gentium, 34).
7. María, madre de los redimidos. La Virgen María
(v.) manifiesta, en su predestinación personal por Dios a ser la Madre de Jesús,
su Concepción inmaculada, su vida terrena, y su Asunción al cielo, la eficacia
máxima de la r. por Cristo que en ella es tal que consistió no ya en perdonarle
el pecado, sino en preservarla de todo pecado. En este sentido, María es la
primera criatura redimida por el Señor. En Ella, la Iglesia contempla y venera
el fruto más acabado de la r. «como una purísima imagen de lo que ella misma,
toda entera, ansía y espera ser» (Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum
Concilium, 103). «No es extraño -escribe S. Ambrosio- que el Señor, que vino a
redimir al mundo, empezara su obra en María, para que Ella, por cuya mediación
se preparó a todos la Salvación, disfrutara la primera del fruto de la Salvación
por mano de su Hijo» (Comentario al Evangelio de S. Lucas, XVII).
María no es meramente la primera redimida por Jesucristo, sino madre de los
redimidos. La tradición de la Iglesia ha saludado e invocado desde antiguo a la
Virgen con los títulos de Abogada, Salud, Auxiliadora, Socorro, Mediadora (o
Medianera), Madre de la Gracia, Corredentora, etc. «La Santísima Virgen,
predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios, juntamente con la
Encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la
tierra la Madre excelsa del divino Redentor, compañera singularmente generosa
entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor. Concibiendo a
Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo,
padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma
enteramentesingular a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la
esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de
las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium,
61).
La Mediación de María ha de entenderse en el contexto de la única Mediación de
Cristo. Sólo Cristo es fundamental y radicalmente Mediador entre Dios y los
hombres (cfr. 1 Tim 2,5), pues Él solo logró la completa reconciliación entre
Dios y ellos. Es decir, nadie puede aportar una contribución objetiva a la r.
por Cristo, como si ésta resultase aún incompleta y hubiera de terminarse con
una nueva cooperación añadida a la obra del Señor. Pero no se excluye con eso la
existencia de otra mediación secundaria subordinada a la mediación de Cristo. Lo
expresa muy adecuadamente S. Tomás cuando escribe: «A Cristo le compete unir
perfectamente (perfective) a los hombres con Dios. De ahí que únicamente Cristo
sea el mediador perfecto entre Dios y los hombres, pues por su muerte reconcilió
a la humanidad con Dios... Pero ello no obsta para que también a otros podamos
llamarlos en cierto sentido mediadores entre Dios y los hombres, por cuanto
cooperan dispositiva o ministerialmente a la unión de los hombres con Dios» (Sum.
Th. 3 q26 al).
La mediación de María y su actuación en la obra redentora se explican a partir
de su condición y misión maternales: es Madre de Dios y Madre de los hombres. La
Virgen une de algún modo los cielos con la tierra. Se asocia íntimamente al
misterio de su Hijo, y queda situada también, aunque sea a nivel distinto, entre
Dios y los hombres. Su presencia mediadora, lejos de oscurecer o disminuir la
Mediación única de Cristo, sirve para acentuar y demostrar el vasto alcance de
ésta, así como el gran poder de Dios; porque el influjo salvador de María en
favor de los hombres no obedece a una necesidad ineludible. Procede sólo de la
voluntad divina, y de los sobreabundantes méritos de Cristo. Con ello, no sólo
no se oculta o difumina la Mediación del Señor, sino que se destaca y fortalece
ante nuestra conciencia de hombres redimidos.
La mediación de María encierra un doble aspecto. En primer lugar, la Virgen es
medianera de la gracia redentora, por su cooperación a la Encarnación de
Jesucristo. María trajo al mundo al Salvador con plena conciencia y libertad. De
su fiat, hágase (cfr. Lc 1,38), de su consentimiento al plan divino, dependía
-por voluntad de Dios- la Encarnación del Mesías, y la consiguiente redención de
la humanidad mediante la satisfacción vicaria de Cristo. La obediencia de María
la convirtió en instrumento divino de la Encarnación del Hijo de Dios. Por esta
razón, la Virgen recibe en la tradición cristiana el título de Corredentora.
En segundo lugar, la maternidad y consiguiente mediación de María a través de la
Encarnación perduran sin cesar en la economía de la gracia. «Pues asunta a los
cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión
continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se
cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros
y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (Lumen gentium,
62; VA. MARÍA 11, 6).
V. t.: SOTERIOLOGÍA; JESUCRISTO III, 2; SALVACIÓN; JUSTIFICACIÓN; PECADO III;
GRACIA SOBRENATURAL; SACRAMENTOS; ESCATOLOGÍA.
J. MORALES MARÍN.
BIBL.: Conc. de TRENTO, Decreto sobre la
justificación; LEóN XIII, Enc. Octobri rnense (22 sept. 1891); S. Pío X, Enc.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991