Redención. Teología Dogmática 1.

 

1. Noción. Una noción teológicamente desarrollada de r. podría ser la siguiente: la liberación que Jesucristo hace del hombre, arrancándole del pecado, restaurándolo en una situación de unión sobrenatural con Dios y prometiéndole en el más allá un fin bienaventurado -visión y goce de la Trinidad divina-, que ya se anuncia y deja sentir germinalmente en la gracia durante la presente vida mortal.
La r. es una realidad misteriosa vinculada al ser y a la obra de Cristo, y asociada, para su fortuna, al destino humano que el pecado desbarató. No se trata, por tanto, de una acción que venga a reconciliar al hombre con el entorno hostil que le rodea, o a devolverle simplemente la unidad y equilibrio cuya ausencia advierte dramáticamente dentro de sí mismo; tampoco es la huida de un ciego e inexorable destino que le disolvería en el cosmos. La r. es un misterio cristiano operado a favor del hombre desde la fuerza de Dios, y tiene primariamente dos aspectos: a) destrucción del pecado, y b) retorno del hombre a la vida divina, sencillamente porque la vida divina -en la gracia- ha querido retornar a él. Secundariamente, la r., que es germen de una creación nueva, de unos nuevos cielos y una nueva tierra, insinúa y realiza de modo parcial en la tierra, el equilibrio y paz humanos ante los diversos males que asedian y laceran la existencia humana, como son el dolor en sus numerosas formas (discordia, enfermedad, hambre, etc.) y la muerte.
De la r., tal como la entiende y predica la Iglesia, pueden afirmarse las siguientes características:a) Se trata, en primer lugar, de una iniciativa divina, preparada por la providencia de Dios Padre, y realizada por Jesucristo, Verbo de Dios encarnado. «El amor de Dios para con nosotros se manifestó en que el Padre envió al mundo a su Hijo unigénito para que, hecho hombre, regenerara a todo el género humano con la Redención y lo congregara en unidad» (Conc. Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 2; cfr. Const. Lumen gentium, 2,3,7). La r. es un acto expreso de la misericordia divina. La Encarnación (v.) de Cristo se ordena a esa r., a la vez que se corona con ella la obra de Creación, para que se resuman y recapitulen en Cristo -que es Principio y Fin- todas las cosas y todos los tiempos. La Creación (v.), que salió de Dios por libre voluntad suya, retorna a El por obra de Jesucristo. Estamos así ante la «obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios» (Conc. Vat. 11, Const. Sacrosantum Concilium, 5).
b) La r. es una decisión libre de Dios ante la miseria humana ocasionada por el pecado. Es un «misterio de la voluntad divina» (Eph 1,9). Dios no tenía necesidad alguna, interna o externa, de redimir a los hombres. La r. contiene y manifiesta la misma libertad divina que se predica de la creación del hombre por Dios, y de su elevación primera al orden sobrenatural y de amistad íntima con su Creador.
c) La r. es única. Es decir, no existe, fuera de Cristo y de lo que a É1 se ordena o de P-1 deriva ninguna otra iniciativa redentora que proceda de Dios, incida en la historia humana, y nos sea dada a conocer por Revelación divina. La historia de la salvación, que es el cauce donde la acción redentora de Dios en Jesucristo se manifiesta, en un encadenamiento singular de sucesos y palabras -gesta et verba- con repercusión universal y hasta cósmica. Es, por tanto, difícil de justificar teológicamente cualquier variante o duplicado de la r. para presuntos seres racionales que no fueran hombres; e incluso podría argüirse la no existencia de tales seres, a partir del hecho mismo de la r. única.
d) La r. es escatológica. Quiere decirse con esto que laliberación del hombre efectuada por la r. tendrá lugar plenamente en el futuro; pero, a la vez, está ya presente por la gracia: contiene un ya y un todavía no. La r. es una realidad dada para el hombre que recibe el Bautismo (v.): este hombre queda libre de sus pecados y ha sido ya salvado por Dios, a quien estaría en condiciones de ver cara a cara si cesara en ese momento su vida mortal. Porque sólo, en efecto, el final o término de esa vida mortal en amistad con Dios (estado de gracia) garantiza la realización segura y plena de la salvación. Por lo que al hombre se refiere, la r. es una situación interior extendida o desplegada entre la vida presente y la vida futura. Es propio de ella una peculiar tensión que se da también, por idénticas razones, en la Iglesia. El hombre cristiano, que ha recibido ya en esta vida su salvación como en germen, sigue laborando durante toda su existencia mortal para que esa salvación se realice y consume. Igualmente, «la Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (Act 3,21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, sea perfectamente renovada en Cristo» (cfr. Eph 1,10; Col 1,20; Pet 3,10-13) (Const. Lumen gentium, 48).
e) La r. alcanza a todos los hombres. Cristo murió por todos (cfr. 2 Cor 5,15), y no solamente por algunos. Esto significa que la r. efectuada por Jesucristo es comunicable a todos sin excepción, de modo que cualquier hombre puede apropiarse, si cumple la voluntad de Dios, los frutos suficientes de esa r. objetiva y universal. Cristo «se dio a sí mismo en precio del rescate por todos» (1 Tim 2,6). «Él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 lo 2,2). De acuerdo con esta doctrina, la Iglesia ha resistido y condenado siempre toda interpretación restrictiva del carácter universal de la redención. «Dios Padre envió a su Hijo Jesucristo a los hombres para que redimiera a los judíos y para que los gentiles consiguieran la justicia, y todos recibieran la adopción de hijos». Estas palabras del Conc. de Trento (Decreto sobre la justificación, cap. 2: Denz.Sch. 1522) han recibido eco posterior cuando fue declarado, contra errores de Jansenio, que Cristo no murió sólo por los predestinados (Denz.Sch. 2005), o sólo por los fieles cristianos (Denz. Sch. 2304), sino por todos los hombres.

2. Alcance de la redención. a) La redención como liberación del pecado. La r. operada por Jesucristo a favor del hombre es una liberación o salvación proporcionadas a la hondura de la servidumbre humana que se trata de romper: la servidumbre del pecado que esclaviza al hombre desde la falta de Adán (v. PECADO II, B). Pecado y r. son y se comportan respectivamente como sombra y luz en el ámbito de la vida humana. «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios -enseña S. Pablo-, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la Redención realizada en Cristo Jesús» (Rom 3,23-24).
La liberación del hombre, de la que con tanta frecuencia se habla en la S. E., posee un sentido eminentemente religioso. El hombre necesita en verdad verse libre de numerosos males y plagas; pero necesita ante todo librarse de la esclavitud del pecado, que es causa de su lejanía de Dios y origen verdadero de todo mal. El Magisterio de la Iglesia, que refleja la voz de Dios y es al mismo tiempo expresión del recto sentir de todo el pueblo cristiano, ha expuesto repetidas veces la naturaleza de la salvación que el hombre, lo sepa o no, necesita; citemos el resumen de esta enseñanza incluido en la solemne profesión de Fe promulgada por Paulo VI en 1968, que había sido declarado Año de la Fe: «Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que según afirma el Apóstol: donde abundó el delito sobreabundó la gracia» (Credo del Pueblo de Dios, 30 jun. 1968, n° 17: AAS 60, 1968, 439).
El carácter misterioso de la r. se corresponde con el carácter no menos misterioso del pecado. La excelencia de aquélla se corresponde asimismo con la magnitud de éste. Sólo la Revelación (v.) de Dios nos abre un horizonte de amor de Dios que es correlato o réplica del sobrecogedor decaimiento humano provocado por la culpa. El encadenamiento del hombre al mal es mucho más profundo de lo que, con ser tanto, deja ver la experiencia. «La entrega generosa de Cristo -ha escrito J. Escrivá de Balaguer- se enfrenta con el pecado, esa realidad dura de aceptar, pero innegable: el mysterium iniquitatis, la inexplicable maldad de la criatura que se alza, por soberbia, contra Dios. La historia es tan antigua como la Humanidad. Recordemos la caída de nuestros primeros padres; luego, toda esa cadena de depravaciones que jalonan el andar de los hombres, y finalmente, nuestras personales rebeldías. No es fácil considerar la perversión que el pecado supone, y comprender todo lo que nos dice la fe. Debemos hacernos cargo, aun en lo humano, de que la magnitud de la ofensa se mide por la condición del ofendido, por su valor personal, por su dignidad social, por sus cualidades. Y el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador» (Es Cristo que pasa, 6 ed. Madrid 1973, n° 95).
De otra parte, el hombre -que sin la Palabra de Dios no puede conocer la hondura de sus males y la magnitud de su culpa- no puede tampoco salvarse a sí mismo. No cabe autosalvación. Las consecuencias del pecado original (privación de la gracia y amistad divinas; decaimiento en las facultades y posibilidades naturales) sólo pueden ser corregidas por Dios. Sin intervención divina, en efecto, la humanidad no puede salir al encuentro de los males raíces que perturban su existencia. «Para entender recta y sinceramente la doctrina sobre la Justificación (del hombre ante Dios) -ha enseñado el Conc. de Trento es menester que cada uno reconozca y confiese que, habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán, hechos inmundos e hijos de ira por naturaleza, hasta tal punto eran esclavos del pecado y estaban bajo el poder del diablo y de la muerte, que no sólo los paganos por la fuerza de la naturaleza, mas ni siquiera los judíos por la Ley de Moisés podían librarse o levantarse de ella; aun cuando en ellos de ningún modo estuviera extinguida la libertad» (Denz.Sch 1521).
Es decir, el pecado no es un desorden puramente ético o externo que afecte sólo a la voluntad del hombre y le haga simplemente difícil obrar el bien. Se trata de un grave trastorno existencial que compromete al ser íntegro de la persona, y perturba -aunque no destruya- su unidad interior y sus conexiones con la Verdad y el Bien. Si el pecado fuera solamente un hecho físico, o una equivocación fruto de un mal ejemplo recibido, o una falta de suficiente conocimiento, podríamos repararlo y rectificarlo en cualquier momento, con el simple deseo de volvernos de nuevo, por nuestras propias fuerzas,al camino recto que lleva a Dios. Pero no ocurre así: «nadie por sí mismo y por sus propias fuerzas se libera del pecado y se eleva sobre sí mismo; nadie se libera completamente de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud; todos tienen necesidad de Cristo, modelo, maestro, libertador, salvador, vivificador» (Conc. Vaticano II, Decreto Ad gentes, 8). Es Cristo quien, con su muerte y su resurrección, nos libra del pecado y nos reconcilia con Dios.
b) La redención como victoria sobre el demonio, la muerte y el dolor. Por ser victoria sobre el pecado, la r. es también victoria -con Cristo y en Cristo- sobre todos esos males. El demonio (v.) se ha visto despojado de su poder de una vez para siempre (cfr. lo 12,31; 16,11): Cristo ha vencido y encadenado de modo definitivo a los poderes del infierno. El poder de la muerte ha sido privado igualmente de su aguijón. El hombre redimido por Cristo sigue sujeto a la ley del morir corporal, pero su muerte es más que un hecho biológico: es además una realidad de fe, que no va unida ya a la incertidumbre y a la angustia. La muerte presenta por fin otro rostro, porque ha quedado asociada a la de Cristo, y tiene, por tanto, un sentido y eficacia salvadores: «para el que se une a Cristo por la Fe y los sacramentos, la muerte ya no es un poder aniquilador, sino sólo una fuerza creadora» (M. Schmaus, o. c. en bibl., 344). Es el comienzo de una nueva vida. Con la r. el dolor humano es objeto asimismo de una transformación, porque se vincula a la alegría cristiana, al esfuerzo de Cristo, y prepara con su presencia en la vida humana la llegada del Reino de Dios.
La r. manifiesta sus efectos en el hombre completo, en quien espíritu y carne se asocian de modo singularmente estrecho. Como atestiguan los milagros de Jesucristo en el Evangelio -acciones realizadas siempre para el bien espiritual y corporal de quienes rodean al Señor y se dirigen confiadamente a pl-, la gracia de Dios incoa en este mundo la sanación y restauración de la existencia humana, azotada por la enfermedad, el hambre, etc. Es como un anticipo fugaz de la glorificación definitiva y futura del hombre entero en el Reino de Dios (v.), es decir, de los nuevos cielos y la nueva tierra que existirán por toda la eternidad (v. ESCATOLOCÍA).

3. La redención en la Tradición y en la teología cristiana. La definición y descripción de la r. y su alcance que hemos hecho en los apartados anteriores, se basa en lo que nos enseñan las fuentes de la Revelación. Habiendo sido expuesto ya el tema en las S. E. (v. i) estudiamos ahora el testimonio de la Tradición; terminaremos este apartado con la exposición de la doctrina declarada en el Conc. de Trento, que es el acto magisterial más importante al respecto.
a) La doctrina sobre la redención en el periodo pa. trístico. Las cartas de S. Ignacio de Antioquía son, en el s. ti, un expresivo testimonio del sentir de la Iglesia acerca de la redención. Jesucristo, «nuestra vida eterna» (Ad Magn. 1,2) y «único médico» (Ad Ephesios, VII,2), ha sufrido para salvarnos (cfr. Ad Smirniota II,1), ha «muerto por nosotros, y resucitado por nuestra causa» (V1,1). Debemos, por tanto, nuestra vida a los frutos de su Cruz. Ahora «toda magia se ha visto confundida, todo vínculo de iniquidad roto, la ignorancia destruida, el antiguo reino (del pecado) abatido; Dios se ha manifestado bajo una forma humana para establecer el orden nuevo que es la vida eterna» (Ad Ephesios, XIX,3).
Es, sin embargo, S. Ireneo de Lyon quien, a finales de ese mismo s. ii, presenta por primera vez una teología elaborada de la r. por Cristo. Para Ireneo -que se coloca en oposición firme al dualismo de gnósticos (v. GNOSTICISMO) y marcionitas (v. MARCIÓN)-, Encarnación y Redención son dos piezas vinculadas en unidad indisoluble. Reelabora el paralelo antitético de los dos Adán, señalado por S. Pablo: «Cuando se encarnó e hizo hombre, Cristo ha recapitulado en sí la larga serie de hombres; nos ha procurado la salvación como resumiéndola (in compendia), a fin de que lo perdido en Adán -el ser a imagen y semejanza de Dios- lo recobráramos en Jesucristo» (Adversus haereses, 3,18,1). Cristo, que llega como segundo Adán en el orden histórico, es en realidad, en la intención divina, el Primer Adán. Para exponer la obra de Cristo, Ireneo toma la imagen escriturística del rescate («Cristo se ha dado en rescate por aquellos que habían sido llevados a cautividad»: Adv. haer. 5,1,1), y la interpreta refiriéndolo al demonio, que -dice- por su victoria inicial tenía al hombre en situación de cautivo. Se ha atribuido por esto a este autor la teoría llamada de los «derechos del demonio», al que Cristo habría pagado, con su entrega, un justo rescate para liberarnos. Sea cual sea la interpretación que quiera darse a las palabras y mente de S. Ireneo, es evidente que para él la obra de Cristo Salvador es una obra divina de amor y potencia victoriosa. Sólo Dios podía hacer que las potencias del mal invasoras del mundo -el demonio, el pecado, la muerte- fueran vencidas, y que esa victoria se hiciera también victoria del hombre redimido (cfr. Adv. haer. 3,19,1). S. Ireneo concentra, por tanto, su atención en la doctrina del sacrificio ritual ofrecido a Dios; no expone, sin embargo, una doctrina del sacrificio expiatorio ofrecido por Cristo al morir sobre la Cruz.
En los s. iv y v, época central de la patrística, la teología de la r. experimenta importantes desarrollos. Idea central de la teología de los Padres de esta época, durante la cual el misterio de Cristo fue objeto de importantes definiciones conciliares, es la Encarnación del Verbo vista como principio de nuestra salvación y divinización. «Se ha hecho hombre para divinizarnos en Él. Su carne, por estar unida al Verbo, ha sido salvada y redimida la primera; después somos salvados nosotros, que formamos un todo con Él», dice S. Atanasio (Oratio II contra Arianos, 61: PG 26,277). Esas palabras -que tienen paralelo en textos de S. Gregorio Niseno (Oratio catechetica magna, 37,12: PG 45,97), S. Gregorio Nacianceno (Oratio XL,45: PG 36,424), S. Juan Crisóstomo (Homil. XI in Ioan., 1: PG 59,79), y S. Cirilo (Adv. Nestorium I,1: PG 76,17)- expresan un pensamiento que será sintetizado algo más tarde por S. Juan Damasceno, en cuya obra fundamental, De fide orthodoxa, leemos: «Por entrañas de su misericordia se ha hecho hombre en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado, y se ha unido a nuestra naturaleza. Dado que no habíamos logrado conservar su imagen, ha venido Él mismo a unirse a nuestra pobre y débil naturaleza para purificarnos, hacernos incorruptibles, y partícipes, de nuevo, de su divinidad. Por eso, mediante su nacimiento o encarnación, su bautismo, su pasión y su resurrección, ha liberado a la humanidad del primer pecado, de la muerte y de la corrupción; y se ha hecho principio, vía y modelo de nuestra resurrección» (IV,13: PG 94,1137).
La doctrina de la deificación del hombre mediante la encarnación de Cristo, expuesta sobre todo por los Padres griegos, es menos frecuente en los latinos, aunque no falta tampoco en ellos. S. Agustín acentúa, al hablar de la r. del hombre por Jesucristo, el hecho del pecado y la curación de la voluntad por la gracia. Se refiere conrasgos vigorosos, a la necesaria comunión del hombre con Cristo, único Mediador: «Cristo es mediador entre Dios y los hombres. No es mediador sólo como hombre, separado de su divinidad; no es mediador sólo como Dios, separado de su humanidad. He aquí al mediador: la divinidad sin la humanidad no es mediadora, y tampoco lo es la humanidad sin la divinidad; pero entre la divinidad, de una parte, y la humanidad, de otra, es mediadora la divinidad humanizada y la humanidad divina de Cristo» (Sermo XLVII,21: PL 38,310).
Los Padres latinos, al igual que los griegos, han desarrollado la comparación de la vid y los sarmientos que narra S. Juan, así como las metáforas paulinas de la cabeza y los miembros, para expresar la unión que tiene lugar entre Cristo y sus discípulos. Esta unión exige nuestra cooperación, pero el autor de ella es el mismo Jesucristo. S. Agustín llega hasta decir: «Él, que es Cabeza, forma con sus miembros un solo hombre; nosotros somos Él, porque somos su cuerpo, cuerpo de aquel que, para ser nuestra cabeza, se ha hecho hombre» (In Ioannem evangelium, CX1,6: PL 35,1929; v. S. AGOSTIN III, 4 y 5).
El tema de la muerte redentora de Cristo es otro motivo central de la doctrina sobre la r., desarrollada en la época cumbre de la patrística. Cristo, que se ha hecho en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado, ha tomado sobre él nuestra enfermedad y nuestro sufrimiento, hasta llegar a la muerte de Cruz. Para expresar el valor y alcance de esta muerte de Cristo, los Padres toman diversas expresiones de la S. E., y concretamente elaboran la de rescate, ya subrayada por S. Ireneo. Cuando se dice que Cristo nos ha rescatado de la esclavitud del pecado al precio de su sangre, se alude claramente a la impotencia del hombre para escapar al pecado, y se afirma también que sólo Dios nos libera mediante la entrega de su Hijo, que debe cumplir la condición onerosa de morir en la Cruz. Se hace referencia, por tanto, a una consideración de estricta justicia. En algunos casos esta doctrina se explica diciendo que la victoria del demonio sobre el hombre le confirió un cierto derecho de posesión; se piensa entonces que Dios, para conformarse a justicia, quiso pagar a Satanás el precio de la muerte de Cristo, que éste, generosamente, acepta sufrir. Orígenes ha expresado muy nítidamente este modo de pensar: «Reconoced la verdad de lo que escribe S. Pedro: no hemos sido rescatados a precio de plata u oro corruptibles, sino por la sangre preciosa del Hijo único (de Dios). Si hemos sido comprados a un precio, como afirma S. Pablo, hemos sido comprados, sin duda, a alguien de quien éramos esclavos, a alguien que ha reclamado el precio que ha deseado para dar libertad a los que retenía. Ahora bien, era el demonio quien nos poseía, estábamos vendidos a él por nuestros pecados, y él ha reclamado como rescate la sangre de Cristo» (In Romanos 2,13: PG 14,911). En S. Basilio, S. Ambrosio, S. Jerónimo y S. Gregorio Niseno se advierten ideas análogas. En autores como S. Gregorio Nacianceno se encuentran, sin embargo, desarrollos más sutiles, que anuncian una teología más elaborada. S. Gregorio Nacianceno hace ver que no puede decirse propiamente que la sangre de Cristo haya sido derramada como precio pagado al diablo, sino que fue derramada por la economía de nuestra r., y porque «hacía falta que el hombre fuera santificado por la humanidad de Dios, y que Él mismo nos liberara y rescatara para Él por su Hijo, mediador y triunfador del tirano» (Orado XLV,22: PG 36,653).
Las enseñanzas patrísticas nos hablan también de un aspecto complementario de la eficacia redentora de la Encarnación, fuerza de Dios que desciende al hombre, que está estrechamente unido al primero y que es como una consecuencia de ella: en la acción redentora de Cristo existe como un movimiento que se levanta y eleva del hombre a Dios, un acto reparador del pecado mediante la expiación y el sacrificio. No se trata, como algunos autores han pensado, de una concepción latina procedente del espíritu legalista romano, sino de una enseñanza universal ligada a la Revelación misma. A la pregunta sobre el valor de la muerte de Cristo, todos los Padres responden que se trata de una expiación universal de los pecados de los hombres, por Cristo, nuevo Adán. Todos advierten un estrecho vínculo entre el decreto divino que castiga a Adán con la muerte, y la obra reparadora del nuevo Adán que debe aceptar la muerte para salvar a la Humanidad. Los Padres toman y comentan las fórmulas escriturísticas «(Cristo) ha tomado sobre Él nuestros pecados» (Is 50), «ha llevado él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el árbol de la cruz» (1 Pet 2,24), «É1 es el cordero que quita los pecados del mundo» (lo 1,29), «A Él, que no conocía el pecado, Dios lo ha hecho pecado por nosotros» (2 Cor 5,21), etc. Acerca de cómo Cristo puede expiar por nosotros y colocarse en lugar nuestro, los Padres suelen dar una respuesta que S. Cipriano, p. ej., resume muy bien: «Cristo nos lleva a todos... En Cristo sólo hay un cuerpo al que nuestra pluralidad está unida, con el que está unificada» (Epíst. LXIII,13: PL 4,383). Esto, que es cierto solamente en principio y de una manera germinal, debe ser hecho verdad en nosotros mediante la fe y el bautismo, y la participación en el misterio de la Eucaristía.
A la idea de expiación se vincula en los Padres la idea de sacrificio. Esta realidad incluye y sobrepasa la primera, dado que el sacrificio responde a todos los deberes del hombre hacia Dios. Al presentar, con la S. E., la muerte de Cristo sobre la cruz como el sacrificio verdadero y salvador, los Padres consideran la r. en la perspectiva de lo que la humanidad debe a Dios, y no solamente bajo el aspecto de Dios que se da por el hombre. Todos los Padres reconocen el carácter figurativo de los sacrificios de la Antigua Ley. Pero en los juicios que hacen sobre ellos y sobre su relación con el sacrificio de Cristo, pueden distinguirse dos tendencias complementarias. Una opone el sacrificio cristiano a los de la Antigua Ley; la otra contempla el sacrificio de Cristo en el marco de los sacrificios antiguos.
Abundantes Padres, en efecto, se muestran críticos hacia el culto judío. En semejante perspectiva, era lógico no abordar el intento de explicar el sacrificio de la Cruz a partir de los sacrificios rituales. Sin embargo, tanto el hecho de la Eucaristía instituida por Cristo que ofrece su Cuerpo y su Sangre bajo los signos del pan y del vino, como los textos apostólicos sobre el sacrificio de Cristo imponen una aproximación entre el misterio cristiano y el culto del A. T. Entre ambos se percibe una relación: la que hay entre la sombra y la realidad que proyecta esa sombra. En este tema abunda la segunda tendencia mencionada, que trata de buscar en el sacrificio una teología explicativa de la muerte redentora (cfr. Richard, o. c. en bibl. 125 ss.). De esta teología es muy representativo el siguiente texto de S. Gregorio Magno: «El pecado del hombre debía ser destruido, pero sólo podía serlo por un sacrificio. Había, pues, que buscar uno. Pero, ¿qué sacrificio podía encontrarse para el perdón del hombre? No era lógico inmolar víctimas animales por el hombre dotado de razón... Había que ofrecer un hombre por los hombres: inmolar por el hombredotado de razón y pecador una hostia razonable... Por eso ha venido el Hijo de Dios al seno de la Virgen y se ha hecho hombre por nosotros. Ha tomado del hombre la naturaleza, no la falta. Ha realizado por nosotros el sacrificio, y ofrecido por los pecadores su cuerpo como víctima sin mancha» (Moralia in Job, XVI1,30,46: PL 76,32-33). S. Gregorio es, de otra parte, el primero que aplica claramente la expresión mérito al acto redentor de Cristo (cfr, ib. XXIV,2,4: PL 76,289).
El pensamiento de los Padres acerca del sacrificio redentor podría resumirse del siguiente modo: el hombre debe a Dios, que le llama a participar en su vida, la entrega total de sí mismo. Pero, caído bajo el poder del pecado, se ve encaminado a la muerte. Solamente el Hombre Dios, nuevo Adán sin pecado, puede expiar nuestras faltas por su sacrificio, ofreciendo a Dios una glorificación reparadora mediante su vida entera, pero de modo especial con su pasión y muerte en la cruz. Si Cristo recapitula o resume en Sí a todos los hombres para comunicarles los dones de Dios, los resume también para cfrecer a Dios lo que ellos le deben (cfr. Richard, o. c. 126).
b) La doctrina de la redención en la teología medieval. De entre los teólogos medievales, S. Anselmo (v.) merece en el tema de la r. una mención especial. Promotor de un intelectualismo moderado que confía en la razón, iluminada por la fe, para lograr una fecunda penetración en el dato revelado, S. Anselmo intenta mostrar en su obra Cur Deus Homo -a partir de la idea de Dios y del hecho universal del pecado- que Dios debía encarnarse y morir por la salvación de los hombres. Los presupuestos teológicos de S. Anselmo son agustinianos: como en S. Agustín, también en nuestro autor la doctrina de la r. se expone a partir de la noción de pecado, pero en el Cur Deus Horno se da una dialéctica que parece vincular los dones divinos a una cierta necesidad. Como el estado de pecado en el que el hombre viene al mundo le hace del todo incapaz para abrirse camino hacia Dios, es del todo necesaria -concluye- una reparación por el pecado obtenida por la vía de la Encarnación. Para mostrar esta tesis S. Anselmo analiza en primer lugar la idea de pecado. Al intentar escapar a la voluntad divina por el pecado, nos dice, la voluntad creada cae bajo la justicia de aquélla, que debe castigar para restablecer el orden perturbado, a menos que se ofrezca una satisfacción que restituya a Dios el honor que se le ha negado. «Es necesario que la satisfacción o el dolor sigan al pecado» (1,15). Como es imposible que Dios pierda su honor, «o bien el pecador entrega espontáneamente lo que debe (satisfacción), o bien Dios lo tomará del pecador a pesar de éste (dolor o pena)» (1,14). Dado que la satisfacción devuelve a Dios el honor que le negaba el pecado, debe ser a medida del pecado mismo, y ha de consistir en algo que no sea ya debido por algún otro motivo. De ahí una paradoja: el hombre no puede ofrecer nada que sea proporcionado al pecado, puesto que el pecado no puede ser compensado por ningún bien creado; es decir, solamente Dios puede ofrecer esta reparación, pero a la vez solamente la humanidad debe ofrecerla. Es, por tanto, una obra que sólo el HombreDios alcanza a realizar. ¿Cómo va a satisfacer el HombreDios? Mediante la aceptación absolutamente libre de la cruz, ya que, siendo inocente, no está sometido a la muerte. De este modo satisface, y su satisfacción tiene un valor infinito, porque emana de un Dios hecho hombre. Tiene también valor meritorio, porque el mérito, que Cristo no necesita para Él, viene todo a nosotros en gracia y perdón.
En su reflexión sobre la obra redentora de Cristo, S. Anselmo se apoya en la tradición latina, que acentúa el sacrificio ofrecido por Cristo para borrar el pecado, más bien que en la griega, que insiste sobre la Encarnación como raíz de nuestra deificación. S. Anselmo distingue claramente, de otro lado, entre satisfacción y castigo, precisión que es importante no olvidar. La aceptación de la muerte por Cristo inocente tiene un valor de satisfacción hacia Dios, y de mérito hacia nosotros. Pero esa muerte no es para Cristo un castigo por el que la «venganza» divina se aplacaría sobre el culpable a costa del inocente, sino un acto de amor y de justicia. En este contexto recibe todo su valor la idea de satisfacción, cuya fortuna teológica hay que atribuir a S. Anselmo, y que es apta en gran medida para expresar el valor espiritual de la obediencia de Cristo, que compensa la desobediencia del primer hombre, aspecto hondamente enraizado en la S. E. y en la Tradición. El Cur Deus homo ha sido, sin embargo, objeto de diversas críticas. Se le ha reprochado sobre todo una cierta pretensión de demostrar la necesidad de la Encarnación, y de establecer vínculos de necesidad allí donde sólo existen relaciones de conveniencia, dada la gratuidad de Encarnación y Redención. Por otro lado, tampoco explica bien cómo la satisfacción de Cristo se hace nuestra, y cómo nos son aplicados sus méritos salvadores. En todo caso, la aportación teológica de S. Anselmo es de gran importancia, y puede decirse que sin ella habría sido difícil concebir la rica doctrina escolástica que florecerá en los s. xiti y xiv en torno al misterio de la redención.
S. Bernardo (v.) trata del tema con menos intención sistemática que S. Anselmo, pero su doctrina encierra notable interés. Como parte de la tradición anterior, Bernardo tiene en cuenta la teoría que reconoce en el demonio un cierto «derecho» sobre el hombre pecador. Este derecho es, sin embargo -añade-, algo impropio, pues es simple objeto de permisión divina. S. Bernardo recoge también la idea de satisfacción: «El hombre era deudor, y el Hombre ha liberado la deuda. La satisfacción de uno solo se ha imputado a todos, igual que uno solo ha llevado el pecado de todos» (Tractatus de erroribus Abaelardi, V,14). A continuación, muestra la razón de esta imputación: la unidad espiritual entre Cristo y los que son llamados a ser miembros suyos. A la cuestión del porqué de los sufrimientos y muerte de Cristo, dirá que lo que agrada a Dios no es la muerte, sino la voluntad de quien se ofreció espontáneamente a esa muerte (ib. VIII,21).
La síntesis que S. Tomás de Aquino (v.) realiza en la doctrina de la r. destaca por su profundidad y equilibrio. Su construcción teológica se basa en el vínculo que la Encarnación establece entre Cristo y los hombres. La Encarnación es, para S. Tomás, esencialmente redentora. Fue querida por Dios, en concreto, como el modo más conveniente para llevar a cabo la redención. La fe en las realidades divinas, la esperanza y el amor de Dios se facilitan vigorosamente a la humanidad caída por el hecho de que Dios haya querido tomar carne humana. Además, la Encarnación del Verbo se ordena a la plena participación de la Divinidad, que es la verdadera felicidad del hombre. Finalmente, la Encarnación, lección única de humildad, procura la satisfacción equivalente al bien destruido por el pecado de los hombres. Para que la satisfacción humana fuera equivalente al pecado,era necesario que el acto de satisfacción estuviera dotado también de eficacia infinita (cfr. Sum. Th. 3 ql y2). Como consecuencia de la Unión hipostática, Jesucristo posee en su alma humana la plenitud de gracia santificante. Se trata de la gratia Capitis, que es el fundamento de su papel redentor: «así como en cuanto Dios, Cristo puede dar la gracia por propia autoridad, como hombre lo hace instrumentalmente, porque su humanidad fue el instrumento de su divinidad. Por eso, sus acciones, en virtud de su divinidad, fueron salvadoras para nosotros, causando la gracia por mérito y por una cierta eficiencia» (ib. 3 q8 al). Y algo más tarde, dice: «el influjo interior de la gracia sólo nos viene de Cristo, cuya humanidad, por estar unida a la Divinidad, tiene poder de justificar» (ib. 3 q8 a6).
En relación con los aspectos de la acción redentora de Cristo, S. Tomás distingue los siguientes: a) Es una acción meritoria en favor nuestro. Cristo, que ha renunciado por nosotros a gozar de la gloria que le era debida, ha merecido, para sí, su resurrección, su glorificación corporal y todo lo que se vincula a ella (cfr. ib. 3 ql9 a3; q49 a6), y para nosotros, la r. de nuestras almas y resurrección de nuestros cuerpos. La Pasión ha causado, por tanto, nuestra salvación, por modo de mérito (ib. 3 q48 al).
b) Es causa de nuestra salvación a modo de satisfacción, porque «Cristo, que ha sufrido por caridad y obediencia, ha ofrecido a Dios más de lo que exigía la compensación de la ofensa total del género humano, a causa de la grandeza de la caridad con la que sufría, y a causa de la dignidad de su vida, que Él presenta como satisfacción, por ser vida del Hombre-Dios...» (ib. 3 q48 a2).
c) Opera la r. a modo de sacrificio. S. Tomás, que sigue en esto a S. Agustín, distingue y une el sacrificio interior y el sacrificio exterior: «el sacrificio que se ofrece exteriormente significa el sacrificio espiritual interior por el que el alma se ofrece a Dios...» (ib. 2-2 q85 a2). El sacrificio exterior es, por tanto, expresión de un homenaje de adoración y de un deseo de unión con Dios; después del pecado tiene también un fin de reparación (ib. 3 q48 a3). Los sacrificios del A. T. tenían un fundamento en la misma naturaleza del hombre; eran también debidos a una cierta inspiración divina, que hace de ellos prefiguraciones del sacrificio de Cristo, único capaz de glorificar a Dios y reparar por el pecado (ib. 3 q47 a2; q48 a3-4; 2-2 q85 a4).
d) Actúa, finalmente, a modo de rescate. Por el pecado, el hombre experimenta esclavitud respecto al demonio; y una cierta servidumbre respecto a Dios, en cuanto que quedaba obligado a la justicia divina. Cristo nos rescata de ambas al precio de su sangre y de su satisfacción; ambas son ofrecidas a Dios, pues, en realidad el demonio no tiene derecho alguno (ib. 3 q48 a4).
En relación con las causas de la Pasión y muerte de Cristo, S. Tomás enseña que, desde toda la eternidad, el Padre ha preordenado la Pasión del Hijo con vistas a la salvación humana. Luego, ha inspirado a Cristo en su humanidad la voluntad de sufrir por vosotros. Finalmente, le ha protegido contra sus enemigos. Los pecadores son la causa real de su muerte. Cristo se ha entregado Él mismo a la muerte de modo libérrimo (ib. 3 q47 al-6). El sacrificio de la muerte en la Cruz es agradable a Dios porque provenía del amor (ib. 3 q48 a3).
Aunque el mérito de Cristo se consuma por el sacrificio de su vida, su acción redentora no acaba con la muerte: se termina por y con la Resurrección (v.). Ésta posee un poder eficiente instrumental respecto a la resurrección de los cuerpos y la regeneración de las almas. Así como Cristo nos merece, en su pasión y muerte, la gracia que justifica, nos aplica, en su condición gloriosa, los méritos de aquella pasión (ib. 3 q49 a6; q50 a6; q56 a2).
A diferencia de la soteriología tomista, que se inclina a vincular estrechamente la Encarnación de Cristo al hecho del pecado, la teología del franciscano Duns Escoto (v.) insiste en el hecho de que Cristo es el primer predestinado, el primer ser contemplado en el designio de Dios, anterior a todo mérito, y todo pecado. «Si la caída del hombre hubiera sido la causa de la predestinación de Cristo, se seguiría que la obra suprema de Dios sería solamente ocasionada (en el sentido de ocasional). Digo, por tanto, que la caída no ha sido la causa de la predestinación de Cristo. Y aunque nadie hubiera caído en pecado..., incluso si no se hubieran creado otros seres.... Cristo habría sido igualmente predestinado» (cfr. Reportata Parisiensia, lib. 111, disp. VII, q4, schol. 2, n° 4 y 5). La escuela franciscana que sigue a Escoto apela a S. Pablo (Col 1,15-20; Eph 1,3-12) para apoyar esta tesis según la cual la vocación de las criaturas a la filiación divina en Cristo es un dato anterior a la misma creación.
c) Los errores protestantes y el magisterio del Concilio de Trento. En el s. XVI, los errores protestantes acerca de la justificación (v.) alteran la doctrina católica de la r. por Jesucristo. Para Lutero (v.), la justificación es una imputación externa de la justicia de Cristo a los hombres pecadores, así como imputación por Dios de todos los pecados a Cristo inocente. De otro lado, Lutero, que ha repudiado la noción escolástica de naturaleza humana, no reconoce en el hombre caído ninguna capacidad activa para recibir los dones de Dios y cooperar así a la gracia. En última instancia, el solus Deus de Lutero le impide incluso reconocer un papel activo a la misma humanidad del Señor, que pasa a ser sólo el marco externo, pasivo, de la acción divina. La muerte de Cristo en la Cruz ha sido un sacrificio -dice-, pero sólo en el sentido de que Dios ha entregado con él a su Hijo arpado: en ningún caso puede decirse que es una expiación ofrecida a Dios por la humanidad asumida por Cristo. Por satisfacción de Cristo, entiende Lutero, finalmente, la expiación que el Padre le hace realizar en su Pasión, al tratarle como sustituto de la humanidad culpable.
A la vista de estas afirmaciones, el Conc. de Trento se vio en la necesidad de exponer de modo bastante explícito la doctrina católica de la redención. Refiriéndose al pecado original, declara el Concilio que «hasta tal punto eran los hombres esclavos del pecado y estaban bajo el poder del diablo y de la muerte que ni los gentiles por la fuerza de la naturaleza, ni los judíos por la letra de la Ley de Moisés podían ser liberados... De ahí resultó que el Padre de la misericordia enviara a su Hijo, Cristo Jesús, a los hombres..., tanto para redimir a los judíos que estaban bajo la ley como para que los gentiles consiguieran la justicia, y todos recibieran la adopción de hijos de Dios» (Denz.Sch. 1521-22). De acuerdo con estos principios, un canon precisa: «Si alguno dijere que el hombre puede justificarse delante de Dios por sus obras, realizadas por las fuerzas de la humana naturaleza o por la doctrina de la Ley, sin la gracia divina de Cristo Jesús, sea anatema» (Denz.Sch. 1551).
Tratando de las causas de la justificación, declara que ésta «no es sólo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior», y añade que la «causa eficiente de esta justificación es Dios misericordioso..., la causa meritoria, su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos enemigos, por la gran caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz, y satisfizo por nosotros a Dios Padre» (Denz.Sch. 1529; cfr. 1560). Define además el Conc. que el pecado original sólo puede ser borrado por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, único Mediador, que nos ha reconciliado con Dios en su sangre (cfr. Denz. Sch. 1513). Acerca de los méritos del hombre justificado, que tienen su fuente primera en la gracia y méritos de Cristo, el Concilio aporta una afirmación capital: «el mismo Cristo Jesús, como cabeza sobre los miembros y como vid sobre los sarmientos, constantemente comunica su virtud sobre los justificados mismos, virtud que antecede siempre a sus buenas obras, las acompaña y sigue» (Denz.Sch. 1546).
Los textos recogidos manifiestan todo lo esencial enseñado por el Conc. de Trento: la impotencia absoluta del hombre pecador para librarse del pecado, la iniciativa de la misericordia divina, la gracia de salvación que nos viene por Jesucristo, Verbo encarnado por amor al hombre. Para caracterizar la obra redentora de Cristo, el Concilio consagra las ideas de mérito y satisfacción (aunque sin abandonar las de redención y sacrificio: cfr. Denz.Sch. 1522 y 1729). Cristo nos ha merecido la justificación; ha satisfecho por nosotros a Dios. Causa de este mérito es la caridad que tiene hacia nosotros, y que le hace aceptar la pasión y muerte de cruz. El Concilio, acogiendo las explicaciones de S. Tomás, coloca la idea de mérito antes que la de satisfacción. Jesucristo nos (nobis) ha merecido la justificación (se expresa con estas palabras la causa meritoria) y ha satisfecho por nosotros (pro nobis) a Dios Padre. Es decir, lo ha hecho en nuestro favor, y también en nuestro lugar, como nuestra cabeza. En este sentido se hablará más tarde de «satisfacción vicaria». Lo que nunca podríamos hacer -ofrecer a Dios una glorificación que compense nuestros pecados- lo ha hecho Él, haciendo así posible que, uniéndonos a Él y en virtud de sus méritos, podamos ofrecer a Dios una satisfacción nuestra. Para completar esta exposición histórica, con especial referencia a la forma en que ha sido científicamente estudiado el dogma de la redención, v. SOTERIOLOGÍA.
V. Continuación REDENCIÓN II. TEOLOGIA DOGMÁTICA 2.


J. MORALES MARÍN
 

BIBL.: V. REDENCIÓN II. TEOLOGIA DOGMÁTICA 2.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991