Sacramento de la Penitencia
Teologia Dogmática.
1. Concepto y nombres. 2. Institución divina. 3. Sacramento de la Penitencia y
plan general de salvación. 4. Desarrollo del sacramento de la Penitencia a lo
largo de la historia de la Iglesia. 5. Estructura del sacramento de la
Penitencia. 6. El ministro de la Penitencia. 7. Efectos. 8. Conclusión.
1. Concepto y nombres. En nuestro lenguaje el
sacramento de la P. recibe diversas denominaciones, en las que se recogen otros
tantos aspectos del rito sacramental completo. Por su entronque con el Bautismo,
los Padres llamaban a este sacramento «Bautismo laborioso», «segundo Bautismo»,
«segunda tabla de salvación después del naufragio en el pecado», terminología de
la que se hace eco eJ Conc. de Trento (Denz.Sch. 1542 y 1672). Desde la Edad
Media teólogos y canonistas le vienen llamando «poder de las llaves» (potestas
clavium), expresión en la que puede verse una referencia a la índole eclesial
del sacramento y al hecho de que es en él donde el poder de abrir y cerrar la
puerta del Reino de los cielos, dado a la Iglesia, tiene su manifestación más
profunda y decisiva. La denominación de «sacramento de la misericordia» alude en
cambio a la acción de Dios en este sacramento, o mejor a la actitud que
presupone, ya que es aquí, en el perdón otorgado al hombre caído una y otra vez
en el pecado, donde el Amor misericordioso se manifiesta con más intensidad.
También se le llama «sacramento de la reconciliación» (o «de la paz»), pensando
en el efecto propio de este sacramento: reconciliar al hombre con Dios y con la
Iglesia, por el perdón del pecado y la reinfusión de la gracia, que restaura la
comunión de vida con Dios y con la Comunidad de los santos. Se le llama también
-y este nombre es el más popular- «sacramento de la Confesión» o simplemente
«Confesión», fijándose en el aspecto más visible del rito sacramental: la
manifestación de los pecados al confesor. Y, finalmente, «sacramento de la
Penitencia», nombre por el que el lenguaje teológico tiene clara preferencia, ya
que es característica peculiar de este sacramento elevar a la dignidad de parte
integrante del signo sacramental, la penitencia, los actos penitenciales del
pecador: contrición de corazón, propósito de nueva vida, confesión de los
pecados, satisfacción por los mismos.
Para fijar ideas podemos, ya desde el principio, dar una definición descriptiva
de la P. como sacramento diciendo que es un signo sensible, instituido por
Cristo, en el cual, por medio de la absolución judicial dada por el legítimo
ministro, se perdonan al cristiano debidamente dispuesto los pecados cometidos
después del bautismo (cfr. CIC, can. 870). Esta descripción puede servirnos de
guía en la exposición, ya que contiene, de alguna manera, todos los temas más
importantes que hay que conocer en una teología del sacramento de la P.:
institución divina del sacramento; elementos constitutivos del rito sacramental;
ministro que lo confiere; efectos del sacramento de la penitencia.
2. Institución divina. La enseñanza del N. T. y la
tradición doctrinal de la Iglesia sobre esta cuestión la propone, en fórmulas
muy densas y precisas, el Conc. Tridentino, con ocasión de los errores
protestantes sobre la índole sacramental de la Penitencia. La p., el conjunto de
actos por los que el pecador abandona sus extraviadas caminos y se convierte al
Señor, fue en todo tiempo necesaria al que haya querido recuperar la
justificación y gracia perdida. Para los que se encontraban en pecado antes de
recibir el Bautismo; para los peca dores en el A. T.; para el cristiano que haya
ofendido gravemente a Dios, es imposible recobrar la amistad divina sin la p.
interna, la contrición del corazón. Así se comprende que la exhortación a la p.,
a la conversión del corazón (metanoia) sea tema primordial de la predicación en
el A. T. y N. T. La predicación de Jesús comienza por ser una predicación de p.,
de cambio de vida en el hombre ante la inminencia del Reino de Dios. Lo
específico del N. T. es que Cristo a la «penitenciametanoia» del hombre que
retorna a su Dios le ha dado un valor religioso sobrenatural inédito: la ha
elevado a la dignidad de elemento constitutivo de un sacramento, al ser afectada
y sobreelevada por la absolución del sacerdote (cfr. Denz.Sch.
1668-1669,1676,1704).
La institución por Cristo del sacramento de la P., prosigue el Tridentino, tuvo
lugar principalmente cuando Cristo resucitado, dirigiéndose a sus discípulos,
les dijo: «La paz a vosotros como me ha enviado el Padre así también os envío
Yo. Y dicho esto sopló y les dijo: Recibid al Espíritu Santo. A quienes les
perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son
retenidos» (lo 20,21-23). «Con este gesto tan significativo y con estas palabras
tan claras -declara el Concilio- se comunicó a los Apóstoles y a sus legítimos
sucesores el poder de perdonar y de retener los pecados, para reconciliar a los
fieles que han caído después delbautismo, según lo han entendido unánimemente
los Santos Padres» (Denz.Sch. 1670; cfr. 1703).
Si bien el texto citado por Trento es el definitivo, no es el único: ese acto de
Cristo ha sido precedido por otros, que lo preparan. Examinemos los principales.
La intención de Cristo de dar a la Iglesia poder universal para perdonar los
pecados la encontramos ya en las palabras dichas a Pedro cuando le concede el
poder universal de atar y desatar, el ilimitado «poder de las llaves» para abrir
y cerrar la entrada al Reino de los cielos (cfr. Mt 16,13-20). Los poderes
otorgados aquí a la Iglesia en la persona de Pedro desbordan el poder de
perdonar pecados (V. PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO PONTÍFICE), pero,
indudablemente, el poder de perdonar está encerrado dentro del poder más general
de atar y desatar y del «poder de las llaves». El mismo poder universal de atar
y desatar se concede a todo el Colegio apostólico, según Mt 18,20-15-18.
Llegamos así de nuevo al texto capital, ya citado, de lo 20,21-23. La actitud y
las palabras de Jesús revisten una solemnidad notoria. Ahora, resucitado ya y
proclamado Señor (Kyrios), va a ejercer todos sus poderes mesiánicos y,
especialmente, todos sus poderes para comunicar el don mesiánico por excelencia,
que es el Espíritu Santo: «Como el Padre me envió así os envío yo a vosotros.
Recibid el Espíritu Santo». Poder comunicar el Espíritu es poder dar la vida
divina en plenitud, ya que el Espíritu es dador de vida. Y no podría recibir la
vida el hombre sin quedar totalmente limpio del pecado. Como el poder perdonar
los pecados va tan íntimamente unido a la comunicación del Espíritu, es
necesario entenderlo en su sentido más pleno: la Iglesia ejercerá este poder con
autoridad propia, con verdadero poder que realmente tiene, si bien sea recibido
de Dios, ya que nadie puede perdonar los pecados sino sólo Dios (Me 2,3 y 12
par.).
No se trata, pues, de decirle al pecador, en nombre de Dios y para su consuelo,
que el Señor le ha perdonado los pecados. Ya esto sería mucho. Pero es que,
además, la Iglesia perdona, ejerce como propio el poder mesiánico recibido de
Cristo para perdonar el pecado, y no tan sólo para declarar, autor¡ tativamente,
que Dios lo ha perdonado. En el texto que comentamos la expresión perdonar los
pecados tiene un sentido tan lleno y denso como en otros pasajes en que el poder
es ejercido por el mismo Jesús, que perdona al paralítico (Mc 2,3-12) o a la
Magdalena (Le 7,47), o en que se habla del efecto de perdón que tiene el
Bautismo (Act 2,38; cfr. 1 lo 1,9). A la decisión de la Iglesia de perdonar
sigue el hecho de que también Dios perdona; cuando se consuma el rito de
reconciliación de la Iglesia, se ha realizado la reconciliación con Dios. Y si
la Iglesia no perdona, tampoco Dios perdonaría al pecador.
Características importantes de esta potestad dada aquí a la Iglesia son: a)
Universalidad sin límites: todos los pecados, de cualesquiera hombres, pueden
ser perdonados. Esta universalidad en cuanto a los pecados y pecadores marca una
neta distinción entre el poder de perdonar los pecados por medio del Bautismo y
el poder que ahora se concede. El Bautismo es eficaz para perdonar todos los
pecados cometidos antes de ser bautizado. Pero los pecados cometidos
posteriormente no pueden ser perdonados por vía bautismal, ya que el Bautismo es
irrepetible. Estamos, pues, en presencia de un poder distinto del poder
bautismal.
b) Carácter judicial. Es éste otro rasgo que muestra que el poder concedido por
Cristo a los Apóstoles en lo 20,21 ss. es distinto del poder bautismal. La
Iglesia puede perdonar los pecados, pero también puede retenerlos. Es decir, que
el perdón es el resultado de un acto de autoridad, de un juicio, que sólo se
ejerce con los que ya son súbditos. El Bautismo implica un poder puramente
gracioso, sin opción para retener los pecados.
Aunque manteniendo siempre las diferencias con otros actos de juicio y sin urgir
con excesiva rigidez las semejanzas, la administración de la P. ha revestido en
la tradición de la Iglesia los rasgos de un juicio. El pecador se presenta a la
vez como reo, acusador, testigo, frente al tribunal (ministro). En los juicios
profanos el acusado sólo es delincuente presunto, pero en el juicio penitencial
el acusado ciertamente es delincuente ante Dios y ante la Iglesia. En el juicio
sacramental nadie es declarado nunca inocente, sino que, reconocido su pecado,
es absuelto, si está dispuesto. En ambos casos es sólo la legítima autoridad la
que interviene en el juicio. Pero, más allá de este aspecto jurídico del juicio,
hay que ver en la P. un juicio de Dios de hondura religiosa: el juicio
penitencial a que el cristiano pecador se somete es el acto de reconocer sobre
sí el juicio de Dios que se realizó en la Cruz. Porque el cristiano acepta sobre
su conducta personal el juicio de Dios sobre el pecado del mundo, que Cristo
llevaba sobre sí en la Cruz; por eso es hecho partícipe, en el mismo rito
sacramental, de la resurrección del Señor, y es liberado de los poderes de la
muerte. Por otra parte, el juicio de Dios, que el cristiano acepta en la
confesión, prepara y anticipa en él el juicio escatológico de Dios y de Cristo.
El que ahora acepta el juicio divino en la Confesión, ya tiene una prenda de
haber superado un juicio de Dios definitivo en un sentido favorable. Lo ha
transformado, aceptándolo ahora, en juicio de salvación.
c) índole sacramental de los poderes concedidos por Cristo. Se desprende
lógicamente del comentario que hemos venido haciendo. Para completar la visión
del tema, conviene recordar el concepto general de sacramento en sus rasgos
esenciales. Efectivamente, el perdón de los pecados por voluntad de Cristo , se
administra en la Iglesia mediante un rito sensible, en lo sustantivo determinado
por Cristo, y mandado realizar por Cristo en la Iglesia en forma perenne.
Mediante este signo se significa y se confiere la gracia. La índole sensible del
rito sagrado está unida al hecho de que el poder de perdonar se administre por
vía judicial: la dolorosa acusación del pecador y la absolución del sacerdote
han de ser de algún modo sensibles. La absolución del sacerdote significa y
realiza directamente el perdón de los pecados, y también la infusión de la
gracia sin la que no hay remisión de pecados. La distinción del rito penitencial
con relación al Bautismo -y, por tanto, su carácter de salvamento específico-,
aparte de lo ya indicado, se ve de forma todavía más destacada teniendo
presentes los elementos de uno y otro rito tan distintos entre sí.
3. Sacramento de la Penitencia y plan general de
salvación. La acción salvadora de Dios, que culmina en Cristo y se continúa
hasta el fin del mundo en la Iglesia, es, sin duda, de signo positivo: está
ordenada a comunicar a los hombres la vida íntima de Dios, hacerles
participantes del Amor infinito en que viven Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero,
frente a la decisión divina de comunicar la vida eterna al hombre, encontramos
el pecado de éste: el intento, siempre renovado por parte del hombre, de vivir
desde sí mismo, «según la carne», y de no dejarse guiar por la voluntad de Dios,
que le llama a vivir «según el espíritu», según Dios y desde Dios. Por eso la
voluntad salvadora de Dios que quiere dar vida ha de luchar en todo momento
contra el poder de lamuerte, contra el pecado de los hombres, según testifica a
cada paso la historia de la salvación narrada en la Biblia.
Jesucristo vino al mundo para dar la vida a los hombres y dársela en abundancia
(lo 10,10.28). El dar la vida lleva inevitablemente consigo el destruir la
muerte, ser el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (lo 1,29). La
Muerte en la Cruz y la Resurrección del Señor son fuente de vida para los
hombres; pero antes, son holocausto de expiación, reparación, precio por el
pecado. Para hacer perenne en el tiempo y en el espacio su obra redentora,
Cristo instituyó la Iglesia (v.). Ella es en Cristo a manera de sacramento, es
decir, un signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del
género humano en la fe, esperanza y caridad. Su misión primordial es comunicar
la vida divina por el ejercicio de la triple potestad (servicio, ministerio) de
enseñar, gobernar y santificar a los hombres. Para cumplir la Iglesia su misión
positiva y básica de dar vida, tiene que gozar de poder para destruir la muerte,
el pecado, en el corazón de los hombres. Dar la vida y perdonar el pecado es la
doble vertiente de una idéntica acción salvadora, en Cristo y en la Iglesia.
La Iglesia ejerce ese poder por los ritos sacramentales, o sacramentos (v.) en
el sentido estricto de la palabra. Cada día la Madre Iglesia hace nacer de
nuevo, por el agua y el Espíritu Santo, con el sacramento del Bautismo (v.),
multitud de hombres, a quienes hace hijos de Dios, miembros de Cristo, templos
vivientes de la Trinidad, a cuyo culto quedan consagrados en la Comunidad de los
santos. Y el mismo rito bautismal es «lavado de regeneración» que limpia el
pecado, lo rae del alma, lo aniquila en forma absoluta.
Pero la lucha de la Iglesia no puede darse por terminada después de haber lavado
el alma de los hombres en el Bautismo. Aunque el bautizado ha sido limpiado, es
aún falible, no está todavía confirmado en la gracia: es decir, es aún peregrino
hacia la gloria, y puede caer y perder la amistad con Dios. Por eso al cristiano
se le exige una vida santa (Rom 6.7.8), pero, al mismo tiempo, se le advierte de
continuo contra los peligros de caer de nuevo en la servidumbre del pecado. Más
aún, la predicación cristiana siempre ha tenido a la vista los pecados reales de
los creyentes (cfr., p. ej., 1 Cor 5,1-13). La Iglesia nunca, ni siquiera en sus
momentos más iniciales, se ha considerado a sí misma como una comunidad
religiosa en la que sólo «los sin pecado» tienen cabida. Por otra parte, pensar
que la misericordia de Dios ya no ofrezca nueva oportunidad de perdón a los
cristianos pecadores estaría contra los postulados más elementales de las
enseñanzas de salvación traídas por Cristo. Ciertamente se habla en el N. T. de
algunos pecados «imposibles» de perdonar (pecado contra el Espíritu Santo: Mt
12,31; imposibilidad de segunda iluminación para los caídos: Heb 6,4-6; ya no
hay sacrificio para algunos pecados: Heb 10,26.25.29); pero, en tales casos, el
perdón es imposible, no por falta de poderes en la Iglesia o porque Dios no
quiera ya perdonar, sino por la especial y cualificada «dureza de corazón», que
hace que el pecador no se mueva a convertirse al Señor.
Dentro de estas dos coordenadas -fragilidad moral y pecado real del bautizado, e
inagotable misericordia de Dios para con el cristiano pecador- se encuadra esta
admirable institución para el perdón de los pecados, que llamamos sacramento de
la Penitencia. Así lo hace el Conc. Tridentino al empezar su exposición sobre el
tema: «Si todos los cristianos fuesen tan agradecidos a Dios que conservasen ya
para siempre la justificación, que por benevolencia y gracia divina recibieron
en el bautismo, no hubiera sido necesaria la institución de otro sacramento,
distinto del Bautismo, para perdonar los pecados. Mas como Dios, que es rico en
misericordia, conoce bien el barro de que hemos sido hechos, aun a aquellos que
después del Bautismo se han entregado a la esclavitud del pecado y del demonio,
les ha proporcionado un remedio para recuperar la vida: el sacramento de la
Penitencia, mediante el cual, a los que han pecado después del Bautismo, se les
aplica el beneficio de la muerte de Cristo» (Denz.Sch 1668; cfr. 1702).
Considerando las cosas en abstracto, cabe decir que Dios podría haber elegido
otros caminos para que el cristiano pecador se reconciliara con El y le fuera
restituida la gracia bautismal: cabría pensar, p. ej., en la reiteración del
Bautismo; o en una reconciliación por vía extrasacramental, por una sincera
conversión del corazón del pecador, que llora sus extraviados caminos delante
del Señor, en la amargura de su alma arrepentida (así se reconciliaban con Dios
los pecadores del A. T., y a eso reducen la P., en diversos matices, los
protestantes: a la predicación de la palabra de perdón, que con el recuerdo de
la bondad divina reaviva en el cristiano pecador la fe en la justificación
recibida y así lo reconciliaría con Dios). Pero Cristo ha querido facilitar el
camino dejando un signo sensible, fácilmente reiterable, que causará en nosotros
la reconciliación y el perdón que significa. El cristiano pecador tiene un
camino de reconciliación que es la vía sácramental y eclesial que señala el rito
sagrado, el Sacramento de la Penitencia.
Por eso, la fe católica, a la par que enseña que por el acto de perfecta
contrición y amor de Dios se perdonan los pecados (Denz.Sch. 1542,1677,1931),
recuerda que la conversación del pecador a Dios nunca será aceptable a Dios, ni
devuelve la vida divina, si no está referida al acontecimiento sacramental y
eclesial del sacramento de la P. -es decir, si no incluye el deseo y propósito
de confesarse-, ya que ésa es la vía establecida por Dios, y no dirigirse a ella
es despreciar a Dios. Al señalar el sacramento de la P. cómo único camino de
justificación para el cristiano pecador, Dios confirma la ley general que sigue
al comunicar la vida a los hombres: lo hace siempre en forma encarnada,
incorporando a Cristo y a la Iglesia. Dios ha querido dar participación de su
vida íntima a los hombres, no aisladamente, sino formando un Pueblo, un Cuerpo,
una Iglesia, una Familia de Dios presidida por Cristo como primogénito entre
muchos hermanos (Rom 8,28.30; Eph 1,1-16). Por eso la vertiente sacramental y
eclesial la encontramos en todos los momentos importantes de las relaciones de
Dios con el hombre, como es este en que el pecador vuelve a la casa paterna y se
reconcilia con el Padre. Para más detalles sobre la necesidad del sacramento de
la P., v. III.
4. Desarrollo del sacramento de la Penitencia a lo
largo de la historia de la Iglesia. Las palabras de Cristo instituyendo este
sacramento daban a la Iglesia un poder, pero también imponían un mandato:
comunicar el Espíritu Santo para perdonar el pecado a todo el que pide el
perdón. La Iglesia ha ejercido siempre estos poderes y este mandato de Cristo,
que son parte constitutiva de la misión salvífica recibida del Señor.
Describiendo el sacramento, el Conc. de Trento enseña que «la forma del
sacramento de la penitencia, en la que está puesta principalmente su virtud,
consiste en aquellas palabras del ministro: Yo te absuelvo, etc., a las que se
añaden saludablemente, por costumbre de la santa Iglesia, algunas preces, que no
afectan en manera alguna a la esencia de la forma misma ni son necesarias para
la administración del sacramento mismo. Y son cuasi-materia de este sacramento
los actos mismos del penitente, a saber, la contrición, confesión y
satisfacción; actos que, en cuanto por institución de Dios se requieren en el
penitente para la integridad del sacramento y la plena y perfecta remisión de
los pecados, se dicen partes de la Penitencia» (Denz.Sch. 1673).
Establecido por Cristo el núcleo sustancial del sacramento del perdón, la
Iglesia, por su propia autoridad, bajo la dirección del Espíritu Santo, ha
tenido libertad, en cada época histórica, para concretar el modo de ejercer
estos sus poderes sacramentales de reconciliación. Trazando una visión
panorámica de la historia de la teología y de la praxis sobre este sacramento,
podemos decir, en primer lugar, que hasta el s. III no hubo discusión sobre el
tema. A partir de ese siglo los poderes de la Iglesia para perdonar los pecados
en el foro sacramental fueron sometidos a discusión por algunos, como resultado
de lo cual se aclararon los principios doctrinales y las prácticas
penitenciales. A partir del s. vti la práctica penitencial acaba de concretarse
con una estructura similar a la actual. La teología de la p. siguió progresando
a lo largo de la Edad Media, sobre todo con S. Tomás y Duns Escoto, quienes
delinearon las soluciones teológicas que recibieron su última aclaración en
Trento y están vigentes hasta nuestros días. En la actualidad surgen algunas
tendencias que buscan modificar algunos aspectos del rito penitencial. Desde el
punto de vista dogmático siempre será indispensable mantener la obligación, que
deriva de ley divina, de la confesión personal y específica de los propios
pecados al sacerdote confesor.
No vamos a desarrollar toda esa historia, sino que nos limitaremos a considerar
algunos puntos sobre la doctrina y la práctica penitencial de la Iglesia
antigua, que han sido y están siendo particularmente analizados y discutidos por
la teología de mediados del s. xx. Concretamente nos plantearemos dos
cuestiones: una sobre la conciencia que la Iglesia de aquellos siglos tuvo de su
poder de perdonar los pecados; otra sobre las llamadas P. pública y P. privada.
a) Universalidad del poder de perdonar los pecados. El problema puede formularse
así: ¿tuvo la Iglesia de los tres primeros siglos conciencia suficientemente
clara de poseer poder para perdonar todos los pecados de cualquier cristiano que
llegase a pedir perdón?, ¿o acaso pensaba que ciertos pecados especialmente
graves (apostasía, adulterio, homicidio) y ciertos pecadores cualificados
(relapsos en apostasía, los que no pedían p. hasta la hora de la muerte,
clérigos recalcitrantes) sólo Dios podía perdonarlos y no la Iglesia?
Preguntamos por una conciencia de claridad suficiente, ya que no hay
inconveniente en admitir que, en este dogma, como en otros, la Iglesia haya
poseído desde el principio una verdad que Cristo le había transmitido, pero sin
detenerse en ella y sin explicitarla, de modo que la haya ido formulando luego
con más claridad. Puesto el problema a este nivel dogmático, de principios, hay
que reconocer a la Iglesia primitiva una conciencia suficiente de su poder para
perdonar los pecados de los creyentes, tal como se lo comunicó Jesús en lo
20,21-23. No podía ser de otra manera, en asunto tan importante como es el de la
amplitud de sus poderes sacramentales, dada la indefectibilidad de la Iglesia y
su infalibilidad, pero además así lo corroboran los documentos históricos.
Algunos historiadores no-católicos hablan de un «profundo silencio» de los
escritores eclesiásticos primitivos acerca del poder de la Iglesia para perdonar
los pecados por un sacramento distinto del Bautismo, y arguyen de ahí que la
Iglesia no tenía conciencia de sus poderes penitenciales. La verdad es, sin
embargo, que el silencio de los Padres no tiene nada de «profundo». San Clemente
de Roma, S. Ignacio de Antioquía, Policarpo, el Pastor de Hermas, tienen
testimonios expresos sobre el poder de perdonar los pecados a los cristianos
pecadores; y nunca mencionan limitación alguna de principio a ese poder. Estos
testimonios son pocos, ciertamente, pero eso no tiene nada de extraño dado lo
escaso de la literatura teológica de la época. Si se los lee en continuidad con
las palabras de Jesús en lo 20,21-23, y como anticipación de los testimonios ya
más copiosos y reflexivos que encontramos desde la mitad del siglo iii, se
advierte que son un valioso y positivo argumento documental de la conciencia que
la Iglesia tiene sobre su poder universal de perdonar los pecados de los fieles.
A finales del siglo II y primeros decenios del III circularon entre los
cristianos corrientes rigoristas respecto a la reconciliación que habría de
concederse a los pecadores cualificados, es decir, a los que habían cometido los
pecados gravísimos ya mencionados. El rigorismo procedía de los círculos
montanistas (V. MONTANO Y MONTANISMO). Uno de los que se adhirió a ese
rigorismo, el gran escritor Tertuliano (v.), al combatir la benignidad que
practicaban otros, nos ofrece el mejor testimonio de la antigua doctrina y
práctica penitencial: el fogoso africano reconoce que la tradición y el cuerpo
de los obispos le son contrarios. Y por ello se ve forzado a apoyar su tendencia
rigorista en las revelaciones nuevas que el Espíritu habría hecho en la Iglesia
por medio de los profetas Montano y Priscila.
La controversia penitencial se volvió a encender poco después con el rigorismo
de Hipólito Romano (v.) y con motivo de los «lapsos» o apóstatas ocasionados por
la persecución de Decio (a. 249-251). Según testimonio de S. Cipriano esa
persecución provocó numerosas apostasías (plebem maxima ex parte postravit...).
Terminada la persecución, esas personas pidieron en masa la reconciliación con
la Iglesia. Novaciano (v.), presbítero romano que acabó promoviendo un cisma,
adoptó una actitud rigorista, que le llevó a negar, no sólo la oportunidad
pastoral y práctica de conceder una amplia reconciliación, sino el poder mismo
de la Iglesia para perdonar, al menos en ciertos casos gravísimos y a ciertos
pecadores relapsos. Novaciano y sus partidarios fueron excomulgados por un
sínodo que se celebró en Roma (cfr. Eusebio, Historia ecclesiastica, 6,43,2). El
Conc. Ecuménico de Nicea (a. 325) renovó la condena (Denz.Sch. 127). La
controversia novaciana dio oportunidad para un nuevo avance de la doctrina y
práctica penitencial de la Iglesia. Como justamente observaba S. Agustín, a
propósito precisamente de Novaciano, y la historia lo confirma hasta nuestros
días, las discusiones con los herejes provocan el esclarecimiento de la doctrina
de la fe: el error de Novaciano -comenta- llevó a estudiar más a fondo la
doctrina penitencial y «se aclararon muchas cosas que estaban ocultas en la
Escritura y se comprendió la voluntad de Dios en forma más plena» (In Ps. 54,22:
ML 36,643) (V. LAPSOS, CONTROVERSIA DE LOS).
Las fuentes históricas de los tres primeros siglos nos documentan así una praxis
penitencial de la Iglesia basada en la conciencia de su poder de perdonar los
pecados, que es en ocasiones atacada por tendencias rigoristas, contralas que
reacciona la Iglesia afirmando cada vez con más claridad el poder que ha
ejercido desde el principio. El cisma de Novaciano conduce, finalmente, a una
reafirmación tal, que la doctrina es admitida por todos en toda su
universalidad, y transmitida de ese modo a los siglos posteriores.
Respondamos, finalmente, a una objeción que se sitúa, no a nivel dogmático o de
principio, sino a nivel práctico, pastoral: aunque la Iglesia tuviese una
conciencia suficiente sobre su poder para reconciliar a los pecadores, ¿no negó
acaso sistemáticamente el perdón a ciertos pecados y a ciertos pecadores
especialmente graves y cualificados? Es cierto que algunas iglesias particulares
aplicaron criterios pastorales bastante rigoristas, pero, si tenemos en cuenta
la práctica de la Iglesia universal y especialmente de la Iglesia de Roma,
«madre y maestra de todas las Iglesias», no cabe hablar de ningún rigorismo
disciplinar extremado. Cierto que hubo parsimonia en dar, y sobre todo en
repetir, la reconciliación para los pecados llamados gravísimos y para los
pecadores cualificados, pero tampoco en esos casos extremos se les excluyó del
perdón de la Iglesia de forma total e inflexible. La cuestión, por lo demás,
como toda cuestión pastoral, es difícil de juzgar, ya que los factores son
múltiples y complejos.
b) Penitencia pública y Penitencia privada. Durante siglos el perdón sacramental
de los pecados se les daba a los cristianos, en forma preponderante, mediante el
rito sagrado de la llamada P. pública o solemne. No tuvo una estructura uniforme
en toda la Iglesia ni en todos los tiempos. Generalmente se entraba en el
llamado «orden de penitentes» por la imposición de una p. decretada por el
obispo, según las faltas presentadas. Luego se ejercitaban en actos
penitenciales y oraciones, incluso durante las reuniones litúrgicas; y,
finalmente, se les absolvía por la imposición de manos y oración del sacerdote.
El que alguna vez había pertenecido a este «orden de penitentes», es decir, el
que había hecho p. solemne por algún pecado, ya no era admitido de nuevo a
renovar esta forma de penitencia.
Como la p. solemne se daba una sola vez y, al parecer, sólo por los pecados
gravísimos y a pecadores cualificados, surge la pregunta: ¿cómo perdonaba la
Iglesia los pecados, mortales sí, pero menos graves, y a los que reincidían en
los gravísimos, ya penitenciados alguna vez? Una respuesta -la más obvia desde
la praxis posterior de la Iglesia- es remitir a la P. sacramental privada: ya
que la P. pública era irrepetible, los que volvían a caer en los pecados
gravísimos o en pecados mortales menos graves eran reconciliados por la P.
privada, similar -en lo sustancial- a la que ahora se administra. Desde un punto
de vista documental-histórico hay, sin embargo, pocos datos sobre la praxis
penitencial de la época, y algunos autores, basándose en ello, sostienen que
sólo a partir del s. iv fue introduciéndose, gradualmente, la praxis de la P.
privada. En cualquier caso está documentada la práctica abundante de la P.
privada ya en el s. VI. A partir de España y las Galias, y luego bajo el influjo
de los monjes irlandeses venidos a misionar al continente, la P. privada se fue
poco a poco convirtiendo en el único rito para recibir la reconciliación,
desplazando a la P. solemne que acabó por desaparecer. Para una historia de los
ritos, v. iV, 2.
5. Estructura del sacramento de la Penitencia. Como
los demás sacramentos (v.), también la P. sacramental consta de un doble
elemento que, en términos teológicos técnicos, se llaman «materia» y «forma». El
primer elemento o materia lo constituyen los actos del penitente: contrición de
corazón, manifestación de los propios pecados (confesión oral) y voluntad de
satisfacer con obras penitenciales. Sobre estos actos recae la palabra
absolutoria del sacerdote, que es el elemento formal del sacramento, ya que es
ella la que significa y confiere la remisión del pecado y la que da la gracia
santificante.
a) Las palabras absolutorias no fueron, en su literalidad, taxativamente
indicadas por Cristo: cualquier fórmula que, con suficiente claridad, exprese la
persona que absuelve, el pecador y el pecado absuelto podría bastar para la
validez. La fórmula usada en la Iglesia latina dice, en su núcleo sustancial: Yo
te absuelvo de tus pecados; a ese núcleo se añaden otras palabras y oraciones,
preceptivas de suyo, que aclaran el sentido de la fórmula esencial (v. IV).
b) Los actos del penitente son la cuasi-materia del sacramento. Nos limitamos
aquí a una presentación somera, remitiendo para un estudio amplio al artículo de
Teología moral y espiritual (v. III):1) Contrición del corazón. Con estas
palabras se expresa la disposición básica del pecador cuando se acerca a pedir
la absolución en el tribunal de la P.; el concepto católico de contrición lo
resume el Conc. Tridentino definiéndola como «un dolor del alma y detestación
del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante» (Denz.Sch. 1676; cfr.
1526 y 1668-1670).
2) Confesión oral o manifestación de los pecados al confesor. Se trata de una
obligación que dimana de un precepto divino implícito en la institución misma
del sacramento de la P.: es imposible, en efecto, el ejercicio del poder
judicial de atar y desatar por parte de la Iglesia, si ésta no conoce la
situación espiritual del penitente. El Conc. Tridentino la precisa así: «es
necesario por derecho divino (por mandato de Cristo) manifestar todos y cada uno
de los pecados mortales de que, tras un debido y diligente examen, se tenga
memoria, aun los ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del
decálogo, y las circunstancias que cambian, la especie del pecado» (Denz.Sch.
1679-1681 y 1707).
3) La satisfacción sacramental. Consiste en alguna obra penosa que el confesor
impone al penitente, para que éste satisfaga ante Dios por los pecados
confesados. La pena eterna que merece todo pecado mortal la condona Dios al
perdonar el pecado e infundir la gracia, pero los pecados mortales ya perdonados
y los pecados veniales arrastran consigo la exigencia moral de dar a Dios una
satisfacción por ellos (pena temporal). Éste es el sentido y la razón de ser de
la satisfacción o p. (como suele decirse) que el confesor impone. Por parte del
confesor existe obligación seria y de suyo grave de imponer una satisfacción
conveniente, proporcionada. Y el penitente tiene la obligación, también grave,
de aceptarla y cumplirla.
6. El ministro de "la Penitencia. Hasta ahora hemos
hablado genéricamente de que la Iglesia tiene poder para perdonar los pecados
posbautismales; ahora bien, y dado que en la Iglesia hay diversidad de servicios
o ministerios, que están jerárquicamente distribuidos en categorías distintas,
en lo sustancial determinadas por la voluntad de Cristo Fundador de la Iglesia,
¿quiénes en la Iglesia gozan de ese poder de perdonarla) Por voluntad de Cristo
el ministerio de perdonar los pecados en el sacramento de la P. está reservado a
la Iglesia jerárquica, es decir, no pueden ejercerlo todos los cristianos, sino
sólo los que han recibido el sacramento del Orden (v.) y tienen la oportuna
jurisdicción. En efecto, sólo al Colegio de los Doce y a sus sucesores eneste
ministerio se dirigía Jesús en las palabras de la institución de lo 20,21-23.
Por otra parte, el poder de perdonar autoritativa y judicialmente los pecados, o
retenerlos, va incluido en el poder más universal de atar y desatar, de abrir y
cerrar con llave el Reino de los cielos, poderes que sólo han sido concedidos a
los Doce y a Pedro, su Cabeza (Mt 18,18; 16,17-19).
En la jerarquía de Orden hay tres grados instituidos por el mismo Cristo:
episcopado, presbiterado, diaconado (v. ORDEN, SACRAMENTO DEL). Dentro de la
potestad de jurisdicción, también por voluntad de Cristo, tenemos el pontificado
supremo del Papa y el poder de jurisdicción de los obispos. Esta pluralidad de
ministerios hace necesario el matizar más en concreto quiénes tienen el
ministerio de perdonar los pecados cometidos después del Bautismo. La tradición
de la Iglesia ha excluido constantemente a los diáconos del ministerio de
absolver válidamente a los fieles en el tribunal de la Penitencia. El Conc.
Tridentino sintetiza esta tradición diciendo que el ministerio de las llaves lo
concedió el Señor sólo a los obispos y sacerdotes (presbíteros), y no
indistintamente a todos los fieles (Denz.Sch. 1684-1685 y 1710).
Esta definición fue pronunciada frente a los protestantes, que sostenían que las
palabras de Jesús en Mt 18,18 y lo 20,23 estaban dirigidas, no a los obispos y
sacerdotes, sino a toda la Iglesia. En realidad no es que los protestantes
concediesen el poder de las llaves a los laicos, sino más bien se lo niegan a
todos, laicos y pastores. Negando el sacerdocio jerárquico y la índole
sacramental de la P., sostienen que todos los bautizados quedan igualados en el
ministerio de anunciar la Palabra evangélica (que proclama que Dios está
dispuesto a perdonar los pecados) y en el de la corrección fraterna de las
faltas del prójimo.
Tal vez sea útil señalar que, a lo largo de la historia de la Iglesia, se ha
hecho vayias veces mención de una confesión a los laicos, aunque con un sentido
bien ajeno a la posición protestante. Ha existido, en efecto, desde antiguo la
praxis de que, a falta de un presbítero, y en caso extremo, el cristiano
pecador, que debe hacer cuanto esté en su mano para obtener el perdón y
manifestar su arrepentimiento de la mejor manera posible, acudiera a manifestar
los pecados, con toda humildad, a un laico. Santo Tomás recoge esta práctica y
la recomienda, pero advierte expresamente que la absolución sólo la puede
recibir el pecador de manos de un sacerdote (Sum. Th., Suppl. q8 a2). San
Buenaventura, por su parte, no aconsejaba esta confesión de humildad (confessio
humilitatis), para que no se confunda con la auténtica confesión sacramental,
que sólo puede hacerse ante un sacerdote. Posteriormente fue cayendo en desuso
esta confesión de humildad.
b) Además del carácter episcopal o presbiteral que confiere el sacramento del
Orden, se requiere para poder administrar válidamente la P. también el poder de
jurisdicción, poder que ciertamente no se puede considerar ya dado por el mismo
hecho de la ordenación sacerdotal. Esto puede explicarse diciendo que la
ordenación confiere una especie de aptitud, y hasta poder radical e
indeterminado, pero que el poder de llaves sólo es eficaz y completo, aun para
la validez, cuando el sacerdote recibe la jurisdicción sobre el penitente y éste
sea hecho súbdito del sacerdote. Por eso, dice el Tridentino, «la Iglesia de
Dios tuvo siempre la persuasión y este Concilio confirma ser cosa muy verdadera,
que no debe ser de ningún valor la absolución que dé el sacerdote sobre quien no
tenga jurisdicción ordinaria o subdelegada» (Denz.Sch. 1686).
Jurisdicción ordinaria sobre toda la Iglesia y sobre todos y cada uno de los
fieles la recibe de Dios directamente el Papá, apenas ha sido canónicamente
elegido, que tiene así poder ilimitado de absolver los pecados. Los obispos
reciben, tienen jurisdicción, cuando se les encomienda para pastorearla, con
poderes ordinarios, alguna porción de la Iglesia. Los sacerdotes, cualesquiera
que sea su dignidad bajo otros aspectos, tienen poder para absolver válidamente
a los súbditos que el Papa, el derecho común o el Obispo o su Superior
jerárquico les concedan y con la amplitud con que se les conceda. Sobre este
aspecto existe una detallada legislación eclesiástica. Las limitaciones que
impone la ley de la Iglesia a la jurisdicción para confesar pueden referirse a
las personas, asignando a los sacerdotes unos u otros grupos de fieles como
súbditos en orden a la absolución sacramental (ordinariamente suelen concederse
licencias para confesar en todo el territorio de la diócesis). También pueden
referirse esas limitaciones a determinados pecados, los llamados pecados
reservados, es decir, pecados que, por su especial y cualificada gravedad, están
reservados al tribunal del Papa (o del Obispo) y de los cuales ningún sacerdote
puede absolver, sin permiso nominal y expreso.
Normalmente el cristiano que quiera recibir la absolución de sus pecados no
tiene por qué preocuparse personalmente por problemas de jurisdicción, ya que el
fiel que pide Confesión a un sacerdote, y es aceptado y absuelto, puede estar
seguro de la absolución recibida. Incluso aunque el confesor pecase gravemente,
por atreverse a absolver sin tener jurisdicción, el fiel quedaría absuelto, ya
que en tales casos la Iglesia concede una jurisdicción supletoria para que el
penitente quede absuelto: es el llamado error común que prevé el CIC, can. 209.
c) Hay que recordar que, como ha dicho en varias ocasiones el Magisterio de la
Iglesia, el sacerdote pecador e indigno también absuelve válidamente a los
fieles, con tal que tenga las condiciones de Orden sagrado y jurisdicción, antes
indicadas. Esta verdad fue reafirmada por el Conc. Tridentino, frente a los
errores protestantes (Denz.Sch. 1684). Sin embargo, como es obvio, el sacerdote,
por lo que respecta a su propia salvación, debe administrar siempre el
sacramento en estado de gracia: de lo contrario cometería un sacrilegio. Desde
el punto de vista pastoral se le exige, para ejercer más fructuosamente su
ministerio de confesor, que procure crecer en santidad y tener la mejor
preparación posible teológica, espiritual, humana, ya que sólo así podrá ser
juez de las conciencias, padre espiritual, guía y doctor, médico espiritual de
las almas como conviene (v. 111, 2). Sobre la obligación de guardar absoluto
secreto de todo aquello que ha oído en la confesión sacramental v. SIGILO
SACRAMENTAL.
7. Efectos. El efecto más específico y primordial
del sacramento de la P. está expresado en una de las denominaciones que
citábamos al principio: sacramento de la reconciliación. Reconciliación ante
todo con Dios, lo que implica que el penitente, debidamente absuelto, queda
limpio de todos los pecados mortales, y de los veniales de que se haya
arrepentido; Dios le condona la pena eterna que merecían los pecados mortales y,
aunque sólo en parte, la pena temporal, que no es quitada del todo para dar así
ocasión a crecer en la gracia. La condonación de la pena y satisfacción
temporales es proporcionada a la intensidad del amor de Dios con que el pecador
haya realizado su conversión al Señor y acudido al Tribunal de las llaves. Los
efectos mencionados presuponen un donabsolutamente valioso y positivo: la
infusión de la gracia, el ser hecho de nuevo el pecador hijo de Dios, templo
viviente del Espíritu Santo. Al mismo tiempo adquiere ante Dios una especie de
título nuevo y como exigencia a las gracias actuales suficientes para mantenerse
en el estado de gracia que acaba de recuperar, es decir, para no volver a pecar,
más aún, para continuar creciendo en la gracia. Las malas costumbres que se
adquirieron pecando conservan su arraigo psicológico en el espíritu y hasta en
el cuerpo del cristiano, pero éste tiene ahora nueva gracia para seguir luchando
contra el pecado y cuanto inclina a él. El perdón recibido debe impulsarle a que
su vida futura sea una continuada acción de gracias, de alabanza y
«confesión-glorificación» al Señor.
No hay que olvidar que la absolución penitencial da también la reconciliación y
paz con la Iglesia. El cristiano pecador, al pecar, lesiona la vida divina de la
Comunidad de los santos. Por eso debe pedir perdón no sólo a Dios, sino también
a sus hermanos en la fe. Y al recibir la reconciliación, tener presente que Dios
le perdona por la acción sacramental de la Iglesia y que ésta le vuelve a
admitir a la comunión con ella para que así pueda acceder a la comunión del
Cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Cuando el sacerdote de la Iglesia nos
absuelve, se restablece nuestra unidad con todos los cristianos, no sólo los que
están en la tierra, sino también con los santos y los ángeles del cielo (v.
COMUNIóN DE Los SANTOS).
8. Conclusión. El sacramento de la P. es la
realización perenne, encarnada en la vida espiritual de cada creyente pecador,
de las conmovedoras parábolas evangélicas sobre la misericordia de Dios. La
alegría de la mujer que encontró su dracma o la del pastor que recuperó la oveja
perdida (Lc 15,1-10) se repiten cada día en el secreto de la Iglesia donde se
recibe la Confesión de un pecador. Igualmente hay que pensar que se renueva en
ese momento la alegría de la corte celestial por cada pecador que vuelve a
penitencia. El dramatismo de la parábola del hijo pródigo (Le 15,11-32), con
todo su imperecedero valor religioso, se reitera en cada momento bajo las formas
más sobrias, pero no menos densas de contenido, del rito sensible de la
administración de la Penitencia. El amor con que el Salvador recibía a los
pecadores y comía con ellos; escenas como el perdón de la pecadora (Lc 7,32-50),
la adúltera (lo 8,3-11) podrían servir de lectura espiritual preparatoria para
el cristiano que se acerca al tribunal de la Penitencia.
Es interesante observar que los impugnadores de este sacramento a lo largo de la
Historia, siempre lo han hecho en nombre y con la pretensión de una moral más
elevada y de salvaguardar mejor el honor de Dios. Son las mismas razones que
alegaban los fariseos cuando se extrañaban de que Jesús alternase con los
pecadores: era -decían- abrir las puertas a una relajación moral. En realidad es
lo contrario: nada mueve más a la fidelidad y a las exigencias personales que el
amor que se nos manifiesta. La misericordia y el amor de nuestro Salvador, que
dice que hay que perdonar hasta setenta veces siete (es decir, cuantas veces sea
necesario), será siempre el mejor impulso para amar a Dios, pues nos recuerdan
que Él nos amó primero a nosotros (1 lo 4,10).
V. t.: CRISTIANISMO, 5; SACRAMENTOS; BAUTISMO; CONVERSIóN I; MISERICORDIA I;
INDULGENCIAS; EUCARISTíA II, C, 3: LUTERO v LUTERANISMO I, 2 y 11, 2.
ALEJANDRO DE VILLALMONTE.
BIBL.: CONO. DE FLORENCIA, Decreto para los armenos: Denz. Sch. 1323; CONO. DE TRENTO, Doctrina acerca del sacramento de la Penitencia: Denz.Sch. 1667-1693, 1701-1715; PAULO VI, Declaración de la Congregación para la doctrina de la Fe, 16 ¡un. 1972: AAS, 64, 1972, 510 ss.; M. SCHMAUS, Teología dogmática, VI,PENITENCIA IIILos sacramentos, 2 ed. Madrid 1963, 483-621; A. LANZA y P. PALAZZINI, Principios de Teología moral, III, Madrid 1958, 195298; P. GALTIER, De Paenitentia. Tractatus Dogmatico-Historicus, Roma 1957; S.. GONZÁLEZ RIVAS, Sacrae Theologiae Summa, Madrid 1962, 401-452; A. Royo MARÍN, Teología Moral para seglares, III, Madrid 1958, 236-463; A. G. MARTIMORT, Los signos de la Nueva Alianza, 3 ed. Salamanca 1965, 319-380; E. WALTER, Fuentes de santificación, Barcelona 1959, 151-199; A. AMANN, A. MICHEL y M. JUGIE, Pénitence, en DTC 12,727-1138; P. DELHAYE y OTROS, Théologie du péché, París 1969; G. COLOMBO, Il sacramento della penitenza, Roma 1962; K. TILLMAN, La penitencia y la confesión, Barcelona 1963; 1. L. LARRABE, Permanencia y adaptación histórica en el Sacramento de la Penitencia según Santo Tomás, «Miscelánea Comillas» 53 (1970) 127-162; A. MAYER, Historia y Teología de la penitencia, Barcelona 1961; P. GALTIER, Aux origines du sacrement de pénitence, Roma 1951; S. GONZÁLEZ RIVAS, La penitencia en la primitiva Iglesia española, Madrid 1950; P. M. CL. CHARTIER, La discipline pénitentielle d'aprés les écrits de saint Cyprien, «Antonianum» 14 (1939); K. ADAM, Die kirchliehe Sünchenvergebung nach dem hl. Augustin, Paderborn 1917; P. ANCIAUX, La Théologie du sacrement de la pénitence au XII siécle, Lovaina 1949; V. IIEYNICK, Zur Busslehre des hl. Bonaventura, en «Franziskaniche Studien» 36 (1954) 1-81; F. CRÉTEUR, Nature du sacrement de la pénitence selon S. Thomas, «Année théologique» 7 (1946) 454-460; P. DE VOOGT, La justification dans le sacrement de la pénitence d'aprés S. Thomas, Lovaina 1930; F. CAVALLERA, Le Décret du Concile de Trente sur la Pénitence, «Bulletin de littérature ecclésiastique» (1933) 120-35 y (1934) 125-137.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991