Penitencia. Virtud de la Penitencia
1. Visión general. La idea de p., en el contexto
teológico, está estrechamente vinculada a la idea de un Dios personal que se
relaciona con el hombre, y para el que las acciones de éste no son indiferentes.
Si el hombre en su actuar -con la libertad que Dios le ha concedido- rompe el
orden establecido por la ley divina (v. LEY VII), para volver a la amistad con
Dios necesita tomar conciencia del mal hecho, aceptar la responsabilidad que de
ese mal se deriva y compensar de alguna manera la ofensa cometida. Todo esto,
sin duda, supone una conversión, una transformación en el hombre; conversión que
irá acompañada del deseo de no volver a ofender a Dios en el futuro, y de poner
los medios para que esto no suceda. Este acto general de arrepentimiento, y de
nuevos propósitos convierte al pecador en un penitente: es el acto de la virtud
de la penitencia.
La p. puede tener dos vertientes: exterior e interior. La exterior se reflejará
sobre todo en expiaciones rituales, en purificaciones, en diversas prácticas de
mortificación corporal, etc. Estas manifestaciones exteriores, sin embargo, no
tienen valor en sí mismas si no están unidas a la decisión de volver al Dios
ofendido, de pedirle perdón, de compensar de alguna manera el daño ocasionado
por el pecado.
El espíritu de p., así vivido, viene a ser el fundamento de la actividad
religiosa del hombre. No sólo por el sentido de humildad y de dependencia de
Dios que hace renacer en el alma, sino, especialmente, por la nueva confianza
que infunde en el pecador, al pensar que Dios, siendo bueno, no dejará de acoger
su p., de modo que la unión definitiva con Dios no le será impedida. De esta
forma, el proceso de arrepentimiento llega a su fin: el penitente que empieza
pidiendo perdón por ofender a Dios, se apoya en la bondad de Dios, que le da
paz, seguridad y optimismo; y al pedir y recibir el perdón, se une al dolor
paterno del Dios ofendido y sufre amorosamente unido a El por sus propias
ofensas y sus descuidos en el amor que le debía.
Esta actitud de confianza y seguridad, que acompaña a la p. en todas sus
manifestaciones a lo largo de la historia de la humanidad, se refuerza con la
Revelación (v.). Esta, en efecto, nos da un conocimiento singularmente elevado y
profundo de la perfección de Dios y de su amor hacia los hombres, implica
necesariamente una profundización en la noción de pecado (v.) y,
consiguientemente, en la de penitencia. Pero, además, trae consigo la seguridad
de que Dios no se desentiende del hombre, sino que lo mira con amor y
misericordia: no sólo está dispuesto a perdonar los pecados, sino que interviene
eficazmente en la historia para arrancarlos y borrarlos. La actitud de p. deberá
seguir existiendo por parte del hombre, pero teniendo a partir de ahora un
acentuado matiz de seguridad y alegría que deriva de la fe en la acción
salvadora de Dios. A este respecto se da un progreso a lo largo de la historia
de la Revelación.
En el Antiguo Testamento, la p. se presenta en primer lugar bajo las expiaciones
cultuales prescritas por la ley, para llevar a cabo la purificación del pecado,
recogidas especialmente en los libros del Éxodo, Levítico y Números; y aunque el
incumplimiento de aquellas expiaciones esté severamente castigado («Toda persona
que no se aflija en el Día de las Expiaciones será exterminada de en medio de su
pueblo»: Lev 23,29), no es, sin embargo, el aspecto más decisivo de la
penitencia. Mucha más importancia tiene la p. en el sentido de convertirse a
Dios, de volver a Yahwéh, y no sólo se aplica esto a la colectividad de Israel (cfr.
1 Sam 7,2-6), sino también al arrepentimiento y conversión personal, como se
puede apreciar en los casos de David (2 Sam 12), de Ajab (1 Reg 21,27-29), etc.
Se establece además la necesidad de que la conversión sea interior: «Desgarrad
vuestros corazones y no vuestros vestidos y convertíos a Yahwéh, vuestro Dios,
que es clemente y misericordioso, lento para la ira y rico en benignidad» (Ioel
2,13); y que lleve consigo la repulsa de todo lo que ofende a Yahwéh, como El
mismo exige: «Tal vez escucha la casa de Judá toda la desventura que proyecto
causarles, de suerte que cada uno se convierta de su mal camino y pueda yo
perdonarles su iniquidad y su pecado» (Ier 36,3). Es especialmente en los Salmos
donde se destacan este aspecto de la p.: la seguridad del perdón y amistad con
Dios y la confianza en su amor: «Bendice alma mía al Señor, y no olvides ninguno
de sus beneficios... El perdona todas tus culpas, Él sana todas tus dolencias...
Misericordioso y compasivo es el Señor... No contiende perpetuamente, ni se
enoja para siempre. No nos trata según nuestros pecados, ni según nuestras
culpas nos castiga... Cuando dista el oriente del occidente, tanto aleja de
nosotros nuestros delitos. Como se compadece un padre de sus hijos, se compadece
el Señor de los que le temen» (Ps 102).
En el Nuevo Testamento, las palabras del Señor: «Haced penitencia y creed el
Evangelio» (Me 1,15) dan comienzo a su vida pública. Esta conversión interior no
es solamente una preparación para el cielo, sino que haceentrar ya en el Reino
de los cielos, de tal manera que «si vosotros no hiciereis penitencia (si no os
convertís), todos pereceréis igualmente» (Le 13,6). De esta forma, la conversión
es la exigencia primaria y fundamental para seguir las enseñanzas de Cristo (cfr.
C. Spicq, Teología Moral del N. T., I, Pamplona 1970, 54 ss.). Así, los
Apóstoles reciben el encargo de predicar la p. y la remisión de los pecados (cfr.
Le 14,47). La necesidad del arrepentimiento y de la conversión al Señor viene a
lle= nar todo el primer discurso de S. Pedro, recogido en Act 2,14-36.
Una característica que resalta especialmente en el N. T. es la paterna acogida
de Jesús a los pecadores penitentes: «Solían los publicanos y pecadores
acercarse a Jesús para oírle» (Lc 15,1); y especialmente en el pasaje de la
parábola del hijo pródigo: «Estando todavía lejos, viole su padre, y ente
rneciéronsele las entrañas y corriendo a su encuentro le echó los brazos al
cuello y le dio mil besos» (Le 15,20). Ese comportamiento de Jesús manifiesta
toda su hondura si lo situamos en el contexto del anuncio o buena nueva que
Cristo trae: Dios está cumpliendo de manera definitiva sus promesas de Redención
(v.), el perdón de los pecados es ya una realidad actual en toda su plenitud
(«tus pecados te son perdonados», dice el Señor repetidas veces a quienes acuden
a El; cfr. Lc 7,47; Mt 9,2; etc.). Todo lo cual a su vez alcanza su culminación
con la revelación del carácter expiatorio y satisfactorio de su Muerte en la
Cruz: Cristo ha cargado sobre sí con nuestros pecados (cfr. Heb 9,28; 1 Pet
2,24) para satisfacer la pena por ellos debida y reconciliar a los hombres con
Dios (cfr. 2 Cor 5,21); con su Pasión y su Muerte esa obra redentora se consuma,
y Cristo resucita en cuerpo glorioso, es decir, victorioso sobre el pecado y
sobre la muerte (cfr. Rom 6, 8-11) y lleno de espíritu vivificante, destinado a
ser derramado sobre la humanidad.
Los sacramentos (v.), que Cristo entrega a su Iglesia, son los canales a través
de los cuales El mismo continúa haciéndose presente para comunicar a los hombres
la gracia del Espíritu Santo y reconciliarlos con Dios Padre. Y entre esos
sacramentos hay uno que consiste precisamente en asumir los actos de p. del
pecador y, al unirse a ellos las palabras pronunciadas en nombre de Cristo,
llevarle a la plenitud de la reconciliación con Dios. En este sentido podemos
decir que lo más característico de la doctrina cristiana sobre la p. es la
existencia de un sacramento que otorga el perdón de los pecados, el sacramento
de la P., ya que es ahí donde se manifiesta con mayor claridad el amor
misericordioso de Dios y donde alcanza su más característica fundamentación la
seguridad y la alegría cristiana.
El vocablo p. tiene así, en el lenguaje cristiano, varios sentidos que se
definen precisamente por su relación a ese momento central que es el sacramento
del perdón: a) la p. como virtud, que debe surgir en el hombre pecador, y que le
empuja a acudir al sacramento en el que su encuentro con Dios es pleno y se le
otorga el perdón; b) la P. como sacramento del perdón y la reconciliación; c) la
p. como parte de ese sacramento, es decir, la satisfacción sacramental, con la
que el penitente satisface la pena debida por los pecados que se le acaban de
perdonar.
2. La virtud de la penitencia en la Tradición
cristiana. Los Padres y escritores eclesiásticos tratan y consideran la
importancia de la p. (cfr. el Pastor de Hermas; el De Paenitentia, de
Tertuliano; el De Paenitentia, de S. Ambrosio; los Sermones 351 y 352 de S.
Agustín: PL 39,1535-1560, etc. Los Padres griegos no dejaron tampoco de recordar
constantemente la necesidad de esta virtud (cfr. S. Juan Crisóstomo, Homilías:
PG 49,277348). La eficacia de la p. queda bien reflejada en estas palabras de S.
Ambrosio: «¿Por qué te avergüenzas de llorar tus pecados, si el mismo Dios mandó
a los profetas llorar por los pecados de su pueblo? Ezequiel fue enviado a
llorar sobre Jerusalén; y recibió el libro en que estaba escrito `lamentación,
miel, dolor': dos cosas tristes y una agradable; porque será salvo quien ahora
llore» (De Paenitentia, 2,6,48: PL 16,509 B); y en aquellas palabras de S.
Justino: «La bondad de Dios tiene por no pecador al que, habiendo pecado, hace
penitencia» (Diálogo, 47).
Como resumen de la doctrina de los Padres, se puede señalar que, si bien dan una
importancia grande a las obras penitenciales externas (V. AYUNO; ABSTINENCIA),
no por eso dejan de insistir en la necesidad primordial de la p. interior y de
la conversio ad Deum, aversio a creatura, que en frase de S. Agustín debe
suponer una conversión total, interior y exterior: «No basta modificar las
costumbres y abandonar los pecados; es necesario dar satisfacción a Dios por el
dolor de la penitencia, por el gemido de la humildad, por el sacrificio de la
contrición de corazón y por las limosnas» (Sermón 351, c. 5,12).
S. Tomás trata la virtud de la p. como una parte de la virtud de la justicia
(v.), en cuanto tiende a restituir a Dios la gloria debida, que ha sido usurpada
por la ofensa del pecado. Como virtud adquirida es el hábito por el que el
hombre tiende a hacer actos de p.; esta virtud se consolida por la frecuente
repetición de estos actos, y da una cierta facilidad para ponerlos en práctica.
Como hábito sobrenatural infuso -verdadera p. cristiana- la virtud de la p.
lleva al hombre a dolerse, con prontitud y decisión, del pecado cometido en
cuanto es ofensa a Dios, y a hacer el propósito de enmendarse (cfr. Sum. Th. 3
q85 a2).
3. Aspectos particulares. Materia de la p. es el
pecado en cuanto tal. Abarca no sólo los pecados personales, pasados, presentes
y futuros (aunque no existan todavía, existe siempre la posibilidad de ofender a
Dios), sino también todo pecado que se cometa, por cualquier persona, en
cualquier rincón del mundo. La p. hace nacer también la aversión al pecado en
cuanto tal, no sólo por haberlo cometido, sino por ser una ofensa a Dios.
El fin de esta virtud es la reparación, satisfacer de alguna manera a Dios, por
la violación del derecho divino que el pecado supone. El acto de la virtud de la
p. no es único. Normalmente suelen considerarse las cuatro facetas principales
de la p.: contrición (v.), dolor de la ofensa; manifestación del pecado, que
supone una toma de conciencia del mal hecho; propósito de no volver a ofender a
Dios; y satisfacción por la ofensa cometida, que lleva a hacer actos concretos
de p. (V. MORTIFICACIÓN).
Obligación. En cuanto significa arrepentimiento y conversión a Dios, la p. es no
sólo necesaria, sino que constituye la actitud inicial del cristiano para llegar
a unirse a Dios. En cuanto significa actos concretos y determinados de p. para
hacer posible la satisfacción, hemos de hacer constar que no basta una
conversión interior, es necesario ratificar esa conversión con obras externas.
La Iglesia ha vuelto a recordar la necesidad de esta virtud -obligación
establecida por la ley divinaen la reciente constitución apostólica Paenitemini
(27 febr. 1966), a la vez que señala la armonía que debe haber entre la p.
interior y las obras exteriores de esta virtud:«La índole interior y religiosa
de la penitencia, aunque sea la más importante y primaria, no excluye la
práctica exterior de esta virtud; por el contrario, promueve con singular
vehemencia su necesidad, en las particulares condiciones de nuestra época», «La
invitación del Hijo de Dios a realizar la metanoia, la conversión, nos urge
constantemente porque el Señor nos exhorta, y porque la exhortación va
acompañada de un ejemplo de vivir la p. Cristo dio el ejemplo máximo a los
penitentes: padeció, no por sus pecados, sino por los pecados de los demás» (ib.).
Para la legislación eclesiástica sobre las obras de p. V. MANDAMIENTOS DE LA
IGLESIA; AYUNO II; ABSTINENCIA.
Virtud de la penitencia y sacramento de la Penitencia. Ya hemos señalado la
estrecha relación que existe entre ambas realidades; el tema será además
ampliamente desarrollado al estudiar a continuación (v. II a iv) el sacramento
de la Penitencia. Baste aquí señalar que, siendo el sacramento de la P. el canal
o vía establecida por Dios para obtener el perdón de los pecados, la actitud de
p. incluye en sí el deseo de recibir ese sacramento, de modo que la persona que,
diciendo que se arrepiente de sus pecados, rechazara el sacramento, manifiesta
que no tiene en realidad verdadero arrepentimiento, ya que no hay
arrepentimiento sin amor, y el que ama desea cumplir la voluntad del amado. Por
eso, el arrepentimiento o contrición no es perfecto ni reconcilia con Dios, si
no incluye en sí el deseo eficaz de acudir al sacramento de la Confesión.
V.t.: PECADO; CONTRICIÓN; DOLOR IV; CONVERSIÓN 1 y III; ADVIENTO; CUARESMA;
MORTIFICACIÓN.
E. JULIA DÍAZ.
BIBL.: PAULO VI, Const. Paenitemini, 27 feb. 1966: AAS 68 (1966) 177-198; E. AMANN, Pénitence, en DTC XIV, 722-748; A. TANQUEREY, Compendio de Teología ascética y mística, Roma 1928, n. 705-750; P. GALTIER, El pecado y la penitencia, Alba 1952; P. HARTMANN, Le sens plénier de la réparation du peché, Lovaina 1955; B. MERKELBACH, Summa Theologiae Moralis, III, París 1939, n. 394-414; AL. H. DIRKSEN, The Neu• Testament concept ot metanoia, Washington 1932; J. MAUSBACH, G. ERMECKE, Teología Moral Católica, II, Pamplona 1971, 396 ss.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991