PARAÍSO TERRENAL II. ESTUDIO DOGMÁTICO.
Se conoce con el nombre de justicia original el estado en que el primer hombre
fue instituido en el Paraíso, antes del pecado original. Alude, pues, a la
situación histórica de nuestros primeros padres en cuanto que, por un don
sobrenatural y gratuito de Dios, fueron elevados a una especial comunión (consortio)
con Él (S. Pío V, Bula Ex omnibus aflictionibus, Denz.Sch. 1921), constituidos
en santidad y justicia y dotados de inmortalidad (Conc. de Trento, Decreto sobre
el pecado original, Denz.Sch. 1511).
Podemos distinguir en aquel estado dos aspectos constitutivos: la
naturaleza humana de Adán, con todas sus propiedades, y el don de la gracia.
Dentro de este último, la teología distingue, terminado así de perfilar elestado
original, los dones sobrenaturales, es decir, la gracia en sí misma, y los dones
preternaturales, o sea, dones gratuitos que acompañaban en el estado original a
la gracia y que perfeccionaban y desarrollaban la naturaleza en la misma línea
de sus posibilidades naturales.
1. Dones sobrenaturales. La Teología Patrística ha puesto de relieve la
elevación al orden sobrenatural de Adán y Eva a partir del texto del Gen 1,26:
«Dios creó al hombre a su imagen y semejanza». La imagen de Dios -dice- se
encuentra en las criaturas intelectuales, en cuanto que en ellas hay un
principio de conocimiento y amor; la semejanza implica una perfección de la
imagen. Por naturaleza, el objeto propio de la mente humana es el conocimiento
de Dios, pero a partir del ser percibido por los sentidos; para que la imagen
sea perfecta, el objeto de conocimiento debe ser semejante en Dios y en el
hombre que es su imagen: la semejanza supone, por tanto, añadir a la imagen un
conocimiento y amor de Dios que sean participación del conocer y amar divinos;
algo, pues que no puede darse en ninguna criatura si no es elevada
sobrenaturalmente por la gracia.
Los autores posteriores continuaron glosando y perfilando esas ideas. El
Magisterio de la Iglesia presupone el carácter sobrenatural del estado original
en las definiciones sobre el pecado original y la gracia dadas por los Conc. de
Cartago y Orange (Denz.Sch. 227-230, 371 y 396); y, ya de modo explícito, lo
afirma en Trento (Denz.Sch. 1511-1512) y al condenar la doctrina de Bayo y
Jansenio (Denz.Sch. 1901-1509, 1921, 1923-1924, 1926, 2435) (v. SOBRENATURAL).
Sin embargo, la elevación de Adán al orden de la gracia (v.), no es
todavía la visión beatífica (v. CIELO), sino una llamada, una posibilidad de
ella. Adán en el p. era viator, no veía todavía a Dios por esencia. Tenía, en
consecuencia, la posibilidad de abandonar el fin en que Dios lo había
constituido, cayendo así en el pecado, como de hecho sucedió. Por ser el primer
hombre y contener en sí toda la especie humana, su decisión libre afectaba a
toda la humanidad a la que hubiera transmitido el don sobrenatural de la gracia,
y a la que de hecho transmitió el pecado.
2. Dones preternaturales. La gracia inhiere en la naturaleza,
perfeccionándola en orden a alcanzar el fin sobrenatural al que Dios ha llamado
al hombre. Al elevar de esta forma la naturaleza de Adán, la gracia le confirió
además otros dones o perfecciones en virtud de los cuales las potencias
naturales alcanzaban un grado de perfección superior al que les era debido, pero
de orden natural, es decir, en la línea de lo que ya esas potencias alcanzaban
de por sí. Estos dones, no sobrenaturales en cuanto a su sustancia, son llamados
dones preternaturales. Al perder la gracia por el pecado de Adán, la naturaleza
retornó a su orden propio perdiendo esas perfecciones preternaturales; más aún,
quedó también «herida e inclinada» al pecado (Conc. de Trento, Decreto sobre la
justificación, Denz.Sch. 1521).
Las perfecciones preternaturales consisten, esencialmente, en la rectitud
con que Dios creó al hombre (Eccli 7,29): la mente estaba sujeta al conocimiento
de Dios, la voluntad seguía el dictamen de la razón, las pasiones se sometían
dócilmente a la voluntad, y el cuerpo era instrumento adecuado para la actividad
del alma. Siendo Adán viator, la justicia original tenía una referencia primaria
a la voluntad, que es la potencia que decide de nuestra orientación a Dios.
Tipificando más esa enunciación general, se suelen enumerar los siguientes
dones: don de sabiduría, don de integridad y don de inmortalidad, enunciados
positivamente, y don de impasibilidad, enunciado en forma negativa. Glosaremos a
continuación su conténido de acuerdo con las explicaciones de la teología
clásica y siguiendo especialmente las de S. Tomás.
Tal vez sea oportuno hacer antes una consideración metodológica de
conjunto. Esa estructuración teológica se basa en la descripción del p. que nos
ofrecen los primeros capítulos del Génesis (v. I), intentando mostrar su
coherencia interna, y poniendo así de relieve la perfección que Dios otorgó a la
naturaleza humana (y que perdimos por el pecado), y la profunda elevación de
todos los órdenes de lo humano que trae consigo, al menos en su raíz, la gracia.
No todos los elementos que se mencionan a continuación tienen obviamente el
mismo valor dogmático (algunos son traslación directa del dato bíblico, otros
son simples conclusiones teológicas); hemos preferido, sin embargo, no
interrumpir la exposición con observaciones en ese sentido a fin de no perder lo
que es más importante: la visión de conjunto de esa perfección total a que
acabamos de referirnos. Es eso en efecto lo que da toda su importancia al tema
del p. como punto de referencia para comprender la bondad de Dios y su amor para
con los hombres, y, a partir de ahí, la gravedad del pecado y la plenitud de los
cielos, en la que, por la gracia, no sólo recuperaremos la integridad original
sino que la visión facial de Dios colocará al hombrre en una perfección
inimaginada. Limitémonos por eso a unas observaciones generales:a) Como veremos
al exponer los diversos dones, todos ellos confluyen en una cosa: otorgar al
hombre la facilidad para el bien. No olvidemos, sin embargo, que Adán no estaba
confirmado en gracia, sino que se encontraba en situación de viador: el pecado
le era posible y era propio, por tanto, de su estado original el poder conocer
la tentación. Ésta podía proceder ante todo de un principio exterior: el diablo;
algunos autores han opinado que, superada la primera prueba, Dios no hubiera
permitido ulteriores tentaciones diabólicas. En cualquier caso hay que tener
presente que el estado de justicia original era un estado de prueba en la que
Adán, como cabeza del género humano, debía manifestar su amor y entrega a Dios y
de esa forma decidir de su suerte para toda la eternidad.
b) Los Padres de la Iglesia y después la teología escolástica, medieval o
barroca, al tratar de este tema han partido siempre de la consideración de Adán
en edad adulta, más aún viendo en él al modelo del hombre perfecto,
interpretando así literalmente el texto del Génesis que presenta a Adán en esa
edad. Como es sabido, ese dato no es dogmático y el Magisterio al aceptar la
legitimidad -con ciertos límites: intervención especial de Dios en la creación
del alma, etc- de la hipótesis evolucionista (v. EVOLUCIONISMO), ha reconocido
la posibilidad de que el primer hombre iniciara su vida en una edad diversa.
Ello, como es obvio, tiene repercusiones en este tema. Repetimos, no obstante,
lo que decíamos más arriba: lo que interesa es dar una visión de conjunto; por
eso nos atenemos al modo de hablar clásico, advirtiendo que todo cuanto decimos
a continuación es una descripción general de la perfección original querida por
Dios para el hombre, y que, por tanto, debe ser aplicado a los diversos estadios
por los que hayan podido pasar nuestros primeros progenitores -o por los que
hubiera podido pasar la humanidad, en el supuesto de no haberse producido el
pecado original-, introduciendo las matizaciones y adaptaciones propias de cada
caso.
Pasamos ya a exponer el contenido de los diversos dones antes
mencionados:a. Don de sabiduría. Adán, en cuanto primer hombre, fue dotado de la
ciencia de aquellas cosas que debía conocer según la situación en que fue creado
y el estado de gracia al que fue elevado, y que convenían para la instrucción
del género humano. Este don de sabiduría no debe ser considerado como mera
información, sino más bien como la indicación del grado de inteligencia de que
Dios quiso dotar a la especie humana de acuerdo con la perfección a que la
destinaba. Implica, pues, una ciencia infusa (revelación primitiva) que le daba
a conocer su estado y una especial clarividencia para conocer con facilidad la
realidad creada y, a través de ella, a Dios, que es el objeto supremo del
conocer humano. Adán conocía, pues, a Dios a través de las criaturas, ya que
-como decíamos- no lo veía por esencia -visión reservada al estado de gloria-,
pero no necesitaba de demostración y discurso complejos, como sucede en nuestra
situación actual: de la perfección del mundo su inteligencia se elevaba
fácilmente a Dios, tal como puede ser conocido en esta vida.
Con respecto a las cosas sensibles, la perfección original querida por
Dios no hacía que fueran conocidas todas, es decir, no traía consigo la
omnisciencia, sino una facilidad para alcanzar con perfección la comprensión de
cada cosa, poseyendo en cada momento la ciencia adecuada, y no encontrando gran
dificultad en aprender cosas nuevas.
b. Don de integridad. Se designa con este nombre la rectitud de que estaba
dotada la voluntad, que se ordenaba espontánea y dócilmente al bien. La
facilidad con que el primer hombre estaba dotado para conocer la verdad y a Dios
facilitaba también que la mente estuviera a Él sujeta; lo que, a su vez,
culminaba en la decisión de la voluntad. De este modo, Adán conocía a Dios y lo
amaba, experimentando así los bienes del espíritu. El don de integridad no debe
ser concebido como un automatismo de la voluntad, sino como una facilidad
otorgada por Dios para decidirse por el bien. Adán era libre y responsable de
sus actos, de ahí el mérito o demérito de sus acciones. De esa forma -por efecto
de la rectitud de sus potencias y de la gracia-, Adán podía ordenar fácilmente
el conocimiento del mundo al conocimiento de Dios, y el bien sensible al bien
del espíritu; y, al amar a Dios, amar simultáneamente al mundo según Dios.
Después del primer pecado, el hombre está mucho más expuesto a amar las cosas
del mundo sin considerar que manifiestan la perfección del Creador (Rom 1,20), y
a alejarse, en consecuencia, de su propio fin y de su propia felicidad (V. MUNDO
IV). Esa posibilidad de desviación se daba también en el estado de justicia
original (como lo prueba el hecho del primer pecado), pero era mucho más ardua
que en la situación actual, en que la naturaleza se encuentra herida. En otras
palabras, mientras en el estado de naturaleza caída el pecado es con frecuencia
un pecado de debilidad, en el estado de justicia original era (como pone de
relieve la narración del Génesis) un pecado de soberbia.
c. Don de inmortalidad. Consiste esencialmente en que el hombre hubiera
pasado del estado de vida al estado de gloria sin padecer el fenómeno de la
muerte (v.). Secundariamente implica que el alma tenía tal vigor que podía
subsanar todas las corrupciones a que el cuerpo -por ser material- está
necesariamente sometido. En virtud de la gracia el cuerpo era instrumento tan
dócil a la actividad del espíritu que participaba, por ello, en grado elevado de
sus virtualidades: «Dios hizo el alma de naturaleza tan poderosa, que su
felicidad redundaba en plenitud de salud del cuerpo y vigor de incorrupción» (S.
Agustín, Epíst. a Dióscoro, c. 3; PL 33,439). Sin embargo, Adán no poseía un
cuerpo glorioso, que pertenece sólo al estado del cielo (cfr. 1 Cor 15,53).
d. Don de impasibilidad. Este don significa que Adán no tenía las pasiones
(v.) desordenadas, es decir, rebeldes al dictamen de la razón y de la voluntad,
sino, al contrario, subordinadas a él. Dada la facilidad para conocer la verdad
otorgada a su inteligencia no sentiría, p. ej., la angustia o la ansideda; pero
sí amor, alegría o esperanza, por el bien que en cada momento poseía, y por el
que rectamente deseaba y cuya consecución sabía que le era posible por la gracia
de Dios. Aunque, como se ha dicho al hablar de la inmortalidad, estaba libre de
la corrupción, sí conocía el desgaste del cuerpo que sigue a la actividad y al
transcurso del tiempo; de ahí la necesidad de la alimentación -que es natural y
no consecuencia del pecado-, etc.
3. El hombre en el mundo y en la sociedad. La S. E. dice que al hombre le
fue entregado el dominio sobre toda la creación (Gen 1,26), y que fue puesto en
el p., para que trabajara (Gen 2,15). Podemos decir que todo ello se encaminaba
al conocimiento experimental (Sum. Th. I q96 al ad3) y a la realización de la
perfección humana. Por esa actividad descubría el hombre con mayor profundidad
la virtus naturae, las fuerzas de la naturaleza (ib, g102 a3), crecía en
«ciencia y justicia», conociendo y amando simultáneamente al mundo y a su
Creador, y contribuía a la perfección de la creación y a la convivencia humana
(v. TRABAJO HUMANO VII).
En lo que se refiere a la sociedad, el dato revelado nos manifiesta que la
distinción de sexos, el matrimonio monogámico y el desarrollo numérico de la
humanidad han sido queridos por Dios desde el inicio, es decir, con anterioridad
al pecado original (Gen 1,27-28; 2,19-25). La razón teológica, uniendo estos
datos con la integridad ya mencionada, concluye afirmando la perfección del
matrimonio en el estado de justicia original, tanto por la pureza del amor,
sujeto a los valores superiores del individuo y de la especie, como por la mayor
perfección incluso sensible del cuerpo. Por lo que se refiere a la sociedad en
general, hay que afirmar que hubieran existido también entonces varios
principios de distinción: uno procedente de la misma naturaleza, ya que cada ser
posee desde el nacimiento su propia personalidad, irrepetible; otro derivado de
las condiciones climáticas y ambientales, que da origen a las distintas razas y
tipos humanos, etc.; otro, finalmente, debido al libre arbitrio, ya que no todos
los hombres se dedicarían a las mismas cosas ni con la misma intensidad, y, por
tanto, unos podían progresar más que otros en diversos aspectos. De ahí la
necesidad de una estructuración social -que en su esencia deriva no del pecado,
sino de la naturaleza- que dada la facilidad que el hombre, en virtud de los
dones recibidos, tenía para conocer y practicar el bien, hubiera podido evitar
fácilmente las fuertes tensiones y roces que la vida social hoy conoce, y que
son un claro eco de la herida producida por el pecado. La sociedad se
constituiría en base a una libre cooperación, perfectamente ordenada a que cada
individuo alcanzara su propio fin.
4. Conclusión. El estado de justicia original es la situación histórica en
que por amor del Creador el hombre fue instituido: llamado a un fin último
sobrenatural -la visión de la esencia de Dios- y desprovisto de aquellos
defectos propios de la naturaleza que podían enturbiar su felicidad incluso aquí
en la tierra. Se compone, pues, de dos elementos: la naturaleza de Adán -común
atodo ser humano-, y la gracia que eleva al orden sobrenatural (dones
sobrenaturales), y, como redundancia, la perfección en su orden de todas las
potencias naturales, suprimiendo simultáneamente los defectos que dificultan su
ejercicio (dones preternaturales).
Glosando el contenido de esas afirmaciones, podemos decir:a) Dios, al
crear al hombre, quiso elevarlo a un fin sobrenatural, y le confirió para ello
el don de la gracia (santidad y justicia). Esa elevación se produjo en los
inicios mismos de la humanidad: el estado original en que fueron creados Adán y
Eva era un estado sobrenatural.
b) La gracia, afectando a la raíz misma del ser humano y diciendo relación
a la dimensión más radical del hombre: su ordenación a Dios, tiende a repercutir
en todas las esferas de nuestro ser. Ello se manifestará plenamente en la gloria
del cielo, donde redundará en la glorificación del cuerpo, la renovación del
cosmos, etc. Aunque sólo incoadamente, se manifestó también en el estado
original a través de los dones que Dios gratuitamente otorgó a Adán y Eva, dones
que son así como un signo de la plenitud de la bienaventuranza que Dios quiere
conferir a los hombres.
c) El estado de justicia original no era un estado definitivo, sino de
peregrinación, y en ese sentido de prueba: Adán debía, durante su vida terrena,
manifestar con las obras su fidelidad a Dios y, de esa forma, merecer la gloria.
Es, de ese modo, más semejante al estado actual de naturaleza redimida que al
estado del cielo; la diferencia entre el estado original y el presente está en
la mayor facilidad que en el estado de justicia original había para obrar el
bien, y que hemos perdido como consecuencia del pecado (y que no recuperamos
después de la Redención, aunque en ella se nos da algo más importante que la
facilidad misma: toda la intimidad de unión con Dios que deriva de la
encarnación del Verbo en carne pasible).
V. t.: GRACIA; PECADO; REDENCIÓN.
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R. QUIJANO ALVAREZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991