Obispo |
I TEOLOGÍA DOGMÁTICA. Etimológicamente del griego epíscopos - que en la versión de los Setenta se emplea en el sentido de «inspector» o «superintendente» (cfr. lob 20,39; 2 Reg 2,12; 2 Par 34,12-17) -, la palabra Obispo designa a quien ha recibido el grado más alto del sacramento del Orden. El Conc. de Trento declaró: «Si alguien dice que los Obispos no son superiores a los presbíteros, o que no tienen poder de confirmar y ordenar, o que les es común con los presbíteros... sea anatema»; y también: «Si alguien dice que en la Iglesia Católica no hay jerarquía, establecida por ordenación divina, que consta de los Obispos, presbíteros y ministros, sea anatema» (Doctrina de sacramento ordinis, can. 6 y 7; Denz.Sch. 1776 y 1777). La fe de la Iglesia, proclamada auténtica mente por el Magisterio, norma próxima de verdad, afirma, por tanto, que por institución divina existe una jerarquía, que consta de O., presbíteros y ministros (a los que, en la terminología actualmente en uso, podría llamarse diáconos). De estos datos hemos de partir, pues, a la hora de considerar el desarrollo histórico de la institución que estamos tratando. 1. El episcopado en los primeros tiempos de la Iglesia. Los textos neotestamentarios nos describen una organización incipiente, en la que gobiernan los Apóstoles bajo Pedro; pronto sintieron, sin embargo, la necesidad de hacer partícipes de algunas de sus funciones a otros hombres, los diáconos, a quienes impusieron las manos confiriéndoles la ordenación (cfr. Act 6,1 ss.). De la misma manera, llamaron también a otros varones, que aparecen designados con el nombre de episcopoi o presbyteroi, y en algunas ocasiones con el de «pastores» (Eph 4,11), «guías» (Heb 13,7.17.24), etc. Es un hecho conocido que las palabras epíscopos y presbyteros se emplean en sentidos diversos - y con referencia a veces a las mismas personas - en distintos lugares del N.T.: así, por ej., en Act 20,17 se llama presbyteroi a los mismos que en Act 20,28 se designa como episcopoi. Es más, al hablar del Conc. de Jerusalén, se dice que a él acudieron los Apóstoles y los ancianos (presbyteroi) (cfr. Act 15,6; 16,4), sin ninguna referencia a episcopoi - fuera de los Apóstoles -, en el caso de que esta palabra tuviese el significado técnico que hoy se atribuye a la voz Obispo. El estudio de los textos neotestamentarios ha llevado a los autores a formular diversas hipótesis sobre los episcopoi y presbyteroi: hay quienes se inclinan a pensar que todos eran O., en el sentido actual de la palabra; para otros, eran presbíteros; finalmente, algunos sostienen que existía ya una distinción entre O. y presbíteros. Parece, pues, que en el N. T. las palabras a que nos estamos refiriendo no tienen un contenido técnico, y sirven para designar a miembros de la jerarquía, cualquiera que sea su grado, e incluso en ocasiones a miembros eminentes de la comunidad, aunque no hayan recibido el Orden mediante la imposición de las manos. La falta de precisión terminológica no quiere decir, sin embargo, que no existiese la función episcopal continuadora del poder conferido por Cristo a los Apóstoles. Los datos que poseemos indican que el gobierno de la Iglesia era ejercido por los Apóstoles, que asociaron a su ministerio a otros hombres, algunos de los cuales iban recorriendo las distintas comunidades, y son llamados a veces apóstoles (Act 14,14; Rom 16,7), mientras que otros se establecen en un lugar fijo y ejercen su ministerio en la comunidad local. Sobre estos últimos - los ministros estables de una comunidad - también encontramos que a veces forman como un colegio o grupo, integrado por varios presbyteroi (Act 11,30; 14,22; 15,2; 16,4; 20,17; 21,18; Tim 5,17) o episcopoi (Act 20,28; Phil 1,1; 1 Tiro 3,2-5; Tit 1,7-9), que parece dirigir, de alguna manera colegialmente, a la comunidad. Ante estos hechos, J. Colson ha planteado una hipótesis que, si bien explica algunas situaciones, no puede por ahora decirse probada, ni resuelve muchas de las dificultades que se le oponen: según este autor, en el gobierno de las comunidades fundadas por S. Pablo prevaleció la figura del presbiterio colegial, mientras que en Asia, por influjo de S. Juan, la función capital era desempeñada por una sola persona (episcopado monárquico), presidente o jefe del presbiterio. Los documentos de la Tradición muestran con fuerza cada vez mayor dos constantes en la organización jerárquica de la Iglesia primitiva: a) El presbiterio, o conjunto de presbíteros adscritos a una Iglesia particular, forma una unidad estrecha con el O., y participa con él en el gobierno de la comunidad: «nada ha de hacerse - escribe S. Ignacio de Antioquía a comienzos del s. II - sin el Obispo y los presbíteros» (Magn. 7,1); sin embargo, a partir del s. III empieza a decaer su importancia colegial, sobre todo porque la comunidad se va ampliando, y son cada vez más los presbíteros que han de residir lejos de la sede episcopal, pues se estima improcedente consagrar a un O. para un pueblo o ciudad pequeña, cuando es suficiente un presbítero (cfr. Conc. Sardicense: Mansi 3,10). Esto llevará, por otra parte, a que los escritores vayan centrando su atención en la figura individual del presbítero, dejando paulatinamente de lado su inserción en el presbiterio, de la que sólo quedan algunos rastros en la tardía institución del cabildo catedral y en los sínodos diocesanos. b) De modo claro, y los testimonios son cada vez más explícitos, en todas las Iglesias particulares ejerce la función capital un O., que es el ministro central de la liturgia - en la que participa el presbiterio -, y que no sólo gobierna la comunidad que se le ha encomendado, sino que mantiene además relación con otros O. para adoptar conjuntamente disposiciones comunes en materia doctrinal y disciplinar. Por otra parte, es lógico que, en la medida en que; por exigencias de la vida misma de la Iglesia, fue desdibujándose la función colegial del presbiterio - aun sin llegar nunca a desaparecer por completo, como atestiguan especialmente los libros litúrgicos -, fuera cobrando mayor importancia en los escritos de la época la figura del O. como cabeza de la diócesis. De este modo, la figura del O. se nos presenta como presidente y director de la tarea pastoral de los presbíteros, a la vez que se van configurando como actos reservados al O. algunas funciones que le competen en exclusiva, entre las cuales destaca la colación del sacramento del orden. 2. El episcopado en el pensamiento anterior a la escolástica. Ante la imposibilidad de detenernos aquí en el estudio de los abundantes documentos patrísticos y litúrgicos sobre el tema, nos limitaremos a añadir a los datos ya expuestos - que continuaron desarrollándose en la línea indicada - la mención de una cuestión disciplinar, que ejerció una infuencia notable en el desarrollo posterior de la doctrina sobre el episcopado: la insubordinación de los diáconos romanos, ocurrida en tiempos de S. Dámaso (366-384), alegando que eran iguales a los presbíteros, Para rechazar este punto de vista, el autor conocido con el nombre de Ambrosiastro adopta una posición radicalmente contraria, que le llevará a afirmar la identidad del sacerdocio de los O. y de los presbíteros: por esa razón - concluye nuestro autor -, los diáconos habrán de someterse tanto a unos como a otros. Por tanto, en el pensamiento del Ambrosiaster, el O. es solamente el primero entre los presbíteros, sucesor de los Apóstoles pero sin una gracia sacra mental particular: queda, pues, reducido el episcopado a un poder - jurisdicción, según la terminología corriente en nuestros días - que le coloca por encima del presbítero, con el que comparte, sin embargo, el mismo e idéntico sacerdocio. En una línea semejante, aunque con ligeras variaciones de matiz, se mueven bastantes afirmaciones de S. Jerónimo (cfr. sobre todo Epist. 146, ad Evangelum: PL 22, 1194 ss.; In Tit. 1,5: PL 26,562-563), quien llega a escribir: «si exceptuamos la ordenación, ¿qué hace el Obispo que no haga también el presbítero?», insinuando además que la reserva de la ordenación al O. se ha introducido más bien por costumbre o norma eclesiástica que por disposición divina. Esta línea de pensamiento, sin ser exclusiva, marcó una pauta que, a través de diversos Santos Padres y escritores eclesiásticos, ejerció una influencia notable en la formulación teológica de la escolástica: la reflexión tendió en efecto a centrarse prevalentemente sobre los poderes conferidos por el episcopado, con lo que el tema de la gracia sacramental pasó a un plano secundario, hasta quedar prácticamente en la penumbra. Mencionemos un último factor: la organización eclesiástica se configura bajo bastantes aspectos según moldes semejantes a las estructuras civiles vigentes en la época, lo que facilita encuadrar la figura del O. bajo la perspectiva de dominus o señor feudal - al menos en una línea paradigmática, sin llegar, como es lógico, a acentuar este paralelismo -, con insistencia, por tanto, en los poderes de que goza. 3. El episcopado en la exposición de la escolástica. Con excepción de Durando y Duns Scoto, que se inclinan hacia la sacramentalidad del episcopado, como grado diverso del sacramento del Orden, la mayor parte de los escolásticos defiende la identidad del sacerdocio de los O. y de los presbíteros, aunque sostiene también la superioridad de aquéllos en virtud de la potestad que se les ha conferido. Nos detendremos aquí a exponer los rasgos principales de la doctrina expuesta por S. Tomás de Aquino, fiel reflejo a su vez y continuación de los presupuestos establecidos por Pedro Lombardo, a quien va superando, sin embargo, hasta llegar a una síntesis original, que abrirá el camino a las investigaciones posteriores. En un primer momento, comentando el Libro Cuarto de las Sentencias de Pedro Lombardo, S. Tomás centra su atención en la potestad de consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, como función fundamental del sacerdocio. Este punto de vista - cierto, sin duda alguna, y conforme con toda la Tradición - presenta, sin embargo, la dificultad de que, al contemplarlo separado de las demás funciones sacerdótales, lleva lógicamente a concluir que ya los presbíteros poseen este poder, por lo que el episcopado nada puede añadir al presbiterado en la línea del sacerdocio, aunque comporte una dignidad especial en orden a la edificación del Cuerpo Místico de Cristo, de modo que exclusivamente a él le compete administrar el sacramento del Orden, y se le reserva normalmente la Confirmación. Siguiendo la terminología de la época, para S. Tomás el sacerdocio igual en este supuesto tanto para el presbítero como para el O. - supone un poder en relación al Corpus verum de Cristo (realizar la transustanciación), mientras que el episcopado sólo añade una función respecto al Corpus mysticum (la Iglesia). Sucesivamente, en los comentarios a las Epístolas de San Pablo, S. Tomás parece inclinarse hacia la opinión de que el episcopado es un orden distinto del presbiterado, de la misma manera que el Señor designó en un principio a los Apóstoles, y más tarde a los 72 discípulos (Lc 10,1), según una tipología de la que también da testimonio Beda el Venerable. La profundización de S. Tomás sobre este tema se manifiesta especialmente en su opúsculo De perfectione vitae spiritualis, en el que sigue la línea iniciada en sus comentarios a Pedro Lombardo, aunque enriquecida con nuevos datos, tomados especialmente de S. Agustín, del Pseudo Dionisio, del Decreto de Graciano y también, hecho éste profundamente significativo, de los textos litúrgicos propios de la ordenación de presbíteros y Obispos. Su reflexión en este caso sienta ya las premisas para concluir que el episcopado es un orden distinto del presbiterado, no ciertamente por su relación al Corpus verum de Cristo, pero sí con respecto al Cuerpo Místico. En la Summa, obra póstuma e incompleta, S. Tomás no llegó a escribir las cuestiones correspondientes al sacramento del Orden: existen, sin embargo, indicios claros de que su pensamiento había evolucionado definitivamente a partir de sus obras primeras; en diversos lugares se habla claramente de la distinción entre presbiterado y episcopado existente desde la fundación de la Iglesia, hasta el punto de que negarlo sería herético, y esta distinción se sitúa ya en el mismo sacramento (cfr.. p.ej. Sum. Th. 2-2 q184 a6 ad1; q186 a6 ad1; 3 q67 a2). 4. El episcopado desde la escolástica hasta nuestros días. La muerte prematura de S. Tomás impidió Que la evolución de su pensamiento a que hemos hecho referencia llegase de modo claro a los autores que le siguieron, quienes, en general, centraron su atención sobre este tema en el comentario al Libro de las Sentencias, por lo que se mostraron favorables a la opinión de que el episcopado no era un grado distinto del sacramento del Orden. Las ideas de Duns Scoto y Durando tampoco tuvieron mucho eco. El Conc. de Trento, convocado no para dirimir cuestiones libremente discutidas entre los teólogos. sino para proclamar una vez más la fe de la Iglesia especialmente en aquellos puntos que se veían minados por la acción protestante. se limitó, en el aspecto que nos ocupa. a afirmar, como ya veíamos, que, por institución divina, existe en la. Iglesia un verdadero sacerdocio. que se confiere mediante el sacramento del Orden. que imprime en quien lo recibe un carácter indeleble y distingue por ello a los sacerdotes de los demás fieles, ya enseñar que los O. son superiores a los presbíteros. sin descender a más precisiones (cfr. Denz.Sch. 1763-1778). Al declararse únicamente la superioridad del episcopado en la línea jerárquica. la cuestión siguió abierta a la investigación de los teólogos. Es también interesante notar que en los trabajos del Conc. de Trento, se estudió la conveniencia de que siguiesen existiendo los O. llamados titulares: es decir. O. que han recibido la ordenación o consagración episcopal, pero a quienes sólo simbólicamente se atribuye una diócesis. por encontrarse ésta situada en tierra de infieles - in partibus infidelium, como se decía hasta los tiempos de León XIII en la terminología de la Curia Romana -, donde con el paso de los años se habían extinguido las comunidades cristianas. Esta figura, en un primer momento esporádica y hasta prohibida por la legislación, comenzó a darse con mayor frecuencia a partir del s. XII, momento en el cual se empezó a distinguir dos actos que hasta entonces habían estado íntimamente unidos: la ordenación y la atribución de una Iglesia particular o diócesis, para la cual recibía en concreto la consagración el Obispo. Muchos Padres del Conc. de Trento propugnaron la desaparición de esta figura, pero, por diversas circunstancias, los textos preparados al efecto no llegaron a promulgarse. Sin embargo, la discusión sobre este tema, que con distintos matices se ha venido prolongando hasta nuestros días, ha contribuido indirectamente a distinguir entre los efectos de la ordenación episcopal (sacramento) y los que siguen de la atribución de una diócesis (misión canónica). El Conc. Vaticano I hubo de interrumpirse antes de que se pudiera llegar a tratar la doctrina sobre el episcopado; sin embargo, el estudio de sus trabajos y documentos preparatorios hace ver que la cuestión sobre la sacramentalidad del episcopado había llegado ya a un grado de madurez que muy probablemente hubiera permitido una declaración definitiva del Concilio. Fue, sin embargo, en el Conc. Vaticano II donde se ha proclamado la sacramentalidad del episcopado - es decir, de la ordenación o consagración episcopal - como grado del sacramento del orden distinto del presbiterado: «Enseña este Santo Sínodo que por la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que tanto en el uso litúrgico de la Iglesia como en el testimonio de los Santos Padres se llama sumo sacerdocio, ápice del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con la función de santificar, confiere también las funciones (munera) de enseñar y gobernar, las cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio» (Const. Lumen gentium, n° 21). Se examinará seguidamente la perspectiva dentro de la cual el Conc. Vaticano II ha encuadrado esta enseñanza, para situar así la exposición que el mismo Concilio hace del ministerio episcopal en la Iglesia. Para ello nos serviremos fundamentalmente de los textos contenidos en el cap. III de la Const. Lumen gentium y en el Decreto Christus Dominus sobre la función pastoral de los Obispos en la Iglesia. Consideraremos en primer lugar la función del O. con respecto a la Iglesia universal, aspecto sobre el que habremos de limitarnos a sus líneas más esenciales, por estar ya tratado en otro sitio; y, en segundo lugar, de la tarea pastoral del O. en la concreta Iglesia particular o diócesis que le ha sido asignada. 5. Los Obispos y la Iglesia universal. Con el fin de que continuaran su misión en la tierra hasta el fin de los tiempos (cfr. Mt 28,20), Jesucristo eligió a los Apóstoles, constituyéndolos a modo de colegio o grupo estable, al frente del cual está colocado S. Pedro, y confiándoles la tarea de congregar y dirigir la Iglesia universal, misión en la que quedaron plenamente confirmados al descender sobre ellos el Espíritu Santo el día de Pentecostés (cfr. Lumen gentium, 19). Esta misión había de durar hasta el fin de los tiempos, por lo cual los Apóstoles, como lógica consecuencia del deseo de Jesucristo, tuvieron que instituir a sus sucesores que, asimismo, habrían de transmitir a otros sus funciones: estos sucesores de los Apóstoles son en primer lugar los O. (cfr. Conc. Tridentino, ses. 23, cap. 4: Denz.Sch. 1768; Conc. Vaticano I, Const. Pastor aeternus, cap. 3: Denz.Sch. 3061; Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 20). Entre los muchos testimonios de la Tradición que pueden citarse sobre este tema, bastará recoger las siguientes palabras de S. Ireneo: «Así, en el mundo entero, la tradición de los Apóstoles se manifiesta en cada Iglesia a los ojos de quienes quieren ver la verdad. En la Iglesia nos es dado citar a los Obispos designados por los Apóstoles, así como también a la serie de sus sucesores hasta nuestros días» (Adversus haereses 3,3,1: PG7,848A; cfr. Tertuliano, De praescriptione haereticorum 32: PL 2,52; etc.). La transmisión de este oficio se realiza mediante la imposición de las manos y las palabras propias del sacramento, por el ministerio de un O. (consagrante), a quien, desde los tiempos más antiguos, suelen acompañar otros dos O. (conconsagrantes). Los O. son, pues, pastores de la Iglesia como maestros de la doctrina sagrada, ministros del culto y gobernantes de la comunidad de los fieles, tarea en la cual son ayudados por los presbíteros y diáconos, quienes a su vez, y con las debidas matizaciones, pueden también decirse partícipes de la misión de los Apóstoles (cfr. Conc. Vaticano II, Lum. gent. 20; Decr. Presbyterorum ordinis, 2). La consagración episcopal confiere, por tanto, en el grado más alto de participación del sacerdocio de Jesucristo, la triple función de santificar, enseñar y regir, aunque estas dos últimas funciones no pueden, por su misma naturaleza, ejercerse fuera de la comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio Episcopal (cfr. Lum. gent. 21). La distinción, pues, entre episcopado y presbiterado no radica en una mayor o menor potestad con respecto a la consagración eucarística ya la celebración del Sacrificio de la Misa - la más alta, sin duda, de las funciones sacerdotales, pero, al mismo tiempo, inseparable de las demás -, sino en el hecho de que el O. posee plenamente (siempre en cuanto participación del sacerdocio de Jesucristo) las tres funciones de enseñar, santificar y regir: funciones que también han recibido los presbíteros, aunque de manera subordinada, en cuanto que son cooperadores del orden Episcopal. No se trata sólo de una diferencia cuantitativa - aunque real, por otra parte -, en el sentido de que los O. puedan realizar algunos actos de que no son capaces los presbíteros (conferir la ordenación) o que éstos no desempeñan ordinariamente (administrar la Confirmación, etc.): la distinción radica sobre todo en una diferencia de grado en el mismo sacramento del orden, por la cual el O. - que queda además vinculado como miembro al Colegio Episcopal, siempre que se cumpla el requisito de la comunión jerárquica - recibe como propias unas funciones que, con ciertos límites, también posee el presbítero, pero únicamente en su condición de cooperador del orden de los Obispos. Las funciones de enseñar, santificar y regir se confieren por el sacramento del Orden para su ejercicio en la Iglesia universal, sin quedar circunscritas a una determinada diócesis o Iglesia particular. Surge así la función universal de los O., que se ejerce a través de distintas modalidades, de forma tanto colegial como individual, pero siempre en comunión jerárquica con la Cabeza y los demás miembros del Colegio Episcopal, ya que éste es un requisito indispensable para la pertenencia al Colegio (cfr. Lum. gent. 22, y Nota explicativa previa, 2°). Dentro de esta dimensión universal, la función de magisterio reviste el carácter de infalibilidad cuanto todos los O., aun esparcidos por el mundo, declaran unánimemente y en comunión con el Sucesor de Pedro una verdad de fe, proclamándola como contenida en el depósito de la Revelación (cfr. Vaticano I, Const. Dei Filius, c. 3: Denz.Sch. 3011; Vaticano II, Lum. gent. 25). Esta función de enseñar no se reduce al aspecto que acabamos de señalar, pues además los O. son los principales responsables de la predicación de la palabra de Dios (cfr. Trento, ses. 5 c. 2 y ses. 24, can. 4; Vaticano II, Lum. gent. 23-25), para proponer a todos los hombres la verdad, de acuerdo con la cual han de vivir. Ejerce también el O. la función de santificar, principalmente con la celebración del Sacrificio Eucarístico y el ministerio de los demás Sacramentos, así como también a través del cumplimiento de su misma tarea pastoral, del ejemplo de su vida santa y de su oración (cfr. Lumen gentium, 25; Christus Dominus, 15). Finalmente, el O. participa en el gobierno de la Iglesia universal, tanto en la forma más solemne de los Concilios Ecuménicos o a través de organismos menores (Sínodos patriarcales, Conferencias episcopales, Concilios particulares, etc.), como - de modo más habitual y sin la nota jurídica de la jurisdicción - mediante su solicitud por toda la Iglesia, que llevará a tutelar la unidad de fe y de disciplina, a promover entre los fieles el amor a la totalidad del Cuerpo Místico de Jesucristo y, finalmente, a fomentar la actividad común a toda la Iglesia, procurando de manera especial que la fe se extienda cada vez más (cfr. Lum. gen. 23). 6. Los Obispos y las Iglesias particulares. Como hemos visto, el episcopado es ciertamente de institución divina, pero, llegados a este punto, es preciso preguntarse si la existencia de las Iglesias particulares es también de Derecho divino; o, en otras palabras, si es voluntad de Jesucristo que la Iglesia universal se estructure a través de las Iglesias particulares - delimitadas territorialmente o según otros criterios -, las cuales consten de un grupo de fieles a cuyo frente esté un O. ayudado por su presbiterio. Se ha de excluir, desde luego, que la Iglesia una e indivisible sea el resultado de la suma o confederación de la totalidad de Iglesias particulares, pero cabe considerar si, por institución de su Fundador, esa Iglesia una debe estructurarse necesariamente en un conjunto de Iglesias particulares, o si podría por el contrario estructurarse de otra manera, si así parecieran exigirlo las circunstancias históricas. La mayoría de los teólogos se inclinan a responder afirmativamente a la primera de las soluciones propuestas: es decir, piensan que la existencia de las Iglesias particulares no se debe sólo a una necesidad contingente de organización humana, sino que corresponde a la constitución de la Iglesia tal como ha sido querida por Jesucristo. Existen, sin embargo, casos de Iglesias particulares que durante siglos han carecido de O., o cuya función - donde los había - quedaba reducida a la liturgia, Así sucedió con la Iglesia en Irlanda, gobernada generalmente por Abades sin consagración episcopal hasta el s. XII; y el mismo fenómeno se observa en algunas comunidades orientales de maronitas. No parece, sin embargo, que deba atribuirse gran peso a estas situaciones excepcionales, frente al hecho general de que en la cabeza de las Iglesias particulares ha solido encontrarse siempre un Obispo. Esta opinión parece también corroborarse por el canon 329 § 1 del CIC, donde se lee: «Los Obispos son sucesores de los Apóstoles, y por institución divina están colocados al frente de iglesias peculiares (peculiaribus ecclesiis praeficiuntur), que gobiernan con potestad ordinaria bajo la autoridad del Romano Pontífice». Puede también plantearse la cuestión de si, admitiendo que las Iglesias particulares pertenecen muy probablemente a la constitución divina de la Iglesia, se ha de aplicar la misma calificación al episcopado monárquico, es decir, a la existencia de un solo O. como cabeza de la diócesis. A favor de la opinión afirmativa puede aducirse el hecho de que está avalada por la tradición ininterrumpida de la Iglesia: es cierto que algún autor ha creído encontrar rastros de un régimen colegial - de varios O. - en una misma diócesis, pero esta opinión, como hemos hecho notar, no pasa por el momento de ser una hipótesis sin pruebas ciertas que la demuestren; e incluso aunque lograse saberse con certeza que durante un cierto tiempo existió en alguna o algunas diócesis ese régimen colegial, de ese caso concreto - y desde luego excepcional - no podría deducirse una norma aplicable a la Iglesia con carácter general. Pasando ya a describir en concreto las funciones del O. en su diócesis hay que decir en primer lugar que un 0; obtiene el oficio capital de una diócesis mediante la misión canónica o asignación de un grupo concreto de fieles sobre los cuales ha de ejercer de manera directa su función pastoral, quedando así constituido como vicario de Cristo en esa Iglesia particular, a la que, en nombre del mismo Jesucristo, gobierna con una potestad propia, ordinaria e inmediata, que puede, sin embargo, ser circunscrita dentro de ciertos límites por el Romano Pontífice, en razón de la utilidad de la Iglesia o de los fieles (cfr. Lumen gentium, 27, Christus Dominus, 11). Sobre la naturaleza de la misión canónica en relación con las funciones conferidas por la consagración episcopal, se pensaba hasta hace poco tiempo que la consagración daba solamente la llamada potestad de orden, mientras que la jurisdicción se atribuía directamente por el Romano Pontífice, en virtud de la misión canónica. Esta opinión se ha abandonado actualmente, y los autores defienden diversas posturas; limitándonos a lo más común podemos decir que se tiende a sostener que la llamada potestad de jurisdicción se confiere radicalmente en la consagración episcopal, pero es preciso que se determinen las personas sobre las cuales pueda ejercerse, y esto se obtiene por la misión canónica, cuyo efecto consistiría, por tanto, en establecer la conexión entre una potestad ya existente, aunque de manera indeterminada, y el grupo de fieles en favor de los cuales ha de desempeñarse. Algunos precisan que la consagración da la potestad de jurisdicción, pero que ésta permanece, sin embargo, ligada hasta que, por la misión canónica, se determinen los fieles sobre los cuales se hará operativa. Se sostiene también que la consagración episcopal, además de conferir las funciones de contenido universal anteriormente descritas (cfr. 5), capacita también al sujeto legítimamente designado por la misión canónica para asumir el conjunto de poderes que radican en el oficio capital diocesano. Además del O. diocesano, puede también haber en una diócesis otros O. titulares, que desempeñen. cargos en la organización de esa determinada Iglesia particular (O. coadjutor, auxiliar, etc.). En este caso, se trata del ejercicio de funciones vicarías, en cuanto participación del oficio capital asumido por el O. diocesano, participación que, en mayor o menor grado, puede ser también ejercida por otros fieles (presbíteros, ministros inferiores o laicos), aunque éstos no podrán realizar aquellas funciones - conferir el sacramento del Orden, etc. - para las cuales se requiere haber recibido la consagración episcopal. Tampoco podrán los laicos, como es lógico, poner por obra aquellos actos que exigen la recepción del orden sagrado, etc.; en otras palabras, esta cooperación vicaria se desarrollará dentro de la línea del poder (jurisdicción) y como participación en él, dejando intacta la necesidad del sacramento del Orden para las funciones que lo requieren. En su propia diócesis, el O. manifiesta de manera especial la presencia de Jesucristo en la Iglesia y es vínculo de unidad: en la fe, que debe predicar con constancia; en los sacramentos y, en general, en el culto litúrgico, realizado por él personalmente o por los presbíteros y ministros unidos a él mediante el vínculo de la unión jerárquica; y, finalmente, en el gobierno pastoral, que siempre se ha entendido en la Iglesia como un servicio (ministerio) prestado a todos los fieles: sobre este servicio se ha dicho acertadamente que no es una mera disposición ascética separada del cumplimiento de la tarea pastoral y sobreañadida a ella, sino que radica precisamente en el recto desempeño de esa función, sabiendo conjugar la mansedumbre con la necesaria fortaleza, de modo que, por encima de todo, sea una manifestación de verdadera caridad. Así, como modelo por el que todos se sientan movidos e intercesor por su oración ante Dios, podrá el O. dirigir eficazmente a todos los fieles a buscar la propia santidad, viviendo en plenitud las exigencias de la doctrina de Jesucristo, y esforzándose por alcanzar la caridad perfecta, a la que están llamados todos los cristianos, según la vocación propia de cada uno (cfr. Lumen gentium, 40): «Los Obispos, elegidos para la plenitud del sacerdocio, reciben la gracia sacramental con el fin de que, por la oración, el sacrificio y la predicación, a través de todas las formas de la solicitud y del servicio episcopal ejerzan con perfección el deber de la caridad pastoral; no teman dar la vida por sus ovejas y, siendo modelo para su rebaño (cfr. I Pet 5, 3), impulsen a la Iglesia también con su ejemplo a una santidad cada vez mayor» (Lum. gent., 41).
BIBL. : P. ANCIAUX, L'épiscopat dans l'Église. Réflexions sur le ministère sacerdotal, París 1963; U. BETTI, La dottrina sull'episcopato nel Vaticano II, Roma 1968; J. COLSON, L'Évêque dans les communautés primitives, París 1951; ID, Les fonctions ecclésiales aux deux premiers siècles, París 1956; ID, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de l'Évangile, ed. Beauchesne 1966; Y. M.-J. CONGAR, Faits, problèmes et réflexions à propos du pouvoir et des rapports entre le presbytérat et l'épiscopat, «La Maison-Dieu»», 14 (1948) 10-128; G. D'ERCOLE, Iter storico della formazione delle norme costituzionali e della dottrina sui vescovi, presbiteri, laici nella Chiesa delle origini, Roma 1963; F. PRAT y E. VALTON, Évêques, en DTC V, 1656-1725; A. MICHEL, Ordre, en DTC X1,1193-1404; ID, Prêtre, en DTC X1I1,138-161; B. D. Dupuy, Églises chrétiennes et épiscopat, Vues fondamentales sur la théologie de l'Épiscopat, París 1966; I. 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Obras en colaboración: Problemas de actualidad sobre la sucesión apostólica, XVI Semana Española de Teología, Madrid 1957; Teología del Episcopado, XXII Semana Española de Teología, Madrid 1963; El Colegio Episcopal, Madrid 1964; La Iglesia del Vaticano II, Barcelona 1966; El Episcopado y la Iglesia universal, Barcelona 1966; Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, Madrid 1966; La charge pastorale des Évêques, París 1969. J. L. GUTIÉRREZ GÓMEZ. II. LITURGIA Y PASTORAL. Las atribuciones litúrgicas las posee el O. no en forma derivada sino fontal, ya que sólo él posee, como en su fuente, todas las funciones cultuales y santificadoras propias de la plenitud del sacramento del orden que ha recibido y que se ejercitan en la Liturgia; de modo que «el O. debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende en cierto modo la vida en Cristo de sus fieles» (Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 41). Esta eminencia de facultades litúrgicas, que distingue al O. del simple presbítero, se puede agrupar en estos dos puntos: I) función eminentemente sacerdotal; 2) función directora, promotora y moderada, según se establece en los documentos del Conc. Vaticano II: «Los Obispos son los principales dispensadores de los misterios de Dios, los moderadores, promotores y guardianes de toda la vida litúrgica en la Iglesia que se les ha confiado» (Decr. Christus Dominus, 15). 1. El ejercicio de la plenitud del sacerdocio. El O. es el sacerdote nato de toda celebración litúrgica en su diócesis; sacerdocio pleno que ejerce habitualmente en su iglesia catedral, y en forma vicaria por los párrocos y demás sacerdotes encargados de las otras iglesias, que unidos jerárquicamente con su O. «10 hacen presente en cierto modo en cada una de las asambleas de los fieles» (Decr. Pres byterorum ordinis, 5). La plenitud del sacerdocio que corresponde a los O. se patentiza en el derecho y en la práctica litúrgica de dos modos: a) Reservando al O. un grupo de acciones litúrgicas importantes, como el conferir las sagradas Ordenes, consagrar los Santos Oleos en la Misa crismal del Jueves Santo, administrar el sacramento de la Confirmación como ministro ordinario, consagrar una iglesia, y cierto número de bendiciones solemnes de iglesias, oratorios y cementerios nuevos, de la primera piedra de una iglesia, etc. b) Relacionando la administración de los sacramentos por los presbíteros, u otros ministros idóneos, con el O. de la diócesis en que se administran, sea por un elemento de orden jurídico como la licencia para oír confesiones o predicar, sea por un factor de orden eucológico como la mención expresa del nombre del O. en el canon o anáfora de la Santa Misa, sea, finalmente, por un hecho de orden real-simbólico como la utilización obligatoria de los Oleos consagrados por su O. en la administración del Bautismo, Confirmación y Unción de los enfermos. 2. La dirección y vigilancia sobre las normas litúrgicas. Al O. «ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su diócesis» (Vaticano II, Const. Lumen gentium, 26); conforme a este texto ya otros del citado Concilio (cfr. Const. Sacrosanctum Concilium, 22) se ha ampliado en gran medida la autoridad litúrgica del O. (tanto singularmente, como formando parte de su respectiva Conferencia Episcopal); en la anterior legislación su autoridad se ejercía más bien en la mera vigilancia sobre el cumplimiento de las prescripciones canónicas y litúrgicas del culto (cfr. CIC, can. 1257 y 1261) y se consideraba más como un deber que como un derecho. Según la Constitución sobre Liturgia (Sacrosanctum Concilium) cada O. particular tiene autoridad para aceptar o rechazar los casos concretos en la disciplina reformada de la comunión bajo ambas especies (n° 55), para reglamentar la disciplina de la concelebración en su diócesis (n° 57,2,1°), para determinar la forma práctica del catecumenado de adultos (n° 64), las variaciones en el rito bautismal cuando los candidatos son numerosos (n° 68), y las circunstancias particulares en las que ciertos ritos sacramentales puedan ser administrados por laicos (n° 79). La Conferencia Episcopal, por su parte, tiene autoridad para determinar la extensión del uso de la lengua vernácula en la Liturgia (n° 36;3), aprobar las traducciones de textos litúrgicos (n º 36,4), determinar las adaptaciones convenientes salvada la unidad sustancial del rito romano (n º 38-40), preparar rituales particulares (n º 63b), elaborar un rito propio del matrimonio (n° 77), adaptar el año litúrgico de acuerdo con las circunstancias de lugar (no 107), fomentar la práctica penitencial de la Cuaresma (n º 110), introducir formas musicales indígenas en la liturgia (n º 119), admitir en el culto divino otros instrumentos musicales aparte del órgano de tubos (n° 120), y adaptar a las costumbres y necesidades locales la materia y forma de los objetos y vestiduras sagradas (n º 128), todo ello, en general, de acuerdo con la Santa Sede.
BIBL. : L. GROMIER, «Commentaire du Caeremoniale episcoporum», París 1959; J. NABUCO, Ius Pontificalium, Introductio in Caeremoniale Episcoporum, Tournai 1956; A. G. MARTIMORT, De l’Évêque, París 1946; Fr. McMANUS, El poder jurídico del Obispo en la Constitución de la sagrada liturgia, Concilium» (Madrid 1965), 32-50; Derecho Canónico posconciliar, ed. BAC, 3 ed. Madrid 1972. J. M. SUSTAETA ELUSTIZA. III. DERECHO CANÓNICO. «Entre los varios ministerios que ya desde los primeros tiempos se ejercitan en la Iglesia, según testimonio de la Tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, constituidos en el episcopado, por una sucesión que surge desde el principio, conservan la sucesión de la semilla apostólica primera» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 20). La atribución de esta misión específica sitúa al episcopado en el vértice supremo de la jerarquía eclesiástica y, así, «el Obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del Orden, es el administrador de la gracia del supremo sacerdocio» (Lum. gent. 26). Esta función de santificar se confiere, junto con las de enseñar y de regir, en la consagración episcopal (Lum. gent. 21). De la recepción del episcopado se origina, así, un doble efecto: 1) por una parte, la colación de unas funciones personales (que no deben confundirse con las institucionales) de enseñar, santificar y regir; 2) por otra, la incorporación al Colegio episcopal. Hay que advertir, sin embargo, que para el ejercicio de tales funciones, así como para detentar la condición de miembro del cuerpo episcopal, es preciso la comunión jerárquica con la cabeza y miembros del Colegio (Lum. gent. 21 y 22). 1. El estatuto jurídico del Obispo. Las consideraciones anteriores presentan un especial interés en orden a la delimitación jurídica de la figura del Obispo. En efecto, la atribución de las funciones reseñadas tiene carácter personal, por la que pueden ser ejercidas por cada O. singularmente sin limitación espacio-temporal, con el único requisito de la necesaria comunión jerárquica con la cabeza y cuerpo del Colegio episcopal. El O. asume, por la consagración, el derecho y el deber al ejercicio de las funciones de enseñar, santificar y regir «a todas las gentes... a fin de que todos los hombres logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos» (Lum. gent. 24). Junto a esta misión de carácter individual, por su incorporación al cuerpo episcopal tienen derecho a participar en aquellas manifestaciones de carácter colegial propias del orden de los O., cuya expresión más significativa es el Conc. Ecuménico, en el que se ejercita de modo solemne la potestad suprema que este colegio posee sobre la Iglesia universal (Lum. gent. 22). La presencia en el Conc. Ecuménico es, por tanto, un derecho que compete a cada uno de los O. - con el correspondiente derecho de voz y voto -, con la única exigencia de que mantengan la comunión jerárquica con el Colegio y su cabeza. La función episcopal se manifiesta así en una doble vertiente: individual y colegial. La primera no se restringe al gobierno de una diócesis o iglesia particular; de suyo es una misión universal, ya que, como advierte el Conc. Vaticano II, «todos los Obispos deben tener aquella solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen, que, aunque no se ejercite por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, grandemente al progreso de la Iglesia universal» (Lum. gent. 23). Esta dimensión universal de la función episcopal, propuesta por el último Concilio, significa una acentuación de la misión singular de cada O., circunscrita normalmente a la gestión diocesana. Por su parte, la función colegial se concreta en las diferentes manifestaciones colegiales del episcopado; se configura como un derecho individual de cada O. y su origen se encuentra en la consagración episcopal que, como antes se ha dicho, atribuye a cada O. la condición de miembro del Colegio. El origen común de estas funciones - consagración episcopal - y su carácter personal permiten identificar el estatuto jurídico de los O., integrado por un conjunto de derechos y deberes derivados de su condición de O. y no del desempeño de un cargo eclesiástico determinado. Este conjunto de derechos expresan el reconocimiento del legítimo ejercicio de las funciones recibidas en la consagración episcopal en todo el ámbito de la Iglesia universal, salvo aquellas limitaciones que puedan establecerse normativamente por la autoridad suprema del Romano Pontífice. Las normas vigentes reconocen estos derechos a los O. al declarar que pueden predicar la palabra divina en todo el mundo, así como oír las confesiones de los fieles y absolver de los pecados, incluso reservados, celebrar el sacrificio eucarístico y distribuir la comunión sin limitaciones de tiempo ni de lugar, bendecir y erigir iglesias, oratorios, etc. (Paulo VI, Motu proprio Pastorale munus, 11,1-3 y 6-8). Por otra parte, tienen el deber de «promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común en toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor del cuerpo Místico de Cristo..., promover toda acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a la dilatación de la fe ya la difusión de la luz de la verdad entre todos los hombres» (Lum. gent. 23). Al mismo tiempo, al producir la consagración episcopal la incorporación como un miembro de pleno derecho del colegio de los O., desde ese momento el O. tiene el derecho y el deber personal de participar en las diversas manifestaciones colegiales. El conjunto de estos derechos radicales del episcopado, a los que hay que añadir aquellos reconocidos por el derecho positivo, constituyen el estatuto jurídico de los O., que es un estatuto específico respecto al común de los clérigos, propio y personal de cada O., e independiente, por tanto, de que se detente la titularidad de un determinado oficio o cargo eclesiástico. 2. El Obispo y la organización eclesiástica. Decíamos antes que el episcopado se encuentra en el vértice supremo de la Jerarquía eclesiástica. Hay que notar, sin embargo, que la noción de Jerarquía que aquí se utiliza se refiere a la atribución de determinadas funciones o misiones; atribución en la Iglesia, que tiene su antecedente en una gradación de consagraciones referida especialmente al sacramento del orden: episcopado, presbiterado, diaconado. Esta interferencia de los criterios personal sacramental y funcional movió a la doctrina canónica a distinguir la jerarquía de orden, basada en la condición personal, de la jerarquía de jurisdicción, basada en la titularidad de los cargos eclesiásticos: Romano Pontífice, Metropolitano, O. residencial, etc. Con esta doble línea jerárquica se pretendía distinguir la recepción, perpetua e indeleble, de unas funciones a título personal, de la asunción de unas funciones que, desde el punto de vista del titular, tenían un carácter transitorio y perdurable; en efecto, si la condición de O. no puede perderse, la condición de O, diocesano se pierde por remoción, traslado, renuncia, cesación, etc. Es evidente que la conjunción de ambas líneas jerárquicas, o mejor la conexión de ambas clases de funciones, constituye uno de los problemas cardinales para una interpretación correcta de la organización eclesiástica. Para afrontar el problema en su adecuada perspectiva, hay que partir del claro conocimiento de la existencia de dos clases de funciones: personales e institucionales, sin oscurecer esa distinción. De las primeras ya hemos hablado anteriormente: son las que derivan de la consagración sacramental. Las funciones institucionales son, en cambio, aquellas que no se atribuyen a una persona física por la sola consagración, sino que dan lugar a una institución, es decir, a la organización eclesiástica en cuanto tal. La distribución de estas funciones en orden a su ejercicio se realiza de acuerdo con determinadas técnicas - oficio eclesiástico, delegación, avocación, suplencia, etc.- y el conjunto de este proceso es lo que estructura la organización eclesiástica. Un O. puede ejercer las funciones personales que le han sido conferidas en la consagración, pero no puede ejercer ninguna función institucional si, previamente, no se le ha transmitido a través de alguna de las técnicas organizativas antes mencionadas. En consecuencia, el O., conservando las funciones recibidas en la consagración y siendo legítimo el ejercicio de las mismas, puede encontrarse al margen de la organización eclesiástica, es decir, no desempeñar ningún cargo eclesiástico; un ejemplo frecuente de este supuesto lo constituyen en la actualidad los O. dimisionarios. Para que un O. se encuentre al servicio de la organización eclesiástica es preciso que, a través de un acto jurídico, se le confiera la titularidad de un oficio o el ejercicio transitorio de determinadas funciones eclesiásticas. 3. El Obispo diocesano. Entre la variedad de oficios eclesiásticos cuya titularidad puede ser ejercida por un O., el más típico y propio de la misión episcopal es el de O. diocesano, es decir, el núcleo de funciones inherentes al oficio capital de la Iglesia particular. Se trata de un oficio eclesiástico en el que para ser titular se exige necesariamente la condición de O.; el carácter episcopal, en este caso, constituye un requisito de idoneidad para el desempeño del oficio. La conexión entre el oficio capital diocesano y el carácter episcopal es subrayada por el Conc. Vaticano II al declarar que «cada Obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su Iglesia particular» (Lum. gent. 23); el oficio episcopal constituye, así, un elemento constitucional de la Iglesia particular, sin el cual no puede constituirse ni subsistir la comunidad diocesana. La capitalidad diocesana corresponde «a cada uno de los Obispos, a los que se ha confiado el cuidado de cada Iglesia particular, bajo la autoridad del Sumo Pontífice, como sus pastores propios, ordinarios e inmediatos, apacientan sus ovejas en el nombre del Señor, desarrollando en ellas su oficio de enseñar, de santificar y de regir» (Conc. Vaticano II, Christus Dominus, 11). En el ejercicio de su ministerio de enseñar, los O. deben anunciar el Evangelio de Cristo, «porque son los pregoneros de la fe..., los maestros auténticos, es decir, herederos de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y de aplicarse a la vida... y los fieles, por su parte, tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión del espíritu al parecer de su Obispo en materias de fe y de costumbres cuando él las expone en nombre de Cristo» (Lum. gent. 25). En el ejercicio de su deber de santificar, los O. gozan de la plenitud del sacramento del Orden y son, por consiguiente, los «principales dispensadores de los misterios de Dios, los moderadores, promotores y guardianes de toda la vida litúrgica en la Iglesia que se les ha confiado» (Christus Dominus, 15); «toda legítima celebración de la Eucarística la dirige el Obispo, al cual ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su diócesis» (Lum. gent. 26). Por último, «Ios Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que se les han encomendado, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y su potestad sagrada... Esta potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque el ejercicio último de la misma sea regulado por la autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia y de los fieles, pueda quedar circunscrita dentro de ciertos límites. En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho y, ante Dios, el deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto ya la organización del apostolado» (Lum. gent. 27). La potestad del O. diocesano, necesaria para el cumplimiento de su función pastoral, se encuentra inserta en el núcleo de funciones inherentes al oficio capital delineado en la estructura constitucional de la Iglesia particular; no se adquiere en la consagración episcopal, sino como consecuencia de la investidura como titular del oficio, es decir, a través de la misión canónica que puede hacerse «ya sea por las legítimas costumbres que no hayan sido renovadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia, ya sea por las leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya sea también directamente por el mismo sucesor de Pedro; y ningún Obispo puede ser elevado a tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión apostólica» (Lum. gent. 24). La potestad del O. diocesano es, por consiguiente, una potestad subordinada al Romano Pontífice, que puede regularla, pero no suprimirla, ya que no procede del oficio primacial, sino que es propia de la Iglesia particular; por ello, «a los Obispos se les confía plenamente el oficio pastoral, es decir, el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben ser tenidos como vicarios del Romano Pontífice, ya que ejercitan potestad propia y son, en verdad, los jefes del pueblo que gobiernan» (Lum. gent. 27).
BIBL. : E. GUERRY, El Obispo, Barcelona 1968; V ARIOS, La función pastoral de los Obispos, Salamanca 1967; J. HERVADA, En torno al Decreto «Christus Dominus» del Concilio Vaticano II, «Ius Canonicum» VII (1966) 259-266; A. GARCÍA SUÁREZ, Función local y función universal del episcopado, en Teología del Episcopado, Madrid 1963, 221 55; VARIOS, L'Épiscopat et l'Église universelle, París 1964; VARIOS, La Iglesia del Vaticano II, Barcelona 1966; S. RAMÍREZ, De episcopatu ut sacramento deque epíscoporum collegio, Salamanca 1966; J. A. SOUTO, La potestad del Obispo diocesano, «Ius Canonicum» VII (1967) 365-45O. JOSÉ ANTONIO SOUTO. Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991 |