NATALIDAD. MORAL
El hombre se hace cooperador con Dios en la propagación de la vida humana; y
ésta, si guarda el recto orden, debe tener lugar dentro de la institución
matrimonial y de acuerdo con sus leyes propias, de origen divino, pues es Dios
quien ha determinado, en perfecta conformidad con las exigencias ontológicas de
la persona humana, los fines propios de esa institución, ordenándola desde el
primer momento, y por su propia naturaleza, a la trasmisión de la vida: «Creced
y multiplicaos y llenad la tierra». (Gen 1,28). Sin olvidar, además, que el
matrimonio ha sido después elevado por Cristo mismo a la dignidad de Sacramento,
con las importantes consecuencias que de ahí dimanan en la vida de los
cristianos: la multiplicación de los hijos de la Iglesia, la santificación de
los cónyuges en el cumplimiento de sus deberes matrimoniales, etc.
Sólo en el seno de la familia (v.) tiene sentido pleno la procreación, que
no puede separarse de la educación de la prole (v. PADRES, DEBERES DE LOS). En
el presente artículo nos limitamos al aspecto moral de la n. dentro del
matrimonio, sin que ello signifique que la vida matrimonial en su dimensión
moral se reduzca exclusivamente a esta faceta (v. MATRIMONIO V).
1. Planteamiento del problema. Se deben distinguir algunos aspectos que,
aunque relacionados, en cierta manera, son independientes: uno referido al
aumento de la población y otro el de la moral de la fecundidad en el matrimonio.
Respecto al aumento de población, veamos cuáles han sido los factores
principales que han motivado, a escala mundial, el planteamiento de esta
cuestión. En primer lugar, desde la tesis expuesta en el s. XVIII por Malthus
(v.) sobre la hipótesis de una superpoblación de la tierra, no han faltado
economistas y sociólogos que hablan de un ritmo de crecimiento de la población
muy superior al de las reservas alimenticias necesarias para su subsistencia. No
entramos de lleno en este problema del desarrollo demográfico que, si bien
presenta dificultades reales, ha sido problematizado sobre la base de numerosos
prejuicios y no exento de serios errores científicos (v. II). A pesar de ello,
puede decirse que ha sido éste, sin duda, el factor más importante que ha
llevado a plantear la regulación de la n. a escala mundial al margen de todo
principio moral, y teniendo casi exclusivamente en cuenta criterios de tipo
económico, cuando no de un solapado neocolonialismo demográfico.
Únese a este factor el hecho de un mayor conocimiento y dominio de las
leyes que regulan la trasmisióri de la vida. En los últimos años, con el
descubrimiento de preparados que bloquean por vía hormonal el ciclo reproductivo
de la mujer, es posible impedir con más facilidad la concepción de un nuevo ser,
cuando no la interrupción de una nueva vida a las pocas horas de haber sido
concebida (v. c).
Se comprende así que esta facilidad para interferir el fin propio del acto
conyugal, tal y como Dios lo quiere, presente un grave problema moral, que puede
menospreciarse cuando otros criterios secundarios -económicos, demográficos, etc-
vienen a ocupar indebidamente un lugar de privilegio, suplantando así los fines
y principios fundamentales.
El aumento de la población es en cierta manera un fenómeno natural, que
debe ser estudiado y resuelto desde un punto de vista sociológico, económico,
político, etcétera, sin olvidar nunca la perspectiva realista y el optimismo que
da la visión cristiana de la Providencia divina. «La Providencia -para
expresarnos con conceptos y palabras humanos- no es propiamente el conjunto de
actos excepcionales de la divina clemencia, sino el resultado ordinario de la
acción amorosa de la infinita sabiduría, bondad y omnipotencia del Creador: Dios
no niega los medios para vivir a quien Él llama a la vida» (Pío XII, Tra le
visite: AAS, 50, 1958, 94). Confianza en la Providencia, que lejos de llevar al
cristiano a una posición de inhibición y abstencionismo, le urge a participar en
todos los esfuerzos nobles para que los recursos del mundo y las posibilidades
para una vida digna crezca de manera proporcionada al aumento de población.
A nivel familiar, la fecundidad del matrimonio (v. PATERNIDAD RESPONSABLE)
está condicionada por factores personales, de generosidad, etc. No se pueden
olvidar, por otra parte, las dificultades reales que puede comportar para una
familia el nacimiento de un nuevo hijo, cuando concurren determinadas
circunstancias -precaria salud de la madre, muy escasos recursos económicos, etc-,
y que, en algunos casos, podrían hacer lícita una regulación de los nacimientos.
Lo que nunca puede admitirse es presentar la fecundidad del matrimonio como
«enfermedad social»: «entre las observaciones más dañosas de la sociedad moderna
paganizante debe contarse la opinión de algunos que se atreven a definir la
fecundidad de los matrimonios como una `enfermedad social', de la que las
naciones que se ven afectadas deberían esforzarse por sanar con todos los
medios» (ib. 91).
Resulta, pues, evidente que no puede plantearse el tema de la regulación
de la n. (entendiendo por tal la decisión de disminuir el número de nacimientos)
como un imperativo de principio, sino como algo que puede ser lícito en
ocasiones muy determinadas. Problema moral complejo, que ha dado lugar a que el
Magisterio de la Iglesia haya intervenido en los últimos años para reafirmar los
principios básicos de la moralidad conyugal, y con ellos, indirectamente, el
juicio moral sobre la regulación de la natalidad.
2. Principios doctrinales. La trasmisión de la vida humana presenta, sin
lugar a dudas, un aspecto moral porque es una parte de la actividad del hombre y
la operación de la creatura racional no puede desvincularse de su moralidad,
dado el carácter espiritual y libre propios del obrar humano. Actividad que,
para ser recta, habrá de conformarse a las exigencias específicas del ser del
hombre.
Es necesario, por tanto, que, al plantearse el aspecto moral de cualquier
acción humana, se acuda siempre, so pena de errar en las soluciones que se
aporten, a los principios básicos que -en cualquier campo de la actividad
racional- dan la pauta de la rectitud o malicia moral. Tales principios tienen
su origen en Dios, pero no se trata de leyes o normas arbitrarias: por el
contrario, presentan una perfecta armonía con el ser propio de la naturaleza
humana (v. MORAL; LEY II).
Al abordar el tema de la n. desde el punto de vista moral, es de suma
importancia, por tanto, no reducir sus perspectivas a determinados aspectos
parciales -de orden biológico, demográfico o sociológico-, sino considerarlo en
toda su amplitud: en el marco de una visión integral del hombre y de su vocación
no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna (cfr. Paulo VI,
Ene. Humanae vitae). Conviene, pues, recordar algunos principios básicos de la
moralidad, imprescindibles para aportar un recto juicio a este problema.
Todo acto moralmente bueno ha de guardar un recto orden al fin; para ello
debe adecuarse a la norma moral objetiva que encauza la operatividad humana
-siempre en conformidad con el fin- hacia la propia perfección ontológica de la
persona. Lógicamente, para que la norma moral se convierta en guía de acción, es
preciso que el hombre capte su contenido por medio de la inteligencia y, bajo la
dirección de ésta, decida con su voluntad realizar el acto de que se trate. Bien
entendido que la inteligencia no hace otra cosa sino descubrir los principios
morales insertos en la entraña de la realidad, en el orden del ser, y la
voluntad dirige la acción precisamente a través de esas exigencias ontológicas
de su propia naturaleza. En otras palabras: Dios crea todo con un fin, e imprime
a cada creatura una cierta capacidad de obrar para lograr ese fin; la creatura
racional debe conocer el fin que le es propio -así como las obras y medios que a
él conducen-, quererlo y moverse libremente a alcanzarlo. La inteligencia no
puede, pues, crear la norma moral ni modificar el recto orden que todo acto
moralmente bueno debe guardar con el fin último del hombre. Para un creyente,
además, la luz de la fe le proporciona nuevos elementos de juicio que hacen más
fácil descubrir toda la estructura del orden moral.
Pero incluso a una persona que no admitiese la Revelación cristiana, le
sería posible captar esas exigencias de la ley moral natural (v. LEY VII, 1) y
las obligaciones que de ella dimanan. En la práctica, sin embargo, ese
reconocimiento puede estar oscurecido por las consecuencias del pecado original,
por los pecados personales, por hábitos y enseñanzas contrarias, etc. No en
balde se hace alusión en la Ene. Humanae vitae a la ley natural a propósito del
recto orden que han de vivir los esposos en la trasmisión de la vida, y a la
competencia del Magisterio para reafirmar e interpretar la ley natural.
Aun reconociendo este valor universal de la ley natural, su recta
interpretación por la Iglesia y la nitidez de la doctrina propuesta en el
Magisterio, no han faltado voces dispersas, pero bien orquestadas y acogidas en
determinados medios de prensa, tratando de promover un cierto enfrentamiento
entre la conciencia individual y las normas morales a propósito de esta
cuestión. Se ha objetado que los principios y orientaciones doctrinales del
Magisterio en esta materia no son infalibles, y se pretende con este fácil
argumento anteponer la conciencia individual a decisiones de una autoridad que,
por voluntad de Jesucristo, es maestra de la verdad y cuya misión consiste en
enseñar y anunciar auténticamente esa verdad y declarar los principios del orden
moral que fluyen de la misma naturaleza humana (cfr. Conc. Vaticano II, Decr.
Dignitatis humanae, 14).
Todas las Conferencias Episcopales que han hecho alguna declaración a
propósito de la Enc. Humanae vitae han reafirmado los principios contenidos en
ella, y refiriéndose a las posibles dificultades de índole personal, han
recordado también la necesidad de una buena formación de la conciencia de
acuerdo con la doctrina cierta de la Iglesia, y el grave peligro que entraña una
conciencia que se deja llevar por apreciaciones subjetivas al margen de los
principios fundamentales de la moralidad. Por citar un solo ejemplo, basten unas
palabras de la Conferencia Episcopal Escocesa que, después de afirmar que los
juicios de conciencia han de basarse en los sanos principios de lo justo y de lo
injusto, añade: «El hombre no es ley para sí mismo; su conciencia no es
completamente independiente (...) El Santo Padre, en su Encíclica, nos ha dado
los principios según los cuales los católicos deben formar su conciencia sobre
este problema. La obligación que tiene un católico de aceptar la enseñanza de la
Iglesia sobre todo problema moral de una cierta gravedad no puede ser
razonablemente considerada como una ofensa a la libertad de la conciencia
individual».
En cualquier caso, aun para los no católicos, siempre permanecen en pie
aquellos principios básicos que marcan la pauta de acción en el campo moral y a
los que repetidamente alude el Magisterio, que, guiado por la luz sobrenatural
proveniente de la Revelación, los ilumina con nueva claridad. Es un
contrasentido, p. ej., hablar de métodos «católicos» de regulación de la n.,
cuando la ética de cualquiera de ellos se deriva de las exigencias propias de la
ley natural, que afecta por igual a todos los hombres, sea cual fuere su credo
religioso.
Acto conyugal y trasmisión de la vida. El acto matrimonial se halla
esencial y totalmente subordinado y ordenado a aquella única gran ley de la
generatio et educatio prolis; es decir, al cumplimiento del fin primario del
matrimonio como origen y fuente de vida. Es, por tanto, inmoral desligar el
ejercicio de la sexualidad de la procreación. El acto conyugal, por el que Dios
ha dispuesto la trasmisión de la vida, tiene una finalidad principal -la
procreación- de la que no puede privársele voluntariamente si se desea respetar
sus leyes propias. «He aquí, pues, la recta norma: el uso de la natural
disposición generativa es moralmente lícito sólo en el matrimonio, en
subordinación a los fines del matrimonio mismo y según el orden de éstos. De
aquí se sigue también que sólo en el matrimonio, y observando esta regla, son
lícitos el deseo y la fruición de aquel placer y de aquella satisfacción. Porque
el goce está sometido a la ley de la acción de la que él se deriva, y no
viceversa, la acción a la ley del goce» (Pío XII, Alocución, 29 oct. 1951).
Éste ha sido siempre el sentir tradicional de la Iglesia; con palabras
duras expresaba S. Agustín el intento de frustrar la trasmisión de la vida: «llícita
e impúdicamente yace, aun con su legítima mujer, el que evita la concepción de
la prole. Que es lo que hizo Onam, hijo de Judas, por lo cual Dios le quitó la
vida» (De coniugüs adulterinis, 2,12).
Conviene advertir que ese modo de actuar es ilícito y opuesto a la
verdadera norma moral, no sólo porquerompe su conformidad con los principios de
la Revelación, sino también -no podría ser de otra manera- con los mismos la ley
natural y de la moralidad en general. Por eso señalaba ya Pío XI en su Enc.
Casti connubii (AAS, 22, 1930, 565) que «ningún motivo, sin embargo, aun cuando
sea gravísimo, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza
sea honesto y conforme a la misma naturaleza; y estando destinado el acto
conyugal, por su misma naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el
ejercicio del mismo lo destituyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra
la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta».
Idéntica doctrina encontramos en los más recientes documentos del
Magisterio, y así Paulo VI recuerda y reafirma, una vez más, esos principios
morales: «cualquier acto matrimonial debe permanecer abierto a la trasmisión de
la vida» (Enc. Humanae vitae, 11). De nuevo, pues, se acude a esta norma
fundamental, porque como ya recordaba Pío XII, «esta prescripción sigue en pleno
vigor lo mismo hoy que ayer, y tal será mañana y siempre, porque no es un simple
precepto de derecho humano, sino la expresión de una ley que es natural y
divina» (Alocución, 29 oct. 1951). Por exigente que pueda parecer a algunos la
norma moral en este campo, sería injusto y falto de objetividad el olvidar que
Dios; autor de la naturaleza, no la somete a leyes imposibles de cumplir, aunque
las consecuencias del pecado original se dejen sentir en este, como en otros
terrenos. Además, se olvida también con excesiva frecuencia que todos los
hombres en cualquier estado -y, por tanto, los esposos- están llamados a la
santidad, y que los esposos cristianos en concreto cuentan, para vivir
rectamente su matrimonio, con la gracia específica del Sacramento, y con los
otros medios de gracia que Dios ha puesto a su alcance. Ver sólo las
dificultades sin reparar al mismo tiempo en los medios que Dios ofrece para
superarlas y alcanzar el fin sobrenatural, es lo más opuesto a una visión
cristiana de la vida.
3. Aplicación de los principios doctrinales. Por las razones indicadas
anteriormente, es ilícita toda regulación de la prole que suponga una
interferencia del fin propio del acto conyugal, que siempre ha de permanecer
abierto a la trasmisión de la vida.
En virtud de este principio resultan consiguientemente ilícitas aquellas
acciones encaminadas a la esterilización (v.) directa, sea perpetua o temporal,
tanto del hombre como de la mujer; y aquellas otras que, en previsión del acto
conyugal, en su realización, o en el desarrollo normal de sus consecuencias
naturales, se propongan como fin o como medio hacer imposible la procreación (cfr.
Paulo VI, Enc. Humanae vitae, 11 y 14). Esto comprende, en la práctica," la
ilicitud del bloqueo del proceso madurativo de las células germinales y,
concretamente, de los óvulos, por la administración de fármacos anovulatorios
(v.) y la ilicitud de cualquier mecanismo que impida la concepción.
Igualmente es ilícita la interrupción directa del proceso generativo ya
iniciado, y con mayor razón el aborto (v.) directamente querido y procurado,
aunque sea por razones terapéuticas (íb.). Conviene advertir también que en los
casos en que los contraceptivos orales son usados como medicamentos, existe el
riesgo abortivo de esta utilización.
Es sabido que en muchos países se recurre al aborto como medio para
controlar la n., e incluso la autoridad civil intenta dar curso legal a esta
práctica. Se olvida con ello que «todo ser humano, y también el niño en el seno
materno, tienen el derecho a la vida inmediatamente de Dios, no de los padres,
ni de clase alguna de sociedad o autoridad humana. Por ello no hay ningún
hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna indicación médica,
eugenésica, social, económica, moral, que pueda exhibir o dar un título jurídico
válido para una deliberada disposición directa sobre la vida humana inocente; es
decir, una disposición que tienda a su destrucción, bien sea como fin, bien como
medio para otro fin que acaso de por sí no sea en modo alguno ilícito» (Pío XII,
Alocución, 29 oct. 1951). Por lo que respecta a la planificación de nacimientos
invocando razones y criterios demográficos, tampoco puede ser lícita desde el
momento que no se respeta el orden supremo al que debe conformarse la trasmisión
de la vida.
Estos intentos fueron también denunciados por Pío XII cuando decía que
«sobre la base de cálculos presupuestarios se trata de mecanizar también las
conciencias: de aquí las disposiciones públicas para regular la natalidad, la
presión del aparato administrativo de la llamada seguridad social, el influjo
ejercido sobre la opinión pública en el mismo sentido (...), la organización
inspirada por el frío cálculo, en su empeño de aprisionar la vida entre los
estrechos marcos de-cuadros fijos, como si fuese un fenómeno estático, se
convierte en negación y ofensa de la vida misma y de su carácter esencial, que
es el dinamismo incesante, a ella comunicado por la naturaleza» (Radiomensaje de
Navidad, 24 dic. 1952: AAS 45, 1953, 41). Por eso, puede decirse, en verdad, que
«salvarán a este mundo nuestro de hoy, no los que pretenden narcotizar la vida
del espíritu y reducirlo todo a cuestiones económicas o de bienestar material,
sino los que saben que la norma moral está en función del destino eterno del
hombre: los que tienen fe en Dios y arrostran generosamente las exigencias de
esa fe, difundiendo en quienes les rodean un sentido trascendente de nuestra
vida en la tierra» (J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n° 95).
Finalmente, hay que considerar que el único camino moralmente lícito
-siempre que se den determinadas circunstancias- para la regulación de la n. es
el recurso a los periodos infecundos que, rítmicamente, tienen lugar en la
mujer. En este caso el acto conyugal -limitado a los días de esterilidad
natural- no queda pervertido en sí mismo, pero se requiere que existan causas
proporcionalmente graves para usar del matrimonio única y exclusivamente en esos
periodos. Éste es un requisito fundamental que no pocas veces se echa en olvido:
si faltan esos motivos graves el recurso a los periodos infecundos resulta
también moralmente ¡lícito porque «el solo hecho de que los cónyuges no ataquen
a la naturaleza del acto (...) no bastaría por sí solo para garantizar la
rectitud de la intención y la moralidad irreprensible de los motivos mismos»
(Pío XII, Alocución, 29 oct. 1951). Estas causas proporcionalmente graves se
reducen a motivos de carácter médico, eugenésico, económico y social; para
indicarlas, en los documentos del Magisterio se utilizan expresiones que, por sí
mismas, señalan ya la necesaria gravedad: «serios o graves motivos», «casos de
fuerza mayor», «graves razones personales o derivadas de las circunstancias
externas» (v. MATRIMONIO v, 6; PATERNIDAD RESPONSABLE).
Por ello la regulación de la n. en base a esta posibilidad tiene siempre
un carácter restrictivo; únicamente será lícita en casos aislados, cuando
concurran las graves razones indicadas. Así, por ej., una grave enfermedad de la
madre que, según un recto juicio médico -que no descuidase tampoco el aspecto
moral- se viera en peligro claro y evidente para la vida materna en caso de
tener un nuevo embarazo.
V. t.: MATRIMONIO IV y V; FAMILIA IV; PADRES, DEBERES DE LOS; HAMBRE II;
DESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIOPOLÍTICO II; EMBARAZO II; PARTO II; VIDA; ABORTO
111; ANOVULATORIOS; ESTERILIZACIÓN II; EUGENESIA II.
BIBL.: Magisterio: Pío XI, Ene. Casti connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930) 539-590; Pío XII, Discurso al Congreso de la Unión Italiana de Matronas, 29 oct. 1951: AAS 43 (1951) 835854; ID, Alocución a los miembros del Congreso del «Frente de la Familia» y de la asociación de Familias Numerosas, 26 nov. 1951; ID, Radiomensaje de Navidad, 24 dic. 1952: AAS 45 (1953) 33-46; Decr. del Santo Oficio, 2 abr. 1955: Denz.Sch 3917; ID, Discurso al Congreso Internacional de Hematología, 12 sept. 1958; JUAN XXIII, Ene. Mater et magistra, 15 mayo 1961: AAS 53 (1961) 401-464; PAULO VI, Ene. Humanae vitae, 25 jul. 1968: AAS 60 (1968) 316-342; CONO. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, 47-52; ID., Decl. Dignitatis humanae, 14; S. CONGR. DOCTRINA DE LA FE, Instr. Vitae donum, del 22 febr. 1987; VARios, La paternidad responsable (discursos de JUAN PABLO II y estudios de varios especialistas), Madrid 1988; J. L. GUTIÉRREZ GARCÍA, Natalidad, en Conceptos fundamentales en la Doctrina social de la Iglesia, III, Madrid 1971, 189-207.
J. A. GARCÍA-PRIETO SEGURA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991