MUNDO III. MUNDO Y ESCATOLOGÍA


En el pensamiento cristiano, se entiende por fin del m. el cese definitivo del actual modo de existencia de la humanidad sobre la tierra y de las cosas materiales, cuya actual constitución sufrirá una honda transformación que se suele describir con las expresiones «cielos nuevos y tierra nueva» (tomada de Is 65-17) y «nueva creación». Esto equivale a afirmar que tanto la vida del hombre sobre la tierra, como la actual forma de existencia del cosmos tendrá un definitivo final -final que no será punto de partida para un nuevo retorno-, y que este final consistirá en una transformación, no en un volver a la nada, en un aniquilamiento.
      Aunque ya se ha tratado ampliamente de la concepción cristiana del m. (v. II, B) volvemos a resumir (en los apartados 1 y 2) algunos de los aspectos allí tratados como pórtico a una exposición más detallada del tema de la escatología del m. (apartados 3-9).
      1. Concepto de fin del mundo. El fin del m. es un anuncio contenido en la S. E.: a él, por tanto, se le aplican las características del género de profecía. Señalemos estas tres notas:
      1° Lo predicho no es simplemente algo venidero, sino un acontecimiento que se relaciona con el núcleo más íntimo de la historia: la realización de la salvación o condenación de los hombres. El fin del m. es un acontecimiento esencialmente religioso, en el que se lleva a la plenitud la salvación operada por Cristo: es la consumación de la redención de la humanidad. «Lo mismo que la mariposa es el fin de la crisálida, el futuro que surge más allá de la historia es el fin de la obra de Cristo y de nuestra unión con Él (1 Cor 15). Será un estado en que Dios será todo en todas las cosas, en el que el reino de Dios, que es reino de amor, se impondrá plenamente en la historia y en el mundo» (M. Schmaus, Teología Dogmática, o. c. en bibl. 82).
      2° La predicción hecha es una profecía, en sentido propio, es decir no una conclusión basada en la experiencia, ni un pronóstico consistente en descubrir en el acontecer presente indicaciones sobre lo por venir que de forma oculta nos sea ya contemporáneo. Al no ser un pronóstico, el anuncio del fin del m. no puede confundirse ni ser puesto en dependencia de una peculiar concepción evolucionista o dialéctica de la historia: lo que se anuncia no es una definitiva meta intramundana o intrahistórica, una llegada a la plenitud de la historia por la historia misma, sino una definitiva plenitud de la historia, que está más allá de ella misma. El «momento» y la «hora» no están necesariamente ligados a un momento determinado del desarrollo (historia) de la humanidad.
      3° Debido a su carácter profético, el fin del m. es un acontecimiento futuro cierto, claramente determinado en cuanto a su facticidad y envuelto en oscuridad en cuanto a sus detalles y su fecha. Dentro de esta oscuridad, sin embargo, pueden trazarse tres coordenadas claras: a) el fin del m. no consiste en un aniquilamiento; b) sino en una transformación de todo lo creado; c) con él se consuma la acción redentora de Cristo.
      a) El fin del mundo no es un aniquilamiento. Conviene recordar que toda criatura podría ser devuelta a la nada (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 3 q13 a2), pero que esto sólo puede ser realizado por Dios, ya que, «de igual forma que sólo Dios puede crear, también sólo Dios puede volver las criaturas a la nada» (ib.). Por ello, ninguna «catástrofe apocalíptica» sería suficiente para anular la creación, y por otra parte, para que se produjese ese hundirse de nuevo en la nada no tendría que acontecer literalmente «nada», sino solamente que Dios dejase de actuar (S. Tomás, Sum Th. 1 8104 a3 ad3); sólo esto podría anular la creación. Sin embargo, el pensamiento cristiano, a excepción de algunas sectas desgajadas de la Iglesia, como, p. ej., los gnósticos, quienes sostenían que al final de los tiempos la materia sería anihilada, jamás ha concebido el fin del m. como una anihilación. Y esto, no porque el aniquilar no esté en el poder de Dios, sino por lo que expresamente nos dice la Revelación y por la especial coherencia que la perdurable conservación en el ser guarda con la sabiduría divina: «Dios ha creado todas los cosas para que sean, no para que se destruyan en la nada» (S. Tomás, Quaestiones quodlibetales, 4,4). Por eso, al meditar en el fin del m., el cristiano advierte que no debe atribuir carácter definitivo a ninguna de las figuras intrahistóricas; tampoco caen en un desprecio de las cosas creadas, porque sabe, al mismo tiempo, que todas las realidades válidas seguirán existiendo en el cielo nuevo y tierra nueva de un modo transfigurado, ya que Dios las llevará a su plenitud y perfección.
      b) El fin del mundo ha de entenderse como una misteriosa transformación de la creación, que no consiste en un estadio consiguiente a una evolución interna o intramundana, sino que es efecto de una vigorosa y nueva intervención divina. Así lo expresa el Conc. Vaticano II: «La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (Act 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado (cfr. Eph 1,10; Col 1,20; 2 Petr 3,10-13)» (Const. Lumen gentium, 48). Más adelante, el mismo documento insiste: «Y mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad (cfr. 2 Petr 3,13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este m. que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cfr. Rom 8,19-22)».
      Podemos destacar los siguientes puntos contenidos en el texto citado: la figura actual de este m. (aevum) pasa, no es definitiva; no sólo el hombre, sino la creación entera gime con gemidos de parto en espera de esa nueva forma de ser; el género humano será renovado (V. RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS; CIELO); y, en razón de la unión que tiene con el hombre, también el universo entero será renovado.
      c) El final de los tiempos es consumación de la acción redentora de Cristo, sobrenatural y supramundana que está actuando eficazmente ya en estos momentoshistóricos: «... la plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cfr. 1 Cor 10,11) y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad» (Lumen gentium, 48).
      2. Importancia del tema del fin del mundo en la fe cristiana. La revelación del fin del m. pertenece al depósito de la fe cristiana, y no puede desgajarse de ella o malentenderse sin que ésta pierda una parte integrante, que se refleja en la visión de este m. y de su historia. La esperanza en el triunfo definitivo de Cristo es parte integrante de la vida cristiana. Este triunfo de Cristo consiste en la manifestación plena del Reino de Dios con su victoria total sobre el pecado, el demonio y la muerte. Ahora bien, el Reino de Dios predicado por Cristo, no es pura y exclusivamente escatológico, es decir, no es una realidad meramente futura, sino que se encuentra ya presente. A diferencia de los judíos, que se esperaban toda su salvación de un hecho futuro: la llegada del Mesías, el cristiano sabe que su salvación se ha operado ya, y la posee por la gracia como semilla que ha de crecer; no espera la salvación del futuro, sino sólo su consumación. Con Cristo ha llegado el Reino (Mt 4,17; 11,2-6; Le 4,17-21; 7,22); la salvación se ha operado ya (Rom 5,9; 11,14 ss.; Eph 2,13; 3,5; Col 1,26; 2 Cor 5,14 ss.; 6,2); la muerte ha sido vencida (1 Cor 15,20). Los creyentes participan ya en este m. de la vida celeste de Cristo (Eph 2,6; Rom 6,1-13; 8,16 ss.). Sin embargo, el Reino de Dios en su forma plena y definitiva pertenece al futuro; ahora se encuentra presente en forma oculta. La actual época del m. es todavía tiempo de pecado y de caducidad (Rom 12,2; 1 Cor 1,20; 2,6.8; 3,18; 2 Cor 4,4; Gal 1,4). De ese modo el Reino de Dios, que ya ha comenzado, entraña la tensión hacia la plenitud de. su manifestación en que se consume la derrota última e los poderes antidivinos: demonio, muerte, pecado. El futuro tiene así una gran importancia en cierto modo más que el presente ya que la meta es más importante que el camino. Pero el camino recibe, a su vez, de la meta su sentido y sus características. Esto se hace patente cón especial fuerza en el carácter escatológico de los sacramentos: «Se llama propiamente sacramento -escribe S. Tomás de Aquino-, aquello que está ordenado a nuestra santificación. En ésta se pueden considerar tres cosas: la causa de nuestra santificación, es decir, la pasión de Cristo; la esencia, es decir, la gracia y la virtud; el fin último, es decir, la vida eterna. Todas estas cosas son significadas por los sacramentos. Por esta razón, el sacramento es un signo conmemorativo de aquello que ya ha pasado, es decir, de la pasión de Cristo, un signo indicativo de aquello que se ha obrado en nosotros mediante la pasión de Cristo, esto es, la gracia; un signo prefigurativo de la gloria futura» (Sum. Th. 3 q(50 a3).
      La separación definitiva entre los pertenecientes al Reino de Dios y los siervos del imperio de Satanás no se hará hasta el final de la historia. Esta revelación del Reino irrumpe en la parusía, día de entrada pública de Cristo en el m. como victoria definitiva. Hasta esa hora, en que la vieja y caduca forma de existencia será completamente renovada, el cristiano vive en una situación de tránsito, status viatoris apoyado y estimulado por la esperanza en la victoria definitiva de Cristo. El cristiano espera, pero posee ya unas arras, una prenda: su participación en la muerte y resurrección de Cristo. Esta participación llega a su máxima intensidad en la celebración eucarística. Ésta hace presente el pasado -hecho histórico de la muerte y resurrección del Señor-, y tensa el presente hacia el futuro. Así se expresa S. Pablo: «Cada vez que comáis este pan y bebáis el cáliz del Señor, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor 11,26). La esperanza en el futuro es inherente a toda celebración eucarística, que se encuentra bajo el radio de acción del futuro. Puede decirse que de igual forma que la Eucaristía hace presente el pasado, en un cierto sentido, también hace presente el futuro.
      En suma el cristianismo no puede considerarse como algo meramente escatológico, es decir, como algo cuyo inicio y realización depende total y exclusivamente del futuro. El cristianismo profesa la fe de que el hecho fundamental para la redención de los hombres, de la historia y del cosmos se ha cumplido ya: la muerte y la resurrección del Señor. Por otra parte, el aspecto escatológico (la esperanza del fin, con su consiguiente «estar de paso») tiene una gran importancia para la comprensión adecuada del cristianismo. Los cristianos son hombres que esperan y aman la vuelta del Señor (2 Tim 4,8); que oran por su retorno (1 Cor 16,22; Apc 22,20). Siguiendo las enseñanzas del Señor, el cristiano es un hombre que vive de fe y esperanza, que aguarda y vigila. La viva esperanza del fin no le releva de trabajar y mejorar esta tierra, sino que, por el contrario, le hace tomar conciencia del valor del tiempo presente, y, por otra parte, impide al cristiano afincarse a esta tierra «que pasa» como a su morada definitiva. El fin del m. es, pues, parte básicamente integrante de la fe cristiana: no ocupa en ella el lugar central, pero sí un lugar de relieve.
      Para un desarrollo de la concepción del m. que deriva de estas consideraciones, completadas y ampliadas teniendo presentes los restantes dogmas cristianos, v. II, s.
      3. El fin del mundo en la Sagrada Escritura. En el A. T., la fe en un futuro último es presentada con claridad. Sus puntos de apoyo han de buscarse más que en una concepción lineal del tiempo -concepción que exigiría una etapa última-, en la fe en Yahwéh como persona viviente, dueño del pasado y del futuro, que hará triunfar definitivamente la justicia, y en la convicción, basada en esa fe, de que Israel está destinado a vivir acontecimientos trascendentales. Lentamente Dios fue haciendo conocer a Israel que había sido elegido como instrumento para que la humanidad vuelva a su felicidad inicial (cfr. Gen 3,15; 12,3), misión que está enlazada con la revelación de la pérdida de la felicidad por el pecado del primer hombre, con lo que se traza una línea recta desde la creación hasta el fin de los tiempos. La concepción de la etapa última se presenta en primer lugar como consumación de Israel y a continuación -y este aspecto es subrayado sobre todo después del destierro- como extensión a toda la humanidad.
      Tras la vocación de Abraham, en el que serán bendecidas todas las naciones (Gen 12,3), la esperanza de Israel se refiere fundamentalmente a la liberación de Egipto y a la entrada en la tierra de Promisión (Ex 3,8: 33); a una época de bendición que participarán todos los pueblos y constituirá la realización plena del pacto entre Dios e Israel (Ez 36); a la culminación de la esperanza escatológica en el Reino del Altísimo, que absorberá a los demás reinos de la tierra (Dan 7). Para Ezequiel, ese día tiene carácter de fin (Ez 7,6). Daniel lo describe como fin del m. (9,26; 11,27), precedido por el «tiempo» del fin (8,17; 11,35-40). Esta nueva época -la era mesiánica-, será como una nueva creación (Is 48,6-10), y su comienzo viene descrito como una intervención de Dios en «el día del Señor» (Is 2,12), enel «día de ira» (Soph 1,15) en «el día de venganza» (Is 61,2), en el «tiempo de salvación» (Is 2,2 y ss.). La inauguración de la etapa última, será un día al mismo tiempo de triunfo y de ira. Amós habla del «día de Yahwéh» en el que serán castigados todos aquellos que no le hayan buscado (Am 5,18); día, por tanto, también de juicio (cfr. p. ej., Is 2,12; Abd 15; Soph 1,2 ss.; 1,14), ordinariamente representado como catástrofe acompañada de fenómenos cósmicos (Ioel 3,16), oscurecimiento del sol, la luna, y las estrellas (Ioel 3,15; Is 13,10); día también de renovación profunda: Jeremías habla de un corazón y una alianza nuevos (Ier 31,31-34); Ezequiel anuncia la resurrección del pueblo elegido, la vuelta a la vida de los huesos diseminados por el campo (Ez 37,1-14). Isaías toma las imágenes de la bienaventuranza del paraíso para describir esta época (Is 11, 6-8); mientras que Ioel en 3,18 habla de que «los montes destilarán mosto, y leche los collados... y brotará de la casa de Yahwéh una fuente que regará el valle de Sitín» (cfr. Ez 47,1; Zach 14,8; Am 9,13). En el capítulo 66 de Isaías, el tema de la salud escatológica aparece descrito como algo que trasciende la misma historia. Toda esta obra de renovación de Israel y de apertura a los demás pueblos está polarizada en una perspectiva esencialmente mesiánica. La «nueva época» es la «época mesiánica», la «era mesiánica» (Is 2,2; Mich 4,1; Ez 38,8,16; Dan 10,14), en que el siervo de Yahwéh expiará los pecados del mundo (Is 53) idea, recogida en el libro de Daniel para aplicarla al martirio de los sabios (Dan 11,33; 12,2). En resumen, en el A. T. se va dibujando cada vez más claramente la esperanza en una etapa futura, en la que culmina la intervención de Dios en la historia y que coincide con la plenitud de la época mesiánica.
      En el Nuevo Testamento, última etapa de la historia, anhelado en el A. T., se cumple en Cristo: con Él se inaugura el Reino de Dios (Mt 3,2; Me 1,15). Este reino (v. REINO DE DIOS) no es fruto de la evolución histórica, sino que llega traído por Cristo como salvación definitiva de la humanidad entera. Ha comenzado ya, en forma oculta, y su manifestación plena y total queda pendiente de un futuro último. Esta tensión se manifiesta, p. ej., en las parábolas de la siembra que crece lentamente (Mt 13,3 ss.), del grano de mostaza (Mt 13,3132), del fermento que hace fermentar toda la masa (Mt 13,33) de la red barredera (Mt 13,47-50), de la cizaña que crece junto al trigo hasta el momento de la siega (Mt 24-30), etc. Juan Bautista anuncia como ya presente al juez del fin de los tiempos (Me 3,7.10.12; Le 3,9,17). Y Jesús mismo, tomando expresiones de Dan 7,13 declara ante Caifás que Él aparecerá pronto sobre las nubes del cielo (Mt 26,64). Jesús que afirma que ha llegado ya el reino de Dios (Mt 4,17), anuncia también su consumación en el discurso escatológico. Las tres afirmaciones capitales sobre el fin de la historia humana -parusía, resurrección universal y juicio final- se centran en la resurrección de Jesucristo. Ella es la que garantiza su segunda venida, esta vez en triunfo y majestad (Philp 3,20-21), la fuerza para resucitar a todos los hombres (1 Cor 15,20 ss.) y su poder de juicio como Señor de toda la humanidad (2 Cor 5,10). Los cristianos poseen ya al Espíritu Santo como arras de la transformación gloriosa del ser humano en la resurrección (Rom 8,23; 1 Cor 1,22; 2 Cor 5,5), pero al mismo tiempo están en tensión hacia la vuelta del Señor (2 Thes 1,10); la vida sacramental es ya un adelantamiento velado de esta segunda venida (Rom 6,4; 1 Cor 11,26), que constituirá el fin de la historia humana (Le 19,41-44; Mt 25,31-46). Este fin aparece descrito con las mismas imágenes del género apocalíptico del A. T.: trastornos cósmicos (Mt 24,29), festín escatológico (Le 22,30), «día del Señor», «cielo nuevo y tierra nueva» (2 Pet 3,11-13). No sólo se trata del fin de la historia humana, sino también de una renovación cósmica (Rom 8,19; 2 Pet 3,7-13). También el Apocalipsis describe el fin con aparato guerrero, resurrección universal, juicio y renovación cósmica (Apc 20-21): «Y vi un nuevo cielo y una nueva tierra, pues, el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido; y el mar no existe ya. Y la santa ciudad, la nueva Jerusalén, la vi cómo descendía del cielo... Y oí una gran voz venida del trono, que decía: He aquí la tienda, mansión de Dios con los hombres, y fijará su tienda entre ellos... y enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte no existirá ya más... Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas» (21,1-5).
      Más adelante deberemos entrar en el análisis detallado de algunos aspectos del anuncio contenido en estos textos, baste señalar ahora como conclusión una característica general de la fe neotestamentaria en el fin del m., en la época final: se trata de un hecho «ya» realizado -en Cristo, muerto y resucitado, está ya la plenitud de los tiempos-, pero «todavía no» consumado; o lo que es lo mismo, la era mesiánica, la etapa final, ya ha comenzado, pero todavía no ha sido llevada hasta su consumación: los bienes que Cristo nos ha ganado, aún no se han comunicado en su totalidad.
      4. El fin del mundo en el Magisterio de la Iglesia. Al igual que en la S. E. y en la Tradición, el fin del m. aparece en el Magisterio afirmado en estrecha conexión con los temas de la Parusía, la resurrección de los muertos y el juicio final. Los textos son escuetos en cuanto a los detalles del acontecimiento, pero afirman netamente su facticidad, de la que hablan la casi totalidad de los símbolos de la fe.
      Así, se profesa que hemos de ser resucitados «el último día» (fórmula de fe de S. Dámaso: Denz.Sch 72), «que Cristo ha de venir de nuevo con gloria a juzgar a vivos y muertos cuyo reino no tendrá fin» (Símbolo del Conc. Constantinopolitano 1: Denz.Sch. 150), «que Cristo ha de venir al fin del mundo (in fine saeculi) a juzgar a vivos y muertos» (Conc. IV de Letrán: Denz.Sch. 801). En términos parecidos se expresan el Conc. II de Lyon (Denz.Sch. 852), y el Conc. Florentino (Denz.Sch. 1338). El Catecismo Romano da la siguiente explicación del artículo del Credo según el cual Cristo, subido a los cielos, «desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos»: «Y éste es el contenido del presente artículo: que Cristo, nuestro Señor, ha de juzgar a todos los hombres en el último día» (Catecismo Romano, l, 7,1). Finalmente, el Conc. Vaticano II ha dedicado el n° 48 de la Const. Lumen gentium a la índole escatológica de la Iglesia y a la renovación de todas las cosas, también las materiales, en Cristo al final de los tiempos (más adelante citaremos las frases principales de ese texto).
      5. El discurso escatológico. Antes de estudiar algunos aspectos concretos sobre el fin del m. es oportuno que nos detengamos para analizar la descripción más amplia del fin del m. contenida en el N. T.: el llamado «discurso escatológico» recogido en Me 13,1-30; Mt 24, 1-51 y Le 21,5-36. En estos tres pasajes paralelos, Cristo anuncia la ruina de Jerusalén y el fin del m. en grandiosas imágenes, muchas de ellas tomadas de la apocalíptica judía, por lo que su interpretación es delicada y exige prudencia a la hora de aplicar cada uno de losversículos al fin de Jerusalén, al del m., o a ambos, y también a la hora de entender las imágenes utilizadas. Indiscutiblemente, entre los dos sucesos que acabamos de citar existe una relación: «La destrucción de la ciudad santa y de su templo simboliza y anticipa la destrucción del mundo. Los discípulos barruntaron inmediatamente la relación de ambas catástrofes. La destrucción del Templo abre ante ellos terribles horizontes; no podían imaginar que el mundo pudiera seguir existiendo si el Templo y la ciudad santa debían periclitar» (Schmaus, o. c. en bibl. 153). Esto hace comprender la pregunta de los discípulos tras el anuncio de la destrucción del Templo (Me 13,1-2; Le 21,7; Mt 24,1-2) a la que responde el discurso escatológico del Señor: «Dinos cuándo serán estas cosas y cuál es el signo cuando todas estas cosas estén para cumplirse» (Me 13,4); «Maestro, ¿cuándo sucederá esto?» (Le 21,7); «Dinos cuándo sucederá esto y cuál es la señal de tu venida y del final del mundo» (Mt 24,3). En el caso de Me y Le la pregunta de los discípulos se dirige primariamente a la destrucción del Templo y parece abarcar también el fin del m., pues ambas cosas están asociadas entre sí según la mentalidad judía. En la formulación de Mt la pregunta parece implicar aún más claramente ambos acontecimientos. La contestación de Jesús tiene en cuenta estas implicaciones. S. Tomás expone así la cuestión, al mismo tiempo que resume las diversas interpretaciones: «Había dicho (Jesús) que el Templo sería destruido. Por esta razón preguntan tres cosas: primero, sobre el Templo; después, sobre su venida: finalmente, sobre el fin del mundo. Por esto dicen Dinos cuándo sucederán estas cosas, es decir, la consumación de tu amenaza; y de tu venida: y cuál será la señal de tu venida; de igual forma, sobre el fin del mundo: y de la consumación del mundo» (Super Evangelium Sancti Matthei Lectura, 24, Turín 1951, 296). A continuación S. Tomás perfila el concepto de «venida del Señor»: «Estos discípulos preguntaron sobre su venida, y ésta es doble: La última, que es para juzgar y tendrá lugar al final del mundo. De ella se habla en Hechos 1,11: Como le visteis subir al cielo, así vendrá. Otra es la venida que conforta la mente de los hombres, a los que viene espiritualmente: Verán al Hijo del hombre venir en las nubes, es decir, en los predicadores, porque por medio de los predicadores viene el Señor a las mentes de los hombres. Por lo cual es dudoso a cuál de las dos venidas deba referirse. Sin embargo, dice Agustín que todo debe referirse a la venida espiritual. Otros que a su segunda venida. Otros aplican este pasaje a la destrucción de Jerusalén y a la última venida» (ib.).
      Nc parece descaminado interpretar el pasaje en el sentido de que Jesús, al anunciar a los Apóstoles la pronta destrucción del Templo, quiere prevenirles de que no por eso han de pensar que vendrá también pronto su segunda venida y, el fin del m. Éste aparece claro en Mt 24,5-13 y paralelos, sobre los que ha comentado S. del Páramo: «En conclusión, creemos que Cristo no enseña aquí que las guerras, pestes, hambres, terremotos, etc., sean señales del fin del mundo; al contrario, exhorta a los discípulos a que no se dejen alucinar por las falsas ideas de que estos acontecimientos son señales de semejante fin. No son tales, sino que antes de que venga este fin que les preocupa han de suceder una larga serie de calamidades, de las que éstas no son más que el comienzo» (La Sagrada Escritura, Nuevo Testamento, I, Madrid 1964, 252).
      Visto el sentido general del pasaje, pasemos ahora el análisis de los versículos directamente referidos a la venida del Hijo del hombre y al fin de los tiempos: «Pero en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su luz, y las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas que están en los cielos temblarán. Y entonces verán al Hijo del hombre viniendo en las nubes con mucho poder y gloria. Y entonces enviará a sus ángeles, y congregará a sus elegidos de los cuatro vientos, desde un extremo de la tierra hasta otro extremo del cielo. De la higuera aprended la parábola. Cuando ya sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, conocéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis suceder estas cosas, sabed que está ya en' las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todas estas cosas sucedan. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. De aquel día, empero, o de la hora, nadie sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (Mc 13, 24-32; cfr. Lc 21,25-33; Mt 24,29-36). Los primeros versículos utilizan las imágenes de un cataclismo cósmico, imágenes que forman parte del estilo profético apocalíptico, usadas muchas veces al describir acontecimientos importantes. El aducirlas aquí era lógico, ya que se trata de la venida del reino mesiánico, «que es como la introducción de un mundo nuevo que se implanta sobre las ruinas del antiguo» (J. Alonso Díaz, La Sagrada Escritura, Nuevo Testamento 1, 454). Cristo emplea, pues, una terminología ya aceptada para describir la venida del Hijo del hombre. Sus palabras no han de ser tomadas literalmente como una enumeración de las señales celestes que precederán al fin del m., sino que son más bien el modo reconocido de indicar que Dios está a punto de intervenir (cfr. J. A. O'Flynn, Evangelio según S. Marcos, Verbum Dei, 1, 3, Barcelona 1957). S. Juan Crisóstomo ha dado la siguiente exégesis sobre la naturaleza de estos signos: «Mas, ¿cómo aparecerá el Señor?. Trasformada ya toda la creación. Porque el sol se oscurecerá; no porque desaparezca, sino vencido por la claridad de su presencia, y las estrellas del cielo caerán Porque, ¿qué necesidad habrá de ellas, cuando ya no habrá noche? Y las potencias del cielo se conmoverán. Y con mucha razón, pues han de ver tamaña trasformación» (Homilía in Mattheum, 76,3: PG 58,697-698).
      Existe una gran diversidad de opiniones en torno a qué se entiende en la frase «esta generación» que emplea Jesús al final de su anuncio; puede referirse a la nación judía, a la raza humana, a la comunidad de los fieles (la Iglesia), o a la generación de los judíos coetáneos a Cristo. La interpretación exacta de esas palabras depende del tema -fin de Jerusalén o fin del m.
      con el que se relaciona la parábola de la higuera a la que esas palabras están vinculadas. Los exegetas actualmente la refieren de ordinario al fin de Jerusalén y no al fin del mundo. Los Padres propendían a dar una exégesis eclesiológica. Comenta así el Crisóstomo: «Entonces, me dirás, ¿cómo dijo esta generación? Porque no hablaba de la generación que a la sazón vivía, sino de la generación de los cristianos, porque el Señor sabe que una generación no se caracteriza sólo por el tiempo, sino también por la manera de su culto y de su vida. Así cuando dice el salmista: Ésta es la generación de los que buscan al Señor (Ps 23,6). Ahora bien, lo que antes había dicho: es menester que todo esto se cumpla; y luego: se predicará este evangelio, eso mismo pone aquí de manifiesto diciendo que todo esto sucederá infaliblemente y que permanecerá la generación de los creyentes, sin que nada de lo dicho pueda destruirlos». (Homilia in Mattheum 77,1: PG 58,602). Y S. Tomás: «Nopasará esta generación, esto es, no cesará la fe de la Iglesia hasta el fin del mundo» (Super Ev. Sancti Matthei, o. c., 306).
      Los versículos finales tienen como objetivo exhortar a la vigilancia y parecen estar referidos al fin del mundo, mostrando una vez más el cruce de estos dos temas en la narración evangélica. La declaración de que el Hijo, es decir, Cristo, no conoce el tiempo de la segunda venida ha de ser interpretada en el sentido de que no formaba parte de su función mesiánica el revelarlo a los hombres.
      6. Fecha del fin del mundo. El N. T. recalca insistentemente que no se pueda datar el fin del m. «Cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mc 13,32; Mt 24,37-44; 25,1-40; cfr. Act 1,7; Mt 24,36; 1 Thes 5,1; 2 Pet 3,10). Nadie podrá saber con seguridad la fecha del fin del m. hasta que llegue; cogerá a los hombres por sorpresa; vendrá de improviso, como ladrón nocturno. «En cuanto al tiempo y al momento no tenéis, hermanos, necesidad de que os escriba. Pues sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá como ladrón nocturno. Cuando digan: Paz y seguridad, entonces, de repente les sobrevendrá la ruina, como los dolores de parto a la que se halla encinta, y no escaparán» (1 Thes 5,3; cfr. Mt 24,43; Mc 13,35; Lc 17,29-30; Apc 3,1-3; Apc 16,15 etc.). Ni Cristo ni sus Apóstoles determinaron jamás el tiempo de la Parusía, pues siempre y con plena claridad dijeron que había de venir cuando menos se pensase. Lo mismo puede venir hoy que mañana. Recalcan, en cambio, la necesidad de estar preparados. Las circunstancias que reclaman nuestra curiosidad no entran en el objeto de la catequesis apostólica.
      Con este tema de la fecha del fin del m. se relaciona una de las interpretaciones erróneas que se han dado sobre el papel que juega la doctrina del fin del m. en la predicación de Jesús y en la fe de la Iglesia: la del llamado escatologismo consecuente (v. ESCATOLÓGICA, ESCUELA PROTESTANTE). Los autores de esta escuela, frente a la reducción del cristianismo a una filosofía intemporal que había operado la teología liberal (v.), quieren subrayar el lugar central que el tema del fin del m. tenía en el mensaje de Cristo, pero caen en graves errores exegéticos y dogmáticos. Sus tesis pueden resumirse en las siguientes proposiciones:a) Jesús primero, y después los Apóstoles habrían concebido el fin del m. como muy próximo, inminente, sufriendo, por tanto, un error; b) Jesús habría concebido su misión y su obra y formulado su moral en vistas exclusivamente a la proximidad de este fin; c) debido a esto, el Reino que r _l ha predicado pertenecería totalmente a la época subsiguiente al fin del m., es decir, sería pura y exclusivamente escatológico; d) en consecuencia, Cristo no habría pensado en la fundación de una Iglesia y la constitución de ésta se debería a la caída de tensión en la espera escatológica por parte de la comunidad posapostólica, que se habría organizado al advertir que el fin de la historia se retrasaba. Esta posición, al suponer un error en Cristo, debe negar previamente que Jesucristo sea Dios, o al menos sostener una doctrina de la Encarnación incompatible con el dogma definido (cfr. Denz.Sch. 419,474-476). Es en realidad un fruto de la corriente racionalista ya que sus autores, aun reaccionando frente al protestantismo liberal, llevan en realidad hasta sus últimas consecuencias los postulados de éste presentando así a Jesús como un soñador apocalíptico. Por otra parte el escatologismo consecuente, al postular que el reino de Cristo no habría de comenzar más que tras la catástrofe final, se ve abocado a negar la autenticidad o a desfigurar el sentido de aquellos textos en que Jesús habla del reino de Dios como ya presente o creciendo poco a poco.
      Se considera iniciador de este movimiento a J. Weiss en su libro Die Predigt Jesu vom Reiche Gottes (1892), a quien sigue A. Schweitzer en la obra Vom Reimarus zu Wrede (1906). El modernista A. Loisy (v.) utilizó las conclusiones de esos autores protestantes como punto de partida para la interpretación de los sinópticos en su obra Evangiles synoptiques (París 1907-08). A partir de esos años el escatologismo consecuente, a pesar de que aún sigue influyendo en algunos autores, no se mantiene en la pureza de sus afirmaciones que han parecido insostenibles a los estudiosos. El Magisterio se hizo eco de esta teoría condenando la siguiente proposición: «Es evidente para cualquiera que no se deje llevar de opiniones preconcebidas, que Jesús padeció un error acerca de su próxima venida mesiánica» (Decr. Lamentabili: Denz.Sch. 3433).
      Basta leer las parábolas, para comprobar que el Reino de Dios, está ya presente, y crece lentamente; la cizaña crece junto al trigo hasta el día de la siega (Mt 13,24-30); el Reino de los cielos es como un grano de mostaza que va desarrollándose (Mt 13,31; Me 4,30-32; Le 13-18), o como la levadura que hace fermentar toda la masa (Mt 13,33; Le 13,20). Antes del fin del m. ha de ser predicado el Evangelio a todas las naciones (Mt 24-14; Mc 13,10). Se elogiará hasta el fin del m. a la mujer que ungió a Cristo en casa de Simón (Mt 26,13). A igual conclusión llevan estas palabras del Señor resucitado: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, a enseñar a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28,18-20; cfr. Mc 16,15-18); o las de la promesa del Primado (Mt 16,18). Por otra parte, presentar el mensaje de Cristo como pura o exclusivamente escatológico, no sólo va contra el contenido global de. los Evangelios, sino que resulta incoherente con la figura de Jesús, que, aparece siempre sereno, equilibrado, atento a los pequeños detalles de la vida diaria y lejos de todo fanatismo apocalíptico.
      La interpretación escatológica consecuente no sólo choca, pues, contra textos concretos sino que desfigura el mensaje cristiano en su conjunto. Cristo aparece ciertamente en los Evangelios consciente de que la hora suprema ha llegado y con ella la plenitud de los tiempos; pero esta plenitud no se hace consistir en un acontecimiento apocalíptico futuro, sino en la propia persona de Cristo en la que llega a su punto culminante la historia de la salvación, la historia de las intervenciones de Dios en la vida de la humanidad. Con Jesús está ya dada la salvación, como Él mismo lo expresa a los enviados del Bautista aplicándose una profecía de Isaías: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados» (Mt 11,5). A esta luz se entiende el que con frecuencia se encuentren en los escritos de los Apóstoles los tiempos que están viviendo designados como la «hora postrera» (1 lo 2,18), o el «último tiempo» (1 Pet 4,7; 1,20; 2 Pet 3,20; Jud 18). Tales expresiones aluden a que con Cristo ha irrumpido la última época de la salvación y la gracia. Tanto en estos escritos apostólicos, como en los pertenecientes a los primeros siglos de la Iglesia, lo que ocupa el centro de la atención de los cristianos es la muerte y resurreccióndel Señor, ya acaecida, y en la que se cumplen todas las promesas divinas; no una nueva época mesiánica futura. La Resurrección (v.) de Cristo aparece como la victoria decisiva sobre la muerte, el pecado y el infierno, aunque no se ha terminado todavía la lucha, ya que la consumación de esta victoria sólo es posible en el más allá. Como ha dicho con metáfora feliz O. Cullmann, la situación es semejante a una guerra en la que se ha dado relativamente pronto la batalla decisiva, de forma que el enemigo vencido no tiene ya ninguna esperanza de victoria, pero puede continuar todavía la guerra. Por eso, la mirada del cristiano se dirige a la Resurrección del Señor -ya pasada-, y luego, y basándose en ella, hacia el futuro en espera de su segunda venida.
      Hagamos una última pregunta, concedido que Cristo no cayó en un error sobre la fecha del fin del m. ¿puede decirse lo mismo de los Apóstoles y los primeros cristianos, o cabe afirmar que éstos creyeron y enseñaron la vuelta del Señor como inminente? Como ya hemos dicho, las expresiones según las cuales tienen conciencia de estar viviendo la «hora postrera» o los «últimos tiempos» no significan la espera de un fin inminente, sino la de haber entrado en la etapa definitiva de la historia de la salvación, en la era mesiánica. No con-llevan, pues necesariamente la creencia de que esa etapa vaya a ser llevada inmediatamente a su consumación. Por otra parte, es lógico que quienes convivieron con el Señor sintiesen una profunda nostalgia del calor de su presencia visible, y, en consecuencia alentasen el deseo y la esperanza de estar de nuevo con Cristo, de verle volver triunfante. Se puede así explicar que algunos cristianos primitivos pensaran en un inminente retorno. Sería, sin embargo, un error presentar a la primitiva comunidad cristiana como dominada sobre esa idea: la imagen que de ellas nos dan los textos no es en modo alguno la de una comunidad exaltada ante la idea de una inminente conflagración apocalíptica, sino al contrario la de una familia que vive serena, sabiendo que su Señor, que ha triunfado y la vivifica desde los cielos, volverá para consumar la historia y manifestar acabadamente su poder el día y la hora que sea oportuna.
      Es, además, necesario distinguir entre la esperanza que algunos pudieran tener en un retorno inmediato de Cristo y la afirmación de esa esperanza como una verdad revelada. Es evidente que cualquier hombre de cualquier época puede alimentar la esperanza de presenciar la vuelta de Cristo; pero en el momento en que esa esperanza se presente como una doctrina, irrumpe la herejía. Algunos de los primeros cristianos desearon en alguna ocasión la vuelta inminente de Cristo, pero jamás presentaron esa esperanza como doctrina revelada. Sobre este tema con relación a las cartas de S. Pablo, deben recordarse las declaraciones hechas por la Pontificia Comisión bíblica (Denz.Sch. 3628-3630).
      7. Señales del fin del mundo. Si bien es verdad que según el testimonio explícito de la S. E. (cfr., p. ej., Mt 24-14) nadie sabe, ni sabrá, cuándo tendrá lugar el fin del m., en los mismos textos sagrados se encuentran enumeradas unas señales o presagios que acompañan el anuncio del fin. He aquí cómo los resume el Catecismo Romano: «Tres son las señales principales que según la Sagrada Escritura precederán al juicio divino: la predicación del Evangelio a todo el mundo, la apostasía, y el anticristo» (Catecismo Romano L8,7). A estos signos se añade tradicionalmente, basándose en S. Pablo, un cuarto: la conversión del pueblo judío.
      Cristo no vendrá hasta que-la Buena Nueva haya sido predicada en todo el m.: «Y esta buena nueva del reino se predicará en el mundo entero y se promulgará a todos los pueblos, y entonces vendrá el fin» (Mt 24, 14). A la hora de interpretar esta señal, es necesario tener presente que: a) no está profetizado que cada hombre vaya a oír la predicación de Cristo antes del fin del m., sino todos los grupos de hombres o pueblos; b) no existe respuesta segura sobre la extensión o. amplitud en que deba tomarse el término pueblo, ni sobre la intensidad o profundidad con que deba realizarse esta predicación del Evangelio; c) por otra parte, es evidente que se trata del anuncio del Evangelio, y no de su acogida, por tanto, resulta difícil decidir cuándo esta señal pueda estar ya cumplida; finalmente, tampoco se encuentra expresado en la Revelación el tiempo que transcurrirá entre el cumplimiento de esta señal y el fin del m.
      El tema de la gran apostasía aparece unido al del anticristo en 2 Thes 2,1-3: «Y os rogamos hermanos, que, por lo que toca a la venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con él, no os dejéis fácilmente conmover en vuestra alma o perturbar ni por el espíritu ni por palabras, ni por carta atribuida a nosotros, como si el día del Señor estuviera ya inmediato. Que ninguno os engañe de ninguna manera, porque antes tiene que venir la apostasía y rebelarse el hombre impío, el hijo de perdición, el que se opone y rebela contra todo lo que lleva nombre de Dios o es objeto de culto, llegando hasta sentarse él en el templo de Dios, exhibiéndose a sí mismo como Dios». El pasaje paulino no es de unánime interpretación, sobre todo en lo que se refiere a la figura del hombre impío, que puede identificarse con la figura del «contradictor» o «anticristo» que encontramos en S. Juan (cfr. 1 lo 2,18 y 22; 2 lo 4,3). Puede decirse que el pensamiento paulino es que no ha llegado todavía el tiempo de la parusía, porque no se ha manifestado todavía el «hombre impío» ni ha tenido lugar la «gran apostasía». Puede tratarse o de un personaje individual y concreto que aparecerá antes de la parusía y provocará la gran apostasía (así piensan Rigaux, Tillmann, Cerfaux), o puede entenderse de un conjunto o colectividad de fuerzas anticristianas, que al final de los tiempos puede encarnar en un jefe determinado (opinión Bonsirven, Prado-Dorado). Igualmente imposible es determinar la extensión de la apostasía. No es posible que se extienda universal y absolutamente a todo el género humano, ya que la Iglesia no puede perecer (Mt 16,18). Tampoco está profetizado el tiempo que mediará entre la gran apostasía y el final de los tiempos.
      En cuanto a la conversión del pueblo judío, cuya predicción parece deducirse con claridad de Rom 11,25-26, baste decir que no puede precisarse la extensión de dicha conversión, ni mucho menos el tiempo que mediará entre ella y el fin del m. Como juicio final sobre el sentido de estos signos podemos reproducir unas palabras de S. Tomás: «No es fácil saber qué señales serán éstas, pues las consignadas en los evangelios no sólo corresponden, como dice S. Agustín (Epístola 199: PL 33,914), a la venida de Cristo para el juicio, sino también se refieren al tiempo de la destrucción de Jerusalén y a las continuas visitas que Él hace a su Iglesia. De manera que, bien consideradas, no hay ninguna de ellas que se refiera sólo a su última venida, como dice el mismo S. Agustín, pues las señales de los evangelios, como guerras, terrores, etc., han existido desde el principio de la humanidad; a no ser que se diga que entonces se agravarán. Ahora, qué grado de intensidad han de alcanzar para que podamos colegir la proximidad del juicio, eso es cosa incierta» (Sum. Th. Supal. q73 al).
      En suma, es imposible precisar que una determinada situación histórica cumpla las profecías de Cristo; es imposible además saber el tiempo que media entre su cumplimiento y el fin, así como es imposible decir si estas señales se han cumplido ya o no. Las señales sobre el fin del m. tienen como objeto no satisfacer nuestra curiosidad sino «impulsar el corazón de los hombres a someterse al juez venidero» (S. Tomás, ib.); su anuncio constituye una exhortación a la vigilancia.
      8. Conflagración final y renovación del mundo. En las descripciones bíblicas del final del m. se utilizan con frecuencia imágenes de catástrofes sociales y cósmicas (cfr., p. ej., Is 66,15-16; Mt 24,29; Lc 21-25-26). ¿Cómo han de entenderse estas imágenes? Es evidente que no deben interpretarse al pie de la letra: nada se sabe con certeza ni de su extensión ni de su intensidad. El tema de la conflagración final aparece, por otra parte, en estrecha relación con el del fuego purificador. Así se expresa la 2 Pet 3,7-13: «A su vez, los cielos y la tierra de ahora están guardados por las mismas palabras y reservados para el fuego en el día del juicio y de la destrucción de los hombres impíos... El día del Señor llegará como un ladrón. En él los cielos, con un ruido estridente, pasarán; los elementos se desintegrarán en llamas, y la tierra y cuantas cosas hay en ella arderán... Pero esperamos, según su promesa, nuevos cielos y tierra nueva, en los que habita la justicia». No se trata aquí de un aniquilamiento, sino de una purificación, que da lugar, no a un nuevo ciclo, sino a un mundo totalmente renovado y definitivo. Esta purificación no consiste en una «autocátarsis» proveniente de la misma evolución de la historia, sino que es producida por la voluntad salvífica y juzgadora de Dios. Finalmente, la purificación se extiende también a los elementos materiales.
      Esta trasformación del mundo es enseñada comúnmente por los Padres de la Iglesia. «Llegará la consumación de este mundo y será renovado de nuevo... Pasará este mundo, para que sea levantado más bello... El Señor conmoverá los cielos, no para llevarlos a la nada, sino para levantarlos más bellos» (Cirilo de Jerusalén, Catequesis 15,3: PG 33,871 ss.). «No dijo San Pedro que veremos otros cielos y otra tierra, sino que veremos a los cielos antiguos trasformados en algo mejor» (S. Jerónimo, In Isaiam, 18,65: PL 24,644). «Para los nuevos cuerpos será creada una tierra nueva, es decir, el ser de nuestra tierra será trasformado; pasará a un estado espiritual y después no estará sometida a cambio alguno» (S. Isidoro de Sevilla, De Ordine creaturarum, 11,6: PL 83,943).
      A este tema está dedicada la cuestión 74 del Suplemento de la Suma Teológica. Citemos algunas de las razones aducidas para mostrar la conveniencia de esta purificación y renovación del m. «Como el mundo en cierto modo se hizo para el hombre, conviene que cuando el hombre sea glorificado en el cuerpo, los otros cuerpos del mundo sean también elevados a un estado mejor, a fin de que el lugar sea más apto y el aspecto más agradable». «Si bien una cosa corpórea no puede ser propiamente sujeto de la infección de la culpa, no obstante, a causa de ésta, queda en las cosas corporales corrompidas cierta incongruencia para ser ennoblecidas por las espirituales... Y por eso, una parte del mundo carga con cierta falta de idoneidad, por los pecados de los hombres, al ceder en uso nuestro. Y en esto el mundo precisa de purificación» (ib.) S. Tomás se muestra prudentemente muy sobrio al describir el modo y la intensidad de esta renovación: «la cantidad y el modo de este mejoramiento sólo lo conoce quien será su Autor» (ib.).
      9. La doctrina del fin del mundo en el pensamiento cristiano. Habiendo descrito ya los puntos dogmáticos fundamentales sobre el tema del fin del m., intentemos trazar ahora una breve panorámica de los comentarios y explicaciones que sobre esta doctrina se han dado a lo largo de la historia de la teología cristiana.
      La mayor parte de la escatología contenida en los escritos de los Padres Apostólicos (v. PADRES DE LA IGLESIA) versa sobre el juicio universal y la resurrección de los cuerpos, tema puesto en duda por los gnósticos: cfr. S. Ignacio de Antioquía, Epist. ad Trallianos 9,2; S. Policarpo, Carta 7,12; o el Martyrium Polycarpi, 14,2, donde leemos: «Quien niega la resurrección y el juicio es el primogénito de Satán». En relación con esos temas tratan del fin del m., subrayando que la hora de la venida del Señor es incierta, y que será precedida por la aparición del Anticristo (Didajé, 16,1-5; Herfas, El Pastor, 4,2,5; 3,6). Hermas, tiende a pensar que el fin del m. está próximo (Visión 3,8,9), y que la renovación de la creación se producirá por sangre y fuego (Visión 4,1,10; Visión 3,2,2).
      En esta época la doctrina del fin del m. se entrelaza a veces con el tema del milenarismo (v.). Así parece insinuarse en el Pseudo-Bernabé, (Epist., 15,4-9: PG 2, 773 ss.), para el que los seis días de la creación representaban seis mil años, pues un día del Señor es como mil años (cfr. Ps 90,4; 2 Pet 3,8); el día séptimo, es decir, en el séptimo milenio aparecerá el Hijo de Dios, quien destruirá el anticristo y juzgará a los pecadores; una vez renovado todo, los justos gozarán con Cristo en esta tierra durante mil años, antes de gozar eternamente en el cielo. A esta línea de pensamiento debe adscribirse Papías, según el testimonio de Ireneo (Adverssus haereses 5,33,3: PG 7,1213-1214) y Eusebio (Historia Eclesiastica 3,39-42).
      Los Padres Apologistas prosiguen la lucha contra el gnosticismo, recalcando fundamentalmente la resurrección de la carne, tema al que se dedican varios tratados explícitos. S. Justino (I Apología, 20 y 60: PG 46,357, 420) encuentran predicha la destrucción del mundo, tanto por las Sibilas, como por diversos textos veterotestamentarios (Deut 32,22; Mal 4,1; Is 30,28,30). Frente a los estoicos que hablaban de una conflagración final proveniente del curso natural de las cosas y que habría de repetirse cíclicamente, purificando así al m. que tiende a la impureza, Taciano señala que el fin del m. no tendrá lugar más que una vez (Adversus Graecos 6: PG 6,817) y S. Justino pone de relieve que esa conflagración ha de ser atribuida directamente a Dios (II Apología 7: PG 6,456). En cuanto al estado del m. tras la purificación por el fuego, S. Justino dice que Dios renovará el cielo y la tierra por Cristo (Diálogo con Trifón, 113: PG 6,737); Atenágoras piensa que en el m. glorificado no habrá ya seres inanimados ni carentes de razón (De resurrectione, 10: PG 6,992); mientras que Teófilo de Antioquía parece decir que todos los animales volverán a su primitivo estado y serán inofensivos para el hombre en clara relación a Is 11,6, ss. (Ad Autolicum, 2,17: PG 6,1080-1081).
      S. Ireneo menciona la consumación universal en el Adversus haereses (2,22,2: PG 7,782), y la encuentra prefigurada en la destrucción de Jerusalén (ib. 4,4; 3,1: PG 7,980-982). El m. -dice- será destruido en razón de haber sido escenario de la trasgresión del hombre, pero ni su sustancia ni su materia serán aniquiladas(ib. 5,36,1: PG 7,1221-1222). Con S. Ireneo se inicia la comparación del fin del m. con el diluvio; éste fue de agua; aquél será un diluvio de fuego (ib. 5,29,2; 5,30,4: PG 7,1222). Trasformado el mundo, el estado de los nuevos cielos y la tierra nueva serán apropiados a la nueva humanidad y durarán sin fin (ib. 5,36,1).
      Para Tertuliano, el m. viejo perecerá por el fuego (De spectaculis, 30: PL 1,660); fuego de juicio y castigo, que alcanzará a todos los que han servido al pecado (De Baptismo, 8; Adversus Martionem, 3,24: PL 1,1209; 2,313), pero que renovará también todas las cosas (De anima 55: PL 2,744), siendo el m. renovado descrito con los mismos rasgos que los tiempos mesiánicos en Is 11,6 (Adversus Hermogenem, 11: PL 2,207). También para Clemente de Alejandría (Stromata 5,1: PG 9,21) y Orígenes (Selecta in Genesim: PG 12,105) el m. ha de ser renovado mediante el fuego. El fin del m. y su carácter de conflagración mundial no son atribuidos como última causa al curso de las estrellas, sino al pecado: «Nosotros no atribuimos el diluvio ni la conflagración a ciclos y periodos de estrellas; para nosotros la causa de estas catástrofes es el torrente de la maldad que lo invade todo y se limpia por un diluvio o una conflagración» (Orígenes, Contra Celsum, 4, 12: PG 12, 1044). El fuego purificará, pero no aniquilará la creación (ib. 3,14-17: PG 12,1201-1205). En igual sentido se expresa Metodio de Olimpo: el m. será purificado por el fuego, pero no será aniquilado (Convivium, 10,4: PG 18,200; De resurrectione, ib., 273).
      Durante el s. in, y siguiendo un antiguo alegorismo, los seis días de la creación son interpretados como anuncio de que la historia durará seis mil años, tras los cuales vendría el fin del mundo. De ahí, el empeño por determinar la fecha del origen de la creación (Hipólito, In Danielem, 22-23: PG 10,656-657; Lactancio, Institutiones, 7,14: PL 6,779-784;. Tertuliano, Apologeticum, 32: PL 1,508-509; cfr. J. Luneau, 1'Histoire du salutchez les Péres de l'Eglise. La doctrine des áges du monde, París, 1964).
      También para los Padres Capadocios, el fin del m. consistirá en una renovación de toda la materia (S. Basilio, In Hexaérneron, 1,3: PG 29,9; S. Gregorio de Nacianzo, Oratio XXI: PG, 35,1109; S. Gregorio de Nisa, De hominis oppificio, 23: PG 44,209-212). Para S. Cirilo de Jerusalén, el nuevo m. será más bello y sin degradación (Catequesis, 5: PG 33,873). Según el Crisóstomo, el m. renovado estará de acuerdo con las bellezas de los cuerpos resucitados (In Epist. ad Romanos, 5: PG 60,530). En igual sentido hablan S. Ambrosio (In Hexa~ron, 1: PL 14,135) y S. Jerónimo (In Mattheum 4,24: PL 26,180-181). El fin del m. consistirá en una purificación por el fuego, en paralelismo con el diluvio, y será irrepetible (S. Agustín, De Civitate Dei: PL 41, 359).
      Puede decirse, pues, que todos los Padres se hacen eco, con mayor o menor extensión, del tema del fin del m., y comentan la renovación de la creación como algo que dimana de la misma Revelación. En los primeros siglos esta doctrina de fe se mezcla a veces con sueños milenaristas, o degenera en la preocupación de determinar la fecha o época en que esto sucederá. Ambas tendencias desenfocadas, sin embargo, ni fueron generales, ni empañan el común acuerdo que tuvieron en lo esencial.
      Los teólogos posteriores sistematizan estos datos cayendo a veces en la tentación de explicarlos a través de datos físicos, sobre todo en la Escolástica. No obstante, lo esencial de la enseñanza patrística es trasmitido en forma inalterable. Es elocuente este pensamiento de Pedro Lombardo: «Cuando venga el Señor, le precederá el fuego con el que se quemará la faz de este mundo; perecerán el cielo y la tierra, no según su sustancia, sino según la especie, que será cambiada». (Sentencias, IV, d47, q4). Sus comentadores o continuadores mantienen las líneas esenciales de este pensamiento: cfr. S. Buenaventura, In IV Sent d47 q3; S. Alberto Magno, In IV Sent., d47; S. Tomás, In IV Sent., d47; y Summa contra Gentes, 4,97; Duns Escoto, In IV Sent., d47 q2.
      A partir del s. XVIII, los teólogos abandonan las preocupaciones cósmicas sobre la naturaleza del fuego que purificará el m., sobre si en el estado futuro habrá movimiento, etc., para ceñirse más inmediatamente a aquilatar los datos revelados. Así expone la cuestión Tanquerey: «Los Padres y los teólogos concluyen de diversos lugares de la Escritura que después de la conflagración del mundo y del juicio final, la tierra ha de ser renovada (2 Pet 3,13). Es incierto en qué consista esta innovación, y de ella pueden disputar libremente los teólogos» (Synopsis de Teología Dogmática, IV, París 1955, 744). Piolanti escribe: «La Revelación nos enseña que existirá una conflagración universal, de la cual surgirá un mundo juzgado, embellecido e innovado. No es lícito decir más cosas, a no ser siguiendo la analogía de los dogmas y en forma hipotética» (De novissimis et sanctorum communione, Roma 1959).
     
      V. t.: ESCATOLOGÍA; PARUSÍA; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS; JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL; HISTORIA IV; APOCALIPSIS.
     
     

BIBL.: Para exégesis de los textos de la S. E. e historia de la doctrina antigua: M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1963, 54-56; F. CEUPPENS, 11 problema escatologico nella exegesi, en Problemi e orientamenti di teología dommatica, 11, Milán 1957, 925-974; 1. TiXERONT, Histoire des Dogmes dans Cantiquité chrétienne, París 1912-14; L. ALTZERBERGER, Die christliche Eschatologie in den Stadien ihrer Offenbarung im Alten und Neuen .Testamente, Friburgo 1890; íD, Geschichte der christlichen Eschatologie innerhalb der vornicánischen Zeit, Friburgo 1896.

 

L. F. MATEO SECO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991