MUJER II. PSICOLOGIA
1. Introducción. El arquetipo genérico de lo que científica y comúnmente se
entiende como objeto de la Psicología radica en la especie humana, tanto en su
dimensión individual como en la social o colectiva. La llamada Psicología animal
(v.) -descripción de conductas y análisis de las motivaciones y
condicionamientos de las mismas- sólo puede ser legitimada en tanto «lo
psicológico» se define y cualifica como una abstracción convertible en el lugar
común de la interpretación significativa de la actividad o movimiento específico
de los seres vivos (v. FENÓMENOS PSÍQUICOS y FENÓMENOS FISICOS). Lo psicológico
es siempre, de un modo u otro, la expresión de una situación. La Psicología
comparada (v.) funda sus hipótesis de trabajo en analogías y diferencias, cuya
referencia inevitable se encuentra en los supuestos significativos de la
actividad humana. Pero el objeto o dominio mismo de la Psicología, tal como
tiende a entenderse y usarse técnicamente esta disciplina en la actualidad, es
mucho más concreto y restringido de lo que la etimología del vocablo parece
indicar.
La Psicología no se ocupa del todo del hombre; lo espiritual de un lado y
lo físico del otro, constituyentes de la específica y singular unidad sustancial
de la naturaleza humana, son, a la vez, desde una perspectiva psicológica,
principios autónomos de actividad y condicionamiento (v.). Al psicólogo le
interesan los comportamientos y las actitudes, la significación de los mismos, y
el análisis, en el ámbito de la vivencia (v.) o experiencia interna, de los
motivos ya conocidos o reconocibles y del papel de ciertos factores derivados de
las tendencias básicas.
Toda diferencia psicológica entre el hombre y las especies animales radica
en el hecho de la conciencia (v.) psicológica. El comportamiento animal, por muy
complejo que aparezca a la mirada del observador, refleja siempre la estructura
cerrada de su mundo (v. IMPULSOS; INSTINTOS). La apertura al mundo o habitat
humano, revelada en sus vivencias tendenciales, muestra la correlación entre la
entitativa precaridad existencial del estar siendo y la posibilidad
trascendentalmente psicológica de llegar a ser. La dignidad -libertad y riesgo-
del «arquetipo humano» (varón y hembra) es, desde esta radical y constitutiva
significación, condición unívoca; de suerte que un análisis estrictamente
psicológico conduce siempre, como demostró Ortega (o. c. en bibl.), a la
conclusión de que es muy difícil afirmar de alguien que es todo un hombre o toda
una mujer. Vale decir que si el hombre tiene algo de la m. y al revés, ese algo
es lo que de común les constituye: elemento fundamental y psicológicamente
sustantivo que, por consiguiente, ni es específico del varón ni específico de la
hembra. Es, exactamente, la conciencia activa y ambivalente del aludido estar
siendo sin llegar a ser: realidad que identifica no sólo a las personas de
distinto sexo, sino a las gentes de cualquier edad y condición histórica.
Esta sustantiva unidad antropológica de la especie humana, verificable en
el plano de la vivencia, comporta una serie de cuestiones, entre las cuales, la
de definir las peculiaridades psicológicas de la m., ha adquirido en las últimas
décadas importancia relevante. En todo caso, el fundamental supuesto de toda
Psicología diferencial (v.) viene dado en la afirmación de que la m. es
«hombre». La m. como individuo humano ofrece todas las cualidades de la
humanidad. Lo específicamente femenino no se encuentra fuera del género. Si algo
legitima una cualificación teorética de la feminidad es un perfil -o
fisiognómica- en el que la apariencia física y la actitud existencial contienen
significaciones relativas a muy precisas maneras de intervenir con el varón en
el proceso histórico de la especie humana.
2. Fenomenología de la mujer. Desde un punto de vista fenomenológico,
Buytendijk (v.) ha desarrollado su doctrina de la m. apoyándose en la relación
interior de los tres aspectos del ser humano: naturaleza, apariencia y ex' 'stencia.
Natural es aquello que puede determinarse de manera objetiva: las propiedades
que, en su caso, la m. posee como toda «cosa», y que pueden descubrirse por los
métodos de las ciencias de la naturaleza (observación y experiencia). La
apariencia ha de referirse al aspecto fenoménico del contenido expresivo de su
corporeidad físicamente perceptible. Por existencia comprende el modo personal
de encontrarse, sentirse y experimentarse en el mundo.
La conclusión del análisis fenomenológico se concreta en el hecho de que
la m. es más sensible y, por consiguiente, se encuentra más determinada por lo
vital. Ello no quiere decir que la m. sea ajena a las demás dimensiones de lo
humano, ni que en el varón lo vital en su entraña biofísica carezca de sentido,
sino que la participación de una y otro viene dada por una integración
proporcionalmente distinta de radicales comunes. El modo peculiar de la
existencia de la m. -su esencia concretase desarrolla a partir de las
posibilidades de su ser-hombre -esencia abstracta-, en su dinámica relación
ontológica con el mundo. La subjetividad femenina es la expresión psicológica de
las maneras de realizar y sentir la constitutiva tendencia a asumir las
realidades. La Psicología actual ha emplazado. su interés desde lo instrumental
hacia los niveles de función: más que los elementos se estiman hoy las
cualidades o modos del ser psíquico.
3. Psicología de la mujer en el nivel instintivo-biológico. En este plano
la realidad dé lo corporal, tanto en el sentido de la apariencia morfológica
como en el de la fisiología, resulta inexcusable. Ciertamente no se trata de
identificarse con la corporeidad, pero tampoco es posible desprenderse de ella.
Lo corporal resulta en lam. (como en el hombre) de una correlación
neuroendocrina, de la cual el sexo (v. SEXUALIDAD), siendo la manifestación
física más sensible, ni es única ni es la causa de las demás.
Las peculiaridades diferenciales en la esfera sexual son, en primer lugar,
genéticas y dependen de la combinación de ciertos factores (cromosomas)
incluidos en los núcleos celulares de los elementos que intervienen en la
generación. Junto al sexo genético interviene el sexo hormonal, determinado por
la proporción, regulada por la hipófisis, de determinadas secreciones internas.
A los factores genéticos y hormonales se han de agregar: el llamado sexo
gonadal, establecido por la evolución de las gónadas (glándulas sexuales
embrionarias) en testículo u ovario; el sexo fenotípico, dependiente de los
caracteres sexuales secundarios; y el sexo social, resultante de la educación y
el ambiente. Es, pues, obvio que, si lo sexual como condicionante psicológico,
se inicia en el azar bioquímico de la cromatina genética, su definitiva
incidencia configuradora de actitudes y comportamientos depende de una serie de
factores cuya ponderación y alcance ni han sido esclarecidos ni están del todo
científicamente explorados.
Sin embargo, la figura corporal de la m. y su dinámica contienen
significaciones suficientes para perfilar ciertas disposiciones tendenciales
que, integrándose en los demás niveles funcionales del ser psíquico, permiten
distinguirla del varón. En primer lugar, el desarrollo anatómicofisiológico de
la m. es más rápido que el del hombre. Sus crisis de crecimiento no sólo se
anticipan sino que son también más aparentes (v. ADOLESCENCIA Y JUVENTUD). La m.
alcanza antes su morfología externa y su definitivo carácter. Junto a este hecho
ha de estimarse otro no menos real: la m. vive más tiempo que el hombre. La
conclusión se impone: lo característico de la m. es una más dilatada permanencia
en el correspondiente estado adulto y, junto a la permanencia, una mayor
estabilidad; es decir, una menor indiferenciación respecto de lo que acontece en
el hombre, de suerte que la m. (cualquier m.) participa más de su género y se
identifica mejor con todas y cada una de las m. De ahí que resulte más difícil
resaltar las características que la singularicen respecto de las demás.
La impulsividad femenina tiende a detenerse en lo concreto. Su
comportamiento instintivo es más rectilíneo que el del varón. La llamada
«intuición femenina» se funda más en la sencillez que en el exceso de
perspicacia. El instinto de la m. transita por el universo de las formas. Lo que
el varón capta en el orden instrumental de sus impulsos es la forma femenina,
expresión sensible de su radical y dinámica consistencia formalizadora. Así
ocurre, p. ej., en las manifestaciones físicas del comportamiegto sexual. La
contraposición polar actividadpasividad demuestra que las pautas de conducta
están determinadas, precisamente, por el realismo de «ser-así femenino»,
entendido como actitud pasiva, frente a la fantasía creadora de imágenes que
provocan en el hombre la incoación de tales experiencias.
Por último, la misma concreción del universo tendencial revela que la
actividad de la m. se encuentra ordenada preferentemente a realidades referidas
a lo vital sensible. Su fisiología refleja y realiza con una regularidad, nunca
alcanzada por sus congéneres masculinos, el carácter cíclico de los fenómenos
biológicos. En este sentido la subjetividad femenina no debe interpretarse, como
se hace a menudo, como el simple reflejo de una dependencia o condicionamiento
negativo, sino como expresión positiva de esa peculiar relación dinámica del ser
humano y lo vital, específica de la m. La subordinación a la naturaleza que
actúa en el cuerpo de la m. según las leyes naturales, sólo adquiere «tensiones
dramáticas», cuando la m. (lo mismo que el hombre) se niegan a admitir las
consecuencias de su radical condición física. En el proceso del desarrollo de la
personalidad, la instancia materna es la depositaria de las garantías y
seguridades reclamadas, como puede observarse en las enfermedades y crisis de
crecimiento, por la biología del sujeto en cuestión.
4. La psicología de la mujer en el nivel afectivo. Lo que se entiende como
afectividad (v.) es la expresión sustantiva de los modos de experimentar
íntimamente la relación vital del sujeto con las realidades. Tales modos son,
precisamente, los sentimientos y afectos. De ordinario se predica de la m. la
esencia de lo sentimental. En puro rigor psicológico esto no es cierto. Lo
afectivo, aparece sin excepción, como radical constitutivo de la existencia del
arquetipo humano. Ni lo instintivo ni lo espiritual son patrimonio exclusivo del
hombre. Pero no es menos cierto que la capacidad de afectar y afectarse presenta
matices diferenciales correlativos en la m. y en el varón.
La diferencia primordial reside en la mayor emotividad de la m. Se
impresiona más fácilmente por todo y frente a un mismo estímulo sus respuestas
son, de ordinario, más intensas que en el hombre. Pero no sólo se emociona más.
La emoción, cualificada por la expresión fisiológica de cualquier afecto,
pertenece a la fisiognómica corporal, y lo corporal en la m. es más natural y
autónomo, como se ha dicho, y por consiguiente menos controlable. Y así acontece
con el resto de vida afectiva en lo que los sentimientos tienen de referencia
experimentada. La ternura del amor femenino como contrapunto de la violencia y
tenacidad de sus odios, encuentra su significado más profundo en esa mayor y más
sutil relación con lo vital que aparece incoada desde el nivel instintivo. En el
sentir no se trata tanto de comprobar la cualidad objetiva de lo sentido cuanto
de dejarnos llevar por ello. La diferencia entre la m. y el hombre es que éste,
aun sintiendo (igual o más) que la m., se deja llevar pero sin perder la
perspectiva de un proyectar que trasciende lo inmediato, mientras que ésta al
comportarse como prefiriendo lo real -aquí y ahora- se apoya más en la
experiencia sentida.
El carácter intencional de los sentimientos y su irreparable virtualidad
cognoscitiva se actúan con más facilidad en la m. El universo femenino resulta,
desde la perspectiva preferentemente racional del varón, como una transformación
del mundo de éste, no tanto porque la realidad sea distinta objetivamente
considerada, sino en cuanto los elementos que la constituyen son integrados en
un proceso en el que lo ideal -como imaginablees siempre diferido a expensas del
pragmatismo de lo inmediato. La gran paradoja del ánimo femenino resulta de ser,
de esta suerte, una especie de vivencia mágica de lo que para el hombre le viene
dado como el lugar común de la lógica formal. Sartre (v.) interpretó este
fenómeno como una degradación espontánea y vivida de la conciencia en su
relación con el mundo. Propiamente no es que la m. degrade lo real. Lo que la m.
aprende es tan real como lo que el hombre maneja, sino que su manera peculiar de
tender existencialmente al fin común del arquetipo humano transita de
preferencia por lo concreto.
Si hay especies afectivas en las que la m. destaca son, precisamente,
junto a la ya aludida de la emotividad, los sentimientos vitales, en tanto éstos
reflejan los modosde la relación del organismo vivo en su totalidad con el
universo físico. La clínica demuestra que la cuantía de las dolencias
psicosomáticas (v. MEDICINA PSICOSOMÁTICA) es superior en las m. La m. se siente
más a menudo enferma y, correlativamente a lo apuntado respecto de su mayor
subordinación a la naturaleza, tales molestias revelan, mejor que en el hombre,
la periodicidad legal de los fenómenos biológicos. La angustia, la ansiedad, la
inquietud y el decaimiento, tienen en la m. un margen de expresión física que
contrasta con la prevalente elaboración racionalizadora de las mismas
alteraciones en el varón. En contraste con lo dicho para los sentimientos
vitales, los anímicos y espirituales ofrecen en la m. un carácter más puntual y
pasajero. La tristeza desencadenada por una mala noticia coarta menos que en el
hombre sus demás posibilidades de acción. La impresión amarga de un
acontecimiento o la exaltación espiritual surgida en el trance contemplativo de
una realidad valiosa embargan más el ánimo del varón.
En resumen, del reparto de las resonancias afectivas cabe concluir que la
m. no sólo mantiene una mayor coherencia con el orden tendencial ya incoado en
los niveles biológicos, sino que además facilita la comprensión del significado
unitario de la totalidad del ser personal.
5. Psicología y carácter. Las doctrinas corrientes sobre el temperamento y
el carácter (v. CARACTEROLOGÍA) apenas aclaran las diferencias psicológicas de
la m. Es evidente que las modalidades biotipológicas conocidas pueden predicarse
tanto de la m. como del hombre. La distinción en los niveles superiores del ser
psíquico ha de verificarse partiendo de una fenomenología de la conducta global.
Las hipótesis antropológicas de la Psicología profunda (v.) y del psicoanálisis
(v.) en particular, muestran en su evolución una contradicción radical que
relativiza al máximo la interpretación de los factores determinantes de ló
específicamente femenino. En sus primeras formulaciones, Freud (v.) sobrestimó
el punto de vista biológico: no distingue lo sexual de lo erótico, lo deriva de
la fisiología y lo convierte en factor exclusivo y excluyente del ser humano en
todas sus manifestaciones. Semejante esquematismo y superficialidad ha
pretendido suavizarse con el creciente papel atribuido a los factores
ambientales, tanto en el ámbito de la educación como en el del convencionalismo
social. El núcleo de la cuestión ha quedado, sin embargo, intangible en tales
psicologías. A propósito del comportamiento sexual ya se ha advertido que la
distinción no puede basarse ni en el género de lo instintivo ni en el de lo
sensorial. Su especifitud es unívoca, no así las correlativas actitudes. Igual
puede afirmarse de todo aquello que define el arquetipo humano en su entidad
sustancial y caracterológica.
En el superior nivel del espíritu la materialidad somática influye, sin
duda, pero más como condicionamiento que como determinante. Igual ocurre con las
influencias atribuidas (Simone de Beauvoir, p. ej.) al resultado de la evolución
socio-cultural. En cualquier caso, semejante modo de plantearse las diferencias
como si se tratase de un mero problema científico-natural no puede por menos de
soslayar la textura psicológica de la cuestión. Sólo el recurso a actitudes
integradoras de la totalidad del ser psíquico puede atribuir a su entendimiento.
La actitud existencial del hombre y de la m. son distintas. La literatura
de todos los tiempos ha mostrado mil ejemplos ingeniosos de cómo hacer un
trueque de papeles en un empeño de dramatizar situaciones, pero los equívocos de
vestir a la m. de hombre y el contrario, menos frecuente, de hacer pasar un
hombre por m., han quedado siempre en fugaz y lúdico pasatiempo. El fracaso en
consumar seriamente el sentido de tales mutaciones no se debe a incontenibles o
inadvertidos deslices de la voz o los ademanes. Lo que denuncia al simulador
tiene siempre raíces más profundas. La psicología de la m. (como la del hombre)
no es otra cosa, en definitiva, que el enunciado significativo de los radicales
de la existencia.
Hombre y m. se encuentran en la vida como si la conjugasen desde
situaciones distintas. Ya se ha visto cómo la biología, la figura corporal y la
afectividad ofrecen en la m. un paralelismo y una continuidad dinámica bien
precisos. Sin embargo, no todo queda aquí. Cabodevilla (o. c. en bibl.) se
formula una pregunta que parece clave: ¿Por qué se escribe tanto de la m. y tan
poco del hombre? Podría pensarse que ello es debido al supuesto fenómeno de la
masculinización del pensamiento. Aristóteles pensaba que la m. es un hombre
frustrado. Pero ni la especie humana sería nada sin biología ni el pensamiento
deja de ser atributo de la común racionalidad de uno y otra. La m. piensa, o
puede pensar, tanto como el hombre y hasta es posible que más. Pero lo que la m.
es en sí misma resulta para el hombre, y sólo para él que es quien escribe más,
más problemática y misteriosa, por la simplicísima razón de tratar de
comprenderla desde sus propias y complejas disposiciones intelectuales. Porque
el hombre interpela a la existencia con preguntas últimas, inquieto siempre por
la realidad del ser, viene a resultar un ser fuera de sí (Ana Sastre, o. c. en
bibl.). La m. sigue ocupando para el hombre el lugar común del misterio humano,
y le es tan difícil distinguirla como a ella misma distinguirse. En el hombre
esta tendencia se actúa con más facilidad. Acaso radique ahí la motivación
profunda que ha llevado a la m. de todos los tiempos a buscar en el vestido, la
cosmética y el tocado, un afán de distinción que le permita singularizarse antes
de pensar en atractivas vanidades. De ahí que la invención de las modas sea
asunto masculino, aun cuando su beneficiario uso recaiga principalmente en la m.
La más fácil individualización del hombre es correlativa de la mayor
dificultad de integración entre sus congéneres. La sociabilidad es siempre menos
problemática en la m., pero no sólo respecto de las demás m. sino incluso frente
a los hombres. El carácter estabilizador que en este sentido desempeña en la
sociedad remite, sin duda, a esa incapacidad de sobresalir reveladora de la
coherencia y simplicidad misteriosa de la naturaleza femenina.
La estructura personal de la m. es menos dispersa y mucho más concéntrica,
unívoca y acabada. Su ser-ya comienza antes y se prolonga en el tiempo con una
estabilidad capaz de acompasar la versátil irregularidad de los proyectos del
hombre. Esta manera de vivenciar lo temporal se revela en su indiferencia frente
a los horarios y las calendas: le sobra tiempo y desdeña la puntualidad. El
presente femenino depende menos que el del hombre de pasados y futuros. El
hombre es un fugitivo de sí mismo. Junto a él la m., inmersa en la reiteración
de sus ciclos y periodos naturales, ofrece el contrapunto de la permanencia, de
la seguridad en lo consabido. De ahí, también, su peculiar manera de vivenciar
el espacio: porque le importa menos lo lejano, cuida morosamente de las cosas.
Las virtudes domésticas no son una imposición egoísta del hombre. Si le importa
la casa es por su afinidad significativa con lo vital. Como agudamente subrayó
Ortega, «el ser femeninoflorece sólo en regiones de cálida temperatura. En el
mundo psíquico son los sentimientos los que arrastran calorías. No tiene sentido
hablar de pensamientos ardientes». Tal es la última y decisiva cuestión del alma
femenina.
La deficiente capacidad de abstracción que, de ordinario, se atribuye a la
m. no es propiamente impotencia. Resulta sin más de su oposición al riesgo de
una lógica justificadora del constante peligro de evasión de lo real en que se
encuentra el hombre. «Los sueños de la razón engendran monstruos». Es difícil
querer, en el sentido de la voluntad, cosas opuestas, y mientras el hombre se
pierde a menudo en el empeño de cohonestar lógicamente una solución, a la m. le
basta el simple deseo para conjugar la autonomía contenida en cualquier
situación difícil. Es el permanente y sugestivo si-no de lo irracional ofrecido
en el amor humano como perpetua e inagotable aventura. Lo que en definitiva
constituye el núcleo de la psicología femenina viene dado, como decía Simmel
(v.), por su proximidad inmediata a la oscuridad metafísica, de una especie de
identidad con el fondo universal de las cosas. O como al sintetizar su oficio de
madre, la definió el cardenal Mindszenty (v.): «la mujer es la antorcha de la
vida atravesando las páginas de la Historia» (La Madre, 4 ed. Madrid 1962).
BIBL.: J. SIMMEL, Lo masculino y lo femenino, Madrid 1924; G. HEYMANS, Les psychologies des femmes, París 1925; F. BUYTENDIIK, La Mujer, 2 ed. Madrid 1966; J. M. CABODEVILLA, Hombre y Mujer, Madrid 1962; 1. ORTEGA Y GASSET, Obras completas, Madrid 1962; A. SASTRE, Verdad de la Mujer, Madrid 1968; V. KLEIN, El carácter femenino, 2 ed. Buenos Aires 1958.
J. M. POVEDA ARIÑO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991