MUJER I. INTRODUCCIÓN
1. Hombre y mujer. Es un espinoso capítulo hablar definitoriamente de la m.
Porque son tantas las imbricaciones ideológicas, sociales, políticas e incluso
económicas, que medran a la sombra de este tema, que cualquier afirmación que
pretenda llegar al núcleo esencial es ensalzada o agredida por interpretaciones,
y no pocas veces aprehensiones, accidentales, que impiden afirmar a la m. en sus
auténticas raíces ontológicas.
El hombre (v.) fue creado por Dios, varón y hembra, a su imagen y
semejanza (Gen 1,27), lo que presupone una igualdad radical en cuanto a la
dignidad de la persona. Muchos pensadores, entre los que se cuentan hombres y
m., han abogado por una indiferenciación, reduciendo el sexo (v. SEXUALIDAD) a
una simple cuestión biológica, casi en el orden vegetativo de la
reproductividad. Otros muchos piensan, por el contrario, que hay una serie de
características existenciales, de actitudes ante la vida, que difieren en el
hombre y la m.; y ello es así porque la captación de la realidad desde el plano
biológico hasta los altos caminos de la psicología, es diversa para ambos. Ello
supone, en la comunicación hombre-mujer, en cualquier terreno humano, una
riqueza y un interés de que carecería una humanidad monocorde, como se ha
demostrado con la incorporación de la m. a multitud de ambientes, a tareas hasta
ahora exclusivamente varoniles, y el enriquecimiento que ello ha implicado en
todos los órdenes.
Muchos autores, Simmel, Ansón, Roa, Rof Carballo, Marañón, Ortega, Maurois,
etc., han destacado la idéntica dignidad y la función distinta que existen entre
el hombre y la m. Sin embargo, esta diferenciación se ha identificado durante
algunos tiempos históricos con unas cualidades y signos de inferioridad, que
tendían a reducir a la m. a lugares y tareas previamente desposeídas de
prestigio, como un ser necesario para el descanso, el divertimento estético o,
en el mejor de los casos, la complementariedad del varón. Esta actitud social no
se apoya en la cultura judaica y mucho menos en la tradición cristiana. Cuando
en la Biblia se deja constancia de las fuertes exigencias que, desde la época
patriarcal se hacen a la m., debemos ver en ello una profunda necesidad de
respeto. Se exige integridad a aquello que necesitamos intocado, intacto. Al
agua que ha de limpiarnos, al espejo que nos debe reflejar, a la forma que nos
define exteriormente. A la m. que debe esperanzar, reconstruir e incluso
limpiar. No es la exigencia feroz de la incomprensión hacia la esclava. Es la
necesidad de un depósito de dignidad y fortaleza inalterables. No existen
alabanzas más grandilocuentes que las de la Biblia a sus m.
Es el cristianismo quien consagra su dignidad. Cristo nació de una Mujer (cfr.
Gal 4,4), y de una mujer virgen, consagrando así esas dos posibilidades
fundamentales de la feminidad que son la virginidad y la maternidad. Y el
Apóstol Pablo dirá: «No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay
varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). El matrimonio
(v.) queda restaurado a su dignidad primitiva. En la unión hombrem. el eros
griego se convierte en ágape: donación, entrega, servicio que no tiene
tendencias configuradoras ni posesivas, que es pura generosidad. Y la virginidad
(v.) o la aceptación del celibato (v.) se presentan por su parte para quienes
son llamados a ellos, como el camino a través del cual deben realizarse como
personas, en una paternidad o maternidad espirituales que integra todas sus
energías vitales.
Pasando de un plano teológico u ontológico, al de las realizaciones
sociológicas, la historia se nos aparece como un mundo de contrastes. De una
parte encontramos, como ya decíamos, actitudes que ven en la m. un mero objeto
estético o que reconocen su valor, pero la reducen al hogar, rechazando o
infravalorando sus aportaciones en otros ámbitos. De otra parte, en cambio, se
la ve como fuente de trabajo y de vida, e incluso, como sucede en algunas
civilizaciones prehistóricas, se la hace desempeñar una tarea agrícola
agotadora, porque se piensa que lleva en sí virtudes fecundantes y que ni grano
ni planta alguna podrán crecer, si no es ella quien los ha plantado.
En la época contemporánea, la Era industrial va a dar lugar a la situación
en que ahora nos encontramos. La 1 Guerra mundial, al producir una escasez de
hombres, no sólo permite, sino que impulsa la entrada masiva de la m. en las
fábricas. La comprobación de sus capacidades y la fuerza que le otorga el juego
de la oferta y la demanda, da origen a un movimiento en busca de una seguridad
social creciente y del reconocimiento jurídico de su igualdad radical con el
hombre (v. FEMINISMO).
Esa relación existente, por razones históricas, entre afirmación de su
propio ser femenino y actitud de lucha, trae consigo un grave riesgo para la m.:
el peligro de convertir su calidad de ser humano incontrovertible, junto con su
específico modo de ser femenino, en un híbrido competitivo e imbricado en la
esfera del varón sin lograr más que una imitación incompleta de los modos y
cualidades del hombre. Tanto más, cuanto que no es sólo la m. quien inicia y
mantiene el terreno en que se proponen sus reivindicaciones, sino el hombre,
desde variada situación ideológica, quien sigue intentando manejar el futuro de
la m. a pretexto de una comprensión y apoyo que ocultan, en realidad, una
desnaturalización tan peligrosa e injusta como situaciones históricas
anteriores.
Se puede convertir así la afirmación de la feminidad en agresiva
liberación, con enfrentamiento de dos seres humanos, hombre-m., abocados a la
destrucción. Ser m., se ha llegado a escribir, es una carga insoportable, frente
a la que es preciso luchar aboliendo todo cuanto social, natural, biológica,
psicológica o conceptualmente haya tendido desde siempre a discriminarla del
varón. En una línea de pensamiento marxista, la m. ha sido incluida como
problema en apologías ideológicas con caracteres similares a estados de
injusticia social muy amplios. Se habla de «cosificación» de la m. en manos del
varón y de «alienación» para designar un discutible misticismo que intenta
retenerla en los estrechos límites de su esclavitud.
Lo peor es que en esta falsa liberación no se tienen en cuenta valores
fundamentales como la familia, el hogar, el amor, el sexo, en su más amplio
sentido, y las características imborrables de la m.-persona, poniendo así en
peligro su enorme trascendencia y su intocable necesidad, y a plazo más o menos
largo destruir la feminidad misma. No se puede olvidar esto -y, por tanto, la
necesidad de poner de relieve la peculiaridad de la m.- aunque algunos -sin
negar los valores antes mencionados- digan de un modo suave y aparentemente
fundado en la psicología, que aceptar caracteres de virilidad y feminidad es
producto forjado por una cultura virilocrática y que es preciso tener en cuenta
«las dimensiones viriles que la mujer contemporánea va desarrollando a medida
que se introduce en todos los campos de la cultura y de la vida modernas» (J. B.
Torrelló).
2. Mujer-persona. La persona (v.) puede describirse como quien realiza las
posibilidades que le brinda su propia naturaleza. Cada ser posee su naturaleza;
persona es posesión sucesiva e individual de dicha naturaleza (Shedd). Es
inconmovible que la naturaleza humana pertenece por igual a la m. y al varón y
que la persona actúa, en cada uno, con todas las características esenciales a
esta naturaleza. Lo que cabe preguntar es qué matices o qué cualidades
existenciales puede conferir la diferenciación varón-hembra a la persona. Hasta
tal punto que la personalidad, ese repetido instante existencial en el que
nuestras fuerzas interiores de equilibrio nos hacen «cada uno», frente al
entorno, sea diverso ante situaciones y estímulos idénticos.
Como dice Poveda, la actitud existencial del hombre y la m. son distintos.
«Hombre y mujer se encuentran en la vida como si la conjugasen desde situaciones
diversas. Ni lo instintivo ni lo espiritual son patrimonio exclusivo del hombre.
Pero no es menos cierto que la capacidad de afectar y afectarse presenta matices
diferenciales correlativos en la mujer y en el varón».
Para aceptar lo masculino o femenino desde el oponente respectivo hace
falta admitir una parte de misterio; una imposibilidad de definir
matemáticamente modos de captación que pertenecen radicalmente a un otro, no
sólo en el orden de la persona sino del género. Esta actitud encuentra, y
encontrará siempre, el rechazo racionalista que intenta apartar lo inexplicable.
El misterio exige una distancia indispensable para admirar y no puede
identificarse con el mito. Ésta es una grata historia que los hombres componen
para sobrevivir. El misterio, en cambio, va pegado a la existencia como un
amante escurridizo que se niega a la mera razón y que solamente es aprehendido,
aunque sin agotarlo, por la fe y el amor.
En el «Mundo feliz» que describiera Huxley dominado por la técnica, la
risa y el llanto, el nacer y el morir, los viejos y los niños, el crecimiento y
la enfermedad, todo, en una palabra, quiere ser abierto, calculado y dominado.
Pero el ser humano trasciende al cálculo porque es sencillamente creador.
Mientras haya dimensiones imposibles de medir en una computadora, estamos a
salvo. Y una de ellas es el misterio que se encierra en el amor, en el
sentimiento, en la hondura de lo desconocido y de lo inagotable, en la diversa
actividad personal de cada Yo inmerso en la existencia. Pero además, y por si
fuera poca diferenciación de una a otra persona, es un hecho de experiencia
diaria que el hombre y la m. reaccionan de muy diverso modo ante idénticas
posibilidades. Culpar de ello a una sucesión cultural acumulada es un
condicionamiento que tiene su razón y su influencia, pero en modo alguno puede
ser la coordenada única sobre la que gravita este carácter dispar.
«El plano de la distinción (entre hombre y mujer), no afecta
exclusivamente a la función generativa, aunque la generación sea lo que en
última instancia dé razón de su existencia. Atañe también a la estructura
accidental de la personalidad psicológica (temperamento, mentalidad, etc.) que
se manifiesta en gran medida teñida modalmente (y sólo modalmente) de feminidad
o devirilidad. Lo cual significa que el sexo no se limita sólo al ámbito
orgánico del cuerpo, sino que es una estructura accidental de la personalidad
que se manifiesta hondamente en toda la vida humana (en la medida, claro está,
en que la persona queda modalizada, sin destruir aquellos aspectos radicales no
afectados por la distinción)» (J. Hervada, Cuestiones varias sobre el
matrimonio, «lus Canonicum» 25, 1973, 32).
En qué consiste esta «modalidad» adscrita al sexo femenino, implica una
síntesis compleja de matices. La m. es ritmo, es tiempo. Vive cada uno de los
segundos de su vida, no en suma ordenada, sino en erradicaciones de intensidad.
Su obra es menuda, casi de puntillas. Es circunvalación, abrazo de las pequeñas
cosas concretas. Está inmersa en la pasión de lo vital, concreto y abarcable.
Tiene predilección por lo individual, se pronuncia sobre todo por la esperanza y
la fortaleza. Su capacidad de donación va unida a la posibilidad de perder, en
un derroche de su propio ser, sin persistencias triunfalistas. El hombre, que
puso nombre y lugar a las cosas, adoptó la autoridad para mantener su ser. La m.
eligió otro camino: su misión no es vencer, es desarmar y afirmar así la vida.
La misma fatiga que al ser femenino le produce trascender continuamente la
realidad vital, al masculino le resulta concretar las nimias grandezas del
existir diario entre las cosas. La m. tiene menos capacidad para extraer una
idea universal de la agrupación extensa, le agota concretar los diversos matices
de un exceso numérico de individualidades. A lo más que suele llegar es a
envolver en un preámbulo de acogida lo numeroso con la esperanza de tener una a
una las realidades que presencia. Es un ser especialmente abocado a la intimidad
y al diálogo. Y a los valores que se dan en este orden: el amor y la amistad.
El hombre interpela a la existencia por medio de preguntas: está siempre
inquieto por la realidad del ser. En este sentido podríamos decir que es un ser
«fuera de sí». La vida para él es más antagónica; está enfrentado con las cosas.
Su existir es un reto en el que está más abocado a la lógica y a la destrucción.
La m. es un ser «ensimismado». Profundamente inmerso en los matices de su
personalidad, está tan firmemente anclado en la última realidad metafísica del
mundo que hace el menor esfuerzo por estructurarla y explicarla. La m. es, no
habla sobre el ser.
7 Dice Cabodevilla que el hombre concede primacía al hacer sobre el
contemplar, al derecho sobre la compasión, a la idea sobre la vida. Vive
luchando y luchar quiere decir también matar, destruir la vida. El principio
femenino, en cambio, es de dar nueva vida, tendencia a centrar el interés en el
ser humano concreto, a economizar vidas.
Sería aberrante suponer que estas calidades son exclusivas del ser humano
femenino. Se afirma aquí, sencillamente, que en esta partición de matices la m.
tiene una mayor capacidad para desarrollar una vertiente, sin que ello
signifique la creación especulativa de un tipo-patrón en uno u otro sentido.
3. El lugar femenino. Buytendijk ha dicho que el mundo es para el hombre
sitio de trabajo, es decir, de transformación y ejecución de fines; para la m.,
en cambio, lo es de cuidado y de asistencia. Ella cumple, por natural
inclinación, la dimensión fundamental del amor: la solicitud por lo amado o
«contingente vigilancia sobre lo contingente» (Wilhelmsen). Por tanto, todo
lugar y ocupación son susceptibles de esta calidad femenina necesaria a la
compleción del mundo. Sin embargo, aquellasocupaciones que más necesiten de
estos matices de la feminidad serán las más idóneas también para albergar y
recibir la solicitud y entrega de la m.
En este sentido, el hogar, ese espacio en el que se conforman y afirman
por el amor cuantos lo conviven, es el lugar primero donde la m. puede hacer del
ser humano una persona completa, «puede y debe ser el anclaje que el hombre
necesita desesperadamente» (Wilhelmsen).
«Tampoco en el plano personal se puede afirmar unilateralmente que la
mujer haya de alcanzar su perfección sólo fuera del hogar: como si el tiempo
dedicado a su familia fuese un tiempo robado al desarrollo y a la madurez de su
personalidad. El hogar -cualquiera que sea, porque también la mujer soltera ha
de tener un hogar- es un ámbito particularmente propicio para el crecimiento de
la personalidad. La atención prestada a su familia será siempre para la mujer su
mayor dignidad: en el cuidado de su marido y de sus hijos o, para hablar en
términos más generales, en su trabajo por crear en torno suyo un ambiente
acogedor y formativo, la mujer cumple lo más insustituible de su misión y, en
consecuencia, puede alcanzar ahí su perfección personal» (J. Escrivá de
Balaguer, o. c. en bibl. n° 87).
Hoy se intenta eludir esta entrega abandonando tal responsabilidad a
entidades colectivas en función de un problemático desarrollo personal o
productividad económica. Se establecen sistemas de guarderías y se construyen
residencias para depositar a los niños desde los primeros años. Se trata de
liberar a la m. de la atención, conformación y afirmación de los seres humanos
que le habían pertenecido desde siempre. Se olvida, como dice Rof Carballo
(Violencia y ternura, Madrid 1967), que los niños agrupados en colectividad son
más sensibles a la enfermedad orgánica y al desequilibrio psíquico; más abocados
a la violencia; más determinados por la masificación; más inadaptados a la
sociedad. Afirmaba Martin Buber que «difícilmente podrá decir nosotros aquel que
no aprendió a decir Yo y Tú».
Con ser el hogar su dedicación primordial, no se excluyen todos aquellos
otros campos de la actividad profesional a los que tiene derecho y libre acceso.
«Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar
abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles. En este sentido
no se pueden señalar unas tareas específicas que sólo correspondan a la mujer.
En este terreno lo específico no viene dado tanto por la tarea o por el puesto
cuanto por el modo de realizar esta función, por los matices que su condición de
mujer encontrará para la solución de los problemas con los que se enfrente, e
incluso por el descubrimiento y por el planteamiento mismo de esos problemas»
(J. Escrivá de Balaguer, o. c. n° 90).
Esa presencia de la m. en los diversos ámbitos de la sociedad, trayendo a
ellos la aportación que le es propia, puede contribuir a superar los defectos a
que los expone una ordenación exclusivamente masculina; la m. debe entrar en
ellas orientándose y orientándolas hacia una vertiente de entrega, acogida,
servicio y amor con lo que su presencia puede completar y dar agilidad a todo
aquello tal vez demasiado duro y conceptual, obra exclusiva de la mente del
hombre. No es sólo la irrupción de la m. en los diversos campos del quehacer
humano; es la propia sociedad quien reclama su presencia y debe esperarla con la
intención de abrir sus cauces hacia un ambiente cada vez más humano.
La m. es necesaria para que su condición natural de diálogo pueda
contribuir a superar la masificación en los lugares de reunión y de trabajo.
Para que en una tónica materialista haya cada vez más seres que se entreguen por
entero más allá del tiempo personal y del egoísmo. Para que exista más
fácilmente la humildad en medio de los quehaceres del mundo; para que entre las
pancartas de protesta y violencia sigan siempre en pie la vida y la esperanza.
Podemos decir con Ansón y Roa que la sociedad es perfectible y esta
posibilidad habrá que buscarla en la integración armónica de las funciones
femenina y masculina, socialmente institucionalizadas, sin más predominio que el
que funcionalmente quepa establecer.
4. Los signos de los tiempos. La más alta razón de la dignidad humana está
en la vocación del hombre a la unión con Dios, dignidad común a varones y m. (v.
SANTIDAD IV). Entre todos los miembros del Pueblo de Dios, hay una radical
igualdad en cuanto a la dignidad y la participación activa en la edificación del
Cuerpo de Cristo, puesto que en el pueblo mesiánico, todos, hombres y m., tienen
por condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios (cfr. Conc.
Vaticano II, Const. Lumen gentium, 9). Toda forma de discriminación, ya sea
social o cultural, en los derechos fundamentales de la persona, por el sexo,
raza, color, condición social, lengua o religión, ha de ser superada y rechazada
como contraria a los designios de Dios (Conc. Vaticano II, Const. Gaudium el
spes, 9).
Esta igualdad, sin embargo, ha de realizarse a través del desarrollo de
las capacidades y características peculiares del hombre y de la m., sin
pretender llegar a una uniformidad que sería destructora de la personalidad de
cada uno (cfr. A. del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona 1969,
277 ss.).
Para la m. este horizonte enorme obliga a un conocimiento de su ser y de
su condición así como a vivir profundamente en el hogar, en la calle, en el
taller, en las aulas, con su específico modo, junto a quienes comparten su
tiempo, su amor, y su trabajo.
Cada m. sabe qué ruta de montes o de llanos, qué nieblas o qué soles están
en su camino. No hay normas generales: no se puede lanzar una leva de
profesionalismo específico. Ahí, en el último ser de cada uno y en la llamada
profunda de las cosas hay un encuentro diario y permanente que nos potencia el
ser o nos lo mata, lo agudiza o nos lo embota. Y esto, a la hora de tomar
actitud, es cosa que cada cual debe conocer y espiar mirando amable y
sinceramente a través de los cristales de su alma.
V. t.: FEMINISMO; HOMBRE.
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ANA SASTRE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991