MUERTE V. SAGRADA ESCRITURA.
Frente a concepciones de tipo naturalista, en las que la m. no pasa de ser un
simple accidente fisiológico, o a interpretaciones de tipo existencialista, para
las que la m. es un absurdo que vacía de sentido la vida humana; la Revelación
divina contenida en la S. E. va progresivamente iluminando el misterio - de la
m. hasta que éste encuentra su plenitud de sentido, para el creyente, en Cristo
vencedor del pecado y . de la muerte.
A. LA MUERTE EN LA REVEKACIÓN VETEROTESTAMENTARIA. En el A. T. la m. ocupa
un lugar destacado como una realidad humana siempre presente e ineludible; pero,
a su vez, al drama de la m. se le atribuye un origen y se le reviste de ciertos
matices peculiares con lo que va desvelándose su sentido. Por último, ya en el
A. T. encontramos la esperanza del justo más allá de la muerte.
1. Realidad dramática de la muerte. Es un dato de experiencia que los
autores sagrados destacan con crudo realismo acerca de todos los personajes del
A. T. «El total de los días de Adán fue de novecientos treinta años, y luego
murió» (Gen 5,5). Murieron Abraham (Gen 25,8), Isaac (Gen 35,29), lacob (Gen
50,1), Moisés (Dt 34,5), etc. La m. es una realidad que alcanza a todos los
hombres. «Mirad que yo me voy por el camino de todo el mundo» dice Josué poco
antes de morir (los 23,14; cfr. 1 Reg 2,2). Es el lugar de cita de todos los
vivientes (Iob 30,23). El pensamiento bíblico no alimenta ilusiones infundadas
ante tal realidad, ni siquiera en el caso de los personajes más destacados. La
m. es un hecho universal, por eso Eccli 8,7 recomienda: «No te alegres de la
muerte de nadie, recuerda que todos moriremos». Ningún hombre podrá vivir sin
ver la m. (cfr. Ps 89,49; etc.).
El dolor y la amargura son la reacción normal ante la m. de un ser querido
(Gen 50,1; 2 Sam 19,1). Para el hombre que se enfrenta conscientemente a su
propiam., ésta constituye un hecho dramático ante el que no tiene opción (cfr.
Eccl 8,8). Ello hace que la vida del hombre sea corta y triste, sin remedio ante
la m. (Ps 39,5-7), semejante a la de las bestias (Eccl 3,19-21). El recuerdo de
la m. es amargo para el hombre; pero para el hombre viejo y acabado, necesitado
y carente de fuerza, la sentencia de la m. es buena. No hay que temer ante ella,
pues viene de Dios sobre toda criatura. Y ¿por qué desaprobar el agrado del
Altísimo?» (Eccli 41,2-4). Según este pensamiento la m. es el término feliz de
un hombre cuando muere anciano y va a reunirse con sus antepasados (Gen 15,15;
25,8; 35,29).
La auténtica tragedia está en el sentimiento de que con la m. cesa
completamente cualquier tipo de existencia conocida para el hombre (Ps 39,14;
lob 7,21; cfr. Sap 2,2-3), sin que en el Seol (v. INFIERNO II) quede lugar ni
para la actividad religiosa. «Que el seol no te alaba ni la muerte te glorifica
ni los que bajan al pozo esperan en tu fidelidad» (Is 38,18; cfr. Ps 6,6; 30,10;
88,11-13; Eccli 17,27-28). Allí se pierde toda conciencia (Eccl 9,5-6.10) y lo
único que se adquiere es polvo y gusanos (Is 14,11; Eccli 10,10; lob 17,14-16).
Sin embargo, hay veces en que se marca esa dramaticidad hablando de
supervivencia de los muertos en las profundidades de la tierra (Is 14,9; Dt
16,33; Gen 37,35), donde se sabe cómo están separados buenos y malos (1 Sam
28,19; Ez 32,17-32). Es «tierra de tinieblas y de sombra, tierra de oscuridad y
de desorden, donde la misma claridad es como la calígine» (lob 10,21-22). Lo más
amargo es que del seol ya no puede volverse a la vida (Ps 89,48). Las tumbas son
las casas del hombre para siempre (Ps 49,12). «Como el agua que se derrama en la
tierra no se vuelve a recoger, así Dios no vuelve a conceder la vida» (2 Sam
14,14). «Se agotarán las aguas del mar, un río se sumirá y se secará, pero el
hombre que muere no se levantará, se gastarán los cielos antes que se despierte,
antes que surja de su sueño» (lob 14, 11-12).
Estas consideraciones, que reflejan la reflexión humana ante la
experiencia de la m. y su misterio, se abren a la esperanza en la liberación que
Dios puede operar de las que luego hablaremos. Son esas consideraciones las que
llevan a verla como algo trágico, por encima de la realidad fisiológica que en
el pensamiento bíblico apenas se contempla. En este sentido, la m. aparece como
un debilitamiento del ser, una pérdida del alma (Gen 35,18; 1 Reg 17,21)
equivalente al soplo vital, al aliento (Gen 7,22; lob 27,3; Ps 146,4), o a la
sangre (Lev 17,11-14; Dt 12,23). El hombre muere cuando Dios retira de él su
espíritu (lob 34,14; Ps 104,29 ss.; cfr. Gen 2,7; lob 12,10; Eccl 12,7).
Entonces debe ser enterrado (2 Sam 21,12-14; 1 Reg 13,29; 14,11; 16,4),
considerándose la incineración una deshonra (los 7,25; 1 Reg 13,2). El culto a
los muertos y la nigromancia prohibidos por la Ley (Dt 18,11; Lev 19,3; 20,27),
pero a veces fueron practicados (1 Sam 21,7-19; 1 Reg 21,6).
2. Origen y causa de la muerte. La Revelación bíblica no deja de dar al
hombre, desde el principio, alguna luz sobre la significación del hecho trágico
de la muerte. Ésta aparece, en primer lugar, no como algo establecido por Dios,
sino debido al abuso de la libertad del hombre, al pecado (v.). Dios impuso al
hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín podéis comer, pero del
árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de
él, morirás sin remedio» (Gen 2,17). Así la introducción de la m. en el mundo
significa el castigo por el pecado de Adán y Eva que llega a todos los hombres
(v. PECADO I, 2). La m. puede entonces atribuirse a la envidia del diablo, o a
la mujer, Eva (Eccli 25,24), no a Dios que ama la vida (Sap 11,26).
Estas afirmaciones se aclaran a la luz del pensamiento bíblico que
presenta la m. prematura como castigo por los pecados. Así Dios castiga a los
que son malos a sus ojos haciéndolos morir (Gen 38,7.10; Lev 8,35; 10,2;
20,8-21; 24,14-16; Num 16,30; Ps 55,16; Is 5,14; Ier 17,11). Pecado y m.
aparecen en estrecha relación, de tal forma que «los impíos con obras y palabras
llaman a la muerte» (Sap 1,16). «El camino de los pecadores está bien enlosado,
pero a su término está la fosa del Seol» (Eccli 21,11). Con esto la m. puede
entenderse en un sentido más profundo que el de la m. corporal, que, por otra
parte, es sentencia común para todos los hombres (Num 16,29). Al hombre justo le
será dada la vida y al que obra mal, la muerte (cfr. Prv 11,1-31; 13,14).
También adquiere los rasgos de una fuerza adversa al hombre, de algún modo
personificada (Ps 49,15; Os 13,14; Ier 9,20; lob 18,13; Sap 18,15; Prv 27,20).
El pecador está en el camino de m. y de alguna manera muerto (Ps 37,20.28.36;
73,27). Pero el hombre puede ser librado de la m. suplicando el favor de Dios (Ps
6,5; 13,14; 116,3; Ion 2,7; Is 38,17) y mediante la conversión de su mal camino.
«El que peque es quien morirá... Pero si el malvado se convierte vivirá, no
morirá... Y si el justo se aparta de la justicia. ¿Acaso vivirá?» (Ez 18,20-24).
Dios no se complace en la muerte del malvado, pero éste necesita convertirse
para vivir (Ez 33,10-11; lob 33,30). La justicia y la limosna libran asimismo de
la muerte (Prv 10,2; 11,4; lob 4,11; 12,9).
Sin embargo, la experiencia de ver «justos que mueren en su justicia e
impíos envejecer en su iniquidad» (Eccl 7,15), hace que la consideración de la
m. como castigo del pecado personal entre en un camino nuevo.
3. Esperanza en la liberación de la muerte. Aunque las afirmaciones sobre
la m. y el seol en el A. T. son generalmente vagas y lóbregas, no falta la
conciencia de que Dios es el Señor de la m. (puede enviarla o quitarla), y del
seol (lob 26,6). También allí llega su presencia y su mano (Ps 139,8; lob 26,6).
Por otra parte está el recuerdo de que a Henoc y a Elías Dios los había llevado
de este mundo sin pasar por la m. (Gen 5,24; 2 Reg 2,11 ss.). El justo del A.
T., con razón, pues, puede esperar de Dios que «no abandonará su alma en el seol»
(Ps 16,10; 49,16). Esta esperanza del justo, así como el problema de la
retribución, se iluminan con la doctrina sobre la inmortalidad (v.) del alma,
recogida sobre todo en el libro de la Sabiduría, que distingue perfectamente
entre el alma y el cuerpo. La m. es la destrucción del cuerpo, pero el alma
sobrevive (cfr. Sap 2,1-6; 3,1-18). Las almas de los justos están en las manos
de Dios y no les alcanzará tormento alguno... aunque a juicio de los hombres
hayan sufrido castigos, su esperanza está llena de inmortalidad (cfr. Ps 3,1-9;
4,1-9). Viven eternamente, y su recompensa está en el Señor. Sin embargo, las
almas de los impíos «no tendrán esperanza ni consuelo en el día de la sentencia»
(Sap 3,18; cfr. 4,19-20; 5,14).
Por otra parte, una línea de pensamiento más de acuerdo con el modo de
hablar semita expresa esta misma esperanza hablando de la resurrección de los
mártires. «Tú, criminal (responde al rey Antíoco uno de los hermanos Macabeos),
nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo, a nosotros que morimos
por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna» (2 Mach 7,9; cfr. 7,11.
14.23.29.36). También habrá una resurrección «para eterna vergüenza y confusión»
(Dan 12,2). Todo ello justifica plenamente la actitud de Judas Macabeo de rogar
y ofrecer sacrificios por los muertos (2 Mach 12,43-46). Estas afirmaciones
netas de los últimos tiempos de la revelación veterotestamentaria, han venido
precedidas de la esperanza de que Yahwéh «consumirá» la m. definitivamente en
los tiempos mesiánicos (Is 25,8; 26,19). Con todo esto y el valor expiatorio
atribuido a la m. del justo (Is 53,8-12), se van preparando las inteligencias y
los corazones de los hombres para poder comprender y aceptar la revelación de la
victoria definitiva sobre la m. por la Muerte de Cristo.
B. LA MUERTE EN LA REVELACIÓN NEOTESTAMENTARIA. En el N. T. está
gravitando el mismo concepto de m. que en el A. T. Pero el misterio que ésta
encierra para el hombre se ve iluminado por las palabras y los hechos de Jesús,
y por la enseñanza de los Apóstoles que, apoyada en la Resurrección de Cristo
(v.) de entre los muertos e inspirada por el Espíritu Santo, proclama
definitivamente un sentido nuevo de la vida y de la muerte.
1. Jesucristo y la muerte. En su predicación Jesús enseña la resurrección
de los muertos (v.), en armonía con la doctrina contenida en el libro de la
Sabiduría, al que se oponía la secta de los saduceos (Le 20,27-38; Mt 22,23-33;
Me 12,18-27). Igualmente da por sentada la supervivencia y retribución
trasmundana (Le 16,1931: el rico epulón y el pobre Lázaro). Pero la novedad
radical de la Revelación cristiana está en que es en Jesucristo donde la m.
queda vencida en todos sus aspectos, de modo que por Él y su resurrección ya no
tiene dominio sobre los hombres.
a. Señorío de Cristo sobre la muerte. Una de las señales de su mesianismo
(v.) es que Jesús tenga poder para resucitar a los muertos (Mt 11,5; Le 7,22).
Esto lo manifiesta en sus milagros (Mt 9,25; Me 5,35-39; Le 7,1117; v.) y así lo
reconocen las gentes (lo 11,26; 12,1.9.17). Por ello, para Jesús la m. es como
un sueño (Mt 9,24; lo 11,11). Pero un sueño trágico que hace brotar sus lágrimas
y su compasión (lo 11,34; Le 7,13). Este poder, Jesús lo comunica a los
Apóstoles (Mt 10,8), que lo ejercen en algunas ocasiones (Act 9,37; 19,7-12).
b. La muerte de Cristo. Jesús se enfrenta a su propia m. con plena
conciencia. La predice antes de que suceda (Me 8,31; cfr. Mt 16,21-23; Le 9,22;
Me 9,31; 10,38, cte.). Predice incluso su m. en la cruz (lo 12,3233; cfr. 3,14;
18,32). Horas antes de cumplirse Jesús se entristece y pide al Padre que, si es
posible, le libre de ella, pero la acepta como cumplimiento de la voluntal
salvífica de Dios (Me 14,32-42; Mt 26,36-46; Le 22,40-55). Es condenado por los
judíos que no aceptan su mesianismo (Mt 26,66; Me 14,64; lo 19,7; cfr. lo
10,33-36; Lev 44,16), pero el mismo Pilato reconoce su inocencia (Le 23,15.22;
lo 18,38; 19,4; etc.). A pesar de ello, es entregado para que lo crucifiquen (lo
19,6). Su m. no fue apariencia sino un hecho real y trágico que los Evangelistas
hacen resaltar (Me 15,44; lo 19,33). Con ella se cumple lo que habían dicho los
profetas (Le 18,31; cfr. Le 24,26; etc.). Tiene valor salvador para todos los
hombres, pues Cristo se entrega a la m. por nosotros (Le 22,20), para remisión
de nuestros pecados (Mt 26,28). De esta manera, Jesucristo realiza la Nueva
Alianza entre Dios y los hombres, tal como anunciaron los profetas (cfr. Ier
31,31).
c. Cristo vence a la muerte. Con su m. Cristo entra en el reino de los
muertos, pero sale de él victorioso resucitando al tercer día. Éste es el
mensaje del ángel en el sepulcro vacío: «Ha resucitado de entre los muertos...»
(Mt 28,7; Me 16,6). De ello son testigos los Apóstoles (Le 24,46-47) y la misma
S. E. donde estaba predicho (lo 20,9; cfr. Ps 2,7; 16,8-11). No es un fraude
inventado por los discípulos (Mt 27,64), sino una realidad gozosa que ellos
experimentan cuando el Señor se les aparece resucitado (lo 21,14; etc.), y que a
la vez les hace comprender las acciones y palabras de Jesús, así como las
Escrituras (lo 2,22; cfr. Act 17,3; 26,33).
2. El cristiano y la muerte de Cristo. Tras el acontecimiento de la
Resurrección de Cristo (v.), la revelación cristiana nos ilumina el misterio de
la m. con una nueva luz. Lo que ya se había revelado en el A. T. se confirma; y
lo que allí permanecía velado se desvela.
a. El reino de la muerte. Todos los hombres han sido sometidos al reino de
la m., pues ésta entró en el mundo por el pecado de un hombre, Adán, y alcanzó a
todos por cuanto todos pecaron (Rom 5,12; 1 Cor 15,21; etc.). Los hombres eran,
pues, esclavos de la m., ya que lo eran del pecado (Rom 6,16) y el fin del
pecado es la m. (Rom 6,21-23). Con ello el reino de la m. no sólo comprende la
m. física, sino también el estado de separación de Dios que la produjo y que ha
ido extendiéndose entre los hombres, ya paganos, ya judíos (Rom 1,18-3,20).
b. Eficacia salvadora de la muerte de Cristo. El reino de la m. ha sido
destruido por la m. de Cristo, pues ésta fue un morir al pecado de una vez para
siempre (Rom 6,10). En Cristo no sólo ha sido vencida la m. en sentido físico,
por su resurrección; sino la raíz misma de la m., el pecado, por el valor
redentor de su muerte y resurrección. Esto es lo que los Apóstoles predican por
todas partes; «Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que
fue sepultado y que resucitó al tercer día» (1 Cor 15,3-4; cfr. Rom 8,31; 14,9;
1 Pet 3,18, etcétera). Ellos son testigos de la resurrección de Cristo de entre
los muertos (Act 3,15; 4,10; 10,41; 13,30; Rom 1,4; 4,10; Gal 1,1; 1 Cor
15,12-52; etc.). Esta verdad, el cristiano debe creerla y confesarla para
salvarse (Rom 10,9), pues ella es el fundamento de -la fe en Cristo Jesús y en
su obra redentora. En efecto, Cristo, por la m. «en el cuerpo de su carne», nos
ha reconciliado con Dios, aun siendo nosotros pecadores (Rom 5,6.8.10 Col 1,22),
manifestándonos así el amor que Dios nos tiene (1 lo 4,10). Por su m., Cristo ha
vivido la plena obediencia a Dios (Philp 2,8), ha «destruido al que tenía
imperio» sobre aquélla (Heb 2,14-15), y ha conseguido la remisión (por lo que es
Mediador; Heb 9,15) de las transgresiones de la primera Alianza. Por su
resurrección de entre los muertos ha sido constituido Hijo de Dios en poder (Rom
1,4), y sentado a la diestra de Dios Padre (Eph 1,20). Tiene ahora las llaves de
la m. y del hades (Apc 1,18; 2,23; 6,8), es el juez de vivos y muertos (Rom
10,42; 14,9), y como tal, ha de venir en los últimos tiempos (2 Tim 4,1; 1 Pet
4,5; Apc 11,18).
c. Participación en la muerte de Cristo. Al destruir Cristo la m. con la
suya, ha hecho irradiar la luz de vida y de inmortalidad por medio del Evangelio
(2 Tim 1,10), pues si nos ha redimido del pecado, nos ha librado de la m. (1 Cor
15,54-57); por eso, la esperanza en la resurrección de los m., el cristiano la
tiene apoyado en la Resurrección de Cristo (1 Cor 15,12-52; Philp 3,11; 1 Thes
4,12-18). Cristo resucitado es el primogénito de entre los muertos (Col 1,18;
Apc 1,15). El cristiano al unirse a Cristo por la fe, y el bautismo, está ya
muerto al pecado (Rom 6,2.7.11-13; 8,10), a la ley como ocasión del pecado (Gal
2,19; Rom 7,4.6.9.11; 2 Cor 3,7), a los elementos de este mundo (Col 2,20), a
las tendencias de la carne (Rom 8,6), pues todo ello lleva a la m. de la que
Cristo ha salido victorioso, y, «si uno murió por todos, todos por tanto
murieron. Y murió portodos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino
para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5,15). De esta manera, el
hombre cristiano, que estaba muerto en el pecado (Eph 2,1; Col 2,13), ahora
muere con Cristo al pecado y su vida está oculta con Cristo en Dios (Col 3,3;
Eph 5,14), su conciencia queda purificada de las obras muertas por la sangre de
Cristo (Heb 6,1; 9,14). Quien no cree sigue en el pecado y en él morirá (lo
8,21-24), mas quien cree y guarda la palabra de Jesús no morirá jamás (lo
8,51-53; 11,25-26). El hecho de haber muerto con Cristo al pecado lleva al
cristiano a una m. constante -mortificación-, a «hacer morir con el Espíritu las
obras del cuerpo», a «mortificar los miembros terrenos que atraen la cólera de
Dios» (Rom 8,13; Col 3,5); porque antes, las pasiones pecaminosas obraban en los
miembros para producir frutos de muerte, pero ahora se ha de servir con un
espíritu nuevo (Rom 7,5-6). Su estado es como de quien muere, pero vive (2 Cor
6,9). A pesar de todo, aún está el riesgo de caer en el pecado que produce la m.
(1 lo 5,16-17; Apc 2,3), o de poseer una fe muerta (lac 2,17,26); pero también
está la oportunidad de ayudar a convertirse a los hermanos salvando su alma de
la muerte (lac 5,19-20). En la Eucaristía, vuelve a hacerse presente el
sacrificio de Cristo y se anuncia su muerte hasta que vuelva (1 Cor 11,25-26).
El mismo Jesucristo invita a comer su cuerpo como pan bajado del cielo para que
el que le coma, no muera (lo 6,49-50.58).
d. Sentido de la muerte física. La m. corporal sigue estando presente en
el mundo, pero no puede ser considerada como el fin absoluto (1 Cor 15,12-28; 1
Thes 4,13 ss.), ni puede separarnos del amor de Cristo (Rom 8,23), pues ella
misma nos pertenece y nosotros pertenecemos a Cristo (1 Cor 3,22). «Si vivimos,
para el Señor vivimos, y si morimos para el Señor morimos. Así que ya vivamos,
ya muramos, del Señor somos» (Rom 14,8). En nuestra m., Cristo es glorificado y,
para quien vive unido a 1:1, como S. Pablo, es una ganancia (Philp 1,20-21). Sin
embargo S. Pablo se defiende de ella cuando es posible (Act 25,11), aunque
muchas veces se pone en peligro de m. por Cristo (2 Cor 4,11.23). Los discípulos
deben estar dispuestos a seguir a Cristo hasta la m. (Act 21,13; Philp. 2,3; cfr.
Mt 26,35; lo 11,16), que en algunas ocasiones puede ser el martirio (lo 21,19).
Tal m. es una victoria (Apc 12,11); pero todos aquellos que mueren en Cristo
pueden llamarse bienaventurados (Apc 14,13), ya que se han mantenido fieles
hasta ese momento (Apc 2,10). Con la m. acaba para el hombre el tiempo de
merecer y tras ella viene el juicio (Heb 9,27; cfr. Mt 25,31-46). La m. física
seguirá produciéndose hasta el final, cuando el Señor vuelva por segunda vez.
Entonces no habrá llanto, ni m. (Apc 21,4; cfr. 20,13-14), pues hasta aquel
momento queda como el último enemigo en ser destruido (1 Cor 15,26).
e. La muerte eterna. Lo que realmente se ha de temer es la m. segunda o m.
eterna (Apc 20,14; 21,8), cuyo daño no sufrirá el que haya vencido al pecado (Apc
2,11; 20,6) y que es incomparablemente peor que la misma m. física (Apc 9,6; cfr.
lo 5,28-29; Act 24,15).
V. t.: JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL I; RETRIBUCIÓN; PREMIO Y CASTIGO; SALVACIÓN II; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS. BIBL.: C. GANCHO, Muerte, en Ene. Bibl. V,331-340; P. GRELOT, Mort, en Vocabulaire de Théologie Biblique, París 1962, 654-664; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 383 ss.; N. 1. TROMP, Primitive conceptions of death and the nether world in the old Testament, Roma 1969; 1. BONSIRVEN, Teología del Nuevo Testamento, Barcelona 1961; F. Y. DURWELL, La résurrection de Jésus. Mystére de salut, París 1955; A. FEUILLRT, Mort du Christ et mort du chrétien d'aprés les épitres pauliennes, «Revue Biblique», 66 (1959) 481-513.
G. ARANDA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991