MORAL II. MORAL EN LA BIBLIA


Aunque en las S. E. las líneas fundamentales de la moral obedecen a un mismo esquema, las diferencias entre el A. y el N. T. no deben subestimarse. Sin detenerse a exponer cuestiones concretas de moral, nuestro interés se centra en describir las grandes líneas que estructuran la ética bíblica.
     
      A. EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. Para un entendimiento profundo de la moral en el A. T., se ha de tener en cuenta que las reglas de conducta y los principios de moralidad del pueblo judío, aparecen vinculados a un mandato formal de Dios. En Gen 17,1 se declara el motivo profundo de esta moralidad «Yo soy Él-Sadday, anda en mi presencia y sé perfecto». La fuente de la obligación de conciencia es Dios mismo, el llevar una vida honesta no se debe al respeto a sí mismo, sino al temor de Dios.
      Con esta perspectiva de unidad es más fácil salvar las dificultades de interpretación de la moral en el A. T., ya que en los libros del A. T. se recogen un cúmulo de tradiciones históricas, religiosas y éticas de carácter muy diverso y de épocas muy distantes.
      En la moral del A. T. dos rasgos pueden destacarse: se muestra fiel a los usos ancestrales, particularmente en lo relativo a los principios que inspiran su moral y posee al mismo tiempo una gran flexibilidad para resolver las nuevas situaciones que el avance histórico trae consigo.
      Ello es debido a que, a partir de Moisés (v.), esta moral se apoya en el doble fundamento de la Alianza (v.) y de la legislación sinaítica (v. LEY VII, 3). Yahwéh ha escogido un pueblo con el que concluye un pacto religioso-jurídico en una atmósfera de amor, y se compromete a bendecirlo y protegerlo (Di 26,17-18), exigiendo que se le reconozca y adore como único y verdadero Dios (Ex 20,3), y que se cumpla su voluntad. Cumpliendo los preceptos que Dios les ha comunicado, se realiza la obra de la santificación, que está asociada a la misma santidad de Dios. Según C. Spicq, la moral de la Alianza se define así: «Sed santos, porque yo, Yahwéh, vuestro Dios, soy Santo: Lev 19,2» (o. c. en bibl. 11). La moral de Israel no puede interpretarse, pues, como una simple moral natural, en el sentido habitual de esta expresión. La moral de Israel se inserta en su religión y constituye una parte de la misma (v. Ley de Moisés en LEY VII, 3). Otra frase que define la moral del A. T. como esencialmente religiosa, trascendiendo en mucho el plano meramente natural, es «caminó en la presencia del Señor». Esta frase se aplica sólo a los personajes del A. T. que son propuestos como ejemplo de santidad: Henoc, Abraham, Moisés, Samuel, etc. (T. Larriba, o. c. en bibl.).
      1. Moral y alianza. La imagen de Dios (v.) en la religión de Israel tiene dos caracteres que conviene subrayar: de un lado, Dios es absolutamente trascendente, no identificable jamás con imagen, fuerza o poder alguno de la naturaleza; de otro, es el Dios que actúa en el mundo, el Dios de los padres que les acompañó en sus peregrinaciones y que sigue protegiendo al pueblo en el presente y le salvará en el futuro. Trascendencia absoluta de Dios y presencia activa en la historia se conjugan en la religión de Israel y la diferencian profundamente de toda otra. De aquí que la historia se hace para Israel religión y la religión es vivida como una historia. La presencia de Dios en la historia de Israel se configura a modo de pacto o Alianza (v.). Dios ha elegido a Israel, le ha mostrado su benevolencia, ha prometido protegerle, hacer de él un gran pueblo, darle la posesión de la tierra. Israel ha aceptado a Yahwéh como a su único Dios y ha prometido cumplir su voluntad.
      La Alianza se articula a modo de pacto bilateral, a pesar de que la iniciativa haya sido siempre de Dios, lo que implica un doble compromiso por ambas partes: Dios hace sus promesas y exige sus condiciones; el hombre se compromete a cumplir las exigencias de Dios yse hace beneficiario de su protección. Ésta es la razón de que la ética del A. T. pueda ser descrita como una ética de Alianza. Las exigencias divinas son fundamentalmente religiosas, pero se extienden también a la totalidad de la vida y a las normas que la rigen. Es difícil hallar en esta estructura una línea de separación entre lo ético y lo religioso, fenómeno claramente perceptible en toda la legislación del A. T. La vida entera de la nación ha sido asumida y situada dentro de la Alianza. De esta forma la ética del A. T. muestra un carácter diagonal: Dios ha manifestado su voluntad, el hombre ha de responder con un comportamiento de acuerdo con el querer divino. El fundamento último del bien y del mal es la voluntad divina. De parte del hombre, la actitud ética por excelencia es la de la obediencia y sumisión al querer de Dios. En la narración genesiaca del pecado original se hace manifiesta la tentación máxima que puede brotar en la mente del hombre: «Abrir los ojos», «ser como dioses», «conocer el bien y el mal» (Gen 3,5; cfr. 3,22) es trasladar el eje de la moralidad de la voluntad divina al yo humano.
      El carácter dialogal de la ética veterotestamentaria no sólo funda su punto de partida en la estipulación de la Alianza, sino que envuelve el presente en cada momento, pues la Alianza de Dios con Israel es un movimiento histórico que se está dando sin cesar en la vida del pueblo. La relación bilateral entre Dios e Israel, se vive dentro del realismo de la propia historia. Los escritores sagrados que narran las vicisitudes de la vida de Israel tienen gran cuidado en interpretar constantemente los hechos y su relación con la Alianza: los episodios felices o infelices que acontecen a la nación o a sus grandes personajes, reyes o sacerdotes, no hacen sino evidenciar la fidelidad o infidelidad a la misma. De esta forma la ética del A. T. no es reductible a la puesta en práctica de una doctrina sobre el bien y el mal o a una pura adecuación de la conducta a determinadas normas o códigos de comportamiento establecidos de una vez para siempre. Ya que Dios y su voluntad son la base de toda moral y la historia es la realización fáctica de la Alianza, que manifiesta el juicio divino sobre el comportamiento humano, los códigos morales de Israel tienen una receptividad plenamente abierta a nuevas aportaciones y a nuevos datos. De aquí que junto con la rigidez estructural de la m. de Israel se aprecie la flexibilidad con que resuelve las nuevas situaciones, incorporando nuevas aportaciones a las cláusulas morales originales. Un estudio somero de la legislación religiosa, moral o social de Israel pone de manifiesto este proceso, que es absolutamente legítimo dada la forma en que ha vivido su Alianza con Dios.
      2. Los códigos morales. Si de la forma general en que se articula la moral del A. T. pasamos a los contenidos éticos, será preciso hacer una división de materiales. En la legislación moral del A. T. encontramos una serie de preceptos que calificaríamos como preceptos de Ley divino-natural (v.) y otros muchos de Ley divino-positiva (v.), aunque una división de este género plantea bastantes problemas, ya que la línea divisoria entre ambas categorías es difícil de establecer, siendo necesaria, sin embargo, por razones de orden práctico.
      Como expresión directa de lo que entendemos por Ley divino-natural tenemos en el A. T. el Decálogo (v.). Se trata de una serie de preceptos que, por su amplitud y universalidad, pueden ser considerados como el resumen codificado de la moral natural. El Decálogo nos ha sido trasmitido en una doble versión, la de Ex 20,1-17 y Dt 5,6-21. Las diferencias entre ambas son más bien escasas, de orden redaccional sobre todo, si exceptuamos la motivación para justificar el precepto relativo al sábado: Dt añade, a la razón dada por Ex, el descanso de Dios después de los seis días de la creación, una segunda motivación: la de que ese Dios que impone el precepto del sábado es el que ha sacado a Israel de la esclavitud egipcia.
      Literariamente el texto del Decálogo aparece situado, tanto en Ex como en Dt, dentro de una narración de Alianza, la del Sinaí. Constituye, por tanto, un resumen de las exigencias divinas que Dios ha hecho conocer a Israel. El carácter de código moral destaca por lo sintético de su expresión. Se trata de un resumen, breve y memorizable con facilidad, de las obligaciones que Dios ha impuesto a Israel. La narración completa del Decálogo y de la Alianza del Sinaí debió ser utilizada litúrgicamente en las renovaciones periódicas de la Alianza en uso en Israel.
      El espíritu del Decálogo es el espíritu que impregna todo el A. T. No puede decirse que el Decálogo sea fruto de la moral predicada por los profetas de Israel ya que es anterior, y son ellos quienes reaccionan ante situaciones nuevas con unos criterios sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, que han recibido de una Ley que existía antes que ellos.
      Conviene subrayar algunos caracteres de la moral implicada en el Decálogo. En primer lugar, que el conjunto de los preceptos, particularmente los que se refieren a las relaciones con el prójimo, se fundan directamente y dimanan del primer mandamiento: el reconocimiento, adoración y amor a Yahwéh como Dios único de Israel. No se trata de una ética natural en cuanto pura voz de la conciencia, sino de una ética de respuesta y de obediencia a la iniciativa divina, lo que no merma la naturalidad del contenido del Decálogo. La moral del A. T. desborda el marco de lo estrictamente religioso o cultural, asumiendo la totalidad de la vida como ámbito en el que se realiza la relación religiosa del hombre con Dios.
      Pero el Decálogo no bastaba para regular toda la vida de un pueblo. A medida que la organización social de Israel se fue haciendo más compleja, fue necesario construir una legislación que ordenara la vida social. Encontramos en el A. T. varios códigos legislativos importantes. Desde el punto de vista ético, estos códigos inspirados por Dios, son verdaderas explicitaciones del Decálogo, ya que es su espíritu el que ha guiado en la confección de su legislación. Estos códigos, en su redacción actual, son tardíos. Han ido formándose por sucesivas incorporaciones de materiales que iban surgiendo en la medida en que las necesidades sociales imponían nuevas ordenaciones de la vida. Los núcleos, sin embargo, más fundamentales son antiguos y muchos proceden de épocas en que todavía la vida nómada era preponderante. Estos códigos no rompen la estructura religiosa en que fue concebido el Decálogo. También ellos forman parte de las exigencias que Dios ha impuesto a Israel con su Alianza.
      Entre las colecciones de textos legislativos del A. T. algunos merecen particular atención. Tenemos, en primer término, el Código de la Alianza consignado en Ex 20,22-23,19. Redaccionalmente prosigue el texto del Decálogo y pertenece como él a las cláusulas que explicitan el querer divino en la narración de la estipulación de la Alianza del Sinaí. En el Código de la Alianza se regula la vida de Israel en sus varios aspectos: Derecho civil y penal (Ex 21,1-22,20), normas sobre el culto(20,22-26; 22,28-31; 23,10-19), moral social (22,21-27; 23,1-9). Comparado con otros textos antiguos extrabíblicos, como el Código mesopotámico de Hammurabi (v.), el de la Alianza tiene bastantes semejanzas. Destaca, no obstante, la mayor altura ética del hebreo. Ambos intentan poner las bases de la convivencia y del orden social de sus pueblos, pero en el Código de la Alianza éste orden se construye sobre los derechos intangibles de la persona, mientras que en el mesopotámico la persona no tiene un relieve paralelo. La protección de los débiles frente a los poderosos es otra característica de la legislación hebrea.
      Otro código que recoge una legislación religiosa, ética y social es el Código deuteronómico (Dt 12,1-26,16). Contiene: normas sobre las observancias religiosas (12,2-18, 22), normas de Derecho penal (19,1-21,9), sobre el matrimonio (21,10-23,15), sobre la protección de los débiles e indefensos (23,16-25,19), y leyes rituales (26,1-15). Este Código es puesto en boca de Moisés, pero por sus aspectos de redacción y de contenido parece haber sido compilado hacia el s. vii. No obstante la base documental en que se apoya es indudablemente mosaica. Su contenido es más amplio que el Código de la Alianza y supone unas condiciones de vida nacional mucho más evolucionadas socialmente. Desde el punto de vista ético es también más humano. Tiende a salvaguardar la comunidad nacional y refleja, por lo mismo, un momento histórico en el que está en peligro. Reacciona con fuerza sobre todo frente a los pueblos extranjeros.
      Merece, finalmente, atención la llamada Ley de la santidad (Lev 17-26). Se trata de un código, probablemente compilado en las últimas épocas de la monarquía, de carácter ritual, de una parte, y estrictamente moral de otra. La moral es concebida como santidad y, a su vez, la santidad que ha de poseer Israel tiene que hacerse semejante a la de Yahwéh, su Dios. El tránsito de una santidad física a una santidad moral es evidente en estos capítulos del Levítico. Yahwéh es, en este Código de santidad, el modelo de la conducta de Israel. La ética de este texto tiene, por lo mismo, notables paralelos con la ética de la predicación profética. De esta forma, en un texto legislativo, la ética del A. T. se orienta decididamente hacia una moral del corazón, que excluye todo legalismo y formalismo, hacia el cual, no obstante, derivará de manera constante la práctica ético-religiosa de Israel.
      Importa ver cómo todos los códigos morales de Israel obedecen a una misma pauta básica. La moral de Israel, en cualquiera de sus expresiones codificadas, brota y halla su legitimación en la voluntad de Dios. Todos los preceptos, que componen la legislación de Israel se articulan en una estructura contractual de alianza. El crecimiento tanto cualitativo como cuantitivo de los códigos éticos en la Biblia, nunca ha roto esta estructura de alianza ya que la alianza, si bien se apoya en un punto de referencia originario, es vivida de hecho como una realidad en acción a través del tiempo. Por ello, se instaura un diálogo constante, en y a través de la historia, que obliga a Israel a buscar en cada momento la voluntad concreta de Dios; el resultado de esta búsqueda lo transforma nuevamente en regla de su comportamiento. Cuando los escritores sagrados incluían textos legislativos morales o sociales tardíos en las arcaicas narraciones de la Alianza del Sinaí, p. ej., no hacían sino reflejar esta percepción y fe fundamental: Dios seguía presente en la historia de Israel y en ella seguía haciendo manifiesta su voluntad. Este carácter dialogal de la moral bíblica evidencia otro rasgo peculiar: su apertura a formas y contenidos morales más perfectos.
      Visto el panorama de la moralidad del A. T. desde este ángulo, no es necesario tratar aquí de hallar una justificación de tantos aspectos imperfectos que, si no se asume esta perspectiva histórica desde la que únicamente pueden ser valorados, podrían hasta ser calificados como inmorales: poligamia, esclavitud, usos guerreros, crueldad en sus relaciones con otros pueblos, etc. Es conveniente recordar que todos ellos hay que valorarlos en relación directa con unas épocas y con unos pueblos que participan de una forma similar de vida. Conviene, de todas formas, subrayar que estos caracteres de relativa imperfección de la moralidad veterotestamentaria son claramente visibles desde nuestro punto de vista cristiano y actual, y lo son mucho menos situados en su contexto histórico. En su conjunto, la moralidad de Israel es muy superior, por la finura ética de sus presupuestos y por sus contenidos mismos, a la de cualquier otro pueblo de esa época y del mismo entorno geográfico.
     
      B. EN EL NUEVO TESTAMENTO. El medio social, cultural y religioso en el que vive Jesús y en el que surge el cristianismo es el del judaísmo (v.) tardío, heredero de la larga tradición religiosa del A. T. Los postulados de los que parte la comprensión de la ética, tanto en la predicación de Jesús como en los escritos cristianos primitivos, no son otros que los que están en la base de la religión hebrea, en su visión de Dios y del hombre. Dios, concebido como soberano del universo y dueño del hombre, es el fundamento de toda moral. No cabe preguntarse sobre la legitimidad de esta visión, ya que supondría cuestionar las bases mismas de la religión judía y cristiana, lo que es impensable en este marco religioso. Trataremos de analizar en qué consiste la aportación específica de la revelación cristiana a la moral del A. T.
      1. La predicación de Jesús. Las fuentes de información provienen básicamente de la tradición sinóptica. Son precisas tres observaciones preliminares. En primer término, que buscaríamos en vano en las palabras de Jesús un cuerpo de doctrina ética sistematizada de forma similar a como sucede en el A. T. El lenguaje de Jesús es el de una exigeílcia de vida religiosa, vivida ciertamente con una intensidad grande, pero al margen de toda pretensión de encuadrarla en un sistema doctrinal. Ello no quiere decir que no haya una doctrina, con sus principios y sus aplicaciones; sino que todo eso se trata allí de una manera vivida y predicada de modo personal. En segundo lugar, que nuestro interés, al examinar los textos del N. T. que nos refieren la predicación de Jesús, recae sobre lo que es específico en su forma de vivir y de expresar la dimensión ética de la existencia, tanto en relación con la ética del A. T. como en relación con el contenido religioso de su mensaje. Y, finalmente, conviene subrayar el hecho, bien conocido para cualquier estudioso del N. T., de que la predicación de Jesús nos llega a través de la mediación de la Iglesia naciente, la cual a la vez que nos trasmite fielmente el testimonio sobre los hechos y las palabras de Jesús, las aplica a las circunstancias de su momento histórico, buscando en ellas soluciones a sus problemas.
      Ya hemos dicho que el marco social y religioso en el que se mueve; Jesús es el del judaísmo de las últimas etapas del A. T. En lo moral, éste había derivado hacia un formalismo legalista y prescriptivista, del que las páginas evangélicas nos muestran buenos ejemplos. Dentro de este horizonte destaca la actitud ética de Jesús con unfrescor y vigor que llenan de admiración. Dos rasgos, a nuestro juicio, caracterizan la forma en que el compromiso ético ha sido comprendido y vivido por El: su esencialidad y su radicalidad (v. Ley de Cristo en LEY VII, 4).
      El principio que en el A. T. funda la moral: la voluntad de Dios como base última de obligatoriedad del imperativo ético, mantiene plena validez en las palabras de Jesús. Basta recordar algunos textos sinópticos referentes a la forma en que Jesús se ha situado ante la voluntad de Dios, para hacerse cargo de este dato: Mt 6,10; 7,21; 12,50; 21,31; 26,42; Mc 3,35; Lc 12,47; 22,42.
      Para Jesús, como para todo judío, la voluntad de Dios se ha manifestado y se explicita en la Ley. Su respeto hacia la Ley de Dios ha sido absoluto. En Mt 5,17-19 se nos muestra en plenl consonancia con el espíritu del A. T. y del judaísmo en general. El dar cumplimiento a la Ley y a los profetas no puede tener otro sentido que el del hacer ver una forma de cumplimiento más radical y completa. En esto choca su forma de explicar la Ley de Dios de la de sus contemporáneos. Cuando, en ocasiones, reacciona contra los usos legales del judaísmo, lo hace precisamente para salvaguardar el espíritu de la legislación veterotestamentaria, puesto en cuestión por la interpretación oficial de la Ley. Esta forma de reaccionar se manifiesta tanto al nivel de la totalidad de la legislación antigua cuanto al de los preceptos concretos.
      Jesús, partiendo del mismo A. T., ha explicitado con claridad qué era lo esencial y cuál era el sentido de la Ley de Dios. Afirmó categóricamente que el doble mandamiento del amor era el mayor y principal de los mandamientos, el que resumía la Ley y los profetas (Mt 22,34-40; Mc 12,28-34; Lc 10,25-28). ¿Cuál es la relación entre este doble primer mandamiento y los demás preceptos de la Ley de Dios? Ante todo, el primer mandamiento define el sentido último de la Ley. Así lo ha predicado también S. Pablo cuando afirma que el precepto de no matar, de no adulterar, de no robar, de no codiciar, etc., se resume en «amar al prójimo como a uno mismo» (Rom 13,9-10). Todo precepto queda, en cierta medida, relativizado al ser interpretado por el precepto del amor. Cae todo prescriptivismo y todo formalismo legal cuando la Ley de Dios es vista desde la dinámica interior que la anima. Muchos de los conflictos entre Jesús y las autoridades judías radican en esta nueva interpretación de la Ley: el mandamiento de honrar a los padres no puede ser invalidado por prescripción alguna de un sacralismo cultual (Mc 7,9-13); la misma observancia del reposo sabático nunca podrá impedir el hacer el bien al prójimo (Mc 2,23-28; 3,1-6). ¿Puede, sin embargo, el mandamiento del amor ser considerado como el principio de una ética cristiana? Es preciso recordar que Jesús enseña que el amor es también un precepto divino y que, por tanto, no desempeña el papel de principio fundante de la moralidad. El punto de apoyo en que se funda la obligación m. es la voluntad de Dios, tanto en la predicación de Jesús como en el A. T. Por otra parte, no es posible partiendo sólo del amor hacer deducciones capaces de estructurar un sistema ético. Tanto Jesús como la Iglesia han utilizado otros criterios de discernimiento para juzgar lo bueno y lo malo: Ley natural, Ley positiva, usos, etc., y no han deducido, sin más, consecuencias del ruandamiento del amor. La función de éste es diferente: la de definir, como se ha dicho, el sentido último de la Ley.
      La ética, tal como aparece perfilada en la predicación de Jesús, tiene un segundo aspecto importante, el de la relación que la actitud moral del hombre tiene con el mensaje religioso de Jesús. Aflora aquí un cambio profundo en el enfoque de la ética dado por Jesús respecto al del A. T. La visión de la moral se desdobla en dos puntos de referencia: el uno sigue siendo el que observábamos en la moral del A. T., que Jesús ha asumido en su integridad, la ética como una obediencia a Dios, aspecto fundacional de la obligación ética; el otro mira hacia adelante, pues encara la decisión ética con el futuro, si es lícito seguir utilizando categorías temporales, el futuro del Reirlo o de la escatología. A partir de la predicación de Jesús el hombre no sólo se siente emplazado ante el Dios que ha dado a conocer su voluntad, sino ante el Dios que viene. Es en este punto donde la persona misma de Jesús desempeña un papel decisivo. Él no sólo es el anunciador escatológico del Reino, sino que el Reino y Dios mismo se hace próximo en Él (v. REINO DE AROS).
      El carácter crítico, a nivel histórico y a nivel personal, de la intervención de Jesús es una consecuencia de lo dicho. Jesús ha exigido de sus oyentes una decisión radical frente a Él y frente a su palabra, y esta decisión, que es el acto de fe y abarca en su integridad a la persona, es por lo mismo una decisión ética: el hombre tiene que adoptar una actitud de disponibilidad total a Dios con la renuncia a cuanto sea un obstáculo (Mt 6,25-34; 19,16-22, etc.); tiene que hacerse como un niño para participar del Reino (Me 10,13-16); no hay ya posibilidad de compromiso, la disyuntiva es insoslayable (Mt 6,24). La forma en que Jesús enfrenta al hombre con el Reino de Dios señala una ruptura con cuanto precede. La historia humana ha llegado a su punto crítico en la acción y presencia de Dios en la palabra y persona de Jesús. A partir de este momento, todo hombre ve emplazada su propia vida ante el gran acontecimiento escatológico del Reino frente al cual ha de optar y decidir.
      La conversión del corazón predicada por Jesús y por la Iglesia, como condición necesaria para entrar en el Reino, no es sino la crisis inicial en que es puesta toda persona a la que llega la palabra de Jesús o de sus enviados (Me 1,15; 6,12 y par.). Implica descifrar la realidad de la propia existencia a la luz de esa palabra que le revela el misterio de Dios, que viene al encuentro del hombre. El pasado es juzgado desde el presente de la decisión o acto de fe que lleva al hombre a orientar toda su existencia hacia Dios. La conversión, con la que el hombre se abre al Reino de Dios, se mantiene, como actitud fundamental, a lo largo de toda la vida: el hombre vuelto hacia Dios que le juzga hasta lo más profundo de su ser y que le impulsa a ser testigo y a realizar la obra de Dios en sus propias acciones. De esta forma la moral cambia de signo al dejar de centrarse en el cumplimiento de una Ley que le ha sido notificada y hacerse un principio de acción que lleva al seguidor del Reino a poner continuamente en acto el designio amoroso y misericordioso del Padre. Toda posibilidad de formalismo legal desaparece.
      2. En San Pablo. El paso de Jesús a la Iglesia se efectuó sin graves problemas. El espíritu de Jesús animaba a la primitiva comunidad y no queda constancia de que se plantearán cuestiones de orden ético, muy diferentes de las de los judíos contemporáneos. Los Hechos de los Apóstoles en sus primeros capítulos nos describen a la primera comunidad de Jerusalén, compuesta de judíos que aceptaron la fe, con rasgos que en nada parecen diferenciarla de un grupo de judíos fervorosos (Act 2,42-47; 4,32-35; 5,12-16). Los cánones de su comportamiento m. no parecen haber cambiado. El espíritu de Jesús animaba, sin duda, esta comunidad. Los Hechos nos recuerdan su asiduidad a las liturgias del Templode Jerusalén y un intento de puesta en común de los bienes, consecuencia a la que les llevó el amor fraterno comunitario, pero que no se consolidó en el futuro de la Iglesia.
      Cuando S. Pablo aparece en el horizonte cristiano se había iniciado ya un cambio cuyas repercusiones, en el planteamiento de la cuestión moral, iban a ser amplias. Surgieron comunidades cristianas en áreas no judías. El primer grave conflicto de la Iglesia naciente se suscitó en relación con ellas. Lo que para los judíos convertidos era normal, la práctica de las prescripciones legales y el seguir con los usos del judaísmo, resultaba una imposición intolerable para gentes de cultura y costumbres helénicas. Es más, podía tener consecuencias religiosas inaceptables para cualquier creyente al dar pie a una identificación de la fe con un conjunto de prácticas y normas éticas que venían asociadas, dado el carácter hebreo de los primeros predicadores cristianos.
      La reflexión teologal de S. Pablo, elevada por el carisma de apostolado, ha tocado de lleno esta cuestión. Con Cristo, Dios ha hecho irrupción en el seno de la historia humana. En su muerte y resurrección se desarrolla esta intervención divina como acontecimiento de salvación para todo hombre. El Apóstol lo proclama y el hombre define su actitud ante el gran acontecimiento con la fe o con la incredulidad. De aquí que su doctrina tanto desde el punto de vista de las exigencias divinas como del de la respuesta del hombre a la iniciativa de Dios, se articule en torno al concepto de fe, cuyo carácter ético recalca S. Pablo. El hombre, mediante la fe se somete y obedece a Dios, de quien se había alejado o a quien había desobedecido por el pecado. A veces los términos fe y obediencia se usan indistintamente: el hombre cree u obedece a Dios o al Evangelio (cfr. Rom 1,5; 6,16; 15,18; 16,19.26).
      Para S. Pablo la muerte de Cristo implica la de la humanidad entera (2 Cor 5,14). Cristo aceptó la muerte física, vista como consecuencia del pecado, en un acto de obediencia a Dios (Philp 2,8). Con ello ha dado el primer paso del itinerario que iba a llevar a la restauración del hombre. El segundo momento lo constituye la resurrección, en la que Dios crea el nuevo hombre por el Resucitado, para que, asociándose a Él, el creyente recupere la vida y se haga a su vez una nueva creación (2 Cor 5,17; Gal 6,15; v. MUERTE V). Creer es, en consecuencia, un ver en la Muerte y Resurrección de Cristo (v.) la obra salvadora de Dios. No es puro asentimiento intelectual, ni siquiera una fe histórica. Por la fe el creyente acepta el juicio de Dios sobre la maldad humana y sobre su propio pecado hecho realidad en la cruz de Cristo y se acoge a la salvación que le llega bosquejada en la figura del Resucitado. S. Pablo explicita esta doctrina en su descripción del Bautismo: Rom 6,1-23. Las consecuencias para su concepción de la actitud ética cristiana son importantes.
      Lo que ha acontecido a Cristo en su Muerte y en su Resurrección es cuanto acontece al creyente en el simbolismo sacramental del Bautismo (Rom 6,1-11; v.). Todo bautizado ha sido con-crucificado con Cristo en su propio Bautismo, con Él ha muerto, con Él ha sido con-sepultado. Su propio ser de pecado («cuerpo de pecado») ha sido destruido a una con el Cuerpo de Cristo en la cruz. La salida de las aguas bautismales reproduce y desvela el misterio de la entrada del creyente en la nueva vida gloriosa de Cristo, de la que participa. A partir de este momento ha dado comienzo una nueva vida para todo creyente. Este nuevo modo de vivir, desde el punto de vista ético, es, dicho por S. Pablo, obediencia lo servicio. El creyente sirve o es siervo de Dios (1 Tim 1,9), de Cristo (Rom 14,18; 16,18), sirve a los demás por amor (Gal 5,13), o simplemente, sirve en la novedad de un espíritu (Rom 7,6), que se opone a su antigua vida de servicio del pecado (Rom 6,6.25). Por hallarse, en el presente, situado entre dos mundos antagónicos, el de la carne o del pecado y el de la gracia, su esfuerzo moral debe consistir en hacer triunfar las fuerzas de la vida y resurrección que actúan en él, dando muerte al pecado y al mal que todavía le rodean. Nos habla de «los miembros» que no deben hacerse «armas de la injusticia para el pecado», sino «armas de la justicia para Dios» (Rom 6,13; 13,12). La vida moral del cristiano es concebida como una lucha escatológica que se desarrolla en la propia persona de todo creyente, entre el viejo mundo del pecado del que sólo será liberado en la resurrección, y el mundo nuevo que actúa ya en el presente (Philp 3,10).
      La vida moral del creyente se desarrolla en dos direcciones, ha de evitar el mal o el pecado, y ha de poner en práctica el bien en todas sus formas (Rom 12,9-12; 13,8-10). La fórmula densa de Rom 12,21: «No te dejes vencer por el mal, sino véncele con el bien», traduce este pensamiento. Volviendo sobre la regla de oro del Evangelio, S. Pablo resume el bien en el amor a los demás en el que el cristiano imita y se hace partícipe del amor generoso de Dios, lo refleja en su vida y lo manifiesta ante la creación entera, como lo fue el de Cristo. Con una frase precisa expresa el Apóstol este pensamiento: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero que esa libertad no sea pretexto para servir a la carne, sino, por el amor, haceos esclavos unos de otros» (Gal 5,13). El cristiano es ya un ser libre, liberado de toda Ley, porque en el amor cumple en toda su profundidad y extensión la voluntad de Dios. La coherencia de la doctrina paulina con el contenido ético de la predicación de Jesús es absoluta. Por el amor el hombre se hace verdadero cumplidor de la voluntad divina. La Ley de Dios, también para S. Pablo, se resume en el mandamiento del amor (Rom 13,8-10; Gal 5,4).
      La vida moral tiene un carácter cristológico en los escritos de S. Pablo. El cristiano está destinado a ser semejante a la imagen del Hijo de Dios (Rom 8,29). Toda su vida se perfila como una imitado Christi verdadera y óntica. La trasformación que se ha efectuado en el Bautismo ha de extenderse a toda su vida, hasta que llegue a ser semejante a Cristo. La muerte bautismal debe traducirse en un estado o situación permanente de muerte al mal y al pecado (Rom 6; 8,13.36; Gal 5,24), lo que constituye la real y verdadera mortificatio christiana, que, en términos éticos, expresa el aspecto negativo de la moralidad: renuncia al mal. Por su inserción en lo cristológico, la vida ética se constituye en parte integrante de la vida cristiana.
      Esta claridad del planteamiento teórico de la moralidad se mantiene, aunque sea menos visible, cuando descendemos al campo de una moralidad concreta al nivel de códigos y pautas del comportamiento. S. Pablo moraliza con frecuencia en sus escritos, pero esta moralización tiene un tono exhortativo y nunca puede ser interpretada como un mero prescriptivismo ético. Los juicios que ha hecho sobre la Ley mosaica impiden cualquier reducción de las normas que da a sus comunidades, a simples preceptos legales o éticos. Moral y concepción teológica van siempre juntas, están íntimamente vinculadas, lo que indica que la moral no es separable de la valoración cristiana de la realidad y que no puede constituirse en dominio autónomo.
      El principio de distinción entre el bien y el mal, es en sí mismo claro. Su traducción a lo concreto de la existencia, es en cuestiones fronterizas frecuentemente dificultoso y está vinculado a las circunstancias y problemas de la época y del ambiente. En los escritos de S. Pablo se trasparentan problemas y actitudes de procedencia semítica o helénica (cfr. 1 Cor 14,34-35; Eph 6,5-9). Procede, no de una manera teórica, sino concreta; por eso las cuestiones que plantea y resuelve en sus Cartas son sólo las que sentían las comunidades cristianas de su tiempo. De ahí la ausencia de otros temas importantes, pero en aquellos tiempos de menor urgencia, como, p. ej., el del orden social, el de las relaciones entre educación pagana y cristiana, etc. Da por supuesto que todo cristiano necesita comportarse como óptimo ciudadano y como hombre justo en sus relaciones con los demás.
      3. En San Juan. Los escritos joaneos se sitúan cronológicamente a finales del s. i, lo que nos permite apreciar una de las líneas de evolución que ha seguido el pensamiento cristiano. S. Juan ha creado un cuerpo doctrinal orgánico y compacto, ha heredado una tradición cristiana que ha trasformado con nuevas perspectivas. Como en el caso de S. Pablo, la ética es en S. Juan parte integrante de su teología. Parte de una visión del mundo sometido a una tensión bipolar, Dios y el mal, y de la historia como el campo en el que desde los orígenes se está dilucidando la batalla entre Dios y Satán, entre la verdad y la mentira, luz y tinieblas, amor y odio. La función de la Palabra (Logos) de Dios en el mundo determina el carácter de esta lucha: la Palabra ha estado presente desde los orígenes iluminando al mundo (lo 1,4.5.10) y los hombres han acogido o rechazado su luz. Cuando la Palabra se hizo carne (lo 1,14) esta lucha llegó a su punto crítico. La suerte del mundo se define en la decisión de los hombres frente a la Palabra de Dios encarnada y tal decisión es el creer o no creer en Jesús, en cuanto Palabra y verdad, o en sus palabras que manifiestan la verdad.
      Como en S. Pablo, la fe es para S. Juan una actitud integral de la persona ante la manifestación de Dios en Jesús. Creer es situarse y actuar dentro de ese universo de luz y de verdad que Cristo ha hecho emerger en su persona, vida y palabra. Es discípulo de Cristo quien ha escuchado su palabra, la ha aceptado y la ha puesto en práctica, pues Cristo es camino, verdad y vida del hombre (lo 14,4-11). El carácter realista de su forma de describir la vida cristiana ha sido dicho con gran variedad de metáforas: el que cree camina en la luz (lo 12,35-36); hace la verdad (lo 3,21); la justicia (1 lo 3,7.10); pone por obra lo que agrada a Cristo (1 lo 3,22). Los correlativos son igualmente ilustrativos: el que no cree permanece en el mundo de las tinieblas y hace las obras del diablo (lo 8,39-44). Todo este cuadro de referencias descubre la manera con que S. Juan concibe el comportamiento ético del cristiano. No hay posibilidad de establecer una relación de oposición entre creer y obrar moralmente. Creer y obrar mal son antagónicos.
      Cuando nos preguntamos cómo entiende S. Juan lo que es hacer el bien, la respuesta nos llega de forma absolutamente simplificada: obrar el bien es amar a los demás. El amor no sólo es el criterio cognoscitivo de que se está en la luz, sino la realidad misma de la luz dentro de la que vive, el creyente (1 lo 2,10-11). Encontramos una limitación y cierto exclusivismo en la forma de expresar el mandamiento del amor. Juan sustituye el amor a los demás en general por el amor a los hermanos. No intenta evidentemente corregir el dicho sinóptico acerca del amor a los enemigos (Mt 5,43-48), sino subrayar la perspectiva en la que ha situado el amor de los cristianos entre sí. Con ello nos hace ver el sentido eclesiológico del amor de la comunidad cristiana: el amor de los miembros de la comunidad entre sí presencializa en el interior de este mundo, dominado por las tinieblas, el amor de Cristo y del Padre. De aquí la dimensión escatológica que la comunidad efectúa* en el mundo: como prolongación del amor de Dios y de Cristo, ella ejerce la función de juicio sobre toda ética y sobre toda ideología.
      Cuando descendemos al terreno concreto de la realidad ética, vemos que S. Juan es extremadamente sobrio al tratar dé describir lo que puede ser un buen obrar o un comportarse moralmente. Probablemente ningún otro escritor neotestamentario ha sido menos concreto. Es fácil entender lo que quiere indicar por amor a los hermanos. Al dar como abolida la normatividad ética de la Ley, por quedar reducida al precepto del amor, nos encontramos con que el juicio ético sobre los propios actos recae en. la decisión personal del hombre sobre lo bueno y lo malo, acerca de lo que deberá pronunciarse y optar en cada circunstancia o situación. Elimina la posibilidad de caer en un subjetivismo ético: el cristiano ha sido iluminado y está en posesión del Espíritu de Dios que actúa en él, mostrándole la verdad y guiando su vida. La decisión moral cae de lleno en el radio de acción del Espíritu. De esta forma la subjetividad, sobre todo en el sentido de autonomía, queda eliminada ya que es Dios mismo o su Espíritu quien obra en el interior de todo cristiano y el creyente tiene conciencia de esta realidad.
      La base o fundamento último de la moralidad sigue siendo para S. Juan, como para toda la revelación bíblica, Dios y su voluntad. Y la voluntad de Dios se resume y sintetiza en el amor a los hermanos. Quien ama a sus hermanos es un ser moral, más aún, el único hombre que puede ser dicho verdaderamente moral, ya que es el único que cumple realmente el designio de Dios.
     
      V. t.: LEY VII,2,3 y4.
     
     

BIBL.: Además de las obras que citamos, remitimos al lector a los estudios de Teología bíblica (v.), tanto del A. como del N. T., pues todas, de una u otra forma, abordan cuestiones morales. J., COPPENS, La connaissance du bien et du mal et le péché du Paradis, Lovaina 1948; A. M. DUBARLE, La condition de 1'homme dans 1'A. T., «Revue Bibliquen 63 (1956) 321-345; C. TRESMONTANT, La doctrine morale des prophétes d'lsrael, París 1958; N. LoHFINK, Das Hautpgebot. Eine Untersuchung literarischer Einleitungsjragen zu Dtn 5-11, Roma 1963; S. PORUBCAN, Sin in the O.T. A soteriological Study, Roma 1963; PH. DELHAYE, Le décalogue et sa place dans la morale chrétienne, Bruselas 1963; T. LARRIBA, Caminó en la presencia del Señor, Pamplona 1970 (policopiada); J. DUPONT, Les Béatitudes, Lovaina 1954; R. SCHNACKENBURG, El testimonio moral del Nuevo Testamento, Madrid 1965; C. SPIcQ, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1970; íD, La conscience dans le N. T., «Revue Bibliquen (1938) 50-80; íD, La morale paulinienne, en Morale chrétienne et requétes contemporaines, París 1954, 47-70; G. DIDIER, Désintéresement du chrétien. La rétribution dans la morale de S. Paul, París 1956; C. SPICQ, Vie morale et Trinité selon S. Paul, París 1957; L. CERFAUX, Le chrétien dans la Théologie paulinienne, París 1962; A. VÓGTLE, Die Tugend und Lasterkataloge im N. T., Münster 1936; O. PRUNET, La morale chrétienne d'aprés les écrits johanniques, París 1957; N. LAZURE, Les valeurs morales de la Théologie joannique, París 1965; J. M. CASABó, La Teología moral en San luan, Madrid 1970; F. M. BRAUN, Morale et Mystique á Vécole de S, lean, en Morale et requétes contemporaines, París 1954, 71-84.

 

MIGUEL ÁNGEL R. PATÓN.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991