MORAL I. MORALIDAD. A. ESENCIA, FUNDAMENTACIÓN Y ESPECIFICACIÓN DE LA MORALIDAD.
Con la palabra moral se puede designar tanto una cualidad de los actos que
realiza el hombre, como el estudio científico de esa realidad. De la Moral como
ciencia se trata por una parte en la voz ÉTICA y por otra en la voz TEOLOGÍA
MORAL. Aquí se estudia el otro aspecto del tema. En primer lugar, la
fundamentación y esencia de la moralidad (I), tanto desde un plano metafísico
como bajo el punto de vista, relacionado con aquél y bajo su dependencia, de los
valores morales.
En íntima conexión con la fundamentación de la moralidad están las
relaciones entre m. y religión. Por eso se desarrollan dos temas importantes:
los puntos más relevantes de la m. en la Sagrada Escritura (II), con un enfoque
teológico positivo, y un estudio comparativo de la m. cristiana y la moralidad
en las religiones no cristianas (IV).
Por otro lado, se exponen algunos aspectos morales particulares (III). En
este apartado se hacen también las remisiones más importantes a otros artículos
de la Enciclopedia que incluyen diferentes temas morales.
. 1. Noción de moralidad. En el lenguaje ordinario, la conducta humana se
califica de moral o inmoral, según se apruebe como buena o se rechace como mala.
La noción de moralidad responde, por tanto, a un conocimiento y convicción
espontáneos de la diferencia objetiva entre el bien y el mal, y de la
posibilidad del hombre de elegir entre ambos.
Esta espontánea convicción obedece a una efectiva realidad -decisiva para
la vida del hombre- cuyo fundamento profundo sólo lo proporciona la
consideración de las relaciones del hombre con Dios.
La moralidad es una dimensión propia del obrar de la criatura racional y
libre, que resulta de su ordenación al fin último que Dios mismo ha impuesto a
toda la creación, y que el hombre es capaz de conocer y, moverse por sí mismo
-supuesto el auxilio de Dios- a alcanzar.
2. Dios, fundamento de la moralidad. Criaturas, no conocemos
verdaderamente lo que somos ni nuestro obrar, mientras no nos alzamos hasta el
conocimiento de Dios: es decir, hasta que reconocemos nuestra condición de
criaturas.
Nuestra propia deficiencia de totalidad, nos obliga a remontarnos -con una
constitutiva inquietud mientras no lo hacemos- hasta el Ser que nos ha sacado de
la nada y nos mantiene en la existencia: es decir, de quien dependemos
absolutamente y que se diferencia infinitamente de nosotros.
Este doble elemento, de totalidad de dependencia y a la vez infinitud de
distinción, caracteriza radicalmente el verdadero conocimiento de Dios en el
orden natural; contraponiéndose no sólo al ateísmo sino a cualquier concepción
panteísta, siendo constitutivo de la noción de creación (v.).
La causalidad divina es creación de la nada (ex nihilo) -el efecto propio
de la creación es el esse, anterior o exterior al cual no hay término alguno: la
criatura por sí misma es nada- y presencia del Ser en el ser del ente: por
tanto, una presencia continua en lo más íntimo de todas las cosas (porque el
esse est magis intimum cuilibet, et quod profundius inest). La creación implica
en la criatura, no sólo una relación de origen respecto a Dios, sino además una
relación de dependencia total en el ser y en el obrar, y una concreta estructura
metafísica; la composición potentia essendi-actos essendi, que sólo la infinita
potencia creadora de Dios puede fundar.
Dependemos totalmente de Dios: en el ser, porque Dios es causa total y
exclusiva (permanente) del ser (nada es por sí mismo); y en el obrar, porque el
obrar sigue al ser (operar¡ sequitur esse) y, por tanto, Dios es causa total de
ese obrar en cuanto es, y del efecto en cuanto es. La operación de la criatura
se ancla en el actos essendi, fruto de la presencia fundante de Dios y raíz de
toda otra energía; pero la operación no es su ser, sino que hay diversidad entre
ser y obrar, entre esencia y potencias operativas.
La criatura tiene el ser recibido de Dios: hay una composición radical,
entre esencia y acto de ser, que funda todas las demás composiciones y
distinciones, entre su ser y su obrar, su ser y su bondad, su ser y su fin.
Porque quien no es el ser, sino que lo tiene recibido, no puede ser ni su
bondad, ni su fin, ni su obrar. Dependencia total en el ser y en el obrar que,
sin embargo, no implica interferencia o choque entre la causalidad de Dios y la
causalidad de la criatura, sino que al contrario la primera es fundante de la
segunda, y como tal causalidad primera y fundante, no se comunica a las otras
causas (totalidad de dependencia e infinitud de distinción).
Son éstos los conceptos que, al situar al hombre en su relación a Dios y
al universo creado, permiten valorar correctamente, iluminándola, la noción de
moralidad, en función. del fin último querido por Dios para toda la creación, el
orden que le ha impuesto para conseguirlo y la libertad con que el hombre puede
dirigirse hacia Él.
a) Dios, fin último del hombre. Todas las cosas han sido sacadas de la
nada y se conservan en el ser para la gloria de Dios (v. Dios IV). Es una
consecuencia inmediata de la noción de creación: todo es obra de Dios («vocat ea
quae non sunt tamquam ea quae sunt», «llama a lo que es lo mismo que lo que no
es»: Rom 4,17), nada puede ser que no sea por Él (cfr. S. Tomás, Cont. Gent.
111, c. 17). Y Dios no puede proponerse un fin (v.) distinto de sí, pues ya no
sería Dios: «universa propter semetipsum operatus est Deus», «todo lo ha hecho
Dios por causa de sí mismo» (Prv 16,4).
El último fin del hombre, como de toda criatura, es Dios: la gloria de
Dios. Dios como Causa primera, no puede obrar para adquirir algún fin, sino sólo
para comunicar su bondad, su perfección, manifestando así su gloria. Las
criaturas obran para perfeccionarse porque son indigentes, pero Dios, por ser la
Suma perfección, sólo puede obrar para dar, para enriquecer. Dios obra por pura
liberalidad, más aún sólo Él puede llamarse propiamente liberal: «aperiente te
manum tuam, omnia implebuntur bonitate», «abres tu mano y todo se llena de
bondad» (Ps 103,28).
Ninguna criatura puede ser fin de sí misma. Sólo el ser, por esencia, es
fin de sí mismo. Las criaturas, como no son el Ser, sino que tienen su ser, no
pueden ser fin de sí mismas ni de ninguna otra criatura. Toda criatura, por
ende, necesita obrar para perfeccionarse: ya que su ser no es su bien ni su fin.
La felicidad del hombre, su perfección, está, pues, necesaria y exclusivamente,
como para toda otra criatura, en Dios, principio de todo bien.
Pero Dios es último fin del modo que conviene serlo a quien es a la vez
Primer principio (cfr. Cont. Gent. III, c. 18). Dios al querer un fin, no
pretende conseguir algo, ni cambia: comunica su bondad. Al volver a Dios sólo
cambiamos nosotros. La criatura es más perfecta cuando más vuelve a Dios. Y ese
volver a Dios, ese perfeccionarse de la criatura es un recibir de Dios: todo
cuanto obra tiende a la semejanza divina, a recibir una más perfecta
comunicación de su Bondad, a manifestar su gloria.
Por esta razón, mientras el último fin de la creación nada añade a Dios (cfr.
S. Tomás, In II Sent. q2 al), en cambio, es tan condicionante de la criatura que
-de no existir, si admitiéramos este imposible- el universo se paralizaría: toda
criatura obra buscando el bien, que sólo viene de Dios: «in quantum Deus est
bonus, sumus», porque Dios es bueno, existimos (S. Agustín, Super Ps 118, Sermo
8,4). Es la misma absoluta generosidad con que Dios se comunica -nada busca,
sólo da- lo que comporta la total configuración de la criatura por virtud del
fin último querido por el Creador, porque es lo mismo lo que el agente da que lo
que el paciente recibe. Dios lo da todo, sin buscar nada; la criatura sin tener
nada lo recibe todo, de modo que nada puede obtener que no sea lo que Dios le
da: conseguir su perfecciónes, pues, recibir. una semejanza de la perfección y
bondad divinas.
Se advierte así el carácter totalizante con que la criatura sólo puede
buscar la gloria de Dios: lo demás es gloria vana: nada, pura negación (cfr. J.
Escrivá de Balaguer, Camino, n° 780 ss.); la terrible negación del pecado: al
punto que si la vida no tuviera por fin dar gloria a Dios, sería aborrecible (íb.
n° 783). Esto no quiere decir que las cosas no valgan, sino que valen lo que
valgan para la gloria de Dios.
Esta realidad de su ser-para-Dios, no es, por tanto, negación de la
criatura, sino al contrario, afirmación de la bondad creada en su valor de
participación de la bondad divina: aun los fines parciales que las criaturas son
o pueden buscar, lo serán sólo y en la medida de su dependencia del último fin,
pero siéndolo por la fuerza del fin último.
El primer fundamento de la moralidad es Dios como último fin: nada tiene
razón de bien, sino en cuanto participa de la semejanza de Dios y, por tanto,
manifiesta su gloria (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1 q44 a4 ad3). La bondad de la
acción humana, como de toda operación de una criatura depende de la medida en
que contribuye a la gloria de Dios: «Dios en nuestras acciones no busca
utilitatem sed gloriam, esto es la manifestación de su bondad: que es lo que
quiere también en sus obras. Por el tributo que le rendimos, a Él nada le
acrece, sino sólo a nosotros. Y, por tanto, merecemos algo de Dios, no como si
por nuestras obras le añadiéramos algo, sino en cuanto obramos por su gloria» (Sum.
Th. 1-2 gll4 a2 ad2).
b) La libertad, como fundamento de la moralidad. Toda criatura está
ordenada a Dios y de esa ordenación depende su bondad: esta ordenación es
constitutiva precisamente de su naturaleza y de sus principios operativos. Entre
todas las criaturas, la criatura intelectual y libre se caracteriza porque en su
naturaleza posee la fuerza de orientarse por sí misma a Dios, moverse por sí
misma hacia su último fin, a diferencia de las demás criaturas que marchan hacia
su último fin quasi ab alío directa, como dirigidas por otro (cfr. Cont. Gent.
111, c. 1).
Evidentemente, esta capacidad de moverse por sí mismas a Dios implica un
grado superior de bondad. Como Dios no es sólo su Bondad sin la causa de toda
bondad, más perfectamente acceden las criaturas a la semejanza divina, cuando no
sólo son buenas sino que causan la bondad (cfr. Cont. Gent. II, c. 45); y, por
tanto, tender a la semejanza divina siendo causa de bondad es la mayor
perfección posible de una criatura (cfr. Cont. Gent. III, c. 21).
En la-criatura hay una doble bondad o perfección: una primera, según la
cual son perfectas en su sustancia; y una segunda que es su fin, a la cual
llegan por su operación, en cuanto por ella consiguen la perfección total que
les corresponde. Esta mayor perfección de semejanza con Dios -y de manifestación
de su gloria-, que la criatura consigue por su operación, será tanto mayor
cuanto más radicalmente cause su operación. Las criaturas intelectuales y libres
son causa total -en su propio orden, es decir, supuesta la causalidad
trascendental de Dios- de su operación y, por tanto, alcanzan su perfección
segunda, su bien total, dirigiendo por sí mismas sus acciones a su último fin.
No son fin de sí mismas, pero tienen en sí mismas la posibilidad de llegar a su
fin. Por eso, se dice que las criaturas intelectuales, con su operación no sólo
manifiestan la gloria de Dios, sino que propiamente le dan gloria: «a todos los
que invocan mi nombre, los creé para mi gloria, es decir, para que conozcan mi
bondad y conociéndola la alaben, ... es decir, para que conozcan cuanto Dios ha
de ser alabado y glorificado» (S. Tomás, In Ep. ad Eph. c. 1, lect. 1).
El segundo fundamento de la moralidad es, por eso, la libertad (v.) en
cuanto capacidad de la criatura intelectual de moverse por sí misma a su último
fin: la bondad o maldad de las acciones -es decir, su moralidadcalifica a la
voluntaria consecución o privación de un bien debido, al logro o frustración
queridos de un dinamismo que ha sido dado al hombre para la gloria de Dios, para
alcanzar una mayor participación del bien divino que el hombre, sin embargo,
puede impedir.
En definitiva, la moralidad se funda en que la radical ordenación de la
criatura a Dios, en el hombre -por el exceso de la generosidad divina- ha sido
confiada a su libre voluntad, haciéndole así capaz de una grandeza insospechada:
la grandeza de cooperar con Dios a la realización del orden del universo, de la
manifestación de la gloria de Dios; y, también, la terrible grandeza, de poder
introducir con su voluntad el desorden en el orden divino.
La fundamentación en Dios del orden moral, muestra cuál es la profundidad
y la fuerza que hay en la noción de moralidad: al obrar el bien la criatura
libre hace mucho más que adquirir una perfección, es causa actuante y total
-dentro de su propio orden- de que se haga presente en el mundo la acción
fundante de Dios, que conduce al universo hacia la manifestación de su gloria.
Y, por lo mismo, al obrar el mal «el hombre hace mucho más que faltar a la
racionalidad de su naturaleza, como ocurre en la moral de Aristóteles; hace
también más que comprometer su destino por una falta, como ocurre en los mitos
de Platón; introduce el desorden en el orden divino...: el pecado. Al usar tal
palabra, un cristiano quiere significar siempre que, tal como él lo entiende, el
mal moral introducido por una voluntad libre en el universo creado pone
directamente en juego la relación fundamental de dependencia que une a la
criatura con Dios» (É. Gilson, L'esprit de la philosophie médiévale, París 1948,
122-123).
3. Esencia de la moralidad. Hablar de la esencia de la moralidad, es
decir, de su constitutivo, es lo mismo que hablar del constitutivo de la bondad
segunda o bondad de la operación en las criaturas intelectuales y libres.
En Dios, fin de sí mismo y último fin de todas las criaturas, se
identifican el Ser y la Bondad. Sólo Dios es su Ser y su Bondad en una perfecta
identidad, ya que la esencia divina es la misma Bondad, lo que no ocurre en las
demás cosas: Dios es bueno por esencia, todo lo demás por participación (cfr. S.
Tomás, In De Div. Nomin., c. 4, lect. 1). La simplicísima unión entre el Ser y
el Bien es propia -exclusiva- de Dios, que en su mismo Ser tiene la Suma
perfección de la Bondad.
Las criaturas, que no pueden ser fin de sí mismas sino que están dirigidas
a Dios como último fin, son buenas por orden a otro que es su último fin (cfr.
S. Tomás, In II De Coelo et Mundo, lect. 4, n° 5). Lo que en Dios es uno, en las
criaturas aparece dividido, múltiple: en las criaturas la bondad está
fraccionada: no la poseen in uno, sed in multis, fraccionada en una
multiplicidad de perfecciones potencialmente poseídas pero no siempre actuales.
Por eso, la bondad de las criaturas no consiste sólo en su ser, sino en todas
las otras cosas que se requieren para su perfección y, en concreto, su operación
(cfr. Cont. Gent. 111, c. 20), por la que acceden a su último fin. Y así, en las
criaturas, la simplicísima unión entre el Ser y el Bien, propia de Dios, se
encuentra reproducida, de modo análogo y degradado, en forma de esa tensión al
Bien, constitutiva de la bondad última del ser creado.
Esa similitudo participada de la unidad divina entre el Ser y el Bien, que
es la tensión al Sumo Bien, le viene a la criatura de la energía primordial que
es su actus essendi, su participación en el ser, que le habilita a retornar a
Dios, su Todo, su último fin, su fuente de unidad. Dios es causa total de la
bondad de las criaturas, no sólo en cuanto son -bien primero: essebonum-, sino
en cuanto están ordenadas al fin: bien del orden, bonum ordinis. Porque las
criaturas son por el acto creador -y en la medida que son, son buenas-, pero
sólo son plenamente buenas por su efectiva unión al fin, que está potencialmente
en su ser sustancial, en cuanto contiene el bien del orden, el bonum ordinis («ens
absolute dicitur, bonum autem etiam in ordine consistit»: Cont. Gent. III, c.
20).
Y así se ve que esa potencialidad o tensión al bien de la criatura es ya
un bien: el bonum ordinis, igualmente creado por Dios en las cosas. El
fraccionamiento del bien, constitutivo de la condición de criaturas, no se da de
un modo arbitrario, sino según un orden. Dios, Ser por esencia, Suma Bondad y
Suma Sabiduría, da el ser -tribuit esse-, ordenado, gobernado, por Su
inteligencia y Su voluntad: es necesario que todas las cosas que de algún modo
tengan el ser, sean ordenadas por Dios al fin (cfr. Sum. Th. 1 q22 a2). Y así
las criaturas se ordenan al todo que constituyen (universo creado) y al Todo que
las constituye (Dios) y la fuerza -la energía- que las ordena entre sí y al
último fin tiene como fundamento el último Bien, el Bien por esencia, la
presencia fundante, la infinita potencia operativa de Dios.
En la medida que la criatura se une a Dios -retorna a Dios- se vienen a
componer su ser y su bien: el conjunto de perfecciones -in multis- que están
como disociadas y dispersas se reúnen en la actualización del bonum ordinis, en
esa unidad que reproduce en la criatura la similitudo participada de la unidad
divina.
En las criaturas intelectuales y libres, el retorno a Dios, se da con
fuerza originaria: el hombre puede adherirse por sí mismo al orden divino,
porque su grado de participación en la bondad divina es más elevado. Y así el
bonum moris (bien moral) -con ello tocamos al constituvo o esencia de la
moralidad- es el bonum ordinis (bien del orden), que el hombre puede libremente
poner o no poner, por su operación.
Se hace así patente que el bonum ordinis y, por tanto, el bonum moris, que
la criatura alcanza por su retorno a Dios, aunque Dios trascienda totalmente al
universo, no es algo, extrínseco a la criatura, pues toda la creación retorna a
Dios participando intrínsecamente de Él, y asemejándose a Él: ya que a esto
tiende cualquier criatura, a participar de Dios, a asimilarse a Él cuanto puede
(cfr. Sum. Th. 1 8103 a2 ad2), porque el orden de las cosas consiste en que se
reconduzcan a Dios según el plan de gobierno de la Providencia, por el que el
universo entero y cada criatura retornan a Dios (bonum ordinis, bonum maris). Y
es en el mismo ser de la criatura donde está operante ese plan del gobierno
divino, que funda el bonum ordinis de las criaturas a Dios: por eso, el ser y el
obrar de la criatura no son autónomos ni genéricamente heterónomos «porque son
completamente `teónomos' (sujetos a las leyes divinas del ser y del obrar), ya
que son completamente `teomorfos' (propter et perparticipationem) » (J. Mausbach,
Teología moral católica, 1, Pamplona 1971, 14). Es necesario que Dios, que es en
sí universalmente perfecto y por su potencia da el ser a todas las criaturas,
las rija íntimamente sin estar regido por nadie: nada puede excusarse de su
gobierno, ya que nada hay que sea que no tenga de t;l su ser. Como es perfecto
en el ser y en el causar, es también perfecto en el regir (cfr. Cont. Gent. III,
c. 1).
En la criatura racional y libre el orden al fin -esta participación en el
plan del gobierno divino, de la ley eterna (v. LEY VII, 1)- es poseído de un
modo superior, en cuanto tiene la posibilidad de actualizarlo por sí misma,
siendo causa total en su propio orden de su realización. Siempre con este
carácter intrínsecamente constitutivo que el bonum ordinis tiene en la criatura:
la criatura no determina cuál es su orden, su norma moral, no la crea, no tiene
autonomía normativa, ya que no ha creado su ser sino que lo está continuamente
recibiendo de la causalidad divina; pero tampoco la recibe como un código
extrínseco, sino como una ordenación grabada en la entraña más profunda de su
ser, que si bien se impone con todo el rigor de la absoluta dependencia de la
criatura respecto del Creador, no coarta su libertad; por el contrario, es lo
que le da fuerza, sentido y alcance: el alcance de cooperar con Dios, en la
realización del orden del universo.
La moralidad no es una calificación extrínseca de los actos humanos sino
la medida de la afectiva actualización -mediante su libre operación- de la
potencialidad de la criatura para ser, cada vez más y de modo más perfecto, lo
que debe ser: la glorificación y el testimonio de Dios. El orden moral marca al
hombre las direcciones de la energía divina, que le fundan y le llena de
positividad: la moralidad, califica esa dimensión -de incomparable grandeza- del
obrar humano, que, bajo la acción fundante de Dios, puede querer o no querer,
libremente ser o no llegar a ser, lo que Dios ha previsto: esa intensificación
de la bondad del universo, de la comunicación de la bondad divina y la
manifestación de su gloria.
Mal moral. Hasta tal punto esta ordenación -en que consiste la esencia de
la moralidad- es intrínseca al ser de la criatura, que el mal moral, que es
donde propiamente se realiza la noción de mal, no puede consistir más que en un
deagere (deshacer, desde el punto de vista de la acción) y en una deordinatio
(un desorden, desde el punto de vista de la finalidad): una privación, pero no
mera carencia sino como ausencia de bien debido, ese terrible vacío de bien que
es lo que caracteriza al mal moral.
Puesto que el pecado (v.), el mal moral, supone apartarse del orden divino
-y fuera del orden divino no hay ser, sólo la nada- necesariamente no puede
darse de modo absoluto, sin un bien que lo sustente. No puede estar sostenido
directamente por Dios: ha de darse en una criatura que, por tener la perfección
participada de obrar libremente el bien, puede también no obrarlo. El mal moral
es enteramente causado por la criatura: de ahí su total negatividad. Lo terrible
del pecado no son sus efectos -Dios no deja de enderezar nunca el mal, el
sufrimiento para otros (el vacío de bien) que acompaña al pecado, a un mayor
bien de los que le aman-, sino su intencionalidad: no lo que la criatura
consigue, sino lo que pone en juego, lo que significa su no querer, aquello de
que se priva. La maldad del pecado no se entiende sino por la bondad que Dios ha
previsto para la acción de la criatura libre: el terrible poder de la libertad
es que, por haber recibido el hombre la energía de causar por sí, con fuerza
originaria -en su propio orden- la gloria de Dios, puede negarse a darla:
noconseguir impedirla -siempre Dios la manifestará por otros caminos-, pero sí
privarse de darla, perdiendo su perfección y su felicidad, de un modo definitivo
en la sanción eterna por la que se restaura el orden divino.
Moralidad sobrenatural. Hasta ahora hemos hablado de la moralidad natural:
esa bondad propia de la acción de la criatura intelectual y libre, por la que se
actualiza -supuesta la acción fundante del Creador- la comunicación de la bondad
divina al universo y se manifiesta la gloria del Creador; y la correspondiente
maldad, como desordenada privación de ese bien querido por Dios.
La moralidad sobrenatural reproduce esta estructura, pero con un salto de
cualidad infinito. Dios ha dado a las criaturas racionales no sólo su ser
natural (esse naturae), sino el ser sobrenatural (esse gratiae) : una
participación en la naturaleza divina, en la bondad divina como es en sí misma
(V. GRACIA SOBRENATURAL).
Esa nueva y excelsa comunicación de bondad a las criaturas se ordena al
mismo fin: la glorificación de Dios. Pero la glorificación de Dios en el orden
sobrenatural se realiza de un modo infinitamente superior, más perfecto y
eficaz, porque es la glorificación realizada por el mismo Cristo, y de la cual
participan los cristianos como miembros suyos.
La moralidad sobrenatural es, pues, esa calificación intrínseca de los
actos del hombre, cuando está elevado por la gracia, que -bajo la acción
fundante de Dios Uno y Trino, la acción del Espíritu Santo, la inhabitación de
la Trinidad en el alma- puede libremente querer cooperar con Dios en el plan de
la Redención, por el que los hombres son divinizados, hechos partícipes de la
naturaleza divina, entran en inefable comunión con la Trinidad, manifestando así
aquella gloria con que Dios es en sí mismo glorioso, actualizando la presencia
de la Trinidad en el mundo, el crecimiento del Cuerpo Místico de Cristo. Y
negativamente es también la abrumadora posibilidad de libremente oponerse
-obstaculizar a la acción redentora.
4. Principios de la moralidad. Si la esencia de la moralidad es la
ordenación constitutiva de los actos de la criatura libre a su último fin
natural (moralidad natural) o sobrenatural (moralidad sobrenatural), los
principios o fuentes de la moralidad son aquellos elementos del acto humano
libre por los que se determina la existencia de esa constitutiva ordenación (v.
ACTO MORAL I).
Los aspectos más importantes, que permiten formar un juicio moral exacto
de una acción, son tres: el objeto, el fin y las circunstancias.
a) El bien y el mal de las acciones, como de todas las demás cosas, se
toma de su plenitud de ser o del defecto del mismo. Y lo primero que pertenece a
la plenitud de ser es lo que da la especie. Y lo que le da la especie a un acto
es su objeto (cfr. Sum. Th. 1-2 q18 a2).
El primer elemento para determinar la moralidad de los actos es, pues, su
objeto: aquella realidad -personal o no- a la que tiende de por sí la acción,
independientemente de las circunstancias que puedan añadírsele: bien entendido
que el objeto del acto moral, como objeto de la voluntad, es el fin de la obra,
ya que se mueve voluntariamente el que se mueve por el fin, y en el hombre
máximamente se encuentra la voluntariedad porque perfectamente conoce el fin de
sus obras (cfr. Sum. Th. 1-2 q6 al).
El objeto del acto moral, por tanto, no es sólo el hecho o realidad física
sobre que recae, sino la relación que guarda con el último fin, que es el bien
del hombre. Dios ordena todas las cosas a su fin, y por eso el bien de cada cosa
consiste en conseguir su fin, y su mal apartarse del fin debido. Por eso, al
objeto del acto moral, se le llama también finis operis, finalidad inmanente del
acto o relación objetiva con la ordenación de la razón al último fin, que
determina la esencia de cada acto.
b) La moralidad de los actos depende en segundo lugar de las
circunstancias: aquellas condiciones accidentales que modifican la moralidad
sustancial que sin ellas tenía ya el acto humano. Del mismo modo que la
totalidad de perfección, debida a una cosa no le viene de su forma sustancial,
que le da la especie, sino que mucho se le añade por los accidentes que le
sobrevienen, así también ocurre en los actos. La plenitud de bondad de una
acción no le proviene exclusivamente de su especie, sino de las cosas que le
advienen como accidentes: es decir, de las circunstancias (cfr. Sum. Th. 1-2 q18
a3). Concretamente, hace falta considerar en las acciones, quién las hace, en
qué consisten físicamente, con qué medios se hacen, dónde, por qué, de qué modo
y cuándo (cfr. Sum. Th. 1-2 q7).
No se pueden entender las circunstancias como desligadas de la esencia u
objeto del acto moral: ya que la manifiestan, de modo semejante a como los
accidentes manifiestan la sustancia. De ahí que determinadas circunstancias
sean, en realidad, manifestativas de un acto específicamente distinto
(circunstancias que cambian la especie).
Esta consideración permite explicar cuál es la importancia de las
distintas circunstancias: como el acto moral es el acto voluntario y el objeto
de la voluntad es el fin, la principalísima entre todas las circunstancias es
aquella que toca el acto ex parte finis: es decir, el porqué; la segunda la que
atañe a la cualidad del acto (es decir, el hecho físico). Las demás
circunstancias son más o menos importantes, según se acerquen a estas dos (cfr.
Sum. Th. 1-2 q7 a4).
Esto aclara, de modo preciso, la diferencia entre el objeto o hecho físico
y el objeto del acto moral. Y da también la razón de que el finis operantes
-también diferenciado claramente del finis operis u objeto del acto moral- sea
una circunstancia de tal relieve, que suele merecer una consideración aparte.
c) El fin que se enumera como tercero de los principios o fuentes de la
moralidad o finis operantis no es, por tanto, el fin a que por sí se ordena la
voluntad, sino aquello a que ésta se ordena per accidens: como el tomar una cosa
ajena puede per accidens ordenarse a dar una limosna.
d) Influencia del objeto, fin y circunstancias en el acto moral. En cuanto
a la valoración concreta de los actos según los principios o fuentes de la
moralidad, hay que tener en cuenta que el bien consiste en la posesión de todos
los elementos requeridos para la plenitud de un ser; y el mal, en cambio, en la
ausencia de alguno de ellos. Por eso, para que un acto sea bueno deben serlo
necesariamente a la vez sus tres elementos (objeto, fin y circunstancias) y para
que sea malo basta con que uno de estos tres elementos sea contrario a la norma
moral. En consecuencia, puede ocurrir que un acto sea bueno por su objeto y por
su fin, y malo por sus circunstancias; así como que sea bueno por su objeto y
por sus circunstancias y malo por su fin. Esto demuestra también que una cosa
mala no es nunca totalmente mala -el mal no puede subsistir sin el bien-, es
decir, no es una negación total del bien -lo que está totalmente fuera del orden
divino, sencillamente no es-, sino que consiste en un defecto de una cosa buena,
una falta de perfección en el ser o en el obrar.
En consecuencia, se puede sintetizar el influjo de los principios o
fuentes de la moralidad en las siguientes afirmaciones: 1°) un acto cuyo objeto
es moralmente malo, continúa siendo malo, aunque vaya acompañado de
circunstancias buenas y se realice por un fin bueno: sin embargo, esas
circunstancias y ese fin influirá en la mayor o menor maldad del acto; 2°) un
acto cuyo objeto sea por sí bueno puede hacerse más o menos bueno o incluso
malo, por el fin y las circunstancias; 3°) las circunstancias -si son tales que
mudan la especie- pueden convertir un acto bueno en malo (no al revés); cuando
no mudan la especie, aumentan o disminuyen la bondad o la malicia del acto; 4°)
el fin puede hacer buena o mala una acción en sí indiferente; asimismo,
convertir una acción buena en más o menos buena e incluso en mala; finalmente
puede hacer que una acción mala sea más o menos mala, pero nunca convertirla en
buena.
5. Concepciones erróneas sobre la moralidad. Por ser la moralidad esa
objetiva ordenación a su último fin, que Dios ha impuesto necesariamente al
hombre, como a todas las criaturas, cualquier intento de situar la esencia de la
moralidad fuera de esta relación a Dios, se muestra errado e incapaz de
fundamentar la obligación moral, como obligación absoluta.
Por la infinitud tendencial de sus potencias de conocer y querer, el
hombre no se siente ligado ante ningún bien particular por sí mismo, ninguno se
le impone de modo absoluto: sólo en la medida que estos bienes se ven en su
relación a Dios, es decir, al último fin, su elección puede imponerse con fuerza
absoluta, con la absoluta imperatividad de la alternativa entre el objeto
agotante de su querer (el Sumo Bien, Dios) y cualquier otro bien que le aparte
de El.
Por tanto, son falsos todos los sistemas morales que sitúan la esencia de
la moralidad en la consecución de algo que no es el último fin del hombre: así
el eudemonismo o utilitarismo (v.) que sitúa el último fin de la vida en el
bienestar terreno del hombre, e, igualmente, quienes lo sitúan en la
autoperfección del hombre, sea como individuo o como colectividad. Se incluyen
aquí, desde el hedonismo (v.) al marxismo (v. COMUNISMO III), pasando por todas
las éticas intermedias de la elevación de la vida, el progreso cultural, etc.
Después de cuanto hemos dicho acerca de la fundamentación del orden moral,
no es necesario detenernos en la crítica de cada uno de estos sistemas: basta
decir que sitúan el último fin, donde no está y, por tanto, no pueden guiar al
hombre en su conducta, sino que lo desvian de él. La decadencia moral a la que
han llevado y llevan siempre estos sistemas lo aprueba además palmariamente.
Asimismo, dejan sin fundamento a la moralidad quienes propugnan una
explicación del bien y el mal, de orden psicológico, puramente lógico o
etnológico (moral del sentimiento, moral de imperativo categórico kantiano y
positivismo moral). Todos estos sistemas tienen en común que renuncian a una
valoración absoluta de la conducta humana, sustituyéndola por valoraciones
subjetivas: sea del sentimiento individual o de la conciencia colectiva o de la
autoridad humana. Con ello destruyen el concepto mismo de obligación moral, como
deber absoluto: ya que todo hombre es consciente de que nadie le puede imponer
de modo absoluto nada a su conciencia, si no es el Ser infinitamente perfecto de
quien absolutamente depende.
Por tanto, ninguno de estos sistemas es adecuado para regir ni enjuiciar
la acción de un ser libre, porque en definitiva no hacen más que explicar cómo
reacciona, a veces, ante los impulsos del sentimiento, del ambiente, de la
presión de la autoridad, prescindiendo, precisamente, de su capacidad y su
obligación, como ser inteligente y libre, de juzgarlos a la luz de su último fin
y obrar en consecuencia.
Y es que, en definitiva, el hombre o reconoce a Dios como el Principio y
el Fin del universo, que preside centralmente toda su acción, o se pone a sí
mismo por centro bajo diversos disfraces (la felicidad, el progreso, la paz,
etc.). En el plano moral caben solamente en el hombre dos posturas: duae
civitates faciunt duos amores, dos ciudades construyeron dos amores. El amor de
Dios condicionando el amor de sí mismo y de todas las cosas, llenándolo de
fuerza y de vigor, o el amor de sí mismo hasta el odio a Dios: reconocer y amar
la absoluta dependencia de Dios o amarse a sí mismo como centro del universo,
introduciendo el desorden en el orden divino y degradándose a sí mismo.
6. La moralidad radical y los valores. Como hemos visto, la moralidad
resulta de la ordenación al último fin impuesto por Dios a toda la creación. Por
esa misma ordenación -constitutiva de la naturaleza y de los principios
operativos de la criatura- el hombre es capaz de conocer su fin y su ordenación
y quererlo libremente. Por eso, resaltamos también que, hasta tal punto . esa
ordenación es intrínseca al ser mismo de la criatura -ser recibido, con la
consiguiente capacidad de obrar-, que el mal moral consiste metafísicamente
hablando en un deagere (desde el punto de vista de la acción) y en una
deordinatio (desde el punto de vista de la finalidad): privación voluntaria de
un bien debido.
La noción de valor -usada por algunos autores, sobre todo después de la
axiología scheleriana (v. SCHELER, MAX)- no es más que la transcripción al
ámbito de la conciencia o de la fenomenología de la percepción moral, de aquella
ordenación ontológica y finalista. Valor es así la percepción del bien, de la
relación que un determinado acto guarda con la naturaleza y, en consecuencia,
con su fin último. El riesgo de una «moral de valores» es el mismo que el de la
fenomenología en general: requiere una fundamentación metafísica, no
condicionada por el análisis de la inmanencia cognoscitiva como si éste fuera el
único modo (o un modo privilegiado) de «acceder» a lo real extrasubjetivo, al
ser del ente y, en consecuencia, al Ser divino, principio y fin de toda realidad
creada. Desechada esa errónea pretensión -que no tiene verdadera fundamentación
teorética, y que la historia de la filosofía ha mostrado tan peligrosa-, y
fundado metafísicamente el orden moral, no hay inconveniente en detenerse
después en un análisis de la percepción en cuanto tal de la moralidad,
transcribiendo el orden de los bienes en una jerarquía de valores.
V. t.: ACTO MORAL; CONCIENCIA; LEY II (Ley y moral); LIBERTAD I y II;
RESPONSABILIDAD III; DIOS IV; HOMBRE I II.
BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, 1 q5, 8 y 19; 1-2 ql ss. 7 y 17; ID, Summa Contra Gentiles, III, c. 1 a70; íD, De Malo, q2; fD, Super quattor libri Sententiarum, 11, d40; S. AGUSTíN, De natura boni; íD, De moribus Ecclesiae catholicae, I, c25; D. PRUMMER, Manuale Theologiae Moralis, I, 18 SS.; 1. MAUSBACH y G. ERMECKE, Teología Moral Católica, I, Pamplona 1971, 91 ss.; 345 ss.; A. LANZA y P. PALAZZINI, Principios de Teología moral, I, Madrid 1958, 91 ss.; B. H. MERKELBACH, Summa Theologiae moralis, I, 27 ss.; O. N. DERISI, Los fundamentos metafísicos del orden moral, 3 ed. Madrid 1969; J. MARITAIN, Filosofía moral, Madrid 1966; íD, Las nociones preliminares de la Filosofía moral, Buenos Aires 1966; R. JOLIVET, Tratado de Filosofía, IV, Moral, Buenos Aires 1966; R. SIMON, moral, Barcelona 1968; B. VERZECOLLI, Etica generale secondo i principi della filosofía perenne, Roma 1958; J. MESSNER, Ética general yaplicada, Madrid 1969; O. LOTTIN, Príncipes de morale, Lovaina 1947; íD, Morale fondamentale, Tournai 1954; fD, Psychologie et morale aux XII, et XIII, siécles, 6 vol. Lovaina 1948-57; V. E. PADOVANI, 11 fondamento é il contenuto della morale, Milán 1947; íD, Filosofía e morale, Padua 1960; J. M. RUBERT, Fundamento constitutivo de la Moral, Madrid 1955; A. SERTILLANGES, La philosophie morale de St. Thomas d'Aquin, 2 ed. París 1942; É. GILSON, Elementos de filosofía cristiana, Madrid 1970; fD, El Tomismo, Buenos Aires 1951; C. CARDONA, Metafísica del bien común, Madrid 1966; íD, La situazione metafísica dell'uomo, «Divus Thomas» 75 (1972) 30-55; C. FARRO, Fine ultimo, en Enciclopedia Cattolica, V, Ciudad del Vaticano 1950, 1381-1386; íD, 11 valore permanent della morale, en Atti del Convegno del Comitato Cattolico Docenti Universitari, Roma 1968; R. GARCÍA DE HARo, La conciencia cristiana, Madrid 1971.
R. GARCÍA DE RARO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991