MONTANO Y MONTANISMO


Herejía eclesiológica. En la segunda mitad del s. II, coincidiendo con el periodo de crecimiento de la Iglesia, se inició un movimiento ideológico sumamente peligroso para el desarrollo interior de la joven Iglesia: la tendencia rigorista. Esta nueva corriente, representada en su primera aparición por M. y sus discípulos, surge no por influencia de ideas filosóficas como en el gnosticismo (v.), sino de las mismas entrañas del cristianismo. Se presenta como el ideal de perfección del mismo Jesús y trata de corregir supuestas desviaciones del espíritu cristiano. Se llamó a sí misma nueva profecía. Los que la combatieron la designaron como la «herejía de los frigios», con lo que aluden al espacio geográfico en que se inició el movimiento. Sólo en el s. iv halló la denominación de m., cuando se quiso poner de relieve el papel que M. desempeñó en su génesis.
      En los primeros años de la Iglesia Dios derramó con frecuencia sobre sus fieles el carisma de la profecía. Entre ellos había aparecido, acá y allá, algún falso profeta, que despertó la desconfianza sobre la actuación de tales carismáticos. El peligro era real y de él avisaba la Didaché (v.). Tampoco faltaron a veces tensiones pero se logró el equilibrio ya que la profecía se reconoció siempre juzgada por la fe y, por tanto, por la tradición apostólica y sus representantes. M., en cambio, defiende y sostiene una concepción de la profecía que le lleva a chocar con la autoridad de la Iglesia, y a separarse de la comunión eclesiástica. A la Iglesia jerárquica se opone una iglesia carismática, proclamando que los poderes espirituales se perpetúan en la Iglesia, no por sucesión apostólica, sino por la trasmisión de carismas, de la que M. y sus profetas se presentan como herederos. La evolución del m. pasa por una fase inicial, un estado de modificación por obra de Tertuliano (v.), y un periodo de definitiva decadencia tras la victoria de la Iglesia.
      Fase inicial. Siendo Grato procónsul del Asia Menor (ca. 172) el neófito M. comenzó a predicar en la aldea de Ardabau, en las provincias asiáticas de Frigia y Misia (cfr. Eusebio, Historia eclesiástica, 5,16,19). Poco después de su bautismo se presentó como profeta y reformador, pretendiendo ser el órgano del Espíritu Santo (lo 14, 16.26), que sólo ahora, por obra suya iba a conducir a la cristiandad a la verdad entera. A los comienzos se recibió este mensaje con escepticismo, mas cuando dos mujeres, Priscila y Maximila, se adhirieron y pronunciaron también en forma extática sus profecías y, sobre todo, cuando M. prometió a sus secuaces lugar eminente en la venidera Jerusalén celestial, una ola de entusiasmo acabó con los reparos (cfr. S. Epifanio, Panarion, 48,10; Tertuliano, De exhortatione castitatis, 10). Los tres profetas se limitaban a la propaganda oral. No escribieron sus oráculos, ni se dispuso en los comienzos de ningún escritor de fama para ponerlos por escrito. Más tarde los oráculos de M. y sus compañeras se recogieron y difundieron, pero nos han llegado muy pocos. Solamente se hallan consignados en los escritores antimontanistas o en Tertuliano. Si se quiere responder a la pregunta sobre el fondo de la nueva profecía, hay que valerse de los informes de sus adversarios. No puede realmente demostrarse una conexión entre los antiguos cultos frigios y la nueva profecía, pero parece existir cierta propensión de la población del interior de Asia Menor hacia la exaltación religiosa.
      La característica más saliente de la doctrina de M. es el mensaje escatológico: la vuelta del Señor es inminente y con ella empezará, en la llanura junto a la pequeña ciudad de Pepuza, la Jerusalén celestial. En algunos distritos del Imperio Romano se notaba cierta disposición a recibir tal mensaje, que hacían deseable las graves calamidades que bajo Marco Aurelio habían traído consigo la peste, la guerra y la miseria social. De haberse limitado a predicar su mensaje escatológico, la ola montanista hubiera quedado sin profundidad ni repercusión lejana: el fallo de las predicciones hubiera desemborrachado los espíritus. Pero los profetas en cuestión sacaron de su misión muchas consecuencias que suponían amplias y decisivas incisiones en la vida de la comunidad eclesiástica. Si la venida de Cristo era inminente, decían, debía vivirse un ayuno riguroso como medio para preparar el alma al advenimiento de Cristo. Hasta entonces esta práctica penitencial se había limitado a dos días a la semana, y la Iglesia la recomendaba a los fieles como práctica voluntaria. M. fue mucho más allá y lo impuso a todos los cristianos, sin interrupción alguna, pues la venida de Cristo iba a ser por momentos una realidad. Como esta realidad falló, el ayuno se limitó al precepto de los corrientes ayunos estacionales. Pero la obligación se extendió hasta la tarde del día de ayuno, y aún se añadieron dos semanas de abstinencia, durante las cuales sólo se podían comer frutos secos (cfr. Tertuliano, De ieiunio, 2,10).
      Orientación fundamentalmente escatológica tienen también otras exigencias del m.: vedaba al cristiano huir o esconderse en época de persecución; evitar el martirio (v.) significaba, decían, un apego a este mundo, que se encaminaba a su fin. A los que habían cometido pecados graves (capitales): apostasía, homicidio o adulterio les era negada para siempre la admisión en la Iglesia; punto éste muy característico del rigorismo montanista que implicaba además un error eclesiológico y sacramental grave: suponer que la Iglesia no tenía poder para perdonar algunos pecados. También es significativa la actitud de los dirigentes del m. frente al matrimonio. Lo condenan por considerar que encadena las personas a este mundo y piden que se renuncie a él. Las dos profetisas Priscila y Maximila abandonaron la comunidad conyugal con sus maridos, pusieron como deber imitar su ejemplo y prohibieron la celebración de matrimonios en el corto espacio que, según sus visiones, faltaba para la venida del Señor (Tertuliano transforma posteriormente esta prescripción en la condena de las segundas nupcias). Priscila a las razones escatológicas contra el matrimonio, añadía otra: la abstención de la vida matrimonial, decía, capacita particularmente para las visiones y comunicaciones proféticas (cfr. Eusebio, o. c., 3,5.18.3).
      Expansión. El efecto de esta campaña de supuesta reforma y rigorismo fue de momento arrollador. A los numerosos adeptos en Frigia se añadieron pronto nuevas fundaciones en Lidia y Galacia. Saliendo de las provincias del Asia Menor, hizo su entrada en Siria, y ganó secuaces particularmente en Antioquía. Pronto alzó también cabeza en Tracia, extendiéndose así al Occidente. En fecha temprana tuvieron noticia del movimiento montanista las iglesias de Lyón y Vienne en las Galias, como hace notar Eusebio (o. c., 5,3.4), el cual conoció una correspondencia entre dichas iglesias y «hermanos» de Asia y Frigia.
      El papa Eleuterio (175-189), fue informado sobre la aparición de la nueva profecía. No parece que la considerara un serio peligro, pues no consta que pronunciara condenación alguna. Algo después, en los inicios de su pontificado, el papa Ceferino (198-217) no lo juzgó al principio desfavorablemente, pues expidió cartas de paz a sus seguidores, lo que equivalía a expresar la comunión eclesiástica. Posteriormente cambió da actitud. Tertuliano atribuye ese cambio al influjo del asiático Práxeas, que le habría informado más puntualmente (cfr. Tertuliano, Adv. Praxeam, 1).
      La muerte de los tres primeros representantes de la profecía representó un primer golpe para la ulterior propagación del movimiento. Maximila murió el a. 179 y ella precisamente había anunciado: «Después de mí no vendrá ningún profeta, sino la consumación del fin» (cfr. S. Epifanio, o. c., 48,2.4). Con este oráculo permitió a muchos adeptos un juicio sobre la autenticidad de la predicción, que sólo podía ser negativo. Probablemente se hubiera parado completamente el movimiento, y con seguridad hubiera tomado otras formas la polémica de la Iglesia con él, si un hombre de la talla de Tertuliano (v.) no se hubiera adherido a semejante concepción, volviendo a llamar la atención sobre la nueva profecía.
      El tertulianismo. El cambio sufrido por las ideas montanistas con la adhesión de Tertuliano al movimiento ha sido designado con el nombre de tertulianismo, para poner así de manifiesto su papel innovador. No hay punto alguno de apoyo para determinar cuándo y cómo entró el gran escritor africano en contacto con la nueva profecía. A partir aproximadamente de 205-206, sus escritos permiten reconocer que no sólo conoce las ideas montanistas sino que las acepta. No es difícil deducir de sus escritos montanistas lo que le atraía de la nueva profecía. Aquí hallaba, en algunas cuestiones de la vida cristiana, una concepción que respondía exactamente a su fundamental actitud rigorista, sin que por otra parte tuviera que aceptar en modo alguno la herejía gnóstica ni las falsas doctrinas. Pero seguramente le atraía mucho más la idea de que en la forma montanista del cristianismo, podía apelar en favor de su concepción directamente al Espíritu Santo. Ante esta instancia supraterrena, tenía que callar toda otra, así fuera el mártir católico, la Iglesia episcopal o el Obispo de Roma.
      Sin embargo, Tertuliano no poseía un temperamento como para someterse sin más a la nueva profecía. Pensó los puntos doctrinales esenciales del movimiento y los modificó en sus pormenores, tan fuertemente, que el m. de Tertuliano no representa ya en absoluto el de la primera hora. Las tres grandes figuras proféticas de la primera fase no son para él una autoridad intangible, ni se acomoda necesariamente a ellas. Conoce una colección de sus oráculos proféticos, que aprovecha escasamente, y prefiere apelar directamente al Paráclito mismo. Niega a la mujer en la comunidad montanista un puesto semejante al que tuvieron Priscila y Maximila. Le quita toda función sacerdotal y tampoco tolera que enseñe ni actúe en el culto divino. Sólo le concede un carisma de profecía que únicamente tiene vigencia en el ámbito privado (cfr. Tertuliano, De virginibus velandis, 9). También se aparta de datos demasiado concretos en la profecía, en cuanto se refieren al descenso de la Jerusalén celestial. A la ciudad de Pepuza no la menciona en absoluto. Se diría que quiere desligar la profecía de su vinculación a personalidades de la primera fase y de condiciones locales de Asia Menor, para darle un carácter universal. Esta visión se patentiza en la nueva motivación, dentro de la historia de la salvación, que Tertuliano da a la nueva profecía, cosa de que no eran capaces M. y sus auxiliares femeninas. Su verdadera misión, dice, consiste en llevar a la cristiandad, por obra y gracia del Espíritu Santo, a su edad madura (cfr. ib.).
      En sus escritos montanistas (De fuga in persecutione, De monogamia, De ieiunio adversus psychicos, De pudicitia, De virginibus velandis) defiende los postulados rigoristas con apasionado lenguaje. Afirma la prohibición de huir en la persecución, presenta el matrimonio único como mandato ineludible del Paráclito, pero niega las segundas nupcias: «secundae nuptiae-adulterium» (De monogamia, 15). Demuestra la obligación del ayuno, que no quieren admitir los psíquicos (así llama a los cristianos ortodoxos), a los que insulta desenfrenadamente. De despiadada dureza es un ataque contra la práctica de la Iglesia en la cuestión de la Penitencia, que lo convirtió en enemigo por principio de la Iglesia episcopal. Con ello se aparta definitivamente de la autoridad eclesiástica fundáda en la sucesión apostólica.
      El intento de Tertuliano de ganar para el movimiento montanista a la comunidad cristiana de Cartago, hubo de abandonarlo muy pronto. Después de él, las fuentes apenas recogen datos sobre el m. en África. Poco antes de la muerte de S. Agustín se unió a la Iglesia un residuo de tertulianistas.
      Actitud de la Iglesia. Acogido en un principio benévolamente como un movimiento de reforma y exigencia espiritual, se pasó a una oposición cuando el movimiento fue examinado más de cerca: se hizo patente su contraste con la ordenación cristiana de la vida y la tradición apostólica. Esa evolución se explica fácilmente. Exhortar al ayuno y la prontitud para el martirio, loar la disciplina en la vida matrimonial eran antiguos temas familiares en la predicación primitiva. Tampoco tenía por qué alarmar que se tuviera en alta estima el carisma profético. Además no podía descubrirse en la predicación de la nueva profecía conexión alguna con las herejías hasta la fecha combatidas. Sólo cuando se vio claro que los temas citados, quedaban desfigurados por una falsificación de la tradición cristiana, se hizo ineludible su condenación. La primera medida fue refutarlos por escrito. Eusebio nos informa de la acción en este sentido de Apolinar de Hierápolis, Melitón de Sardes (v.), Milcíades el Apologeta, Apolonio y un anónimo interesante. Con ocasión del movimiento montanista se reunieron diversos sínodos -los primeros que conocemos en la historia de la IglesiaEn ellos fueron examinadas las nuevas doctrinas, y las juzgaron falsas y heréticas y sus fautores fueron excluidos de la comunión con la Iglesia. La condenación pública y oficial la dio el papa Ceferino (199-217). Antes de mediar el s. III se ocupó un sínodo de obispos en Iconio de esta cuestión. Grupos sueltos se encuentran a fines del s. IV en España, a comienzos del s. V en Roma y en Oriente entrado el IX. Desde Constantino el Grande fueron publicados contra los montanistas severos decretos imperiales. Todavía el concilio in Trullo del 692 (can. 95) y León el Isáurico (722) adoptaron medidas contra ellos. Con el tiempo se dividieron en varios grupos: esquinistas, proclianos, quintilianos, priscilianos, tertulianistas, etc. Algunos cayeron además en otros errores teológicos. Así el partido de un cierto Eschine adoptó la doctrina de los patripasianos (v.), otros adhirieron al novacianismo (v. NOVACIANO).
      La victoria alcanzada por la Iglesia en su repulsa del M. tuvo para ella consecuencias que pusieron más de relieve su peculiar naturaleza, y contribuyeron a su posterior desenvolvimiento. Por haberse negado a hacer suyo el exagerado programa ascético de M., escapó al peligro de degenerar en una insignificante secta de exaltados y se mantuvo fiel a su misión de llevar el mensaje de Cristo a todos los hombres, y actuarlo eficazmente en cualquier ambiente cultural. Al desechar el subjetivismo religioso irrefrenable, con su pretensión sobre la dirección exclusiva de los creyentes, como soñaban los montanistas, aseguraba a las comunidades de cristianos y a las almas una dirección objetiva en manos de los ministros que hasta entonces la habían desempeñado, y cuya vocación se regía por criterios ciertos, sin caer en manos de un entusiasmo subjetivista. Al condenar finalmente, una esperanza escatológica de inmediato cumplimiento, puso de relieve la necesidad de contemplar con mirada objetiva y serena las tareas presentes y futuras de la historia y manifestó toda la hondura y el valor del ulterior trabajo apostólico.
     
     

BIBL.: B. ALTANER, Patrología, 5 ed. Barcelona 1962; 1. QuAsTEN, Patrología, 2 vol. Madrid 1961-62; P. DE LABRIOLLE, Les sources de I'histoire du Montanisme, París 1913; íD, La crise Montaniste, París 1913 (con abundante bibl.); A. FAGGIOTTO, L'eresia dei Frigi, Roma 1924: íD, La dispora catafrigia, Roma 1924; G. BARDY, Montanisme, DTC X,2355-2370; N. BONWETSCH, Texte zur Geschichte des Montanismus, Bonn 1914; G. S. P. FREEMAN-GREEVILLE, The date of the outbreak of Montamsm, «The lournal oí Eclesiastical Historyn, 5 (1954) 7 ss.

 

PRIMITIVO TINEO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991