MONOTEÍSMO II. SAGRADA ESCRITURA Y TEOLOGIA.


1. Monoteísmo y monolatría en el pueblo de Israel. La existencia de un ser divino en general es para el hombre de la Biblia un dato indiscutible. El pueblo israelita afirma de una manera tajante a lo largo de toda su historia que Dios es un Dios único. En un ambiente donde pululan los dioses, este hecho constituye una novedad absoluta, inexplicable por simples razonamientos humanos. La creencia en ese único Dios es más que una simple monolatría, pues no solamente incluye al culto dado a un solo Dios; sino que también, al afirmar la existencia de un solo Dios, excluye a todos los demás. Esta formulación expresa de m. alcanza su máxima expresión en el primer mandamiento del decálogo: «Yo, Yahwéh, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20,2-3; cfr. Dt 5,6-7; V. t. DIOS III).
      a. Historia de la humanidad hasta Abraham. Antes de la constitución del pueblo de Israel, la Biblia narra cómo se conservó la fe en numerosos hombres fieles que pusieron su empeño en servir al único Dios del cielo y de la tierra. S. Agustín enseña cómo Abel, Set, Enós, Noé, pertenecían a la ciudad de Dios que se va desarrollando en la tierra: Dios vivía en ellos, los buscaba, se les revelaba (cfr. De Civitate Dei, XV). Estos hombres piadosos, acercándose al que todo lo hizo, creyeron que existe y que es remunerador de los que le buscan (cfr. Heb 11,6) y así su fe mereció ser alabada por el Espíritu Santo (cfr. Heb 11,1-7). Era la fe en el Dios único: todavía no se había introducido el politeísmo, aunque la maldad de la humanidad había ido creciendo hasta el punto que el Génesis, en su lenguaje antropomórfico, dice que Dios se arrepintió de haber hecho al hombre (cfr. Gen 6,5-7).
      b. Los Patriarcas y Moisés. El mismo Dios que creó el universo y es dueño soberano, gobernándolo con sabiduría infinita, que no comparte su poder creador y que se reveló en los primeros padres de la humanidad, eligió a Abraham (v.) para hacer de él un gran pueblo (cfr. Gen 12,1-3). Según los datos que nos certifica la S. E., ya entonces se había extendido el politeísmo por gran parte de la humanidad. Sin embargo, entre los caldeos existía una familia, la de Terah, padre de Abraham, en la cual se había conservado el culto al único Dios verdadero. En el libro de Judit se narra cómo cuando Holofernes quiso imponer su dominio sobre los israelitas, preguntó qué nación era aquélla tan distinta de las demás, y le respondió Aquior, jefe de los ammonitas (v.): «Este pueblo es originario de Caldea. Habitaron primero en Mesopotamia, y por no seguir a los dioses de sus padres, que vivían en Caldea, la abandonaron y dejaron su culto para adorar al Dios del cielo, el Dios que se les había dado a conocer. Los padres los arrojaron de la presencia de sus dioses y ellos huyeron a Mesopotamia» (Idt 5,6-8). De donde se sigue, como comenta S. Agustín, que «la familia de Terah fue perseguida por los caldeos a causa de la verdadera religión, que le llevaba a rendir culto al único Dios verdadero» (De Civitate Dei, XIV, 13).
      La historia de los Patriarcas bíblicos (v.) descendientes de Abraham, muestra una fe indiscutida y ejemplar en el único Dios, a quien llaman «juez de toda la tierra» (Gen 18,25). «Dios de los cielos y de la tierra» (Gen 24,3), «El Dios de los espíritus y de toda carne» (Num 27,16). Y es el mismo Dios, «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (Ex 3,6), el que se aparece a Moisés en la zarza ardiente, para revelar su nombre propio Yahwéh: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14). Nombre sustancial de Dios que implica superioridad ontológica sobre cualquier otra creatura espiritual o material.
      El m. pasa a ser la nota esencial en la religión revelada y de la Alianza (v.) sancionada en el Sinaí por la que quedó constituido el pueblo de Israel, y éste como peculio del único Dios. La fe en un solo Dios es el primer precepto del Decálogo (v.): «Yo soy Yahwéh, tu Dios... No tendrás otro Dios más que a mí» (Ex 20,2-3). Y el Código de la Alianza sanciona: «El que ofrezca sacrificios a los dioses, fuera de Yahwéh, será exterminado» (Ex 22,19). «No te acuerdes de nombres de dioses extraños» (Ex 23,13).
      No obstante la tendencia del pueblo hebreo hacia el politeísmo, y sus constantes infidelidades (cfr. Ex 32,1 ss.; Num 13-14; 16-17), había entre la gente de la nación hombres piadosos, que conforme a la afirmación diáfana dada por Moisés en las llanuras de Moab: «a ti te hicieron ver (las maravillas de Dios) para que conocieras que Yahwéh es, en verdad, Dios, y que no hay otro Dios más que Él» (Dt 4,35), rezaban con sinceridad de corazón y mente todos los días, por la mañana y por la noche en una oración llamada semá: «Oye, Israel: Yahwéh es nuestro Dios, Yahwéh es único. Amarás a Yahwéh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, cott todo tu poder» (Dt 6,4-5). Oración que es una profesión de fe en la existencia en un único Dios, y que Él ha enseñado al pueblo de Israel, por medio de Moisés (v.), para que les ayudase en la fidelidad a los compromisos de la Alianza.
      Es interesante notar que la lengua hebrea no posee una palabra para expresar el concepto de diosa, mientras que en las religiones de los demás pueblos del Antiguo Oriente a los dioses masculinos les correspondían generalmente divinidades femeninas (V. DIOS II).
      c. Los Profetas. Toda la historia de Israel, desde el Éxodo hasta el final del exilio, e incluso después, se presenta como un sucederse de las infidelidades del pueblo; a éstas siguen castigos de Dios, que llevaban al arrepentimiento y a suplicar la ayuda divina, hasta que Dios compadecido, los perdonaba y venía un periodo de serenidad. Es una historia, en cierta manera, de la lucha por la pureza de la fe en Yahwéh, ante la tentación constante que suponía el culto a las múltiples divinidades de los pueblos vecinos. Y una gran parte de la lucha por el m., Dios se la confió a los Profetas, por medio de los cuales revelaba sus designios de benevolencia o castigo, de amenaza o perdón (v. PROFECíA Y PROFETAS).
      El mandamiento del Decálogo respecto a la obligación de adorar exclusivamente a Yahwéh, es repetido y firmemente defendido por Elías (v.), que hace ver de modo extraordinario que sólo Yahwéh es Dios, que ve y oye, protege y salva, mientras que los demás dioses que entonces Israel invocaba, no eran nada (cfr. 1 Reg 18, 21-40).
      Oseas (v.) considera el culto politeísta como apostasía, comparándolo a un adulterio (Os 1-3). Habacuc (v.) pone de manifiesto la impotencia de los ídolos (Hab 2,18 ss.). Isaías (v.) declara que son nada y que su culto pasará (Is 2,8), son «viento y vacuidad» (ls 41,29); Jeremías (v.) los llama «no dioses» (ler 2,11) mientras que «Yahwéh es verdadero Dios, el Dios vivo y Rey eterno» (Ier 10,10). Y en el libro de Joel exclama el Señor: «Sabréis que en medio de Israel estoy yo y que yo soy Yahwéh, vuestro Dios, y no hay otro» (Ioel 2,27).
      d. Libros sapienciales (v.). Manifiestan la fe honda del pueblo de Israel, vivida por tantos siglos, en la existencia de un solo Dios: «Pues que tú eres grande y obras maravillas, tú eres el solo Dios» (Ps 86,10); es un Dios vivo y capaz de socorrer, mientras los demás dioses no tienen vida y son impotentes. «Está nuestro Dios en los cielos y puede hacer cuanto quiere. Sus ídolos son plata y oro, obra de las manos de los hombres; tienen boca y no hablan; ojos y no ven; orejas y no oyen; narices y no huelen; ...» (Ps 115.3-8).
      De modo particular llevan a una reflexión las palabras del libro de la Sabiduría que llama «vanos por naturaleza (a) todos los hombres que carecen del conocimiento de Dios, y que por los bienes que disfrutan no alcanzan a conocer al que es la fuente de ellos, y por consideración de las obras no conocieron al artífice» (Sap 13,1), en las que se ve la culpabilidad de todos aquellos que cayeron en el politeísmo, «ya que si seducidos por su hermosura las tuvieron por dioses, debieron conocer cuánto mayor es el Señor de todas ellas» (Sap 13,3).
      2. La crítica liberal-protestante. El m. de Israel es un hecho único entre las naciones del Antiguo Oriente, quehabían caído en el politeísmo, adorando su dios o dioses nacionales junto con otras divinidades. Y es único también el hecho de que este pueblo pequeño y políticamente poco influyente haya conservado este m. a lo largo de los siglos, a pesar de la constante obsesión que producían a la mente israelita los cultos politeístas de los pueblos vecinos, que incluso tantas veces le hicieron prevaricar.
      Este dato histórico sorprendente es consecuencia del amor de Dios que, «para preparar la salvación de toda la humanidad, escogió a un pueblo en particular a quien confiar sus promesas» (Conc. Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 14). No pudiendo aceptar, sin embargo, por un prejuicio racionalista, esta intervención sobrenatural de Dios en la historia, la crítica protestante liberal (V. LIBERAL, TEOLOGIA PROTESTANTE) ha tratado de encontrar una explicación meramente humana al m. del pueblo judío. Negadas la inspiración divina de la S. E. y su consiguiente inerrancia, se ha visto urgida a acudir a los métodos filológicos y a los postulados de la filosofía hegeliana para realizar una crítica interna de los libros sagrados, distorsionándolos de modo arbitrario. Sin apoyo científicamente válido en pruebas externas, estos autores tratan de reordenar e interpretar las narraciones de la Biblia de tal modo que correspondan a los principios de su ideología inmanentista-evolucionista.
      Según ellos, la religión de Israel, lejos de ser una religión revelada, debió de haber sufrido, como las demás religiones de la Antigüedad, un proceso gradual debido a una necesidad vital e inmanente, pasando por diversas etapas (v. 1): al periodo premosaico, caracterizado por su religión politeísta con mentalidad fetichista y henoteísta, seguiría el periodo mosaico, con su unidad más política que religiosa y con una cierta tendencia al m., para llegar a continuación, gracias a la actuación de los profetas, a una pureza moral y al m. religioso. Este a su vez desembocaría, en el judaísmo tardío, en un simple monismo: vigencia de la Ley, prescindiendo prácticamente de la existencia de Dios.
      Partiendo de esta concepción, la crítica liberal reajusta la historia del pueblo de Israel, despojando la Biblia de su verdad histórica. Niega, contra el tenor de la S. E., el m. de los Patriarcas y atribuye a los profetas de Israel una misión hasta entonces desconocida por la Biblia y por la tradición: no se les considera ya, en conformidad con el testimonio que ellos mismos dan de su actividad, los defensores y conservadores del m., sino sus creadores, al transformar el culto dado a Yahwéh (que permitía aceptar la existencia de otros dioses: monolatría) en un m. religioso, que excluye categóricamente a toda otra divinidad.
      3. El Nuevo Testamento. La plena continuidad del N. T. respecto al A. T. que Cristo no vino a abrogar sino a cumplir (cfr. Mt 5,17), resalta también en sus enseñanzas sobre el m.: el Dios del N. T. es el Dios de los Padres (cfr. Act 3,13; 5,30; 22,14), el Dios de Israel (cfr. Mt 15,31; Le 1,68) y ahora es el Dios de la Iglesia de Cristo.
      Con la creciente actividad misionera de la Iglesia entre los paganos, los Apóstoles se vieron obligados a ponerse en guardia ante el politeísmo y a luchar contra las múltiples creencias religiosas que encontraron difundidas por todo el Imperio: en Atenas, en Listra, en Éfeso (Act 17,24 ss.; 14; 15,19-20). Los dioses no existen (Gal 4,8), son nada (1 Cor 8,4; 10,19); darles culto es ofensa al único Dios verdadero (1 Cor 10,7.20-22). El cristiano no puede reconocer otros dioses al lado del Señor; ni las riquezas (Mt 6,24), ni el vientre (Philp 3,19), ni los ídolos (2 Cor 6,17), ni los elementos (Gal 4,9).
      Pero la Revelación que nos ha llegado por Jesucristo no sólo es confirmación, sino sobre todo perfección de las enseñanzas del A. T., también respecto al m., principio fundamental de la religión judía. Cristo nos da a conocer la riqueza de la vida íntima del Dios único: el misterio de la Santísima Trinidad (v.), que nos manifiesta tres Personas realmente distintas en la unidad de una misma naturaleza divina completamente simple. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, viven la vida eterna intratrinitaria, infinitamente bienaventurada, y han querido cooperar, con un mismo querer y una única operación, en la santificación de la humanidad, para hacer partícipes de su bienaventuranza a los hombres, a quienes S. Pedro se dirige con el saludo: «Pedro, apóstol de Jesucristo, a los elegidos... según la previsión de Dios Padre, mediante la santificación del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre» (1 Pet 1,1-2).
      4. Las enseñanzas de la Iglesia. Puesto que la S. E. y la Tradición apostólica no dejan la más mínima duda sobre la unicidad de Dios, el m. ha sido una verdad indiscutida y fundamental en la fe. Así lo demuestran los diversos símbolos, empezando con el Apostólico (cfr. Denz.Sch. 4 ss.). A raíz de las herejías que han surgido a lo largo de la historia, el Magisterio de la Iglesia ha ido afirmando, defendiendo y precisando los puntos atacados del dogma de la unicidad de Dios.
      En un principio se trató, sobre todo, de combatir los intentos gnósticos y maniqueos de introducir un dualismo (v.), oponiendo al Dios bueno y salvador del N. T. otro Dios malo, imperfecto y creador, del A. T. (cfr. Denz.Sch. 198, 854). Más tarde los errores trinitarios llevan a la Iglesia a perfilar la definición de los dogmas de la Unidad y Trinidad de Dios: así los primeros Conc. de Nicea y Constantinopla definen la unidad sustancial del Padre, Hijo y Espíritu Santo (cfr. Denz.Sch. 125, 150). El Conc. IV de Letrán rechaza los errores de Joaquín de Fiore (v.) que había mantenido una unidad meramente colectiva, no sustancial, de las tres Personas divinas. El Conc. Vaticano I, por último, sale al paso de las corrientes ateas, panteístas y materialistas que se habían difundido, definiendo solemnemente en todos sus aspectos la doctrina tradicional (cfr. Denz.Sch. 30213025).
      5. Sentido del monoteísmo bíblico y cristiano. El m., la existencia de un único Dios, creador y providente, es una verdad de la razón, confirmada en la Revelación, que no solamente se opone a las concepciones del dualismo y politeísmo, sino que tiene también un preciso sentido frente al deísmo (v.) por una parte, y frente a las concepciones monísticas como la del materialismo (v.) y la del panteísmo (v.), por otra.
      La corriente de pensamiento que suele caracterizarse como deísmo reconoce la existencia del único Dios y la creación; pero concibe la trascendencia divina de tal forma que considera a Dios como alejado y despreocupado del mundo creado por Él, de modo que supone imposibles su Providencia (v.) y la misma Revelación. Sin embargo, la Revelación bíblica, al mismo tiempo que muestra a Dios como trascendente, como completamente distinto del mundo, lo muestra como próximo al hombre y su mundo; con una inmanencia (v.) no sólo de orden natural (la conservación y concurso divino en todas las cosas; V. CREACIÓN III, 7), sino sobrenatural, al hacer partícipe al hombre de la vida divina por medio de la gracia sobrenatural (v.) y elevarlo a la condición de hijo de Dios (V. FILIACIÓN DIVINA). Así el m. bíblico y cristianono se resuelve en un equívoco dualismo ontológico, creador y creatura, que deja al ser de la creatura incomunicado con el del Creador, como es característico del deísmo; sino que marcando el «corte metafísico» (Gilson) entre ambas clases de ser, fundamenta el de la creatura en el ser de Dios, y esto no sólo en el origen de la creatura sino en su continua existencia (V. DUALISMO III).
      Al mismo tiempo, pues, que marca la trascendencia divina, el m. explica una inmanencia, o, quizá mejor, una presencia de Dios en el mundo (V. DIOS IV, 3), pero sin caer en el panteísmo o cualquier otra clase de monismo (v.). Ante las contradicciones e imposibilidad tanto del politeísmo (v.) como del dualismo (v.), cabe la tentación o tendencia de incidir en la afirmación de la existencia de una sola clase de ser, identificando de uno u otro modo el ser de Dios con el de las creaturas, que no serían más que manifestaciones o aspectos del ser divino. Esto es lo característico de las diversas formas de panteísmo (v.) para las que Dios resulta totalmente inmanente al mundo. Desde el punto de vista del ateísmo (v.), de la negación de Dios, se llega igualmente a una forma de panteísmo, o, si se quiere, de monismo. Dicho de otra forma, la confusión del ser (v.) con el ser de la materia (v.), como es propio del materialismo y de su ateísmo, cae en una contradicción de signo opuesto a la del panteísmo, pero en el fondo coincidente: la del monismo absoluto, que no apreciando la real analogía del ser, considera que éste se da unívocamente en todas las sustancias. La reducción de toda la realidad a la realidad material supone en definitiva la contradicción de divinizar la materia, de hacer de ella un Absoluto, atribuyéndole las cualidades de necesidad y eternidad que son exclusivas de DIOS (V. MATERIALISMO I, 1-3).
      El m., comparado tanto con el politeísmo o el dualismo por un lado, como con el panteísmo o el materialismo por otro, resulta la única explicación y correcta comprensión de la realidad total. M. que no se ha de confundir con la vaga y ambigua afirmación de Dios que hace el deísmo, y que está en estrecha relación con una correcta inteligencia de la creación (v.) y de la providencia (v.) divinas.
     
      MONOTEÍSMO III. TEOLOGÍA Y FILOSOFIA: V. DIOS IV, 7 y IV, 2-3.
     
      V. t.: DIOS III, IV, 3 y IV, 7; TRINIDAD, SANTÍSIMA; TEÍSMO; DUALISMO III; MATERIALISMO I, 3.
     
     

BIBL.: F. ÁLVAREZ, Monoteísmo, en Enc. Bibl. V,303-308; A. MICHEL, Idolatrie, Idole, en DTC VII, 602-669; M. J. LAGRANGE, Études sur les Religions sémitiques, París 1903; A. GELIN, Les idees maitresses de I'Ancien Testament, Paris 1959; P. HEINIsci!, Teología del Vecchio Testamento, Turín 1950; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 33 ss.; XXVIII SEMANA BÍBLICA ESPAÑOLA, La idea de Dios en la Biblia, Madrid 1971; J. PRADO, La teoría wellhausiana y el monoteísmo israelita, «Sefarad», 5 (1945) 185-217; J. DANIÉLOU, Dios y nosotros, 3 ed. Madrid 1966. V. t. las bibl. de los artículos Dios III y Dios IV.

 

M. Á. TABET BALADY, E. BURKHART.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991