Monofisismo. Teología Dogmática
Desarrollaremos el tema trazando primero una
panorámica histórica de las afirmaciones hechas al respecto por la Tradición y
el Magisterio, para terminar con algunas conclusiones finales.
La Tradición y el Magisterio. Los Padres de la Iglesia siguiendo el modo de
expresión del texto bíblico (v. II) presuponen el m. en su exposición de las
verdades de fe. S. Agustín expresa este sentir de la Tradición, con estas
palabras: «... en la cuestión de los dos hombres, por uno fuimos vendidos por el
pecado, por el otro hemos sido redimidos; por uno precipitados a la muerte, por
el otro liberados para la vida; aquél nos perdió en sí mismo, haciendo su
voluntad y no la de su hacedor; éste nos salvó en sí mismo haciendo la voluntad
de quien lo envió y no la suya; en la cuestión de estos dos hombres consiste
propiamente la fe cristiana» (De gratia Christi et de peccato originali,
2,23,27: PL 44,398). La unanimidad de esta creencia se debe al convencimiento de
que la Biblia enseña el m. y que Adán y Eva son individuos concretos históricos,
que dieron origen a la humanidad. En sentido monogenista se interpretan así,
tanto los textos de Génesis, como los de la Epístola a los Romanos cuando hablan
de la caída originaria.
Ese mismo esquema monogenista, aun sin ser objeto de una enseñanza particular
directa, sirve, sin embargo, de fundamento en la exposición hecha por el
Magisterio de los dogmas del pecado original y de la redención. El Conc. de
Cartago (a. 418) da por supuesto en sus cánones que Adán es una única persona,
un individuo concreto, el primer hombre, cuyo pecado se trasmite por generación
a toda la humanidad (Denz.Sch. 222-223). Igualmente se presupone la unidad del
género humano en Adán en el Conc. de Orange (a. 529; Denz.Sch. 372). En la misma
línea se sitúa el papa Pelagio 1 en su Epístola Humani generis (a. 577; Denz.Sch.
443) y el Conc. de Quierzy (a. 853; Denz.Sch. 621).
El Conc. de Trento recoge casi literalmente lo enseñado por los Concilios
precedentes, con algunas precisiones que es necesario hacer notar. Así en los
cánones dogmáticos sobre el pecado original se dice: «si alguno dijere que la
prevaricación de Adán le dañó sólo a él y no a su descendencia...» (Denz.Sch.
1512); «si alguno no confiesa que el primer hombre Adán...» (Denz.Sch. 1511). Es
claro que se piensa en Adán como en un individuo histórico concreto. El pecado
de ese primer hombre es definido adt°,más como uno en su origen, que se trasmite
a todos no por imitación sino por propagación (Denz.Sch. 1513). El mismo tenor
tiene la referencia a Adán en el Decreto sobre la justificación, tanto en los
párrafos que resumen de nuevo la doctrina sobre el pecado original (Denz.Sch.
1521, 1523, 1555), como en los dedicados a la justificación que es descrita como
el paso del estado de pecado en que nace el hombre hijo del primer Adán, al
estado de gracia y de adopción de los hijos de Dios, obra del segundo Adán,
Cristo (Denz.Sch. 1524). Aun sin adentrarnos en la hermenéutica conciliar,
debemos, pues, dejar constancia de que aunque la unidad del género humano no es
objeto directo de la enseñanza el m. está en la base de las verdades definidas.
Los Padres de Trento admitían sin discusión el m.
La unidad de origen del género humano era de hecho una doctrina unánimemente
admitida por todos, y fue puesta en duda por primera vez sólo en 1655 cuando
Isaac de la Peyrére propuso la hipótesis de los preadamitas; es decir, la
existencia de hombres anteriores de Adán que se habrían extinguido antes de
vivir éste. Esa hipótesis encontró general repulsa, siendo condenada por el
obispo de Namur. La Peyrére, convertido al catolicismo, abandonó esa doctrina.
Al difundirse en los s. xviii y xix la teoría evolucionista, la hipótesis
poligenista cobró auge, y ello movió al Magisterio eclesiástico a dedicarle su
atención. De hecho se hacía referencia a ella en los esquemas preparados para el
Conc. Vaticano 1, concretamente en el proyecto de Const. dogmática «acerca de la
doctrina católica contra los múltiples errores derivados del racionalismo»,
donde se lee: «... apoyados en la Revelación tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento, profesamos y enseñamos, que todo el género humano ha tenido origen
en un primer padre, Adán... Negada esta verdad, se niega asimismo otro dogma, el
del pecado original trasmitido de un primer padre a todos los hombres, y el de
la Redención de todos por un solo mediador de Dios y de los hombres, Cristo
Jesús... Por tanto, bajo anatema condenamos el error que niega esta unidad y el
origen común de todo el género humano» (Collec. Lacensis, VII, col. 516; cfr. ib.
col. 555-556). Por las discusiones habidas se ve que existía unanimidad entre
los Padres acerca del Ih. Sin embargo, no llegó a definirse, pues el Concilio
fue interrumpido por los acontecimientos políticos. Por eso carece de valor
dogmático, pero es un testimonio fehaciente del sentir de la Iglesia.
Ya en el s. XX y además de las respuestas de la Comisión bíblica sobre la
interpretación de los primeros capítulos del Génesis (v. II), hay que mencionar
ante todo la enc. Humani generis, dada en 1950 por Pío XII, en la que se
distingue la diversa actitud que se ha de guardar respecto al evolucionismo y al
p. Después de admitir la legitimidad de adherirse a un evolucionismo mitigado,
añade: «cuando se trata del poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la
misma libertad, pues los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que
después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo
protoparente por natural generación, o bien que Adán significa el conjunto de
los primeros padres, puesto que no se ve cómo tal sentencia pueda compaginarse
con lo que las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de
la Iglesia enseñan acerca del pecado original, que procede del pecado
verdaderamente cometido por un solo Adán y que, difundido a todos por
generación, es inherente y propio de cada uno» (AAS 42, 1950, 576; Denz.Sch.
3897). El pensamiento de Pío XII es claro. No puede el creyente aceptar el p.,
pues «en manera alguna aparece cómo pueda conciliarse con el dogma del pecado
original». Tampoco aquí se dice que el m. sea una verdad de fe. Mas hay que
aceptarlo por su relación necesaria con otras verdades definidas. En este texto
de Pío XII han visto algunos una exposición atenuada de la doctrina común de la
Iglesia, que incluso deliberadamente habría «dejado una puerta abierta» a que
futuras investigaciones hicieran ver la compatibilidad del p. con el dogma del
pecado original, y de hecho diversos autores han emprendido ese camino; pero esa
exégesis va más allá del espíritu del texto pontificio. Como dice Rahner: «No se
afirma positivamente la imposibilidad de armonizar el poligenismo y la doctrina
católica del pecado original; lo que se niega es la evidencia (no dada) de su
compatibilidad. Naturalmente, esta formulación no insinúa en absoluto ni afirma
positivamente que más tarde quizá pudiera ser posible llegar a conocer esa
compatibilidad. No puede decirse, por tanto, que positivamente la encíclica deja
una puerta abierta sobre el futuro, para una teoría poligenista. Pero tampoco se
afirma positivamente que esto no sea nunca posible» (Consideraciones teológicas
sobre el monogenismo, en Escritos de Teología, t. 1, Madrid 1967, 261).
El Conc. Vaticano II no abordó directamente el p. Mas al hablar del pecado
original se sitúa en línea monogenista. Así en la Lumen gentium, al hablar del
decreto divino de salvación (n. 2); y en la Gaudium et spes, donde afirma que el
pecado del primer hombre dio origen al desorden moral en el mundo (n. 13) y que
la acción de Cristo ilumina la acción pecaminosa del primer hombre, Adán, y las
consecuencias que tuvo para su descendencia (n. 22). Posteriormente, Paulo VI ha
abordado esta cuestión en dos ocasiones. La primera con motivo del Symposium
sobre el pecado original, organizado por la Univ. Gregoriana (11 jul. 1966). En
el discurso que entonces dirigió a exegetas y teólogos, mientras les invitaba a
proseguir sus investigaciones, dentro de los límites que señala la fe, les
advierte que considera inconciliable con la doctrina católica «las explicaciones
que dan del pecado original ciertos autores que partiendo de un presupuesto no
demostrado, el p., niegan más o menos claramente que el pecado de donde han
derivado tantos males y miserias a la humanidad, haya sido ante todo la
desobediencia de Adán, primer hombre, cometida al principio de la historia» (AAS
54, 1966, 654). La segunda intervención tuvo lugar en la Profesión de Fe o Credo
del Pueblo de Dios, en la que expone la doctrinasobre el pecado original casi en
los mismos términos de Trento, y en línea, por tanto, claramente monogenista (AAS
60, 1968, 430-431).
Con motivo de la publicación del Nuevo Catecismo holandés para adultos, en el
que se expone la doctrina del pecado original prescindiendo del m., la Comisión
cardenalicia encargada de examinar dicho Catecismo, exigió fuese corregida tal
doctrina: «aunque los problemas sobre el origen del género humano y de su lento
progreso susciten hoy nuevas dificultades en torno al dogma del pecado original,
sin embargo, debe ser fielmente propuesta en el Nuevo Catecismo la doctrina de
la Iglesia acerca del hombre, que ya en el exordio de la historia se levantó
contra Dios...» (AAS 60, 1968, 687). El nuevo texto propuesto para suplir al
primitivo es netamente monogenista, y entre otras cosas dice: «tanto San Pablo
como la Tradición de la Iglesia y muy especialmente el Concilio de Trento y
también el Vaticano 11, al tratar del pecado original, emplea fórmulas cuyo
sentido obvio es monogenista. Tenemos certeza de que, de un modo u otro, esas
fórmulas contienen la verdad revelada, no podemos abandonarlas ligeramente... La
Iglesia se mantiene adicta a la perspectiva monogenista, y esta actitud es
prudente» (Las correcciones al Catecismo holandés, Madrid 1969, 45-47).
Conclusiones. En este rápido bosquejo histórico que sobre la enseñanza de la
Tradición y del Magisterio de la Iglesia hemos hecho, resalta la continuidad de
pensamiento acerca del m. como doctrina en íntima relación con el dogma del
pecado original. También se ha podido comprobar que el m. nunca ha sido objeto
de una definición dogmática. De ahí que no sea objeto de fe divina y católica.
Sin embargo, dada su conexión con el dogma, podemos decir que es una doctrina
próxima a la fe. En cambio, y por consiguiente, el p. no es doctrina segura, por
cuanto no ofrece garantías de que el dogma pueda expresarse en perspectiva
poligenista sin detrimento de verdades reveladas.
Esto nos lleva a concluir que, absolutamente hablando, puede intentarse, como
hipótesis de trabajo, el análisis de la eventual compatibilidad de los dogmas
con las ideas poligenistas, siempre y cuando se proceda con la preocupación de
respetar fielmente el núcleo dogmático ya definido. En efecto si, como
putualizaba la Comisión cardenalicia a la que nos hemos referido anteriormente,
«no hay que exagerar y pretender atar absolutamente la misma fe a algo que tal
vez es separable»; no hay que olvidar tampoco las reglas impuestas por la fe a
todo trabajo teológico, y que Paulo VI recordaba a los participantes del
Symposium del que hemos hablado, aduciendo lo que ya había escrito en su enc.
Mysterium Fidei: «a nadie le está permitido dejar en el olvido la doctrina
precedentemente definida por la Iglesia o interpretarla de forma que se atenúe
el sentido auténtico de los términos o la fuerza probada de las nociones» (AAS
58, 1966, 653; cfr. AAS 54, 1962, 653).
Las diversas teorías avanzadas por algunos teólogos para intentar mostrar la
conciliabilidad del dogma del pecado original con las ideas poligenistas no han
obtenido el consenso de los demás teólogos, siendo criticadas por no encontrar
en ellas una fidelidad suficiente de los datos de fe definidos por la Iglesia.
No se excluye que ulteriores investigaciones hagan posible la concordancia. Para
ello será preciso: a) que se mantenga en toda su pureza la doctrina sobre la
naturaleza del pecado original y su trasmisión a todos los hombres en el sentido
formalmente definido por la Iglesia; b) que no se pierda de vista que el
evolucionismo, hasta ahora, no pasa de ser una hipótesis, más o menos fundada,
pero no doctrina segura ni siquiera entre los científicos; por eso el teólogo al
abordar esta cuestión ha de ser claro y presentar las perspectivas y los
problemas que de ella puedan derivar simplemente como hipótesis; c) que no se
olvide tampoco que solamente al Magisterio (v.) de la Iglesia pertenece la
enseñanza auténtica de la verdad revelada, pues sólo él ha recibido de Cristo la
facultad de enseñar, custodiar y exponer autoritariamente el depósito de la fe.
De ahí que, tanto el teólogo como el simple creyente, ha de aceptar lo enseñado
por la Iglesia y tener el ánimo dispuesto a asumir posibles determinaciones del
Magisterio sobre el particular.
En la actualidad el Magisterio de la Iglesia si bien es consciente de los
problemas que suscitan los descubrimientos científicos, y por eso no se opone a
que los teólogos prosigan su investigación y el diálogo enriquecedor con los
científicos, sabe también que los enunciados monogenistas tradicionales
contienen una verdad de la historia de la salvación que debe defender. Por eso
conserva, y exige que se conserven, los enunciados monogenistas, pues, hic et
nunc, son los únicos que, con certeza, salvaguardan la verdad.
Quizá se puede señalar finalmente que -como observaba ya Labourdette, o. c. en
bibl- los problemas que suscita el desarrollo de las ciencias son en este campo
mucho menos fuertes de lo que a veces se dice. Ya que la teoría evolucionista,
aun cuando llegase a comprobarse de manera total y definitiva, ni contradiría el
m., ni estaría en condiciones de afirmar el p., pues la evolución mira sólo a
los grupos o a las líneas de conjunto, y sólo puede indicar a donde iba
enderezado el proceso de la naturaleza en orden a la hominización. Dentro de esa
visión, el m. y el p., es decir, el que la evolución desembocata en una o en
muchas parejas, se presentan como hipótesis que el científico no está en
condiciones de demostrar, ya que transcienden las posibilidades de su ciencia
(v. I). La Revelación zanjaría esa cuestión diciéndonos que la intervención
divina infundiendo el alma racional se realizó en una sola pareja.
En otras palabras, los conflictos con respecto a este tema se deben sobre todo a
que algunos científicos, yendo más allá de su ciencia y dejándose llevar de
ideas filosóficas -un naturalismo (v.) o un determinismo (v.) que niega la
noción de intervención divina dirigiendo la evolución; un contingentismo que se
opone a toda idea de finalidad (v. FIN) y reduce el acontecer a leyes de
probabilidad y a fruto del acaso, etc- han excluido la posibilidad misma del m.,
y dado por demostrado el p. Por eso el diálogo entre el científico y el teólogo
debe dirigirse primero a esos presupuestos filosóficos, y sólo luego pasar al
tema del m. y el p. propiamente dichos. Proceder de otra manera es condenarse a
un diálogo improductivo. V. t.: EVOLUCIÓN V; CREACIÓN II; PARAÍSO TERRENAL.
C. GARCIA EXTREMEÑO.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991