MÍSTICA CRISTIANA
l. Mística y vida de gracia. 2. La experiencia mística. 3. Teología de la
mística.
1. Mística y vida de gracia. ¿Qué entendemos nosotros aquí por m.? La obra
de nuestra perfección natural y sobrenatural consiste en particular en la vida
divina, en la caridad de Dios por consiguiente, ya que Dios es caridad (v.).
Luego Dios es el autor inicial y principal de la misma. A la cual pide, sin
embargo, nuestra cooperación (v. ASCÉTICA). Esa parte de Dios en esta tarea,
para nosotros siempre más desconocida y misteriosa, puede llamarse en sentido
lato mística, así como la parte nuestra recibirá el nombre de ascética (v.
PERFECCIÓN; SANTIDAD).
En sentido estricto m. es sencillamente el misterio cristiano vivido con
tal profundidad e intensidad que ta vida toda quede penetrada por la presencia y
acción divina, quede cristificada, divinizada, conformada por ella.
Nuestra santificación o divinización se realiza por la inmersión en el
misterio pascual de Cristo en el espacio vital de su Iglesia. Esto se realiza
acogiendo por la fe la palabra de Dios contenida principalmente en la Escritura;
viviendo la Liturgia que se centra en la Eucaristía; y creciendo en caridad,
pasiva y activamente, es decir, recibiéndola y prodigándola, ambas cosas sin
medida, pues la caridad no la tiene.
Esa inserción en el misterio de Cristo, que inicia el bautismo, nos «cristifica»,
y por ende nos diviniza (theousthai-theopoiein-théosis, este último término
desde el pseudoDionisio). Dios se da al hombre vivificándolo en Él. La unión
hipostática de Cristo se extiende hasta él, y participa así de su filiación,
hijo en el Hijo. El Padre le engendra místicamente. Y el Espíritu Santo le
derrama en su corazón. O el Espíritu le hace hijo en el Hijo y se encuentra así
en el abrazo amoroso del Padre. El hecho es que ese Dios Uno y Trino, Caridad,
se da al hombre, y su presencia dinámica en él, le empapa de su misma vida, de
su misma caridad. La caridad creada es efecto de la Increada, calor de su fuego.
Acción divina de reflejos trinitarios. Acción personal, llamada personal, que
provoca la respuesta personal del hombre. Encuentro interpersonal, comunión
vital de las Personas divinas y el hombre, en el misterio de Cristo total (v.
GRACIA; cfr. lo 14,6; 15,26; 17,21-26; Rom 5,5; 8,11-17; 26; 29; 1 Cor 3,16-17;
6,19; 2 Cor 1,21-22; 6,16; Gal 3,27; 4,4-7; Eph 1,4-6; 2 Pet 1,4; etc.). Esa
identificación con Cristo, y, por tanto, esa relación vital con el Padre en el
Hijo por el Espíritu Santo, esa deificación es progresiva. Se da en germen en el
bautismo. Se desarrolla, lentamente de suyo, después. Las gracias sacramentales
y extrasacramentales divinas, y nuestra respuesta más o menos fiel y generosa,
van logrando esa estatura, relativa, de Cristo en nosotros, van estrechando la
unión con Dios, la théosis. (Son casos de excepción el martirio de amor y de
sangre, fórmula suprema del don de Dios al hombre y del don del hombre a Dios, o
un milagro de santificación que Dios quisiera hacer. Pero no tratamos aquí de
esto).
Pues bien, en la medida que esa obra se va más y más realizando, una serie
de datos se ofrecen en ella. Docilidad humana por supuesto ante la acción del
Espíritu santificador. Cooperación activa a la misma. Purificaciones (v.)
inevitables, activas y pasivas: el hombre manchado tiene que irse haciendo digno
de la pureza infinita de Dios en la medida en que se estrecha la unión, si no es
imposible que ésta se apriete. La catarsis (v.), en definitiva, será terrible,
dada nuestra impureza y miseria. Una vida teologal más intensa y plena.
Lógicamente ocurrirá que la presencia divina sea cada vez más invadiente, y que
la vida cristificada y divinizada sea en cierto sentido toda ella más pasiva, no
porque sea menos vida y menos activa y nuestra, sino porque es más divina, más
pura, más llameante y, por consiguiente, menos desordenada y dispersa, menos
desintegrada, menos laboriosa y ascética por ser antes más deficiente y débil el
hombre que la vive. Esa pasividad así entendida, como efecto de una posesión más
plena del Espíritu en nosotros, pasividad que no esnecesario que se registre
exprofeso como un dato psicológico recortado, sino que se vive sin más, es lo
que caracteriza la vida m., o mejor, la etapa mística de la vida sobrenatural.
Esa madurez en la caridad, esa unión íntima, después de las pruebas y de las
generosidades perseverantes y humildes, constituye, más que un fenómeno, un
estado vital (v. VÍAS DE LA VIDA INTERIOR).
Estado teopático, porque es la invasión de Dios quien lo causa (el pati
divina del pseudo-Dionisio). Por eso puede muy bien admitirse que en la vida m.
se dé una actuación más intensa de los dones del Espíritu Santo. Sabido es que
la doctrina teológica sobre los dones no pasa de ser un instrumento teológico.
elaborado por la escolástica, sobre todo por S. Tomás, apenas con alguna base
bíblica (patrística algo más), pero que es precioso como reflexión ilustrativa
de la acción del Espíritu en los corazones (v. ESHRITU SANTO III). Pues bien,
según esa teoría, los dones, hábitos dispositivos y operativos al mismo tiempo,
preparan al alma para la actuación del Espíritu que les ha infundido
previamente, y ayudan a las virtudes (v.), sobre todo teologales, completando y
perfeccionando modalmente su actividad sobrenatural. Dones que se dan a toda
alma en gracia, y que más o menos actúan siempre: no son muebles de adorno, sino
hábitos para actuar. Si, ante la respuesta generosa del alma, el Espíritu llueve
sus carismas, los dones se ejercitarán también más, y esa actividad intensa de
los mismos irá dominando más todo el vivir, haciéndole más divino y más pasivo
según antes decíamos, la vida será más m. La vida m. se caracteriza pues por la
múltiple e intensa actividad de los dones del Espíritu.
Vida teologal, teopática. Dios se da al hombre, y para que éste entre en
comunión, en diálogo personal con Él, con Ellos, como objeto de conocimiento y
de amor, nos regala esa vida teologal, de fe, de esperanza, de caridad. La
pasividad aquí significa más vida de fe ilustradísima (S. Juan de la Cruz),
oculata (S. Tomás), más vida de amor, más vida de abandono filial. La vida o
estado místico es gnosis y es ágape a la vez, es noticia amorosa, es
conocimiento en la fe más intuitivo, más contemplativo (v. CONTEMPLACIÓN), pero
más llameante de caridad, que une y que funde, sin perder la diversidad de
sujeto y sujeto personales, de hombre y de Dios. Fe-conocimiento que prepara el
camino del amor, pero amor que hace conocer más penetrantemente al Amado: «quia
amor ipso notitia est» (S. Gregorio Magno, In Evang. hom., 27,4: PL 76,1207).
Problema de vida sin disyunciones. Es contemplación o acción pura interna, y es
acción de caridad que se vierte hacia afuera.
Se habla de una mística de la luz y una mística de la tiniebla, según los
autores espirituales acentúan al aspecto cognoscitivo y luminoso de la fe, o,
por el contrario, el éxtasis con cesación del discurso, en el silencio de las
imágenes y de los conceptos, entrando en esa nube, en ese sabroso y oscuro
conocer del amor, en la sobria ebrietas que produce (v.t. Luz Y TINIEBLAS en Luz
III). Es difícil catalogar a los autores en una u otra línea pero esto de
momento no nos interesa. Todo conocimiento en la fe es siempre conocimiento de
los signos en que se envuelve la revelación de Dios a los hombres, más
penetrante cuanto la fe es más viva (conocimiento catafático), y es a la par
conocimiento negativo, apofático, ante el misterio mismo que los signos
contienen, aunque cada vez más gustado al mismo tiempo, a causa del mayor amor
que origina su mayor cercanía. Docta ignorancia, positiva y operante, con
relación a la cual toda palabra externa es un límite, un empobrecimiento. El
estado místico es luz y es tiniebla, es sobre todo amor, caridad, porque es
vida, abundosa vida.
Querer reducir la m. al problema de la contemplación es otra mutilación
capital que se ha hecho en la misma. La contemplación, entendiendo ahora por tal
el conocimiento alto de fe, y si se quiere el cultivo de ese conocimiento
amoroso en el ejercicio de la oración (v.), será un alto lugar y encrucijada del
encuentro vivo con el Dios vivo que llama y espera. Pero no agota toda la vida
ni mucho menos. Es todo el vivir en caridad el que es siempre inicialmente
místico, y el que va siendo místico con más perfección y plenitud según se
responde más y mejor a ese Dios que vitalmente interroga al hombre. La oración,
contemplativa o no, es sólo un detalle en el conjunto de ese vivir, que a veces
se revelará altamente místico en la misma acción externa transida de caridad y
fuerza del Espíritu; la misma acción llegará a ser una forma de oración.
Por eso, volvemos a lo indicado antes, es bebiendo en la Escritura y en la
Liturgia, fuentes primarias de la fe y de la caridad, como se va internando el
hombre en el misterio, como se va abismando en la caridad de Dios para
irradiarla a la vez en su torno. La terminología de m. aplicada a la S. E., a la
Liturgia y a la vida, no es un parentesco solamente nominal, sino real, lo que
lleva consigo. Lo que no me parece exacto es distinguir entre m. psicológica y
m. eucarística, como quiere E. Longpré (DSAM 4, 15861621). La m. es siempre vida
nuestra, en este sentido es psicología a la fuerza. La Eucaristía será el
elemento objetivo, la gracia sacramental más importante que la produce, más
intensamente registrada por algunos a lo más.
2. La experiencia mística. Pero, en nuestros días sobre todo, por m. en
sentido estricto suele entenderse, no el vivir intensamente el misterio
cristiano y eclesial de nuestra divinización, sino la conciencia y experiencia
de ese vivir. La m. más que un «estado», que una «vida», es un fenómeno de
psicología sobrenatural. Problema difícil de psicología teológica, en la que se
imbrican datos humanos y divinos, reales o aparentes, de modo complicado.
Pero ¿qué es experiencia y en concreto experiencia mística? Por
experiencia se entiende toda relación personal, vital, con algo o alguien,
directa e inmediata, y de la cual se tiene conciencia. Dicha relación es algo
real, algo que establece un contacto objetivo, no puramente intencional e
inmanente al sujeto. Y es algo que se asume y se integra en la vida, algo
dinámico desde la vida misma, no algo que pasivamente se recibe en ella como, p.
ej., una mera emoción. Si la relación experimental es entre personas se
establece entre ellas intercomunión e interpresencia. Presencia, según la
filosofía existencialista de G. Marcel (Le mystére de l'Ltre, 1, París 1951), es
algo espiritual, que trasciende las categorías de tiempo y espacio, que
establece relaciones e influjos misteriosos pero reales entre esas personas que
se conocen y se aman, que mutuamente se poseen.
Conciencia vivida de algo, presencia inmediata de alguien, intercomunión
con él por amor, implica, pues, un conocimiento concreto y directo, no abstracto
y mediato, del mismo, una especie de intuición amorosa. Nótese que ni las
sensaciones ni las emociones tienen de suyo aquí nada que ver. Se trata de
experiencia espiritual, suprasensible.
Pues bien, en el misterio de Cristo, Dios Uno y Trino se da al hombre.
Personalmente, realmente. Su acción personal le recrea, le diviniza. Y le
capacita a lo divinocon la vida teologal. Dios se hace objeto de conocimiento y
de amor para. el hombre. Esa recreación informa al ser del hombre, a su
naturaleza, que queda divinizada, pero siendo ella misma, de tal modo que de
suyo no se da en ella conciencia directa del aliento sobrenatural que ahora la
empapa. Su conocer de fe y su amar de caridad psicológicamente son lo mismo,
tanto natural como sobrenaturalmente hablando, aunque ontológicamente sean
diversos. Sólo indirectamente, por reflexión sobre los datos de su actividad
religiosa y de su conciencia puede llegar el hombre a tener certeza moral de su
vida en Dios. De suyo nada más. Podrá medirse mejor o peor la sinceridad de sus
deseos, la intensidad de sus afectos, la generosidad de sus obras, etc., pero
esto no es experimentar la sobrenaturalidad en cuanto tal de todo ello.
De hecho la tentación de lograr la experiencia de lo divino en nosotros se
padeció pronto. Varias sectas gnósticas, el montanismo (v.), los mesalianos (v.)
sobre todo después. A éste le cerraron el paso Diodico de Foticea, S. Juan
Damasceno, Timoteo de Constantinopla, el Liber Graduum, etc. (cfr. J. de Guibert,
Documenta ecclesiastic« christianae perfectionis studium spectantia, Roma 1931,
n. 75-88). Nótese que los Padres, a pesar de hablar mucho de gnosis, de
contemplación, de éxtasis, de caridad..., no entienden por ello una experiencia
sicológica como hoy entendemos. Hacen metafísica, hacen reflexiones sobre la
onticidad misteriosa del misterio. Apenas algunos textos podrán aducirse en ese
sentido actual de la experiencia, aunque en realidad su explicación y quizá sus
vidas la contengan (¿Orígenes, Gregorio de Nisa, S. Agustín...?). La resonancia
de aquella actitud golosa de experiencia se dejó sentir a lo largo de la Edad
Media. Pero la crisis protestante la puso al rojo vivo. Para el luteranismo la
gracia venía a confundirse con la experiencia y certeza fiducial de la misma.
Trento condenó esta doctrina (Denz. 819, 823, 824). Pero el subjetivismo
doctrinal y práctico que abrió el protestantismo siguió su camino. Hasta
Schleiermaier, hasta el psicologismo (v.) actual.
De ahí deriva el poner lo esencial y característico de la m. en la
experiencia de lo divino en el alma. Es la tesis común hoy entre los católicos y
acatólicos, aunque la mayoría ya no dé importancia a los fenómenos
extraordinarios que pueden darse, y a que antes aludimos. Pero poner el acento
en la misma experiencia como tal me parece peligroso y al menos incompleto y
minimizante. La actuación sobrenatural de Dios en nosotros es connatural en
cuanto al modo a nuestro psiquismo normal; y de suyo más, cuanto más Él se
posesiona del mismo. Son nuestros mecanismos psicológicos los que Él utiliza.
Por eso su acción, en cuanto tal acción sobrenatural, puede pasar inadvertida a
nuestra conciencia. No se registra como tal por ella. Ni siquiera cuando por un
gesto milagroso Él atropellase esos,mecanismos podemos nosotros tener
conocimiento cierto y directo de ello. Porque el milagro psíquico puede ser para
nosotros confundirse siempre con toda esa actividad secreta de nuestros procesos
subconscientes. Sólo indirectamente, por el estudio de los antecedentes y
consecuencias, del conjunto de la vida, quizá por milagros físicos y proféticos
externos, es como podremos adquirir certeza moral de esa presencia dinámica y
personal del Espíritu santificador en nuestra vida (v. DISCERNIMIENTO DE
ESRÍRITDS). Por eso, si en la experiencia ponemos lo esencial de la vida m. la
reducimos a una entelequia, y a una gracia especial, de lujo, extraordinaria, de
suyo al margen de la santidad de la vida, que puede darse o no, y sobre la cual
se llega a discutir, «jurídicamente» casi, si se merece o no se merece por
méritos estrictos (de condigno) o de conveniencia (de congruo)...
Volvamos a la m., como misterio, como vida, como estado. ¿No se dará
acerca de esa vida cierta experiencia que acompañe a la realidad objetiva de ese
encuentro entre Dios y el hombre de que nos habla la fe? Al ser intensamente
vivido, ¿no se registrará de alguna manera esa presencia, esa intercomunión? No
sólo por reflexión sobre los actos religiosos que intencionalmente hacemos y en
los cuales vertemos esa vida, y que en cuanto actos humanos caen siempre bajo
nuestra conciencia y experiencia, sino más inmediata y directamente. Sería una
sombra buena que accidentalmente formaría parte de la vida cristiana en su etapa
intensa, en su etapa m. de verdad.
De hecho el bautismo con la fe que le acompaña es una iluminación, que
hace del bautizado un hijo de la luz (lo 12,36; Eph 5,8; 1 Pet 2,9; lo 1; 8,12;
9,5; Apc 21,23). La Eucaristía ahondará después con calor de caridad esa vida.
¿Hasta dónde? Leemos en la carta a los Hebreos: «...cuantos fueron una vez
iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu
Santo, saborearon las buenas nuevas de Dios...» (6,4-5). Se trata de los
perfectos por contraste con los elementalmente iniciados. Aquéllos han sido
iluminados, gustaron la Eucaristía, la acción del Espíritu, el jugo de la
Palabra divina. El Espíritu a través de la S. E., de la Liturgia, y con sus
carismas íntimos, va haciendo penetrante su acción en los corazones. La vida del
cristiano «escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3) se va de algún modo
desvelando. «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como
en un espejo la gloria del Señor, nos vamos trasformando en esa misma imagen
cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu» (2 Cor
3,18; cfr. 4,6). La iluminación cristiana aparece como algo abierto, que
reverbera más y más y va trasformando al cristiano en Cristo, cuya faz es la
imagen de luz de la gloria del Padre. Por eso se comprende que llegue un momento
en que «quien me ama será amado de mi Padre, y yo también le amaré, y me
manifestaré en él» (lo 14,21). Revelación que por contexto resulta evidente que
no se refiere a la escatológica del último día, sino a la revelación vital ahora
posible. Toda la carta primera de S. Juan habla de un conocimiento de amor que
según la mentalidad semítica es algo no meramente intelectual, sino total,
vital, una verdadera experiencia m. (Cfr. Mt 11,25-27; v. CONVERSIÓN II;
APARICIÓN II).
Según estos hallazgos tenemos que admitir que una experiencia suave
acompaña normalmente la vida cristiana. La siembra que se hizo en el bautismo la
desarrolla el cultivo fervoroso, «entusiasta». No es sólo conocer los actos
religiosos que pongo, la intencionalidad sincera de los mismos, y deducir de
allí una certeza acerca de su sobrenaturalidad. Es entrar real y directamente en
contacto con Dios, que allí se da y me llama, con Cristo viviente en mí, con su
Espíritu. Porque si en algún caso la presencia entre amigos comporta una
realidad existencial y viva (Dios óntica y amigablemente presente), una
experiencia y comunión espiritual con todas sus consecuencias, como quiere
Marcel, es en este caso. Experiencia, conciencia, seguridad, connaturalidad,
onticidad. Hasta llegar al éxtasis de luz y de amor en la noche, éxtasis en el
sentido noble de la palabra, de salir de mí, sobre mí, en una entrega oblativa y
relativamente plena. Sentimiento espiritual de presencia, de comunión.
Sentimiento que a veces puede ser de signo negativo, de ausencia inquietante,
como de lejanía, de silencio, de purificación (v. PURIFICACIONES DEL ALMA), que
sirve para aumentar la capacidad, y quees una manera disimulada de presencia y
de unión que se acrece en la noche.
Experiencia mística normal, en la contemplación, y en la acción. En rigor
contemplación no se opone a acción. Todo es acción, de formas distintas; en la
caridad sencillamente. Algo que se registrará exprofeso o se vivirá sin
conciencia refleja, que será más o menos, de signo más o menos activo o
contemplativo, de signo más o menos positivo o negativo. Algo accidental en todo
caso, que no es más que una repercusión del misterio, del estado de pasividad en
el sentido de entrega a Dios y de posesión de Dios que se padece, de
identificación y abandono a su voluntad. (Hay santos más activos: Vicente de
Paúl, Juan Bosco; otros más contemplativos: Juan de la Cruz; otros más síntesis:
Pablo, Raimundo Lulio, Francisco Javier, Teresa de Jesús, Carlos de Foucault;
todos místicos, según el formato psicológico, las circunstancias externas, y la
voluntad de Dios).
Prescindamos de experiencias místicas privilegiadas, en que el sentimiento
de presencia y de intercomunión es quemante, al menos en ocasiones. (S. Juan de
la Cruz distingue oportunamente entre la unión permanente en cuanto a lo
sustancial del alma, y la unión actuada y gustada intermitentemente: Cántico, 2
red., c. 26). Presencia vivísima e inefable por las potencias, en que el éxtasis
parece borrar todo límite temporal y espacial, en que el hombre se pierde en
Dios, sin dejar de ser él. Y prescindamos también de los hechos extraordinarios,
que como el rapto de S. Pablo (2 Cor 12,2-4) tanto han dado que hablar. Su caso
(conversión, etc.) y el de los profetas del A. T., igual que las teofanías (v.)
del mismo y del N. T., pertenecen a momentos claves de la historia de salvación.
Trascienden lo ordinario y normal.
3. Teología de la mística. Según lo dicho no hace falta añadir que la m.
es la misma perfección de la vida cristiana, que es el camino que lleva a la
visión y resurrección, a la unión consumada y abisal. La fe dinámicamente nos
lleva hasta aquella razón, siempre y eternamente en el amor. Los místicos son
los testigos de ese amor (1 lo 4,16...). Son, según Bergson, los que prolongan
con su experiencia m. la experiencia metafísica, llegando así a la experiencia
integral. Evidentemente, toda la m. (inicial, alta y normal, privilegiada,
extraordinaria) es algo infuso, es siempre efecto de una llamada, a la que
responde y en parte prepara nuestro pobre esfuerzo.
Porque se puede plantear el problema: ¿puede darse una experiencia mística
natural? Y hay que contestar: existencialmente no, porque toda experiencia de
Dios es de hecho, históricamente, si se da, salvadora, en orden a la vida
sobrenatural; es siempre «gracia». Y siempre será implícitamente dentro de la
Iglesia, aunque expresamente no se pertenezca a veces a ella. Hipotéticamente
podría darse: el espíritu humano puede conocerse directamente a sí mismo, pues
al reflexionar sobre sus actos, él puede llegar a su raíz, que es él mismo. Al
encontrarse consigo descubre que sujeto y objeto del conocer son lo mismo. La
presencia es inmediata, es interior a ella misma. Y en sí puede captar, al menos
negativamente, la necesidad del Ser personal, de ese Otro, que funde su finitud
y contingencia. Esa experiencia viva de su nada le revela al Todo, que está allí
realmente, del cual él mismo es imagen pobre pero verdadera. Descubriría esa
huella de Dios en él: en su apex mentis o scintilla animae, en su inteligencia,
en su libertad... como en un espejo. Esta posible explicación está luego en la
base de la m. sobrenatural; es ese mismo Dios el que aquí se revela, pero no
sólo como creador sino como Padre. La imagen de Dios en el hombre se hace vida
en su Verbo Encarnado, en su Hijo, por el Espíritu Santo. Los Padres explotaron
ampliamente esa teoría de la imagen que la filosofía platónica les ofrecía,
para, guiados por S. Juan y S. Pablo, es decir, por la misma revelación del
Espíritu, hacernos la teología de la semejanza vital con Dios en su Cristo. La
m. no es más que tomar conciencia, como sea, de esa realidad misteriosa y
sublime que se esconde en nosotros, que somos.
Teología de la m. no es más que la reflexión teológica sobre estos
problemas, el capítulo de la teología que les corresponde. Desde la Edad Media
se habló de teología mística en este sentido. Durante el s. XVII y XVIII se
elaboraron con esa nomenclatura grandes tratados escolásticos (José del Espíritu
Santo O.C.D.; Felipe de la Trinidad O.C.D.; T. Vallgornera O.P.; A. de Guadalupe
O.F.M.; M. de la Reguera S.J.; J. B. Scaramelli S.J.; etc.). Parece mejor decir
teología de la mística según dijimos antes, y lo usamos aquí.
V. t.: ASCÉTICA; VÍAS DE LA VIDA INTERIOR; PURIFICACIONES DEL ALMA; UNIÓN
CON DIOS; CONTEMPLACIÓN; ESPIRITUALIDAD, etc.
BIBL.: F. WULF, Mística, en Conceptos fundamentales de la Teología, 111, Madrid 1966, 94-107; A. FONCK, Mystique, en DTC X,2599-2674; J. GARCíA ARINTERO, Cuestiones místicas, 4 ed. Madrid 4956; íD, La evolución mística en el desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, 4 ed. Buenos Aires 1950; A. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, París-Tournai 1960; G. TRILS, Santidad cristiana, 5 ed. Salamanca 1968; A. GARDEIL, La structure de lame et 1'expérience mystique, 2 vol. París 1927; 1. MARECHAL, Études sur la psychologie des mystiques, 1, 2 ed. París 1938; 11, París 1937; A. STOLZ, Teología de la Mística, 2 ed. Madrid 1963; 1. DE GUIBERT, Theologia spiritualis ascética et mística, 4 ed. Roma 1952; B. JIMÉNEz DUQUE, Teología de la mística, Madrid 1963; VARIOS, Contemplation, en DSAM 11,16452193; L. REYPENS, Dieu (connaissance mystique), en DSAM III, 883-929; VARIOS, Divinisation, en DSAM 111,1370-1459; A. LÉONARD, Expérience spirituelle, en DSAM IV,2004-2026; VARIOS, Extase, en DSAM IV,2045-2189; 1. M. GRANERO, Experiencia de lo divino, «Mamesa» (1967) 285-308. Véase también la bibl. de ESPIRITUALIDAD.
B. JIMÉNEZ DUQUE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991