MIGRACIÓN II. DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA


Introducción. La Sociología (v. I) nos proporciona el análisis de las causas de los movimientos migratorios y aunque la razón más frecuente sea la de tipo económico, no debe olvidarse que, sobre todo en la actualidad, existe mucha emigración de origen político. Ello puede significar alguna diferencia en los problemas que al emigrante se le presentan pero, en general, independientemente de la causa que haya originado la emigración, ésta se produce cuando el individuo llega a la conclusión de que cambiar de residencia es el medio más adecuado que tiene a su disposición para mejorar sus condiciones de vida.
      Derecho a la emigración. Desde el punto de vista de la doctrina social de la Iglesia interesa delimitar el derecho a la emigración que el individuo pueda tener, y su posible extensión a su familia, las limitaciones que sobre tal derecho se puedan presentar, la situación del emigrado en la comunidad que le recibió y las obligaciones y derechos que puedan seguir existiendo entre el emigrante y la comunidad de origen. Sobre todos estos puntos existe una amplia doctrina. El derecho que el individuo tiene a la emigración es de orden natural y así lo define la enc. Pacem in terris (n. 25): «Ha de respetarse íntegramente también el derecho de cada hombre a conservar o cambiar su residencia dentro de los límites geográficos del país; más aún, es necesario que sea lícito, cuando lo aconsejen justos motivos, emigrar a otros países y fijar allí su domicilio. El hecho de pertenecer cómo ciudadano a una determinada comunidad política no impide, en modo alguno, ser miembro de la familia humana y ciudadano de la sociedad y convivencia universal, común a todos los hombres». Es, pues, bien claro de dónde procede el derecho; de ser miembro de la familia humana y de la ciudadanía universal. Ahora bien, este derecho pertenece también a la familia y en este sentido se expresa la enc. Mater et Magistra (n. 45), donde se enlaza este derecho con el de la formación de un patrimonio familiar.
      Sin embargo, al derecho de emigrar se le pueden establecer lícitamente limitaciones fundamentadas sobre el bien común. En este sentido se expresa la Pacem in terris (n. 106) cuando, tras insistir de nuevo en el derecho a la emigración a donde el individuo pueda atender mejor a sí mismo y a su familia, dice: «Por lo cual es un deber de las autoridades públicas admitir a los extranjeros que llegan y, en cuanto lo permita el verdadero bien de su comunidad, favorecer los propósitos de quienes pretenden incorporarse a ella como nuevos miembros». Estas limitaciones pueden ser desde la prohibición más absoluta a asentarse en determinadas áreas hasta la de no permitir la llegada más que a determinados profesionales, límites de edad, etc. También, en determinadas circunstancias, pueden establecerse limitaciones por parte de la comunidad de origen, ya que el derecho de emigración no puede ser causa para dejar de cumplir las obligaciones graves que el individuo tiene contraídas con ella. Fuera de estos casos justificados la obligación moral de las autoridades de ambas comunidades es clara: favorecer los propósitos de los que deseen emigrar.
      Obligaciones de las comunidades respecto al emigrante. Las formas para ello son diferentes, según se trate de la comunidad de origen o de la de recepción. La primera no puede desentenderse de los que la abandonaron, por motivos de solidaridad humana e, incluso, de justicia. Esta ayuda, independientemente de la que se presta a la familia que quedó en el país, se puede concretar en determinados acuerdos con las autoridades de la comunidad de recepción con el fin de que los emigrantes tengan asegurada la asistencia social, facilidades de transferencias de fondos, asistencia espiritual, escuelas, etc. No obstante, frente al emigrante, quizá sean mayores las obligaciones de la comunidad de recepción que las de la de origen. La razón es clara; el emigrante significa, para la primera, una fuerza adicional para el funcionamiento de los procesos productivos y, por tanto, creadores de riqueza, que ella no podía proporcionar (no se comprende la emigración a lugares donde no haya puestos de trabajo) y, como consecuencia, está obligada con respecto a ellos, en primer lugar, por un deber de justicia que, además, deberá ser completado por las exigencias de la caridad. Desde el punto de vista puramente económico, el emigrante es, para la comunidad de recepción, un buen negocio pero, ante todo, un ser humano con una dignidad hecha a imagen y semejanza de Dios. Por esta razón la comunidad receptora debe tener en cuenta que sus relaciones con el emigrado van mucho más allá de las que corresponden a las cuestiones laborales. Es evidente que el emigrado debe cumplir con las exigencias que la convivencia en la comunidad escogida lleva consigo (preceptos legales, costumbres) pero, es también evidente que, a su vez, dicha comunidad debe considerar a su nuevo miembro como sujeto de derechos en las mismas condiciones que cualquier otra persona. Dicho de otro modo, esto significa que la comunidad de recepción está obligada a no hacer discriminaciones con los inmigrantes. Tales discriminaciones son contrarias a la justicia conmutativa en tanto en cuanto se produzcan en las relaciones interindividuales y a la justicia distributiva en tanto en cuanto correspondan a las relaciones comunidad-individuo. Sin embargo, también el emigrado, como cualquier otro individuo, puede faltar a la justicia (en este caso a la justicia legal) si su actuación es contraria al bien común de la comunidad que le acogió.
      Al tratar específicamente lo correspondiente a los emigrantes puede leerse en la Const. Gaudium et spes (n. 66): «Con respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de otras regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o una provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros instrumentos de producción; deben ayudarles para que traigan junto a sí a sus familiares, se procuren un alojamiento decente y favorecer su incorporación a la vida social del país o de la región que los acoge». De forma más general, expone el mismo texto (n. 29): «...toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable-que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes». Estos derechos pertenecen a todos, incluso al emigrado político, como lo expone la Pacem in terris (n. 105) «...no está de másrecordar aquí a todos que los exiliados políticos poseen la dignidad propia de la persona y se les deben reconocer los derechos consiguientes, los cuales no han podido perder por haber sido privados de la ciudadanía en su nación respectiva». Los problemas de los emigrantes no son tan graves en los casos de m. interior y, sobre todo, admiten una más rápida solución por el hecho de seguir perteneciendo al mismo país.
      Ayuda al emigrante. Una ayuda muy importante que se puede prestar a los que están dispuestos a emigrar es la que se puede hacer a través de instituciones especializadas que puedan informar y orientar tanto al que lo solicita como, de una forma más general, a través de publicaciones y órganos de difusión, sobre los lugares y profesiones en los que el emigrante puede tener mayores posibilidades no sólo de éxito profesional, sino con respecto a las indispensables comodidades a proporcionar a su familia. Esta ayuda puede y debe prolongarse, mientras sea necesaria, después de realizada la emigración para ayudarle a integrarse en la comunidad de recepción. Es necesario que las comunidades de inmigración tengan muy presentes los deberes de hospitalidad «...deber de solidaridad humana y caridad cristiana, que incumbe tanto a las familias como a las organizaciones culturales de los países que acogen a los extranjeros. Es necesario multiplicar residencias que acojan, sobre todo, a los jóvenes. Esto, ante todo, para protegerlos contra la soledad, el sentimiento de abandono, la angustia, que destruyen todo resorte moral... Sobre todo, en fin, para ofrecerles, con el calor de una acogida fraterna, el ejemplo de una vida sana, la estima de la caridad cristiana auténtica y eficaz, el aprecio de los valores espirituales» (enc. Populorum progressio, n. 67).
     
     

BIBL.: V. la correspondiente al artículo CONSUMO II

 

V. YSERN DE ARCE

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991