Mentira
Considerada en su noción común, la m. designa la
falsedad, enunciada voluntariamente, en palabras o en otra expresión
equivalente. Sin embargo, la definición exacta de este pecado es una de las
tareas más delicadas de la reflexión teológica. Semejante dificultad en el
concepto y en la apreciación moral de la m. se debe a la complejidad de los
elementos que integran el uso de las palabras en la comunicación humana
Reflexión ética. La filosofía griega se planteó el tema de la m.: por un lado,
la m. es considerada como contraria al empleo natural, normal, de la palabra, es
decir, como un mal en sí; por otro lado, ciertas situaciones concretas parecen
exigir una atenuación en la condena universal de la falsedad. Platón insinúa más
de una vez la justificación de la m. provechosa en el contexto del «mito
educativo» (Republica II,382cd; III,389b; 414b-c; Politica, 304c-d; Leyes, II,663d;
664b...). Aristóteles contribuye de modo notable hacia un seguro progreso en la
elaboración doctrinal de esa tradición: «La falsedad es vil y censurable, la
veracidad es bella y laudable»: el carácter obligatorio de ésta se funda,
afirma, no en la utilidad individual o social que habría en decir la verdad, o
en el derecho estricto del interlocutor (en estos casos estaríamos en el dominio
de la justicia, que añade un título especial al deber de la veracidad), sino en
que el hombre verídico dice la verdad por puro amor a la verdad, así como el
mentiroso profiere falsedades porque está habituado a la falsedad (Ética a
Nicómaco, IV,13, 1127 a 28-30). Esa importancia dada a la intención lleva a
algunos comentaristas, antiguos (Aspasio, p. ej.) y modernos, a concluir que,
según Aristóteles, alguien puede decir una falsedad, sin merecer el estigma de
mentiroso, si el bien general o personal lo exige. Tal ofensa objetiva a la
verdad no constituiría un vicio, ya que el sujeto no está animado por el amor a
la falsedad, sino por el deseo de promover un bien legítimo (R. A. Gauthier y J.
Y. Jolif, L'Etique a Nicomaque, II, Lovaina-París 1959, 309-310). Semejante
distinción entre la falsedad objetiva y la intención que la inspira, buena o
mala, dominará toda la reflexión posterior sobre la m., así como las diferentes
posturas sobre el tema
Datos bíblicos. La S. E. proclama con insistencia la malicia de la m. Los textos
legislativos, a cuyas formas más antiguas remonta el octavo mandamiento del
decálogo (v.; cfr. Ex 20,16; Lev 19,11), los oráculos proféticos (Os 4,2; Ier
7,9; 9,2-7), amplias secciones sapienciales (Prv 6,17-19; 12,22; Sap I,11; Eccli
7,13-14; 23,7-20; 25,4; Ps 12,14), cte., condenan la m. en un contexto
histórico-doctrinal de lucha contra las injusticias, los perjurios y falsos
testimonios, particularmente en los tribunales. Junto a esta enseñanza
fundamental, el A. T. ofrece ciertos ejemplos de «inverdades» en los labios de
figuras venerables, tales como Abraham, Jacob (cfr. Gen 12,11-20; 20,1-17;
27,18-25). El N. T. manifestará en este tema la plenitud de la pedagogía divina,
exigiendo una veracidad absoluta y total, excluyendo toda señal de m. Tal
enseñanza se funda sobre el misterio mismo de la revelación de Dios en
Jesucristo, que atestigua y realiza la Verdad divina, la fidelidad de Dios a sus
promesas, siendo la «Verdad» misma (2 Cor 1,18-22; Iud 14,6). En oposición a
este misterio de Verdad que es el Ser divino y que resplandece en la Revelación
el diablo es calificado como fuente y «padre de la mentira» (Iud 8,44; 2 Cor
11,3; Apc 12,9; cfr. Gen 3,4; Sap 2,44). A partir de esa visión soteriológica,
que reconoce en Cristo la realización eminente de los valores humanos y la plena
realización de las prerrogativas divinas, el N. T. recomienda una estricta
veracidad, como consecuencia de la «nueva vida», «del revestimiento del hombre
nuevo» como característica del ser cristiano y de la solidaridad, que es signo
distintivode los miembros de Cristo (Mt 5,33-37; Col 3,9; Eph 4,25). Tradición
patrística. La enseñanza tradicional sobre la m. se presenta dividida en dos
etapas: la primera está señalada por cierta oscilación en lo que concierne a la
malicia intrínseca de la falsedad; se trata de los escritos de los primeros
siglos cristianos, entre los que destacan los testimonios de los Padres griegos;
el segundo periodo está dominado por la genial interpretación de S. Agustín, que
analiza los datos bíblicos y tradicionales, pondera las objeciones suscitadas
por algunos Padres y, sobre todo, por la complejidad de la misma vida. Sin duda,
desde la primera sistematización de Clemente de Alejandría (Stromata, 1. VII,
cap. 8: PG 9,471 ss.) que incluye la veracidad absoluta como un trazo necesario
del cristiano perfecto, esa afirmación de principio nunca es discutida. Sin
embargo, el propio Clemente, Orígenes y S. Juan Crisóstomo parecen menos
intransigentes en la aplicación de tal máxirna a los casos concretos. Su
influencia se prolonga en S. Hilario, S. Jerónimo y Casiano
Dudas semejantes (cfr. el clásico estudio de F. -Schidler, o. c. en bibl.)
estimularon la reflexión de S. Agustín, que aborda el tema en su escrito De
mendacio (a. 395), obra bastante difícil, donde las objeciones no son atenuadas
en forma alguna. Las conclusiones de este estudio son condensadas en una obra de
madurez, Contra mendacium (ca. 420), y resumidas en el Enchiridion (VII,22; las
tres obras se encuentran en PL 40). No nos detendremos en ciertos procesos
exégeticos del gran doctor que recurre a la alegoría para justificar
comportamientos de personajes bíblicos, al paso que la hermenéutica moderna, a
través del método histórico, aclara el progreso de la conciencia moral de que se
sirve pedagógicamente la divina Revelación. La contribución original y decisiva
de S. Agustín consiste en un doble dominio fundamental: la definición de la m. y
su apreciación moral. Toda la primera parte del De Mendacio está dedicada a la
naturaleza de la m.: «Mentir es tener en la mente una idea, y por palabras o
cualquier otra expresión enunciar lo contrario» (III,3). S. Agustín sitúa la
noción esencial en el desacuerdo voluntario entre la palabra y la convicción
interior, aunque algunos textos pongan de relieve la «intención de engañar»
(voluntas fallendi). Semejante intención es considerada como ya intrínsecamente
incluida en la afirmación voluntaria de una falsedad, aun en el caso que el
motivo de tal afirmación sea otro, hasta incluso el empeño de hacer bien o
evitar un mal al prójimo. Presente en las reflexiones del primer texto, esa
noción se evidencia en el Contra mendacium, donde S. Agustín distingue
nítidamente la acción, en su sentido objetivo, y la intención que no puede mudar
la cualidad moral de la acción cuando ésta es intrínsecamente mala (VII,18). En
esos pasajes se enseña con insistencia que la m. es siempre pecado, es un
desorden moral en sí misma; tal convicción y tal claridad consolidan una
doctrina seguida comúnmente por la teología católica, particularmente por los
grandes maestros medievales
Explicación teológica. S. Tomás realiza una feliz conjunción del pensamiento
agustiniano y del aristotélico, resultando una doctrina original y armoniosa,
más satisfactoria que cualquiera de sus fuentes históricas. De Aristóteles toma
los cuadros generales de su síntesis doctrinal, situando a la m. como un pecado
opuesto a la veracidad (v.), constituyendo una falsedad en las palabras, como la
hipocresía (v.) es una forma de falsedad en las acciones (cfr. Sum. Th. 2-2,
gll0 y III). Afinando con precisión la doctrina agustiniana, S. Tomás distingue
un triple elemento en la noción vulgar de la m.: primero, la falsedad de un
enunciado, es decir, desacuerdo de la palabra con su significación; después, la
voluntad de proferir tal falsedad; y, por último, la intención de engañar a
otro. El primer elemento constituye materialmente la m. Considerada en sí misma,
la discrepancia entre el pensamiento y su expresión, no es un fallo moral, ya
que puede ser consecuencia de un error involuntario. Por el contrario, en la
voluntad de enunciar lo que es falso se encuentra la razón formal de m., el
desorden fundamental que constituye la malicia moral específica. La propia
intención de engañar que de ella se desprende como consecuencia espontánea,
viene a reforzar y a dar a la m. toda su «perfección», haciendo de ella un
pecado acabado en su especie. Pero esa intención, como cualquier otra similar,
no se identifica esencialmente con la naturaleza de la m. En efecto, una mala
intención puede agravar la m., añadiéndole una nueva especie de pecado, una
injusticia, p. ej.; pero la intención de realizar un bien no podrá modificar su
malicia interna
Por tanto, a la luz de los principios de la ética aristotélica, S. Tomás
fundamenta de una manera rigurosa la afirmación tradicional garantizada
especialmente por S. Agustín; la m. es intrínsecamente mala, no pudiéndose
justificar en virtud de cualquier circunstancia que se le añade. Las palabras
son signos naturales de los pensamientos. Si se utilizan para significar lo que
no está en el pensamiento es ir contra la naturaleza de la comunicación humana,
lo que constituye un desorden personal con repercusión social. La buena marcha
de la sociedad exige, en efecto, que se evite tal abuso en el empleo del
lengúaje. Basándose en esa distinción fundamental entre la calificación moral
derivada del objeto, identificada con el objetivo mismo de la acción (finis
operis), y la calificación proveniente de la finalidad que le añade el sujeto (finis
operantis) pudo S. Tomás incorporar en su visión sintética la división
tripartita, ya entonces tradicional: mentira jocosa (para divertir o alegrar a
otro), oficiosa (provechosa, procurando ventajas para sí o para otro) y
perniciosa o dañosa (para causar daño). Esa clasificación es «accidental», pues
emana de una finalidad adventicia a la propia m. Sin embargo, el criterio para
valorar la gravedad del pecado es bien diferente. La m. dañosa además del
desorden que consiste en la oposición a la verdad incluye un pecado, más o menos
grave, contra la justicia (v.). Las ventajas eventuales (m. oficiosa) no
rehabilitan jamás a la m., pero pueden atenuarla si se trata de verdaderos
bienes para sí y para otro. La m. jocosa es susceptible de una apreciación moral
análoga, es decir, que el deseo de alegrar a otro puede ser un atenuante, si tal
regocijo es honesto e inofensivo
Manteniendo el carácter intrínsecamente malo o pecaminoso de la m. S. Tomás no
deja de destacar que «es lícito recurrir a un cierto disimulo para ocultar
prudentemente la verdad» (Sum. Th. 2-2, gll0 a3 ad4). La discreción (v.), y aún
más la justicia y la caridad, hasta pueden incluso exigir que se utilice la
palabra para guardar un secreto (v.)
Pero, ¿cómo «ocultar prudentemente la verdad» sin caer en la m. e inducir a otro
a error? L. Godefroy (o. c. en bibl.) enumera y critica diversas «teorías
imaginadas» para conciliar la doctrina tradicional con las exigencias de la vida
real. Esas teorías son eJ recurso a la restricción mental (v.), la ausencia del
derecho a la verdad en un interlocutor indiscreto, la licitud del la m. en
ciertos casos, el conflicto de los deberes que permitiría que la guarda de un
secreto predomine sobre la obligación de la veracidad. El estudio de esos
problemas se encuentra en losartículos veracidad (v.), verdad (v.), restricción
mental (v.) y secreto (v.). Manteniendo firmemente el carácter intrínsecamente
malo de la m., la moral cristiana recomienda una discreción lúcida y activa,
orientada y dirigida por la virtud de la prudencia (v.), lejos de todo
compromiso así como de toda ingenuidad inconveniente
V. t.: VERDAD; VERACIDAD; SINCERIDAD; HIPOCRESÍA; SECRETO
C. J. PINTO DE OLIVEIRA
BIBL.: L. GODEFROY, Mensonge, en DTC X,555-569; M. ECK, Mensonge et vérité, París 1965; J. SOUILHE, Note sur le probléme moral du mensonge et la pensée grecque, «Arch. de Phil.» 2 (1924) 57-73. Aspectos psicológicos y pedagógicos en J. M. SUTTER, Le mensonge chez 1'enlant, París 1958; M. FAUILLI, La menzogna, Florencia 1945; F. SCHINDLER, Die Lüge in der patristichen Literatur, Bonn 1922; A. VERMEERSCH, De mendatio, «Gregorianum», 1 (1920) 11-40; 425-474; M. LEDRUs, De mendatio, Roma 1945; 1. DERMINE, Nature et malice du mensonge, «Rev. dioc. de Tournai», 3 (1948) 39-135; M. BRUNEC, Mendacium, «Salesianum», 26 (1964) 608-682
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991