Matrimonio. Teología Sistemática
1. El matrimonio como institución natural. El m. es
una sociedad que se constituye por la unión marital del hombre y de la mujer,
contraída entre personas legítimas, y que lleva a mantener una íntima costumbre
de vida, permanente y monógama (cfr. Catecismo Romano, 11,8, n° 3)
El carácter de sociedad propio del m. como institución natural es uno de los
rasgos esenciales que lo constituyen; y, como toda sociedad, está dotado de
características y fines propios que lo configuran y especifican de tal manera
que, si éstos faltasen, dejaría de tener sentido hablar de semejante sociedad
Esas características esenciales son: la unión permanente entre un hombre y una
mujer ordenada a unos fines comunes: procreación y educación de los hijos en
primer lugar y, secundariamente, a la ayuda mutua y remedio de la
concupiscencia. Todo ello es consecuencia de un libre pacto por el que ambos
cónyuges hacen mutua donación del derecho sobre el propio cuerpo en orden a los
actos requeridos para procrear. Donde falten esos elementos esenciales no podrá
hablarse de verdadero m. (cfr. CIC can 1013,1)
Es posible distinguir así en el m., como institución natural, las relaciones
específicas que surgen entre marido y mujer (sociedad o comunidad conyugal), y
el pacto que da lugar al nacimiento de esas relaciones. El pacto o contrato es
propiamente causa del vínculo, de la unión, y recibe el nombre de m. in fieri,
reservándose para el vínculo la denominación de m. in facto esse; la esencia del
m. reside en el vínculo (cfr. S. Tomás, Sum. Th. Supl. q44 a2) que nace, pues,
al prestar los cónyuges el mutuo y libre consentimiento (v. vii, 2). Éste ha de
realizarse con unas características propias de tal forma que sólo así los actos
a los que se ordena serán moralmente lícitos
El m. como institución natural implica un convenio específico entre un hombre y
una mujer, que «lo hace totalmente diverso no sólo de los ayuntamientos animales
realizados por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni voluntad
deliberada alguna, sino también de aquellas inconstantes uniones de los hombres,
que carecen de todo vínculo verdadero y honesto de las voluntades y están
destituidas de todo derecho a la convivencia doméstica» (Pío XI, Enc. Casti
connubii, 31 dic. 1930: Denz.Sch. 3700). El m. se especifica, pues, por la
absoluta unidad del vínculo, contraído por libre voluntad, de modo indisoluble,
y ordenado a la procreación
De ahí, por tanto, que como institución natural pueda hablarse de verdadero m.
cuando concurren las características mencionadas y que se considere legítimo y
verdadero m. el contraído también entre infieles, siempre que se salven las
propiedades esenciales del mismo (cfr. Inocencio 111, Carta Quanto te magis, 1
mayo 1199: Denz.Sch. 769)
¿Cuándo y cómo ha sido instituido el m.? Dado que, como acabamos de decir, es de
institución natural, debemos examinar la naturaleza humana. Y ese análisis nos
lleva a descubrir dos rasgos: la sexualidad (v.) y la sociabilidad (v.). La
sexualidad, por la que la especie humana aparece escindida en hombre y mujer,
que muestran entre sí una mutua complementariedad con vistasprecisamente a la
propagación de la humanidad. La sociabilidad, que en lo que tiene de más
radical, ha de entenderse «como apertura esencialmente inherente de la persona
humana hacia los otros, y que existe, por tanto, en virtud de la misma
naturaleza» (A. del Portillo, Morale e Diritto, «Seminarium» 3, 1971, 734)
Las exigencias inherentes de la naturaleza de las cosas manifiestan su íntimo
ser, y el fundamento último de esa constitución y finalidad hay que buscarlo en
Dios, autor de todo el orden creado. El mismo carácter de sociedad que el m.
tiene no es sino una consecuencia particular y concreta de esa apertura de" la
persona (v.) humana hacia los otros. Por eso, en la Revelación hay una plena
confirmación de lo que, en este caso, el hombre puede conocer sirviéndose de su
inteligencia: «Dios dijo entonces: No está bien que el hombre esté solo,
hagámosle una compañera semejante a él» (Gen 2,18). El orden inherente a la
naturaleza creada, sociabilidad, libertad, etc., no es algo que en ella se
agote, sino que presupone siempre la ordenación a Dios, pues toda Creación está
ordenada a ÉI y por Él
Lal normas propias constitutivas de la institución matrimonial y, por tanto, su
origen, como el de todo el orden natural, sólo cabe encontrarlo en Dios (V. LEY
VII, l). Toda concepción positivista a este respecto es arena movediza, por
carecer del fundamento apropiado: sería un contrasentido establecer unos
principios primeros (origen del m. en usos sociales, consecuencia del
evolucionalismo, etc.), haciendo violencia a la realidad previa de la condición
de criatura propia del hombre (exigencias naturales dimanantes de su estructura
ontológica y, por tanto, del orden querido por Dios). Incluso desde un punto de
vista histórico, primero es el hombre y, en función de él, la familia y la
sociedad
Las fuentes de la Revelación nos lo enseñan claramente: «Creó Dios al hombre a
imagen suya, a imagen de Dios lo creó varón y mujer; y los bendijo Dios
diciéndoles: Procread y multiplicaos y llenad la tierra» (Gen 1,27-28). Esta
misma verdad es la que Cristo recuerda a sus oyentes: «¿No habéis leído cómo el
que creó al hombre en el principio lo hizo varón y mujer? y dijo: por ello el
hombre dejará al padre y a la madre, y se unirá a su mujer; y los dos serán uno
en la misma carne» (Mt 19,4-6). Y el Magisterio de la Iglesia confirma esta
verdad perenne: «Quede asentado, ante todo, como fundamento inconmovible e
inviolable que el matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los
hombres, sino por obra de Dios» (Pío XI, Enc. Casti connubii: Denz.Sch. 3700)
Pero el origen divino y la naturaleza de la institución respetan -no podía ser
menos- la condición del ser humano: su libertad. El contrato matrimonial surge
en tanto en cuanto se da un encuentro de dos libres voluntades, la de los
cónyuges, que pueden o no acceder al contrato (v.) hasta el punto de que su
libre consentimiento por nada ni nadie cabe suplirlo. Y, a la inversa, la
libertad (v.) humana debe respetar la naturaleza propia de la institución, sus
normas constitutivas que provienen de Dios; los elementos esenciales del
contrato, aunque asumidos libremente por el hombre, quedan sustraídos a su
arbitrio, como igualmente lo están cualesquiera normas fundadas en el Derecho
natural (v.). «Aun cuando el matrimonio sea por naturaleza de institución
divina, también la voluntad humana tiene en él su parte y por cierto nobilísima.
Porque cada matrimonio particular, en cuanto es unión conyugal entre un hombre
determinado y una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiénto
de uno y de otro esposo... Esta libertad, sin embargo, sólo tiene por fin que
conste si los contrayentes quieran o no contraer matrimonio y con esta persona
precisamente; -pero la naturaleza del matrimonio está totalmente sustraída a la
libertad del hombre, de suerte que, una vez se ha contraído, está el hombre
sujeto a sus leyes divinas y a sus propiedades esenciales» (ib.)
2. El matrimonio como Sacramento. La institución
natural ha sido elevada por Cristo a la dignidad de sacramento (v.), sin que sus
elementos básicos se modifiquen; antes de Cristo, la unión conyugal no tenía esa
preeminencia porque en el A. T. no existían verdaderos sacramentos (cfr. Conc.
de Trento, ses. VII, can. 2: Denz. Sch. 1602). «Cristo Señor elevó el matrimonio
a la dignidad de Sacramento, y juntamente hizo que los cónyuges, protegidos y
defendidos por la gracia celestial que los méritos de Él produjeron, alcanzasen
la santidad en el mismo matrimonio» (León XIII, Enc. Arcanum, 10 feb. 1880:
Denz.Sch. 3142). Permanecen, pues, intactos los principios esenciales que
convienen al m. como institución natural, pero el carácter sacramental del m.
cristiano eleva, en virtud de la gracia, la misma institución confiriendo a los
esposos esa ayuda sobrenatural en orden a la santidad dentro de su nuevo estado.
El sacramento del m. «está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en
él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia
especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo» (J. Escrivá de
Balaguer, Conversaciones, n° 91)
Todo cuanto integra el m. se encuentra como radicalmente potenciado por la
gracia, que perfecciona el amor natural entre los esposos, confirma su
indisoluble unidad y los santifica (cfr. Casti connubii: Denz.Sch. 3713). Por
voluntad de Cristo, el mismo consentimiento conyugal entre los fieles ha sido
constituido signo de la gracia y de ahí que «la razón de sacramento se une tan
íntimamente con el matrimonio, que no puede darse matrimonio verdadero alguno
entre bautizados sin que sea, por el mero hecho, sacramento» (Pío XI, ib.; cfr.
León XIII, Enc. Arcanum: Denz.Sch. 3145; CIC can. 1012,2)
El m. cristiano es «sacramentum magnum» (Eph 5,32), por los efectos y exigencias
sobrenaturales que entraña, y por significar de modo particular la perfectísima
e indisoluble unión entre Cristo y su Iglesia (cfr. Conc. de Florencia, Decr.
Pro armeniis, 22 nov. 1439: Denz.Sch. 1327). Por eso, si un bautizado se casara
excluyendo el sacramento, es decir, contrajese solamente el llamado m. civil,
tal unión no sería sino un concubinato (v.). De ahí que la Iglesia haya
reprobado siempre, entre los bautizados, ese tipo de unión: «Ningún católico
ignora o puede ignorar que el matrimonio es verdadera y propiamente uno de los
siete sacramentos de la ley evangélica, instituido por Cristo Señor y que, por
tanto..., cualquier otra unión de hombre y mujer entre cristianos, fuera del
sacramento, sea cualquiera la ley, aun la civil, en cuya virtud está hecha, no
es otra cosa que torpe y pernicioso concubinato...; y, por tanto, el sacramento
no puede separarse nunca del contrato conyugal» (Pío IX, Aloc. Acerbissimum, 27
sept. 1852: Denz.Sch. 1640; cfr. Pío IX, Syllabus, 8 dic. 1864: Denz.Sch. 2973)
Sin embargo, donde está vigente el m. civil obligatorio (v. viiI), los
bautizados pueden celebrarlo, sabiendo que no hacen otra cosa sino cumplir una
ceremonia puramente legal, de orden civil. Deben recibir antes el sacramento,
por el que contraen el m.; si por imposibilidadde hacerlo de otro modo,
celebraran antes la ceremonia civil, no pueden cohabitar hasta que contraigan m.
por la Iglesia, porque, evidentemente, hasta ese momento no son verdaderos
cónyuges (cfr. Instrucción de la S. Penitenciaría, 15 en. 1866)
Como en todo sacramento, hay un ministro, una materia y una forma. En el del m.,
son ministros los propios contrayentes; la presencia del párroco, del Ordinario
del lugar, u otro sacerdote con la debida delegación, es requisito para la
validez del m. fuera de casos muy excepcionales: peligro de muerte, etc... (cfr.
CIC can. 1094 y 1098), pero esa presencia se requiere no a título de ministro de
este sacramento, sino de testigo particularmente cualificado en orden a impartir
la bendición nupcial, que es sólo un sacramental y en modo alguno confiere el
sacramento (cfr. Pío IX, Syllabus: Denz.Sch. 2966). No hay un acuerdo entre los
teólogos en determinar con exactitud qué deba considerarse como materia y forma
del m. Sin entrar en discusiones, puede afirmarse que la materia afecta al
objeto sobre el que recae el contrato: el derecho mutuo sobre los cuerpos de los
contrayentes en orden, precisamente, a la procreación. La forma es el mismo
consentimiento por el que se expresa la aceptación de ese derecho mutuo; de
ordinario el consentimiento debe manifestarse verbalmente y en presencia física,
aunque puede hacerse de otro modo si existiera alguna imposibilidad excusante
(v. vii, 2)
3. Fines del matrimonio. Los fines del m.
establecidos por la ley natural son: el primario, la procreación y educación de
los hijos; y el secundario, la ayuda mutua. Los datos de la Revelación son
explícitos respecto a ese principio de orden natural y permiten delimitar con
claridad esos fines igualmente naturales (v. ii y iii, l)
Así, en el Génesis, después de narrar la creación del hombre y de la mujer, se
manifiesta la finalidad propia de esa diversidad de sexos. Bendijo Dios al
hombre y a la mujer y dijo: «Creced y multiplicaos y llenad la tierra» (Gen
1,28). Junto al fin primario el mismo texto incluye una referencia concreta a la
ayuda mutua: «No está bien que el hombre esté solo; hagámosle una compañera
semejante a él» (Gen 2,18)
Después del pecado (v.) original, la naturaleza humana ha quedado herida, de
modo que las pasiones inferiores no se sujetan a la razón; de ahí la fuerza que
la concupiscencia (v.) tiene en la vida humana, y la necesidad de que el hombre
luche para dominar sus pasiones y ordenarlas éticamente con la ayuda divina (v.
LUCHA ASCÉTICA). El m. como constitución implica una comunidad de vida en la que
la sexualidad debe ser vivida ordenadamente orientada hacia los bienes del m.,
los hijos y el amor, y en este sentido el m. exige también luchar para remediar
la concupiscencia. En los cristianos, además, el sacramento, que sana las
heridas del pecado, les da la gracia, de modo tal, que no sólo puedan vivir
moralmente su estado, sino santificarlo, convirtiéndolo en camino de santidad (cfr.
1 Cor 7,1-7; 29-31; Catecismo Romano, 11, cap. 8, n° 13-14). Como resumen
podemos citar (v. vii, 2) la ley eclesiástica (CIC, can. 1013,1) que sanciona
los fines del m. «El fin primario es la procreación y educación de la prole; el
secundario la ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia»
a. Procreación y educación de los hijos. La prole es fin natural de la unión
entre los esposos, cuando éstos son aptos para la generación y no se actúa
contra la naturaleza: es decir, el acto matrimonial tiende esencialmente a la
creación de nuevas vidas. Cuando de una institución se sigue un fin como término
propio y naturalMATRIMONIO IVde ella misma, por fuerza ese fin debe estar en la
intención primera y principal del autor de esa institución, pues «el fin de cada
uno de los seres es el intentado por su primer autor» (S. Tomás, Contra gentes,
I,1)
Es esto lo que manifiesta la Escritura: el «creced y multiplicaos» expresa el
fin inmediato y principal querido por Dios al instituir el m. Pensar en un fin
primario diverso de ése equivaldría a contradecir no sólo el dato revelado, sino
lo que la misma lógica humana comprueba que es el término natural -procreación-
al que mira de modo directo el m
Y donde existe un fin principal, es necesario que todas aquellas cosas que miran
a ese fin vengan medidas y determinadas por él (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1-2 8102
al). Por eso, siendo la procreación y educación de los hijos fin primario, es
lógico que sea éste el que dé coherencia y unidad a la sociedad conyugal; su
consecuencia inmediata es que toda la vida conyugal debe estar íntegramente
ordenada al fin primario. No sólo el ius in corpus, es decir, el derecho a
verificar los actos necesarios para la generación, sino también la misma
comunidad de vida entre los esposos, la ayuda mutua que en ella encuentran, y el
remedio de la concupiscencia
Esa clara primacía de la procreación sobre los fines secundarios ha sido
recordada diversas veces por el Magisterio. Así, p. ej., Pío XI en el Motu
proprio «Qua cura», 8 dic. 1938: AA'S 30 (1938) 410, dice que: «el matrimonio
cristiano tiende no sólo a la unidad espiritual y al bien temporal, sino sobre
todo está por Dios ordenado a la procreación, para que el género humano crezca y
llene la tierra según el mandato divino». Es la misma doctrina recogida,
precedentemente, en la Enc. Casti connubii
En los últimos años han aparecido diversas teorías que, con matices variados,
tienen un sustrato común y se oponen a la doctrina revelada y a la enseñanza
tradicional de la Iglesia. En la opinión de algunos autores, el fin procreativo
debe dejarse en un segundo plano, porque sería necesario revalorizar la comunión
de los esposos en el amor, como expresión y enriquecimiento de la propia
personalidad; a través de la unión personal se alcanzaría el recíproco
perfeccionamiento de los cónyuges, sería éste el sentido auténtico de la vida
matrimonial, y vendría así colocado en el centro de ella como fin primario
Cabe pensar que quizá se haya intentado de este modo «rescatar» los fines
secundarios del m., por estimar que la doctrina de la Iglesia los tuviese en la
penumbra o que, por su subordinación al fin primario, impidieran la propia
perfección de los esposos. Nada más ajeno a la realidad porque subordinar algo a
lo que es su fin principal, no sólo no supone rebajarlo sino, justamente, todo
lo contrario, pues la bondad y perfección de un fin que no se agota, por
naturaleza, en sí mismo, sólo puede darse cuando se tiende a él no como término,
sino como medio respecto al fin principal; lo contrario sería un desorden. No
tiene sentido hablar de perfeccionamiento recíproco de los esposos si se evade
su ordenación esencial al fin primario en razón del cual precisamente los fines
secundarios alcanzan también su perfección. Y esto es evidente ya que, sin
buscar la voluntad de Dios que ha querido como fin primario la procreación y
educación de los hijos, no hay perfección posible dentro del m
Por lo demás, la doctrina de la Iglesia nunca ha dejado en un segundo plano la
importancia de los finessecundarios, sino que les ha dado toda la relevancia que
les corresponde. Pío XII, en un discurso al Tribunal de la Rota romana, insistía
en la necesidad de no actuar «como si el fin secundario no existiera, o por lo
menos como si no fuera un finis operis establecido por el mismo Ordenador de la
naturaleza»; pero no se puede considerar el «fin secundario como igualmente
principal, desvinculándolo de su esencial subordinación al fin primario, lo que
por necesidad lógica llevaría a funestas consecuencias» (Pío XII, Alocución a
los Prelados auditores: AAS 33, 1941, 425). Por eso, un Decreto de Santo Oficio,
en 1 abr. 1944, rechazaba la tesis de algunos autores que «niegan que el fin
primario del matrimonio sea la generación y educación de la prole, o enseñan que
los fines secundarios no están esencialmente subordinados al primario, sino que
son igualmente principales e independientes» (AAS 36, 1944, 103)
Años más tarde, se salía de nuevo al paso para declarar que el perfeccionamiento
de los cónyuges no es el fin primero y principal: «El matrimonio como
institución natural, en virtud de la voluntad del Creador, no tiene como fin
primario e íntimo el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la
procreación y la educación de la nueva vida. Los demás fines, aun cuando estén
comprendidos en la naturaleza, no se encuentran en el mismo grado que el
primero, ni mucho menos le son superiores, sino que le quedan esencialmente
subordinados. Esto es válido para todo matrimonio, aunque sea estéril; como en
la vista, todo ojo está destinado a ver y formado para lo mismo, aunque en casos
anormales, por especiales condiciones internas y externas, no sea capaz de
llegar a la perfección visual» (Pío XII, alocución, 29 oct. 1951: AAS 43, 1951,
844 ss.)
La educación de la prole está en el mismo rango formando una unidad con el fin
generativo porque «insuficientemente, en verdad, hubiera Dios sapientísimo
provisto a los hijos y, consiguientemente, a todo el género humano, si a
quientes dio potestad y derecho de engendrar no les hubiera también atribuido el
derecho y deber de educar» (Casti connubii: Denz. 2230)
b. La ayuda mutua. Fundamentalmente se refiere a compartir los cuidados, afanes
y trabajos de sacar adelante una familia (v.) y un hogar, según lo específico de
cada uno de los esposos, de tal modo que, dándose un auxilio recíproco, se
extienda a un fin superior para que «adelanten cada día más y más en las
virtudes y crezcan sobre todo en la verdadera caridad para con Dios y con el
prójimo» (Casti connubii: Denz.Sch. 3707)
En la vida real el contenido de esa ayuda mutua, aparte de las obligaciones
precisadas en el Derecho de la Iglesia (comunidad de lecho, mesa y habitación;
cfr. CIC can. 1128), comprende también innumerables detalles que no pueden
encasillarse en una estricta enumeración de derechos y obligaciones subjetivas y
que han de ser, más bien, fruto del verdadero amor entre marido y mujer
Hay quienes restringen también la ayuda mutua a la exclusiva perfección y
complemento de los esposos que se alcanzaría en el acto conyugal, como efecto
físico directo de éste. Y así, en lugar de ayuda recíproca, se habla de mutuo
complemento y se pone como fin primario y radical, pretendiendo erróneamente que
la sexualidad sea una inclinación entre personas de distinto sexo para
complementarse recíprocamente en el acto generativo. Opinión insostenible porque
olvida la ordenación objetiva entre el fin principal y los otros fines. Además
es obvio que por naturaleza el acto conyugal tiende como fin principal a la
procreación, no a lo que se ha llamado mutuo complemento, pues el efecto directo
de la unión conyugal mira a poner los requisitos necesarios para que pueda tener
lugar la generación; y por tanto, la sexualidad -en el orden establecido por
Dios- tiende de modo inmediato y principal a la unión de los esposos como
principio de la prole
Por otra parte, es también manifiesto que la verdadera perfección y plenitud
personal no está vinculada a la unión sexual; de lo contrario, sólo en el m.
sería posible alcanzar aquella plenitud, lo que está en radical desacuerdo con
toda la doctrina revelada, cuando el Señor afirma, p. ej., la superioridad sobre
el m. de la virginidad propter regnum caelorum (cfr. Mt 19,12; Conc. de Trento,
ses. XXIV, can. 10: Denz.Sch. 1810; Pío XII, Aloc. 15 sept. 1952; Denz. 2341; íd.
Enc. Sacra virginitas, 25 mar. 1954: AAS 46, 1954)
La plenitud verdadera en la que todos somos llamados por Dios y por tanto
también las personas que viven en el estado matrimonial no se alcanza sino con
medios sobrenaturales y adecuando la conducta de las acciones al fin último del
hombre. De ahí que sólo pueda hablarse de un acto bueno, capaz de perfeccionar
al hombre, en tanto en cuanto esté subordinado a los restantes fines
intermedios. En otras palabras: los esposos se perfeccionan verdaderamente si,
junto a los medios sobrenaturales, respetan el fin principal del m., porque sólo
entonces, al permanecer rectamente ordenados los fines secundarios, se mantiene
la bondad que les es propia. En última instancia, si es dado hablar de
perfeccionamiento de los esposos por el acto conyugal, lo será en la medida en
que busquen el fin principal a que este último se ordena, es decir, en que
lleven a cabo algo querido y dispuesto por Dios y, por tanto, algo bueno
Esta misma doctrina ha sido recogida en el Conc. Vaticano II cuando afirma que
«por su índole natural, la propia institución del matrimonio y el amor conyugal
están ordenados a la procreación y a la educación de la prole, con la que se
ciñen como su corona propia» (Const. Gaudium et spes, 48; cfr. ib. 50 y Const.
Lumen gentium, 11)
c. Remedio de la concupiscencia. Por propia experiencia, toda persona conoce el
principio de desorden en ella latente -el fomes peccati- consecuencia del pecado
(v.) original. Ese principio se manifiesta en la dificultad que el hombre tiene
para conducirse en sus actos de acuerdo con el dictado de la recta razón, es
decir, de dirigirse al bien verdadero -no aquel que sólo lo es bajo un
determinado aspecto-, y que está ordenado, por tanto, al fin último
La tendencia sexual, después del pecado original -como los otros aspectos de los
apetitos inferiores-, puede desviarse del recto fin que la razón señala,
dirigiéndose a un bien que, en rigor, no cabe calificar de tal, en cuanto que
aparta al hombre de su ordenación al fin último. De ahí que el recto orden de la
tendencia sexual deba ser encauzado en función del fin que le es propio y en
razón del cual Dios la ha puesto en la naturaleza humana
Antes del pecado original es claro que los primeros padres hubiesen tendido a la
unión conyugal, al margen del remedium concupiscentiae, y hubieran buscado el
bonum prolis (cfr. S. Tomás, Sum. Th. Supl. q42 a2 c), sin que la tendencia
sexual pudiera ser ocasión de pecado. Después del pecado original, sin embargo,
esa tendencia -ordenada por naturaleza a la procreación- puede desviarse de su
verdadero fin y dirigirse exclusivamente ala consecución del placer sensible.
Por eso, Dios al instituir el m. dispuso un cauce para que el ejercicio de la
vida sexual pudiera ser ordenada con rectitud y el acto conyugal se ejerciese
honestamente en función de un bien superior. El m. no es pues, en modo alguno,
una permisión de laxitud moral, sino un camino divino de santidad en el que se
santifican los diversos deberes que implica, la vida sexual incluida. Esta,
pues, ha de ser rectamente ordenada, para lo cual es preciso que «el acto al que
exteriormente inclina, carezca de torpeza. Y esto se realiza por los bienes del
matrimonio que hacen honesta la concupiscencia de la carne» (S. Tomás, ib. a3
ad4). El acto que, por naturaleza, ' es principio de la generación sólo podrá
ser verdadero remedio de la concupiscencia (v.), y no excitante de ésta, si se
realiza según el orden divino: es decir, dentro del m. y sin impedir el fin
último al que debe subordinarse. Como resumen de toda esta doctrina, valgan las
palabras de la Enc. Casti connubii: «Hay, efectivamente, tanto en el matrimonio
como en el uso del derecho conyugal, otros fines secundarios, como son, el mutuo
auxilio, y el fomento del mutuo amor y la mitigación de la concupiscencia, cuya
prosecución en modo alguno está negada a los esposos, siempre que quede a salvo
la naturaleza intrínseca del acto conyugal y, por tanto, su debida ordenación al
fin primario» (Denz.Sch. 3718)
En cierta correspondencia a los fines y propiedades del m., se habla de bienes
del matrimonio (v. v, 4); el primero en utilizar esta expresión fue S. Agustín
(v. iII, 1) y posteriormente esa terminología se hizo tradicional: bonum prolis,
referido al derecho mutuo y perpetuo a engendrar hijos y a educarlos
cristianamente; bonum fidei que mira a la exclusión de otras uniones fuera del
vínculo conyugal, y bonum sacramenti, por lo que respetaa al carácter
sacramental del m. y a la indisolubilidad perpetua del vínculo (cfr. Conc, de
Florencia, Decr. Pro armeniis)
4. Propiedades esenciales de todo matrimonio. Se ha
hecho una sucinta referencia a ellas a propósito del m. como institución
natural; pero por su primordial importancia merecen una consideración más
detenida:a. Unidad del matrimonio. Claramente expresada en las palabras del
Génesis «serán los dos una sola carne» (Gen 2,24), viene exigida por la misma
naturaleza y finalidad de la unión; ésta se vería destruida si se extendiera a
otras personas, al mismo tiempo o de modo sucesivo, pero permaneciendo aún la
primera unión. Toda forma poligámica afecta a la unidad, aunque de modo diverso.
Así la poliandria (unión de una mujer con varios hombres) torna incierta la
paternidad y con razón fue considerada, aun en el mundo pagano, como una
profunda perversión moral. La poliginia (varias mujeres unidas a un solo hombre)
impide la plena reciprocidad de la entrega y la dignidad de la mujer queda
malparada (v. V y IX)
b. Indisolubilidad del vínculo. Atendiendo al consentimiento de los contrayentes
se habla de indisolubilidad intrínseca, que comporta la absoluta inmutabilidad
del consentimiento (v. VII, 2) y, por tanto, del vínculo matrimonial: sólo la
muerte de uno de los esposos desliga de esa vinculación (cfr. Rom 7,2-3). La
indisolubilidad intrínseca que tiene sus raíces en el Derecho divinonatural se
manifestó también por Ley divino-positiva cuando Dios creó a nuestros primeros
padres: «Esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne... Por esto el hombre
abandonará al padre y a la madre, se unirá a su mujer, y serán dos en una sola
carne» (Gen 2,23-24)
Esta ordenación divina respecto a la indisolubilidad se ve confirmada por las
palabras de Cristo, cuando corrige la desviación en que habían incurrido los
fariseos: «Lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19,6) pues «por la
dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero
al principio no fue así. Y yo os digo que quien repudia a su mujer, salvo caso
de fornicación, y se casa con otra, adultera» (Mt 19, 8-9). Idéntica doctrina se
encuentra en otros lugares de la S. E. (Mt 5,31-32; Me 10,11-12; 1 Cor 7,10-11;
Eph 5-31). El término fornicación ha sido interpretado por muchos exegetas como
referido a una unión ilegítima -concubinato- que, por sí mismo, pide la
disolución al no ser verdadero m.; aunque también se han dado otras
interpretaciones, todos los exegetas coinciden en la firmeza de la
indisolubilidad sin ver excepción alguna a ella en las palabras de Cristo (v.
11, 2)
Tal indisolubilidad afecta a todo m. válidamente contraído y, por tanto, también
al de los infieles; de ahí que el Magisterio de la Iglesia, fiel a la verdad
revelada e intérprete auténtico de la ley natural (V. LEY VII, 1), haya
declarado que las «palabras de Cristo `todo el que repudia a su mujer y se casa
con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada por su marido,
comete adulterio' (Lc 16,18), miran a cualquier matrimonio, aun el sólo natural
y legítimo; pues a todo matrimonio le conviene aquella indisolubilidad por la
que queda totalmente sustraído, en lo que se refiere a la indisolubilidad del
vínculo, al capricho de las partes y a toda potestad secular» (Casti connubii:
Denz.Sch. 3724)
Muy diversas razones en perfecta conformidad con la doctrina revelada explican
cómo la indisolubilidad matrimonial es, precisamente, lo más conveniente a la
naturaleza de esta institución. Los fines del m. manifiestan la íntima
conveniencia de la indisolubilidad: aquéllos no podrían alcanzarse del modo
requerido por la misma naturaleza, si la institución careciera de estabilidad
permanente. La justicia quedaría lesionada al impedir los fines para los que
marido y mujer se dan el mutuo consentimiento y el mutuo derecho. Baste pensar
en la lesión grave que reporta la disolución del vínculo, no sólo a los propios
cónyuges, sino al cuidado y educación de los hijos.
Por lo que mira a los cónyuges no cabe, efectivamente, un amor mutuo y pleno si,
de alguna manera, se pone en entredicho su estabilidad. El verdadero amor (v.)
excluye todo carácter provisional, cualquier tipo de reserva, que vendrían a ser
ya fermentos de corrupción y de infidelidad. Se harían igualmente imposibles la
ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia, dentro del orden querido por
Dios. Observando este orden «será más fiel el amor de uno hacia el otro, al
reconocerse unidos indisolublemente... y también se quitan las ocasiones de
adulterio que se darían si el varón pudiese repudiar a la mujer, o viceversa,
pues se abriría el camino fácil de solicitar otras uniones matrimoniales» (S.
Tomás, Contra gentes, III, cap. 123)
Por lo que al cuidado y educación de los hijos respecta (V. PADRES, DEBERES DE
LOS), se precisa una acción conjunta de los padres -no impedida
voluntariamente-, para alcanzar lo que es un deber de justicia hacia la prole.
«Por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la
prole pertenece ante todo a quienes por la generación empezaron la obra de la
naturaleza y absolutamente se les prohibe que, después de empezada, la expongan
a una ruina segura, dejándola sin acabar. Por eso, en el matrimonio se proveyó
delmejor modo posible a esta tan necesaria educación de los hijos, pues en él,
por estar los padres unidos con vínculo indisoluble, siempre está a mano la
cooperación y mutua ayuda de uno y otro» (Casti connubii: Denz. 2230). No en
balde las legislaciones civiles donde se admite el divorcio tropiezan en este
punto con un obstáculo insalvable
Finalmente, el mismo bien común -no ya de la familia, sino de toda la sociedad-
viene protegido con la permanencia del vínculo conyugal. Siendo la familia (v.)
célula viva del cuerpo social, es evidente que si se introduce un principio de
división en la unidad celular más simple, todo el organismo resultará
necesariamente enfermo. Hay, pues, una lógica exigencia de indisolubilidad por
parte del bien común (v.), que las mismas leyes humanas no deberían olvidar
porque, «constituyéndose la ley para el bien común, es menester que lo referente
a la generación, más que otra cosa, sea regulado por leyes divinas y humanas.
Las leyes vigentes, si son humanas, es obligado que procedan de principios
naturales, lo mismo que toda invención humana en las ciencias demostrativas
tiene su origen en los principios naturales conocidos. Si son divinas, no sólo
explican el instinto de la naturaleza, sino que incluso suplen su falta.
Habiendo, pues, natural instinto en la especie para que la unión del varón con
la mujer sea indivisible y de uno con una, fue menester ordenarlo con ley
humana» (S. Tomás, Contra gentes, III, cap. 123)
Esos tres aspectos, bien de los hijos, de los esposos y de la sociedad, en
íntima conveniencia con el carácter indisoluble del m., se recordaron en el Conc.
Vaticano II: el vínculo firme del m. «en atención al bien de los esposos, de los
hijos y de la sociedad, no depende dé la voluntad humana... Su importancia es
muy grande para la continuación del género humano, para el bienestar personal de
cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, paz y
prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana, por ser una
donación mutua de dos personas, y por el bien de los hijos; esta íntima unión
exige la plena fidelidad de los esposos e impone su indisoluble unidad» (Const.
Gaudium et spes, 48)
Además de los motivos expuestos, numerosos teólogos resaltan, con ligeras
variantes, un aspecto importante que ayudaría a explicar también la
indisolubilidad intrínseca absoluta de todo m.: la significación que tiene,
referida a la unión indisoluble entre la naturaleza humana y divina del Verbo
Encarnado. Este aspecto requiere un estudio profundo, aún no del todo realizado,
pero no faltan textos del Magisterio que den pie para pensar así; p. ej., las
palabras de la Enc. Arcanum que hablan del m. como «quaedam Incarnationis Verbi
Dei adumbratio», es decir, como un cierto esbozo de la Encarnación del Verbo
divino. Tal significación le convendría al m. desde el primer momento de su
institución y, por ello, afectaría igualmente al contraído entre infieles,
explicando a la vez ese cierto matiz sagrado que muchos atribuyen a todo m.
legítimo. Esta faceta, en vías de una mayor profundización teológica como se ha
apuntado, hay que distinguirla netamente del carácter sagrado que de un modo
propio y específico conviene al m. como sacramento, en virtud de la gracia; y de
su clara significación del vínculo firme, santo e indisoluble entre Cristo y su
Iglesia, según consta en la S. E. (cfr. Eph 5,25 ss.). Aquí, el campo de la
especulación teológica se apoya directamente en un dato revelado que no deja
lugar a dudas y que tanto los Padres de la Iglesia como la - Venseñanza del
Magisterio han recogido y expuesto de modo unánime
La indisolubilidad intrínseca, pues, afecta por ley divino-natural y
divino-positiva (V. LEY VII) a cualquier m. y son múltiples las razones, según
se ha visto, que la explican y fundamentan. Común a todo m., esa indisolubilidad
adquiere una peculiar firmeza en razón del sacramento (cfr. CIC can. 1013,2).
Siendo el m. indisoluble intrínsecamente, es decir, naciendo de una voluntad que
se determina irrevocablemente, no puede desaparecer el vínculo más que por
muerte de uno de los contrayentes. Esta indisolubilidad es también extrínseca,
es decir, que ninguna autoridad puede disolverlo. Hay, sin embargo, casos muy
particulares y concretos (v. vii, 3), en los que la Iglesia, en virtud de la
autoridad divina, puede disolver el vínculo. Esa posible disolución, para los
casos expresos en que puede darse, «no depende de la voluntad de los hombres ni
de potestad cualquiera meramente humana, sino del Derecho divino, del que la
Iglesia de Cristo es custodia e intérprete. Nunca, sin embargo, por ninguna
causa podría esta excepción extenderse al matrimonio cristiano rato y consumado,
puesto que en él, así como llega a su pleno acabamiento el pacto marital, así
también, por voluntad de Dios, brilla la máxima firmeza e indisolubilidad, que
por ninguna autoridad de hombres puede ser desatada» (Casti connubii: Denz.Sch.
3712). La competencia respecto al vínculo corresponde exclusivamente a la
Iglesia que, por lo demás, no puede atribuirse otra potestad que la conferida
por Dios: no está en sus manos cambiar nada del orden divino
5. El divorcio y la legislación civil. A la
indisolubilidad del vínculo se opone el divorcio (v.), que entraña la ruptura de
aquél, con la consiguiente libertad reconocida a las partes de contraer nuevas
nupcias con tercera persona. Es, pues, el divorcio algo radicalmente distinto de
la separación, en la que, permaneciendo el vínculo incólume, sólo tiene lugar la
suspensión de algunos de sus efectos (v. vii, 2), concretamente los que
respectan a la comunidad de vida conyugal
El divorcio se opone, como queda dicho, a esa propiedad natural de m. que es la
indisolubilidad. A pesar de ello ha sido acogido en la legislación de muchos
países. Son de índole muy diversa los motivos que han llevado a esa institución
y tratan de justificarla. Uno de los argumentos más en boga en algunos países
con amplia población católica es apelar al principio de libertad individual
religiosa, si bien no correctamente entendido: piensan algunos que la
indisolubilidad del vínculo atañe sólo al m. sacramento, pero no al contraído
entre infieles; otros dicen que la indisolubilidad es algo que, según
conciencia, debe vivir el católico, pero que no debe reflejarse en las leyes
civiles, que deben dejar cauce a otras concepciones de la vida. Se apela así a
una libertad laica, que tal como la entienden, llevaría al contrasentido de
dividir a las personas en lo que tienen de común: una misma naturaleza humana
con exigencias idénticas en el plano natural. Esas afirmaciones olvidan o
desconocen la indisolubilidad del m. como exigencia dimanante del orden natural
y, en consecuencia, intentan reclamar un derecho al margen de esa ordenación
Sin embargo, la- libertad humana es radicalmente una, como uno es el hombre,
respecto a los derechos y obligaciones insertos en su naturaleza. «En la medida
en que la estructura ontológica de la persona humana es idéntica en todos los
hombres, por lo que a su núcleoesencial se refiere, es posible deducir
(abstracción) y formular unas constantes universales, es decir, aquellas
constantes que llamamos normas de moral» (A. del Portillo, o. c., 733). En el
plano de la actividad moral no cabe otorgar al hombre una libertad mayor que la
conferida por Dios mismo, que no lo coacciona porque lo creó «dejándolo en manos
de su libre albedrío» (Eccli 15,14); pero, al mismo tiempo, tampoco le da poder
de legalizar algo que sea contrario a su misma naturaleza
De otra parte, el ordenamiento jurídico civil debe mantenerse como directivo del
comportamiento social y mal podría hacerlo en el caso concreto del m. dando
entrada a unas leyes contrarias al orden divino. No faltan quienes defienden la
conveniencia de leyes divorcistas porque se limitarían a «sancionar» una
irregular situación de facto, confiriendo a la persona una especie de status «en
regla», meramente externo, cara a la convivencia social. Es muy dudosa la
oportunidad de tal medida porque, junto a sus muchas consecuencias negativas, la
doctrina de fondo -indisolubilidad del vínculo- resulta malparada y esto daría
pie a una confusión no menos grave: la de pensar que el poder civil tenga
competencia sobre el vínculo y que aquella nueva unión pueda llamarse m. Por
eso, «si la razón de sacramento es posible separarla del matrimonio, como
acontece entre los infieles, sin embargo, aun en ese matrimonio, desde el
momento que es verdadero, debe persistir y absolutamente perdura aquel perpetuo
lazo que por derecho divino acompaña al matrimonio, que no está sujeto a ninguna
potestad civil» (Casti connubii: Denz.Sch. 3711). Por otro lado las leyes
divorcistas no pueden salvar el carácter propio de ley puesto que «toda ley
humana tiene carácter de ley en la medida en que se derive de la ley natural; y
si se aparta en algún punto de ella, ya no será ley, sino corrupción de la ley»
(S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q95 a2)
V. t.: SACRAMENTOS II; FAMILIA I; DIVORCIO
J. A. GARCÍA-PRIETO SEGURA
BIBL.: Para el Magisterio, v. la bibl. citada en III; S. AGUSTfN, De bono coniugali, 24,32 (PL 40,394); lo, De Gen. ad liu. IX, 7,12 (PL 34,397); S. TOMÁS DE AQuINO, Suma Teológica, 1-2 q95 y 102; Supl. q42 a2 y 3 ; fD, Summa contra Gentes, I, cap. 1; III, cap. 123; L. GODEFROY y G. LE BRAS, Mariage, en DTC IX,20442317; VARIOS, Marriage, en New Catholic Encyclopedia; IX, Nueva York 1967, 259-295; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, El matrimonio, vocación cristiana, en Es Cristo que pasa (Homilías), Madrid 1973, 63-78; P. M. ABELLAN, El fin y la significación sacramental del matrimonio, Granada 1939; K. ADAM, Die sakramentale Weihe der Ehe, Friburgo 1933; I. BILZ, Die Ehe im Licht der Katholischen Glaubenslehre, 2 ed. Friburgo 1920; E. BOISSARD, Questions théologiques sur le mariage, París 1948; J. DERMINE, La doctrine du mariage chrétien, 7 ed. Lovaina 1945; G. H. JOYCE, Christian Mariage. An Historical and Doctrinal Study, 2 ed. Londres 1948; H. LEENHART, Le mariage chrétien, París 1946; H. RONDET, Introducción a la teología del matrimonio, Barcelona 1962; M. SCHMAus, Teología dogmática, VI, 2 ed. Madrid 1963, 700-760; M. J. GERLAUD, Note sur les fins du mariage d'aprés S. Thomas, «Revue Thomiste», 45 (1939) 754-763; 1. HERVADA, Los fines del matrimonio, Pamplona 1970; A. LANZA, De fine primario matrimonii, Roma 1941; P. PALAZZINI, Indissolubilitá del matrimonio, Roma 1952; A. VERHAME, De materia et forma sacramenti, «Collationes Brugenses», 48 (1952) 12-16
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991