Matrimonio. Teología Moral
Habiéndose tratado ampliamente del m., tanto desde el punto de vista de institución natural como de sacramento, así como de sus propiedades y fines (v. I y IV), resta ahora examinar a la luz de la Teología moral las obligaciones y derechos que lleva consigo el contrato inicial y la sociedad conyugal resultante, elevado por Cristo a la categoría de sacramento. En los bautizados, los diferentes aspectos del m. resultan inseparables, dado que su estado de casados es un efecto necesario del contrato realizado, que a la vez significa y produce la gracia sacramental
1. Dignidad del matrimonio. A la dignidad del m.
cristiano se oponen, por un lado, el desconocimiento o el olvido del carácter
vocacional del m., y por otro, negar la nobleza de la procreación y el ejercicio
de la sexualidad que lleva aneja
a) El matrimonio como vocación cristiana. El m., compromiso de vida íntima entre
marido y mujer en orden a trasmitir la vida, aparece como quehacer no sólo digno
de la persona, que libremente compromete su ser y su vida en la conservación de
la especie humana, sino como llamada divina, un compromiso personal con el
Creador, que le manifiesta la trascendencia de su amor matrimonial al servicio
de la vida: «Creced, multiplicaos y llenad la tierra» (Gen 1,28). «Es importante
que los esposos adquieran sentido claro de su vocación, que sepan que han sido
llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que
han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de
Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les
pide que hagan, de su hogar y de su familia entera, un testimonio de todas las
virtudes cristianas» (T. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n° 93)
Todo espíritu religioso puede percibir la trascendencia de la vocación
matrimonial, pero donde aparece en todo su esplendor es a la luz del misterio de
Cristo. «El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social,
ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica
vocación sobrenatural» (J. Escrivá de Balaguer, El matrimonio vocación
cristiana, o. c. en bibl., 65). El m., sacramento que santifica el amor de los
esposos y les constituye en reflejo y expresión del misterio del amor y de la
unión entre Cristo y su Iglesia, tiene para el cristiano una trascendencia
divina, ya que la misma fuente de la vida y la cuna de la formación humana se
trasforma en fuente y cuna de gracia divina, de encuentro con Dios
Porque se trata de vocación divina, y en toda vocación (v.) la iniciativa la
lleva Dios, el cristiano debe estar abierto por su parte a todo posible querer
de Dios, y atento para discernir los indicios concretos de su voluntad.
Difícilmente se verá el m. con sentido de llamada de Dios, si antes di
descubrirlo como la propia vocación, se excluyó como posible voluntad de Dios
(v.) todo otro camino de vida cristiana: celibato apostólico, virginidad,
sacerdocio, etc. La razón es clara, ya que la persona que tal estado de ánimo
sostiene se ha cerrado al Amor. Por ello, cuando abierto sinceramente a la
voluntad divina, el cristiano descubre en el m. la vocación que Dios le pide
vivir, percibe en el amor humano que le conduce a formar una familia, «un camino
divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro
Dios» (J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, no 121). Los deberes conyugales,
a través de toda la vida matrimonial, aparecen, entonces, como voluntad concreta
y explícita de Dios, como camino de santificación (v. SANTIDAD)
b) Nobleza de la procreación. La narración del Génesis sobre la Creación insiste
en la bondad de cuantas cosassalieron de las manos de Dios. Presenta al hombre,
en su diversidad de sexo, como criatura querida por Dios: «Y creó Dios al hombre
a imagen suya: a imagen de Dios le creó; macho y hembra los creó... Vio Dios
todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien» (Gen 1,2731). La
distinción de sexo entre hombre y mujer aparece con claridad como explícito
deseo de Dios, y por ello revestida de una 'bondad natural intrínseca que no
podrá desvirtuar esencialmente la posible maldad del corazón, aunque la pueda,
sin embargo, desordenar. La sexualidad (v.) constituye en el hombre un don
natural, un bien estructural anterior e independiente del buen o mal uso que de
él se haga. Afirmar que la sexualidad es un don no es prejuzgar la moralidad del
ser racional en el uso de este bien divino (ya que su moralidad depende también
del respeto libre y responsable a sus leyes intrínsecas) sino declarar que la
sexualidad como tal es elemento integrante del ser humano. Así como la materia
en el cuerpo humano pertenece a la perfección constitutiva del hombre (v.), así
también la sexualidad es elemento integrador del ser racional
Pero el ejercicio del poder procreador del hombre no constituye una perfección
moral a se, absoluta, sino que su valor moral, como en toda otra realidad
humana, está determinado por el recto y responsable uso que de aquel bien se
haga: el solo ejercicio de la sexualidad, sin considerar las demás
circunstancias, no indica perfección moral, de igual modo que su abstención no
implica de por sí misma bien o mal moral (v. ACTO MORAL; MORAL I). Sin embargo,
por tratarse de una actividad humana, cuyo ejercicio implica la donación y
entrega mutua de las personas (por la misma naturaleza del don recibido, que es
poder complementario y no capacidad plena y absoluta de generación), sólo cuando
la unión entre hombre y mujer es manifestación y consecuencia de la entrega de
la propia interioridad de sus personas, es verdaderamente humana y capaz de
perfección moral. Por ello la vida sexual humana, tal y como Dios la ha querido,
tiene su expresión natural sólo y exclusivamente en el m., ya que únicamente a
través de él y de la familia que surge, la procreación contribuye a la
perfección de la sociedad (cfr. G. Mausbach y G. Ermecke, o. c. en bibl.,
141-144). De aquí que todo ejercicio del poder procreador, bien contra natura
(v. MASTURBACIÓN), o fuera del m. (v. FORNICACIÓN), O contra el fin natural de
la procreación en el m. (v. 5 y 6), constituye un grave desorden de la vida
sexual humana y, por ello, grave pecado. El m. aparece así como la institución
natural querida por Dios, donde la participación del poder creador se da con
plenitud y perfección. «La dualidad de los sexos ha sido querida por Dios, para
que el conjunto hombre mujer sean imagen de Dios y como él fuente de vida»
(Paulo VI, lnsegnamenti, o. c. en bibl., 304)
2. Derecho a contraer matrimonio. Es la misma
estructura sexual del ser humano, y la ordenación de la sexualidad a la
generación, lo que legitima el contrato matrimonial entre personas hábiles, así
como invalida y anula la voluntad de m. entre personas impotentes o de sexo no
complementario, o que, por cualquier otra razón, no son capaces de realizar el
contrato matrimonial, aun siendo aptas para la procreación. Entramos aquí en el
tema de los impedimentos (v. vii, 2), cuya determinación, en el caso de los
católicos, corresponde a la Iglesia, que interpreta la ley natural (v. LEY VII,
1) y a la que están confiados los sacramentos. Señalemos que, aparte de esos
casos tipificados por la legislación eclesiástica, y aunque puedan darse
situaciones que hagan desaconsejable el m. (V. EUGENESIA), ninguna autoridad
puede prohibir el ejercicio de tal derecho
Por otro lado, siendo el m. necesario al género humano para su conservación y
propagación, no es necesario para cada uno de los individuos. De ahí que sea
legítima, cuando haya razones que así lo aconsejan, la renuncia a él. Especial
mención merece la renuncia al m. por razones religioso-vocacionales, tal y como
se vive en la vocación religiosa, en el celibato sacerdotal, en un celibato
asumido por motivos apostólicos, etc. La Iglesia, a la vez que ha defendido la
bondad intrínseca del m., ha reafirmado siempre la excelencia de la virginidad
(v.) y, en términos más amplios, del celibato propter regnum caelorum (cfr. Mt
19,12). Adviértase en efecto que, tal y como el catolicismo lo vive, el celibato
religioso o apostólico comporta un aspecto material, la renuncia al m. y a vivir
la continencia completa, y un aspecto formal, el asumirlo por amor de Dios y en
respuesta a una llamada divina: es pues algo radicalmente diferente de una
posible abstención del m. por motivos egoístas
Algunos han pretendido afirmar una necesidad absoluta del m. para todo hombre,
sosteniendo que el ejercicio de la sexualidad es necesario para el desarrollo
pleno de la persona (v.), de modo que el célibe sería incompleto
psicológicamente. Afirmación falsa, ya que mientras la sexualidad pertenece a la
estructura del ser humano, la práctica de la vida sexual no comporta
necesariamente una perfección moral ni psíquica. Tan realizado como hombre puede
estar una persona célibe, como frustrada una persona casada (y eso aun en el
supuesto de que esta última hubiera conseguido en su m. una perfecta integración
sexual). A pesar de sus diferencias -o, tal vez mejor, con ellas- el hombre (v.)
y la mujer (v.) tienen una naturaleza individual completa, también en el orden
afectivo, aunque sean complementarios en el aspecto sexual, que conlleva
evidentemente diferencias afectivas, sin que esto suponga que para alcanzar la
perfección humana necesiten complementar sus diferencias. Se necesitan
radicalmente sólo para engendrar otros hombres, no para serlo (cfr. Pío XII, Enc.
Sacra virginitas, Denz. Sch. 3349)
En resumen, podemos decir: 1°) que a toda persona hábil le corresponde un
derecho innato e inalienable de constituir una sociedad matrimonial, donde el
ejercicio del poder de trasmitir la vida sea según las exigencias naturales y la
voluntad de Dios; 2°) a este derecho al m., que asiste a toda persona, no
responde el correlativo deber de aceptar el compromiso de m. con una persona
determinada; 3<) cada persona es libre, en el ejercicio de su derecho, de
constituir o no m. y a esta determinación libre ha de conformar responsablemente
el ejercicio de la sexualidad
3. Preparación. El m. exige una formación remota, ya
desde la pubertad, que permita adquirir un sentido del m. no como simple derecho
al ejercicio de la sexualidad, sino como la institución que compromete al hombre
y a la mujer para una paternidad en el ámbito de una entrega de sus personas.
Requiere, por tanto, una seria preparación, que no se reduce a unos
conocimientos teóricos o a una información circunstancial sobre la vida
matrimonial: debe ser una educación (v.) integral y no meramente sexual. Ésta,
en efecto, implica el conocimiento apropiado a su madurez psicológica, adquirido
en un clima de sincera amistad con Dios, que les permita responsablemente
comprender tanto la trascendencia social y vocacional del m., como los valores
insertos en una posible llamada al celibato apostólico, a la vez que adquieren
el sentidoverdadero de la castidad (v.). «La formación de los hijos ha de ser
tal que, al llegar a la edad adulta, puedan con pleno sentido de responsabilidad
seguir incluso la vocación sagrada y escoger estado de vida; y si éste es el
matrimonio, puedan fundar una familia propia en situación moral, social y
económica adecuada» (Conc. Vaticano, Const. Gaudium et spes, 52)
Sobre la preparación próxima, v. NOVIAZGO, y sobre el posible contrato de
esponsales, v. VII, 2. Señalemos aquí solamente que, una vez formalizada la
decisión de contraer m. (se haya hecho o no con el contrato de esponsales) hay
obligación de guardar la fidelidad de prometidos (V. LEALTAD) y de evitar cuanto
dificulte la pretendida unión; aunque obviamente ambos prometidos conservan la
libertad de romper las relaciones, y pueden tener incluso la obligación de
hacerlo, si advirtieran que hay razones graves que así lo aconsejen. Al
acercarse esa formalización en la decisión de contraer m., será el momento
oportuno de manifestar aquellos posibles defectos ocultos, cuya declaración
anterior hubiera sido imprudente, pero cuyo ocultamiento hasta después del m.
indicaría falta de lealtad y expondría a graves incomprensiones familiares.
4. Obligaciones y deberes de los cónyuges: Visión de
conjunto. Al hablar de las obligaciones y derechos de los cónyuges, no se puede
nunca olvidar que el m. es un sacramento (v.) y, por tanto, que siempre cuentan
con la gracia sacramental para cumplirlas, realidad frecuentemente olvidada
cuando se habla con pesimismo de las cargas del m. Por otro lado, siendo el m.
un contrato especial elevado a la dignidad de sacramento, estas obligaciones
surgen de ambos aspectos, ya que la realidad sacramental no diversifica -por el
contrario, fortalecelas propiedades y fines naturales establecidos por Dios
A la vez, siendo el m. el núcleo de la familia, en su seno surgirán unas
obligaciones familiares que alcanzan no sólo a esposos e hijos, sino también a
las personas que forman el núcleo familiar: el m. se abre así naturalmente a la
familia (v.). Esta realidad familiar (v. 7) les obliga a vivir unidos en un
mismo hogar y sólo temporalmente se puede interrumpir esta cohabitación por
graves exigencias que hay que superar lo antes posible. Marido y mujer están
obligados a mantener con su trabajo y una buena administración los gastos
ordinarios de la familia y ayudar oportunamente con otros bienes que cada uno
posea (v. VIII)
Tanto los deberes familiares, como los deberes de los padres para con los hijos,
tienen su voz propia en esta Enciclopedia, así como los deberes de los hijos en
relación con los padres. (V. FAMILIA; PADRES, DEBERES DE LOS; HIJOS, DEBERES DE
LOS). Resta, por tanto, estudiar las obligaciones específicas y mutuas de los
esposos, que por la naturaleza propia del contrato, serán en muchos casos de
pura justicia conmutativa, sin cuyo cumplimiento el amor matrimonial no puede
ser agradable a Dios
Vamos a tratar, por tanto, en primer lugar del amor conyugal, cuya autenticidad
se manifestará en ser el motor y salvaguardia de las propiedades y fines del m.,
ampliamente estudiadas en Iv. Después trataremos de las obligaciones y derechos
que surgen de este amor, siguiendo el tradicional esquema de los bienes del
matrimonio: prole, fidelidad y sacramento
a. Amor conyugal. Como impregnando todos los bienes del m. y, en cierta manera,
unificándolos, se encuentra el amor conyugal. Los esposos deben amarse con un
amor pleno y exclusivo como exigencia de su entrega matrimonial: al casarse,
«expresan la decisión de pertenecerse de por vida y de contraer a este fin un
lazo objetivo, cuyas leyes y exigencias, muy lejos de ser una esclavitud, son
una garantía y una protección» (Paulo VI, Insegnamenti, o. c. en bibl., 303).
Independientemente del amor que existiera entre los entonces novios, ahora están
obligados a amarse con vínculos especiales; antes podían dejar de amarse, ahora
el compromiso de entrega mutua les obliga a hacer efectiva la donación de la
propia vida. En el m. el amor de los novios se transforma en entrega y recíproca
donación personal entre ellos mismos y a los hijos, y ello les compromete a un
continuo proceso de crecimiento en el amor. El amor verdadero parte de lo más
noble de la persona -el afecto de la voluntad- y se dirige hacia el término de
su afecto, abrazando el bien de toda la persona amada. El amor conyugal,
manifestado en el consentimiento libre, aparece como elemento constitutivo del
m., puesto que éste «no consiste en una simple efusión del instinto y del
sentimiento, sino que es... principalmente un acto de la voluntad libre» (Paulo
VI, Ene. Humanae vitae, 9). No se trata de que la validez y firmeza del m.
dependa del modo positivo o negativo de responder a las exigencias del amor
conyugal, sino, al contrario, de que la institución conyugal estará siempre
exigiendo, aun en el caso de esposos distanciados o malavenidos, un reencuentro
personal en el amor
Si el m. presupone amor, el amor conyugal es fruto a su vez del m., ya que en
éste el amor ha de ser una singular forma de amistad personal que lleva a
compartir generosamente todo, sin cálculos egoístas. «Quien ama de verdad a su
propio consorte no le ama sólo por lo que de él recibe, sino por sí mismo,
gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí» (ib.). Es la doctrina de S.
Pablo: «así deben también los varones amar a sus esposas como a sus propios
cuerpos. Quien ama a su esposa a sí mismo se ama» (Eph 5,18 ss.). Por ello, en
la vida matrimonial el amor «enriquece y avalora con una dignidad especial» las
manifestaciones sensibles y aquellas otras de orden sexual, específicas del amor
matrimonial «y las ennoblece como elementos y señales de amistad conyugal» (Gaudium
et spes, 49). Toda la persona, en sus componentes afectivos y sensibles,
carnales y espirituales, participa en el amor conyugal. Este amor así entendido,
entrega en oblación de la persona dueña de sí, es imagen del amor sacrificado de
Cristo a su Iglesia: «En razón de esto abandonará el hombre a su padre y a su
madre y se adherirá a su mujer, y serán los dos una sola carne» (Eph 5,31)
El cristiano descubre que el amor tiene en Dios su origen, y si en sus
manifestaciones tendiera a deformarse por el egoísmo (v.), fruto de la herida
sufrida en el pecado (v.) original, puede encontrar en Dios por Cristo su
redención y salvación: «El amor cónyugal auténtico es asumido por el amor divino
y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de
la Iglesia, para conducir eficazmente los cónyuges a Dios y fortalecerlos en la
sublime misión de la paternidad y la maternidad» (ib. 48). El amor matrimonial,
como todas las cosas humanas, crece y se acrisola siguiendo la gran ley del
amor: la entrega, en este caso al otro cónyuge y a los hijos; o se agosta,
convirtiendo el m. en simple comunidad de techo, intereses y satisfacciones. El
camino hacia la madurez y la perfección en el amor exige un esfuerzo de
renovación continua, necesaria en virtud de un grave deber moral. El verdadero
arte de amar no consistirá, por tanto, en modos que garanticen el placer carnal,
sino en aquella claridad de mente y decisiónde corazón que mantienen y hacen
crecer el primer amor, superando las dificultades, penas y contratiempos; más
aún, tomando ocasión de ellas para crecer en profundidad y hondura
b. Los bienes del matrimonio. A partir de S. Agustín (cfr. De bono coniugali,
24,32) suelen enumerarse tres bienes que dan su valor al m.: la prole, la
fidelidad, el sacramento (v. iii, 1). Esos bienes son a la vez, desde una
perspectiva ética, fuentes de derechos y obligaciones de los cónyuges: cualquier
acción que lesione gravemente uno de esos bienes será una falta grave del amor
conyugal y, por tanto, del sacramento, que responsabiliza en la misma medida
ante Dios
1°) La prole. Dice el Catecismo Romano que «el primer bien es la prole, esto es,
los hijos que se tienen de la mujer propia y legítima. Y en tanto grado estimó
este bien el Apóstol, que llegó a decir: `Se salvará la mujer por medio de la
crianza de los hijos'. Y esto se ha de entender, no sólo de la generación, sino
también de la educación y enseñanza...» (II, cap. VIII, n° 23). Siendo el m. la
institución para perpetuar la prole, constituye ésta la primera e ineludible
obligación matrimonial. Puede ser que no se pueda producir tal efecto, en cuyo
caso no se destruye la sociedad conyugal, ni se limita por ello el ejercicio del
amor, también en su aspecto generativo (v. 5), naturalmente infecundo; pero
cuando positivamente se atenta contra la fecundidad matrimonial o contra la
posterior dedicación de los padres a sus hijos, se descentra y desenfoca toda la
institución matrimonial.
Pío XI, comentando por qué la prole ocupa el primer lugar entre los bienes del
m., escribe: «Cuán grande sea este beneficio de Dios y bien del matrimonio, se
deduce de la dignidad y altísimo fin del hombre. Porque el hombre, en virtud de
la preeminencia de su naturaleza, racional, supera a todas las restantes
criaturas visibles. Dios, además, quiere que sean engendrados los hombres no
solamente para que vivan y llenen la tierra, sino muy principalmente para que
sean adoradores suyos, le conozcan y le amen y, finalmente, le gocen para
siempre en los cielos; fin que supera, por la admirable elevación del hombre
hecha por Dios al orden sobrenatural, cuanto el ojo vio, y el oído oyó, y ha
subido al corazón del hombre (1 Cor 2,9). De donde fácilmente aparece cuán
grande don de la divina bondad y cuán egregio fruto del matrimonio sean los
hijos, que vienen a este mundo por la virtud omnipotente de Dios con la
cooperación de los esposos» (Ene. Casti connubii)
Los hijos deben ser vistos como una bendición de Dios, por usar la expresión
tradicional. Toda visión de la natalidad (v.) como algo que amenaza al hombre,
tanto individualmente como s 3cialmente, constituye una deformación grave de la
realidad. El hombre se realiza en la entrega a los demás, lo que en el m.
implica una ordenación positiva a los hijos: la aceptación, más aún, el deseo de
los hijos, crea en los esposos esa disposición de entrega y olvido de sí, en la
que se realiza la auténtica personalidad y es condición de la felicidad. En un
orden social-colectivo, la consideración de la natalidad como un peligro para la
humanidad implica, además de otras cosas, un olvido de la providencia divina.
Ciertamente la consideración de la Providencia (v.) no excluye que el hombre use
de su razón y de su prudencia, pero sí lleva a comprender que ninguna realidad
natural puede ser, por sí misma, contraria al hombre, y a situarse ante todos
los hechos con actitud de fe y confianza
En otras palabras, la procreación de los hijos es, no tanto una obligación,
cuanto un bien, un don de Dios,y así debe ser considerado por los esposos;
aunque, obviamente, la ordenación a ese bien trae consigo obligaciones:
constituye, en efecto, una obligación para los esposos no sólo mantener abierto
su m. hacia la posible prole, sino favorecer en cuanto les sea posible que esta
prole avenga: corresponsabilidad común, aunque sea la mujer (v.), por su misma
naturaleza, la que está obligada a los cuidados específicos que exige el
embarazo (v.) y el parto (v.). Atentan contra este bien no sólo la
esterilización y el abuso del m., impidiendo la fecundación(V. ESTERILIZACIÓN;
ANOVULATORIOS; ANTICONCEPTIVOS), sino también toda actitud ante el m. o toda
forma de vivirlo que cercene su fecundidad (v. 6)
Si por las causas que sean, no pudieran o no debieran tener nuevos hijos, deben
ver en ello un mal o limitación, cuya desaparición deben recibir con alegría y,
si está en su poder, acelerar. Así, p. ej., el deseo de la prole les llevará a
buscar remedio a la esterilidad (v.), si se diera, sin que un malentendido deseo
de paternidad les lleve a buscar los hijos con métodos antinaturales como sería,
p. ej., la inseminación artificial (v.). En el caso de que los hijos no puedan
venir los esposos aceptarán esa situación, como signo de que Dios les pide que
la generosidad y el amor, que se hubieran volcado en la entrega a los hijos, se
canalicen en otras direcciones: la gracia del sacramento les dará fortaleza para
santificar la situación concreta en que se configura su vida
Concebida ya la prole, los padres deben protegerla y cuidarla. El mayor crimen
contra la prole es el aborto (v.), en todas sus manifestaciones, tanto las más
aparentes, como las encubiertas, pero no menos reales, producidas por ciertos
anovulatorios (v.) y anticonceptivos (v.). El aborto, un atentado contra la vida
de un inocente, no sólo manifiesta que se ha perdido el sentido de la vida
matrimonial, sino más radicalmente, el sentido mismo de la dignidad de la vida
humana. Señalemos finalmente que existe no sólo la obligación de no procurar el
aborto, sino también la de poner los medios convenientes para evitar un aborto
espontáneo, cuando se advierte el peligro de que éste pueda producirse
Ya nacidos los hijos, corresponde a marido y mujer el deber de criarlos y
educarlos, llevándolos a la mayoría de edad humana y cristiana (v. 7)
2°) La fidelidad. El segundo bien del m. es la fe o la fidelidad, por la que se
entiende aquella disposición de ánimo por la que «mutuamente se obligan el
marido con la mujer y ésta con aquél, de modo tal, que el uno entrega al otro el
dominio de su cuerpo y promete no faltar nunca a este sagrado pacto conyugal...
Exige además la fe del matrimonio que el marido y la mujer estén unidos con un
amor especial, santo y puro, y que no se amen como adúlteros, sino como Cristo
amó a su Iglesia...» (Catecismo Romano, II, cap. VIII, n° 24)
La fidelidad es como la prolongación del amor conyugal, manifestado en la
perseverancia en él a través de las diferentes circunstancias de la vida. La
violación más grave del deber de la fidelidad son las relaciones sexuales fuera
del m., es decir, el pecado de adulterio (V. FORNICACIóN II). Es un pecado,
tanto contra la castidad como contra la justicia, y atenta contra el m. en su
totalidad. Es un pecado gravísimo, que como tal viene condenado en la S. E. (Eccli
23,25-29; 1 Cor 6,9), y cuya malicia específica debe declararse en la confesión.
A la fidelidad se oponen también aquellas relaciones o amistades que, aunque no
impliquen formalmente una infidelidad, crean un ambiente propicio a ella,
distanciando entre sí a los esposos o minando el amor exclusivo quedeben
tenerse. E igualmente los pecados solitarios contra la castidad (V.
MASTURBACIÓN)
De una manera positiva la fidelidad obliga a vivir todas las consecuencias
prácticas de la entrega de la propia persona: disponibilidad para el débito
conyugal (v. 5), cariño, preocupación del uno por el otro, comprensión, afecto
manifestado en obras y palabras, etc. «Todo lo cual -escribe Pío XI- no sólo
comprende el auxilio mutuo en la sociedad doméstica, sino que es necesario que
se extienda también, y aun que se ordene, sobre todo a la ayuda recíproca de los
cónyuges en orden a la formación y perfección, mayor cada día, del hombre
interior, de tal manera que por su mutua unión de vida, crezcan más y más cada
día en la virtud» (Casti connubii)
Pertenece también a la fidelidad que las relaciones matrimoniales sean vividas
con delicadeza, respeto mutuo, pudor y castidad, evitando que el amor
matrimonial «quede profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos
contra la generación» (Gaudium et spes, 47), y haciendo, al contrario, que sea
un amor verdadero que «abarca el bien de toda la persona y, por tanto, es capaz
de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del
espíritu y de ennoblecerlas con elementos y señales específicas de la amistad
conyugal» (ib. 49)
3°) El sacramento. Por el bien del sacramento se entiende «tanto la
indisolubilidad del vínculo como la elevación y consagración que Jesucristo ha
hecho del contrato, constituyéndolo signo eficaz de gracia» (Casti connubii)
El bien del sacramento es como una coronación y culminación de los dos
anteriores, ya que los presenta prolongados en el tiempo, durante toda la
duración de la vida de los esposos, y elevados a la condición de camino
vocacional. Precisamente, en esa perseverancia, superando las dificultades y
roces que puedan irse presentando o produciendo, es como el amor conyugal
manifiesta toda su hondura, y la gracia del sacramento revela toda su eficacia.
Y, de esa forma, los cónyuges hacen que «la unión conyugal, no sólo por la
fuerza y la significación del sacramento, sino también por su espíritu y forma
de vida, sea siempre imagen viva de aquella fecundísima unión de Cristo con su
Iglesia, que es, en verdad, el misterio venerable de la perfecta caridad» (Casti
connubii)
Esta consideración del bien del m. en cuanto sacramento no puede hacer ignorar
la realidad triste del fracaso matrimonial. En ocasiones ese fracaso es
consecuencia de una progresiva debilitación de la caridad que debería
impregnarlo, y que se manifiesta en pequeñas infidelidades, fruto de un egoísmo
que no es capaz de superar las desavenencias que por fuerza tienen que darse en
el m.; de un hedonismo, más o menos declarado, que acaba reduciendo la
convivencia a un orden meramente animal, etc. Otras veces puede depender sólo de
uno de los cónyuges, siendo inocente el otro. En cualquier caso un cristiano
sabe que nunca le falta la gracia para superar, ciertamente con esfuerzo y
entrega, las dificultades e incluso las caídas, por graves que éstas hayan sido:
ello exigirá de su parte reparación y penitencia, pero, a través de ellas, puede
reconstruir su vida cristiana
La infidelidad matrimonial puede llevar a situaciones de separación temporal o
perpetua (v. VII, 2), pero nunca a un divorcio (v.) vincular propiamente dicho,
es decir, con posibilidad de contraer nuevas nupcias, ya que ello se opondría a
las características que el vínculo matrimonial tiene, según la naturaleza
humana, y la voluntad expresamente manifestada por Dios ya en el A. T., y
reafirmada por Cristo al elevar el m. a la dignidad de sacramento. Para una
persona con fe, la situación que de ahí se deriva se manifiesta como una llamada
divina a expresar en esa nueva condición la caridad, llamada que lleva aneja la
gracia, que le permitirá santificar esas circunstancias, duras y tristes, y
alcanzar a través de ellas la alegría que se deriva de la entrega.
5. Derecho y deber del débito conyugal. El acto
conyugal, rectamente realizado, para el que los esposos se conceden mutuamente
derecho al contraer m., es, por su propia esencia, honesto, digno y meritorio:
«los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí, son
honestos y dignos y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y
favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de
gozosa gratitud» (Gaudium et spes, 49). Dios mismo ha establecido su licitud y
bondad, creando al hombre sexualmente estructurado, promulgando la ley de la
procreación inscrita en la misma naturaleza humana; sólo es destruido de su
natural bondad cuando se excluyen positivamente los fines naturales del m.,
viciando radicalmente el amor matrimonial, o se busca de modo egoísta la sola
satisfacción del apetito sexual, que pierde entonces su auténtica razón de medio
y se convierte desordenadamente en fin
El derecho a pedir el débito conyugal (es decir, aceptar y secundar la unión
carnal) compete por igual a ambos esposos, de manera que hay obligación de
darlo, siempre y cuando uno de los cónyuges lo pida justa y razonablemente. Y
esto, por una razón de justicia y bajo pecado grave, en virtud del vínculo
matrimonial, que recae, precisamente, sobre esta materia; por eso afirma la S.
E.: «El marido páguele lo que es debido, e igualmente también la mujer al
marido. La mujer no es dueña de su propio cuerpo, sino el marido e igualmente
tampoco el marido es dueño de su propio cuerpo, sino la mujer» (1 Cor 7,3-4).
Esta obligación admite parvedad de materia si existe justa causa
El derecho al débito conyugal y, por consiguiente, el relativo deber, cede su
fuerza vinculante cuando hay razones graves que lo impidan. P. ej., cuando el
uso del m. comportaría un daño para la salud de uno de los cónyuges o de la
prole ya concebida; cuando el inmoderado deseo por una de las partes lo
convierte en tortura para la otra, etc. Un acto conyugal impuesto al cónyuge en
tales circunstancias «sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos,
no es un verdadero acto de amor, y prescinde, por tanto, de una exigencia del
recto orden moral en las relaciones entre los esposos» (Paulo VI, Enc. Humanae
vitae, 13)
En el varón la posibilidad de ser fecundo corresponde con su periodo de
fertilidad (v.); en la mujer, la fecundidad está no sólo limitada por el inicio
y el fin del periodo de fertilidad -pubertad y menopausia- sino que tiene unos
ciclos de infecundidad y fecundidad periódica, relacionados con su ciclo
genital; es, además infecunda lógicamente durante el embarazo y, con una
duración variable, durante la lactación. En estos tiempos de infertilidad o
infecundidad natural, el amor matrimonial puede también expresarse lícita y
santamente con el acto matrimonial y cuando el uso del m. no comporte, como se
ha dicho, un peligro para la prole concebida, o para la salud de la mujer
después del parto. Sobre los problemas morales anejos al uso del m. sólo en los
periodos infecundos, v. fi
Siendo noble y lícito el acto conyugal, son también nobles y lícitas las
manifestaciones que naturalmente se ordenan a él, así como el deseo del acto y
el gozo o delectación por haberlo realizado, si no llevan anejo el peligro
próximo de actos contra natura personales, y excluyendo, por la fidelidad
conyugal, cualquier referencia a persona distinta del propio cónyuge. Por eso es
lícito entre los esposos, en su vida íntima matrimonial, todo aquello que se
orienta al acto conyugal y facilita su natural perfección y consumación. Sería,
sin embargo, desordenada, la continua y descontrolada búsqueda de todo posible
incentivo, orientado a lograr la novedad o mayor intensidad en el placer, ya que
ello implicaría una inversión de los valores, buscando más el placer que el
amor. El pudor (v.) y la modestia (v.), virtudes anejas a la castidad, también a
la matrimonial, así como el orden natural en la realización del acto conyugal y
el respeto amoroso de la intimidad conyugal, en cuyo seno nacen nuevas vidas,
imponen también determinadas condiciones de licitud en relación con las
manifestaciones y circunstancias del acto conyugal. A este respecto se ha
registrado una cierta evolución en la opinión de los moralistas: en el pasado se
consideraba lícita cualquier acción genital dentro del m., siempre que su
terminación tuviera lugar de un modo conforme a la naturaleza; actualmente, los
progresos de la psicología y -sobre todo- la maduración del concepto del amor
humano (v.) conducen a pensar que, manteniendo en líneas generales ese
principio, cabe matizarlo, afirmando que cualquier acción sexualmente perversa
(fetichismo, sadismo, etc.) implica por lo menos una falta de caridad (que a
veces puede ser grave) con el cónyuge, ya que desvirtúa el auténtico y delicado
sentido del amor entre los esposos, y puede llevar a una búsqueda egoísta del
placer y a reducir la persona humana a la condición de un mero instrumento (v.
SEXUALIDAD ni, 2)
Mayor importancia práctica tiene -ya que se refiere no a casos aberrantes, sino
a situaciones normales- recalcar que el acto conyugal implica una realización
necesaria a la procreación, y que el hombre no puede romper por propia decisión
la inseparable conexión «entre los dos significados del acto conyugal: el
significado unitivo y el significado procreador», ya que están unidos en la
estructura íntima del acto conyugal: «mientras une profundamente a los esposos,
los hace aptos para la generación de nuevas vidas» (Humanae vitae, 12)
El pecado original privó al hombre de su integridad primitiva y le hace sentir
la concupiscencia (v.), y,como parte de ella, le impulsa a la búsqueda del
placer anejo al acto matrimonial como posible fin en sí mismo, independiente de
toda referencia a un orden de la razón y de la fe; su inteligencia, por otra
parte, le hace capaz de desintegrar en su conducta práctica aquello mismo que
percibe unido en la naturaleza de las cosas. Así, pues, cuando el hombre usa de
este poder moral, disociando el placer en el acto conyugal de su natural
orientación a la vida, violenta la naturaleza de la intimidad matrimonial y, por
ello, la voluntad de Dios. Toda satisfacción sexual completa, separada del acto
conyugal perfecto según las exigencias de su naturaleza -procreativo y unitivo-,
es un grave desorden moral y por ello constituye pecado mortal. «La Iglesia
-afirma Paulo VI- al exigir que los hombres observen las normas de la ley
natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto
matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la trasmisión de la
vida» (ib. 11)
Nos encontramos así frente al pecado de onanismo. Se entiende por tal (cfr. Gen
38,9-10) la unión conyugal realizada de modo que impida positivamente, es decir,
de propio intento, la posibilidad de generación, ya sea evitando depositar el
semen en su lugar apto y apropiado (coitus interruptus u onanismo en sentido
propio), ya sea dificultando su proceso normal hacia la fecundación mediante
impedimentos físicos o químicos, utilizados en previsión del uso del m., durante
el desarrollo o a continuación de la acción matrimonial (v. ANTICONCEPTIVOS;
ABORTO). Cualquier uso -recuerda Pío XI y reitera Paulo VI-en que por humana
malicia el acto conyugal sea desprovisto de su natural fuerza procreadora, es un
desorden contra la ley de Dios y contra la naturaleza, y, por tanto, quienes
realizan tales acciones son reos de culpa grave (cfr. Casti connubii; Humanae
vitae)
Si, en el uso del m., uno de los cónyuges obra de un modo onanístico
independiente de la voluntad del otro, sólo aquél es responsable del desorden
moral del acto conyugal. Pero si el cónyuge inocente conoce la previa decisión
de la voluntad desordenada del otro cónyuge, no puede prestar su cooperación
formal al acto (V. COOPERACIÓN AL MAL), es decir, no puede comportarse
positivamente dispuesto en la preparación y realización de aquella acción
inmoral; y sólo cuando existen graves motivos: malos tratos, continuas
discordias, peligro real de infidelidad, etc., y una vez manifestada su opuesta
voluntad, puede permitir pasivamente ser ocasión o instrumento de pecado. Sin
embargo, si la inmoralidad de la acción deriva, no del onanismo natural, sino
del artificial, debe oponer resistencia en la medida de lo posible en todo
momento de la acción, ya que entonces el acto no es desvirtuado en su proceso,
sino que es pecaminoso ya en su origen
Señalemos finalmente que algunos autores espirituales han recomendado, como
praxis ascética, la decisión, tomada de común acuerdo entre los cónyuges, de
vivir una continencia absoluta durante algunos periodos, para así poner de
relieve la naturaleza espiritual de su amor. Esta praxis es ciertamente lícita,
y en ocasiones puede tal vez ser oportuna; no conviene, sin embargo, olvidar el
consejo del Apóstol S. Pablo «No os defraudéis el uno al otro a no ser de mutuo
acuerdo por un tiempo, con el fin de dedicaros a la oración y luego tornar a
juntaros, no sea que os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia. Eso,
empero, lo digo haciéndome cargo de la situación, no imponiendo preceptos» (1
Cor 7,5-6).
6. El deber de la procreación. El amor conyugal,
elemento vivificante de toda la vida matrimonial, incluye en su propia esencia
la referencia a la procreación. «El verdadero amor mutuo transciende la
comunidad de marido y mujer, y se extiende en sus frutos naturales: los hijos.
El egoísmo, por el contrario, acaba rebajando ese amor a la simple satisfacción
del instinto y destruye la relación que une a padres e hijos» (1. Escrivá de
Balaguer, Conversaciones, n° 94). O, como escribe el Conc. Vaticano 11, «el
auténtico ejercicio del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar,
que nace de aquél, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tiende a
capacitar a los esposos para cooperar valerosamente con el amor del Creador y
Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia» (Gaudium
et spes, 50). El desarrollo de la vida familiar consiste, pues, en gran parte,
en la asunción de ese deber, haciéndolo propio y viéndolo como la realización de
la misión recibida en la que uno mismo encuentra su sentido y su perfección. Tal
es el sentido profundo de la paternidad responsable (v.): que los hijos sean
fruto del amor generoso, y no de una actitud ciega; que cada nacimientosea
buscado y querido amorosamente, y no simplemente permitido o connotado
Esa finalización del amor en la fecundidad hace que -como dice la misma
Constitución conciliar ya citadasean dignos de «mención muy especial» los m. que
«aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente» (ib.).
Pueden presentarse casos de infertilidad, en los cuales no por eso desaparece el
m., sino que sigue en pie como comunidad de vida ordenada ahora a la dedicación
y a la entrega a tareas extrafamiliares que faculta la nueva situación
Pueden finalmente darse situaciones en que los esposos, aun siendo fecundos,
piensen por razones serias eugenésicas, médicas, etc., que no pueden aceptar
-aunque los deseasen- nuevos nacimientos. ¿Qué caminos se abren entonces ante
los esposos? Ante todo el de una continencia absoluta, temporal o definitiva,
según los casos. Esta decisión, obviamente, deberán tomarla de común acuerdo, y
basados en una actitud de confianza en Dios que, si les ha colocado ante esa
situación, les proveerá de las gracias necesarias para santificarla. La renuncia
al ejercicio del acto conyugal no implica en modo alguno que desaparezca o se
enfríe el amor matrimonial, sino solamente que adquiere manifestaciones
diversas: pensar lo contrario es identificar de modo indebido amor con
sexualidad, lo que equivale a destruir el sentido humano de uno y de otraDado
que científicamente es posible conocer con aproximación los periodos de
infecundidad natural en el ciclo natural de la mujer a los que antes nos
referíamos (método de Ogino-Knaus, temperatura basal, etc.; v. REPRODUCCIÓN;
FERTILIDAD) surge una cuestión: ¿es lícito, y con qué condiciones debe limitarse
a vivir el acto conyugal sólo en los periodos infecundos? Es el hecho que se
designa comúnmente con el nombre de continencia periódica. Como quedó dicho
antes, vivir el acto conyugal también en esos periodos no plantea cuestión moral
alguna; el problema surge, en cambio, cuando se trata de vivirlo sólo en esos
periodos, y, por tanto, como consecuencia de un previo deseo de evitar la
concepción. Al plantearse la cuestión surgieron algunas perplejidades, pues si,
de una parte, el acto conyugal no está viciado, pues se realiza según
naturaleza, de otra, al restringir su práctica, precisamente por la intención de
no tener hijos, a los solos periodos infecundos, plantea un problema moral
delicado. No debe olvidarse que introduce en la vida matrimonial un elemento de
artificialidad, cuyas consecuencias psicológicas pueden ser perjudiciales; de
hecho, en los casos en que se ha llegado a extremos de usar el m. sólo en los
periodos totalmente seguros de infecundidad, p. ej., durante la menstruación, ha
originado las llamadas neurosis de Ogino-Knaus, motivadas por la repugnancia
natural al acto matrimonial durante la menstruación
No se trata aquí de hacer una consideración de los peligros o riesgos, ventajas
o inconvenientes, de los diferentes métodos médicos que permiten usar de la
continencia periódica, sino de hacer una valoración moral de la misma. Sobre la
cuestión se han pronunciado Pío XII y Paulo VI. Oigamos sus voces con detalle
En oct. 1951 tuvo lugar en Roma el Congreso Nacional de la Unión Católica
Italiana de Comadronas, en el cual Pío XII pronunció una alocución, que se ha
hecho clásica en el estudio de los aspectos morales de la continencia periódica.
Después de recordar que «una de las exigencias fundamentales del recto orden
moral es que al uso de los derechos conyugales corresponde la sincera aceptación
interna del oficio y de los deberes de la paternidad» (cfr. AAS, 43, 1951, 842),
Pío XII hacía una distinción entre el uso del derecho conyugal también en los
tiempos infecundos (cosa perfectamente lícita, sin reserva alguna), y el uso del
derecho conyugal exclusivamente en aquellos periodos agenésicos. En este segundo
caso se debe hacer otra distinción: cuando al contraer m., uno de los cónyuges,
por lo menos, haya tenido intención de restringir a sólo los tiempos de
infecundidad natural el mismo derecho al acto matrimonial, y no solamente su
uso, se da lugar a un defecto esencial del consentimiento matrimonial, que lleva
consigo la invalidez del vínculo. Cuando, en cambio, «la limitación del acto a
los días de infecundidad natural se refiere no al derecho mismo, sino sólo al
uso del derecho, la validez del matrimonio queda fuera de toda discusión; sin
embargo, la licitud moral de tal conducta por parte de los cónyuges habría que
afirmarla o negarla, según que la intención de observar constantemente aquellos
periodos esté o no basada en motivos suficientes y seguros» (ib. 845)
Estos motivos, continuaba diciendo el Papa, pueden ser de diversa naturaleza
-médica, eugenésica, económica y social- pero siempre deben ser graves. «Pero si
no existen, según un juicio razonable y ecuánime, tales graves razones
personales o derivadas de circunstancias externas, la voluntad de evitar
habitualmente la fecundidad de su unión, mientras se continúa satisfaciendo
plenamente su sensualidad, no puede derivar sino de un falso aprecio de la vida
y de motivos contrarios a las rectas normas morales» (ib. 846)
Paulo VI -remitiendo al discurso de Pío XII que acabamos de citar- escribe, por
su parte, en la Ene. Humanae vitae: «si para espaciar los nacimientos existen
serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los
cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es
lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones
generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos... mientras
condena siempre como ilícitos el uso de medios directamente contrarios a la
fecundación»
Siguiendo a J. L. Soria (Cuestiones de Medicina pastoral, Madrid 1973, 298-303)
podemos resumir así esas enseñanzas:1°) Para poder adoptar esa decisión debe
existir una causa justa. Esos motivos pueden ser variados (eugenésicos, médicos,
económicos, sociales), pero en cualquier caso han de ser graves. Este aspecto
queda claramente marcado en los documentos pontificios mencionados, como ponen
de relieve los adjetivos o expresiones empleados. Así Pío XII habla de «casos de
fuerza mayor» (AAS 43, 1951, 846); «motivos morales suficientes y seguros» (ib.
845); «graves motivos» (ib. 846); «motivo grave, serios motivos, graves razones
personales o derivadas de circunstancias externas» (ib. 867); y en otro
discurso, de «motivos serios y proporcionados» o de «notables inconvenientes» (AAS
50, 1958, 736-737). Y Paulo VI de «serios motivos, derivados o de las
condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias
externas» y de «razones justas» (Humanae vitae, 16)
2°) La gravedad de la causa debe ser proporcionada, entre otras cosas, a los
peligros morales a los que se exponen los cónyuges que practican la continencia
periódica, así como a los riesgos a los que se expondrían en el caso de un
embarazo
Por lo que atañe a la valoración concreta de la entidad de los motivos que
pueden concurrir en cada caso, de sugravedad y proporcionalidad, serán los
cónyuges, ayudados por un consejo prudente, quienes valoren su alcance, siendo
plenamente conscientes, sin embargo, de que en «la misión de trasmitir la vida,
los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder arbitrariamente, como si
ellos pudieran determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a
seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios,
manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y
constantemente enseñada por la Iglesia» (Humanae vitae, 10). Como toda decisión
moral, ésta presupone una disponibilidad espiritual y una actitud de
generosidad, sin las cuales estaría viciada (v. PATERNIDAD RESPONSABLE).
Recuérdese que los hijos han de ser vistos como un bien, y, por tanto, su
limitación como un mal que se sufre, y que, por consiguiente, se desearía que no
existiese. Cuando los motivos que han llevado a pensar en la necesidad de no
tener más hijos son removibles, los cónyuges deben poner de su parte los medios
a su alcance para conseguir su remoción
Junto a la presencia de justos o serios motivos para no desear una nueva
paternidad, se requiere, para vivir la continencia periódica, que la unión en
esos días naturalmente infecundos brote como manifestación exigida por el amor
conyugal y no por una calculada economía del placer. Vivir con rectitud las
obligaciones que dimanan de la vida conyugal conjugando el respeto a la vida y
el fomento de verdadero amor, sea en aquellas circunstancias ordinarias que
hacen posible una procreación generosa, sea en aquellas otras condiciones de
vida que permiten recurrir a la continencia periódica, es difícil y aun
imposible «sin cultivar la castidad matrimonial» (Gaudium et spes, 51), «en la
que el matrimonio encuentra su pleno desarrollo humano y cristiano» (Paulo VI,
Insegnamenti, o. c. en bibl., 309)
7. Matrimonio y familia. El deber vocacional de
padres no acaba en la procreación; ésta es sólo el principio de todo proceso de
madurez físico-espiritual de la persona de sus hijos. De la «unión conyugal
procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana...,
constituidos por el Bautismo en hijos de Dios» (Lumen gentium, 11). El m. se
abre así naturalmente a la familia (v.), que abraza en sí todas aquellas
personas de una u otra manera ligadas en esta misión de los padres: hijos,
abuelos, u otros familiares y aquellas personas dedicadas a las tareas del hogar
Los padres cristianos (V. PADRES, DEBERES DE LOS), constituidos en primeros
educadores de la fe de sus hijos, se esfuerzan en formar auténticos hombres y
mujeres cristianos. Por ello junto a una atención por la formación humana,
intelectual y profesional, han de procurar comunicarles una sincera y honda vida
cristiana. «Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio
camino, se ayuden el uno al otro en la gracia..., y eduquen en la doctrina
cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les haya dado» (ib.
41). Los padres han de ejercer esta misión creando ante todo un clima de amistad
y confianza mutua, «un clima de benévola comunicación y unión de propósitos» (Gaudium
et spes, 52), que les lleve a ser los mejores amigos de sus hijos; amistad (v.)
que no es dejación de la autoridad y respeto necesarios para su recta formación.
Como tarea fundamental de los padres, a la que deben ceder su tiempo otras
tareas profesionales -si se hacen con aquélla incompatibles-, exige una
dedicación y un tiempo: es preciso que los padres trasmitan a sus hijos aquellos
conocimientos y actitudes ante la vida que requieren su crecimiento y desarrollo
intelectual y moral: un trato con Dios, en la línea de sus primeros y más
fundamentales afectos, «para que los hijos aprendan desde los primeros años a
conocer y adorar a Dios» (Conc. Vaticano II, Decr. Gravissimun educationis, 3),
orientación y apoyo de sus ilusiones y afanes, el sentido del cuerpo y origen de
la vida, la conquista de la libertad por decisiones responsables adecuadas a su
capacidad, etc
De poco servirían las palabras informadoras de los padres, si no fuesen avaladas
por la rectitud de sus vidas. La coherencia de la vida de los padres es apoyo
firme para los hijos en el esfuerzo por conquistar su personalidad humana y
sobrenatural. Son éstas obligaciones graves de los padres, que junto a los
desvelos por las vidas y salud de los hijos vienen exigidas por la ley natural y
la ley de Dios. Ya que «han dado la vida a los hijos, están gravemente obligados
a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y obligados
educadores» (ib.)
Los hijos, por su parte, contribuyen poderosamente al enriquecimiento del hogar
familiar. Han de sentirse obligados en conciencia a corresponder con espíritu de
veneración, respeto y obediencia al espíritu de sacrificio y desvelos de sus
padres, y asumir una actitud responsable ante los problemas comunes del hogar o
aquellos personales de los padres
V. t.: FAMILIA 1, IV y V; NOVIAZGO; EDUCACIÓN; NATALIDAD I y III; PATERNIDAD
RESPONSABLE; CASTIDAD 111; FORNICACIÓN II; CONSEJOS EVANGÉLICOS; VIRGINIDAD
J. FERRER SERRATE. F. GIL HELLIN
BIBL.: LEÓN XIII, Enc. Arcanum, 10 feb. 1880, A. Leonis XIII, II, 10-40; Pío XI, Enc. Casti connubii, AAS 22 (1930) 539-561; Pío XII, Alocución a la Unión Católica Italiana de Comadronas, 29 oct. 1951, AAS 43 (1951) 835-854; PAULO VI, Alocución al Sacro Colegio, 23 aun. 1964, AAS 56 (1964) 581-589; CONO. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, II, cap. I; PAULO VI, El matrimonio: Perfección humana, sacramento cristiano, en Insegnamenti di Paolo VI, Ciudad del Vaticano 1970, 300-312
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991