MATRIMONIO III. TRADICIÓN Y MAGISTERIO ECLESIÁSTICO
La Tradición (v.) cristiana y el Magisterio eclesiástico (v.) se han ocupado con
gran abundancia del tema del m. Los Padres tratan de él en sus comentarios sobre
eJ Génesis y sobre las bodas de Caná, en las exposiciones catequéticas sobre los
sacramentos, en las disputas con las diversas herejías que al considerar a la
materia como mala en sí misma desembocan en la condena del m., etc
Posteriormente los grandes maestros escolásticos le dedican amplio espacio
en sus síntesis. Finalmente los diversos movimientos de espiritualidad laical
han llevado, de un modo u otro, a subrayar aspectos del valor cristiano del m.
El Magisterio eclesiástico, por su parte, lo ha tratado sobre todo al exponer la
doctrina sacramentaria
De ese amplio material, nos centraremos aquí en dos aspectos: por lo que
se refiere a la Tradición, en la doctrina de S. Agustín, cuya importancia en
este tema ha sido enorme; por lo que se refiere al Magisterio, en la doctrina
declarada por los Concilios ecuménicos
1. Las enseñanzas patrísticas a través de San Agustín. S. Agustín,
asimila, resume y expresa las enseñanzas de la tradición patrística anterior a
él y su síntesis tuvo la máxima importancia e influjo hasta el s. xvi; e incluso
más tarde, aunque de alguna manera indirecta, hasta nuestros días: apenas hay,
p. ej., comentario al Conc. Vaticano II en esta materia que no comience
aludiendo al espíritu y a la letra de lo trasmitido por S. Agustín
El origen y la finalidad del m. cristiano están, según él, en la voluntad
salvífica de Dios, eterna y eficaz, con la que destina a los hombres a la ciudad
eterna de Dios; origen y fin que no cambiaron sustancialmente a raíz del pecado,
ya que aquella voluntad divina ni dejó de ser salvífica, ni ha cesado de tener
eficacia ante la nueva situación proveniente del pecado. S. Agustín desarrolla
el tema del m. cristiano primera y principalmente de cara a aquella comunidad
definitiva que llama con el nombre de ciudad de Dios. No es para él el m. un
grupo meramente terrestre, convocado por la carne y la sangre solamente, sino
una preparación activa para el cielo, un «seminario de la ciudad de Dios» («quoddam
seminarium civitatis»: De civitate Dei, XV,16,3: PL 41,459). Este origen y fin
del m. y la bondad intrínseca del mismo son las dos coordenadas que conducen el
pensamiento de S. Agustín en esta materia, no sin vicisitudes, originadas éstas
por la triple actitud polémica que en aquella encrucijada de la historia de la
Iglesia correspondió a S. Agustín como tarea y misión.
a) Los tres errores de la época. S. Agustín escribió sobre el m. cristiano
teniendo presentes las tres herejías de la época, y como éstas eran tan diversas
y hasta opuestas entre sí (desde el pesimismo radical de los maniqueos hasta el
optimismo exagerado de los pelagianos, pasando por el indiferentismo de
Joviniano) de ahí la riqueza de aspectos estudiados por S. Agustín, requiriendo
una profundidad y un discernimiento no fáciles. Es ésta una advertencia
sustancial para entender bien las doctrinas del Doctor de Hipona, que de no
encuadrarlas en su contexto propio, pueden falsear su perspectiva y, por tanto,
la ortodoxia misma en materia tan delicada
Desde el año 388 hasta el 395 escribe S. Agustín obras cuya intención es
demostrar la bondad del m., refutando así la herejía maniquea (v. MArnQUENMO) y
su pesimismo radical acerca del m. (cfr. De moribus Ecclesiae Catholicae, De
Genesi contra maniquaeos, De continentia). En efecto, la herejía maniquea fue en
el terreno de la moral sexual gravísima, a pesar de su estima (aparente) a la
virginidad. La gravedad consistía sobre todo en el motivo mismo por el que huían
del m.: por considerarlo como malo, condenable, invento del demonio. Si algunos
no resistían a la tentación de contraer el m., se les advertía encarecidamente
que, sobre todo, trataran de evitar los hijos a toda costa, ya que engendrar los
hijos era tan malo como encerrar en una cárcel de carne partículas de Dios que
son las almas (cfr. Contra Faustum Maniquaeum, a. 397-398: PL 42,207 ss.)
En torno al año 400 S. Agustín dedica sus mejores fuerzas a salvar el
equilibrio necesario entre dos realidades o estados de vida sustantivos para la
vida de la Iglesia: la virginidad (v.) y el m.; equilibrio que había sido roto
en fecha inmediatamente anterior por los errores, doctrinales y prácticos, del
monje Joviniano, el cual no sólo afirmaba que ante Dios lo mismo da virginidad
que m., sino que sus afirmaciones iban más allá todavía, llegando a decir que la
mayoría de los que optaban por la virginidad o celibato, lo hacían así, no por
agradar más a Dios en este servicio eclesial, sino con el fin de no soportar las
cargas inherentes al m., o por falta de humildad y espíritu de sacrificio. Para
apoyo de sus doctrinas aducía Joviniano textos bíblicos del A. T., exhortando al
mismo tiempo a seguir el ejemplo de aquellas mujeres que se casaban y tenían
muchos hijos. En cambio no ponía de relieve aquellos pasajes del N. T. en que se
habla «de labios del mismo Cristo» -le dice S. Agustín- del aprecio, estima y
hasta prioridad del carisma de la virginidad, vivida «por el Reino de los
cielos» (De bono coniugali: PL 40,373 ss.; De sancta virginitate: PL 40,397). La
influencia práctica de los criterios erróneos de Joviniano fue tanta que muchas
religiosas y monjes fueron abandonando sus casas religiosas y monasterios para
casarse. S. Agustín en sus Retractationes comprueba con dolor todo el volumen y
gravedad de aquellos errores y se arrepiente y «retracta» de no haberlos
refutado con más energía a su debido tiempo en evitación de tan perniciosas
consecuencias para la Iglesia (Retractationes, a. 426-427: PL 32,583 ss.)
La situación creada era tanto más grave cuanto que en aquel contexto y
época el ir contra las enseñanzas de Joviniano parecía que llevaba consigo
rebajar el m. mismo. No fue así. Poner de relieve la virginidad, tal como mandan
las Escrituras, no es, no puede ser, a costa de rebajar el m. Por eso S. Agustín
escribió primero sobre la bondad de éste con un título (De bono coniugali). que
es pura y simplemente afirmativo de la bondad del m. y demuestra bien a las
claras el poder de discernimiento con que S. Agustín eludió de entrada la
objeción principal: la tentación de rebajar el m. para ensalzar la virginidad; y
habló de ésta en los términos elogiosos «que salieron de labios del Señor» (De
bono coniugali, 10,10: PL 40,381). «Se equivocan, dice S. Agustín, aquellos
hombres que no guardan la moderación; los que yendo a bandazos de extremo a
extremo, no miran los demás testimonios, que también son de autoridad divina; si
los quisieran leer, podrían librarse de la polarización (heterodoxa) y gozar de
la doble presencia de la verdad y de la prudencia. No faltan, sigue diciendo,
quienes queriendo leer en la S. E. los elogios de la virginidad, condenaron el
m.; y por el contrario, quienes siguiendo solamente los testimonios de la
Escritura sobre la bondad del m., equipararon la virginidad a las nupcias. A
algunos les basta leer en S. Pablo frases como la de que es bueno no comer carne
ni beber vino y otras semejantes para emitir un juicio negativo sobre las
criaturas de Dios tratándolas, sin más, de impuras; y hay quienes caen en el
extremo contrario: la simple lectura de que toda criatura de Dios es buena, y no
hay que rechazar lo que se recibe en acción de gracias, les basta para caer en
la voracidad» (De fide et operibus, 4,5: PL 40,200)
Así, pues, S. Agustín ensalzó la virginidad pero salvando la bondad del m.
y avalando su afirmación abundante y razonadamente: es Dios mismo el que
recomienda el m. como consta por testimonios frecuentes de la S. E.; el m. es
obra de Dios, y las obras de Dios son buenas, ésta, en concreto, muy buena (Gen
1 y 2); esto mismo se demuestra por la presencia de Cristo en las bodas: «etiam
quia venit (Dominus) invitatus ad nupcias»; el amor se desarrolla y serena en el
clima matrimonial, en el que esposo y esposa aspiran al título de padre y madre,
que se dan mutuamente; esta meditación de paternidad les da cierta gravedad,
entendida ésta en el mejor sentido de la palabra, es decir, como dignidad y
elevación; la fe mutua, entendida como fidelidad, es otro de los grandes bienes
del m.: esta fe que «aun a nivel de realidades humanas, matrimoniales, es un
gran bien espiritual»; la sacramentalidad del m., entendida en su
indisolubilidad, está consignada como el tercero de los bienes matrimoniales por
S. Agustín, pero en buena ley de exégesis la sacramentalidad es considerada como
el bien más grande de los tres, hasta el punto de ser fuente de sentido y
exigencias para el m. por sí mismo, aun en el caso de que falten a éste los
demás bienes, es decir, los hijos y la fidelidad, de hecho
En conclusión podemos decir: S. Agustín termina esta segunda fase de su
enseñanza matrimonial -enfrente de los errores de Joviniano- con una conclusión
positiva enunciada en dos formulaciones complementarias: la primera afirmando la
bondad del m., por cierto una bondad absoluta, y no como si fuera un mal menor
(que la fornicación), es decir, el m. es bueno en sí mismo y como término, no
como mero medio de huir de la fornicación: «no son dos males el matrimonio y la
fornicación, de los cuales uno peor que el otro». La segunda establece una
comparación entre m. y virginidad, sentando la prioridad de ésta si es vivida
por el Reino de los cielos (De bono coniugali, 8,8: PL 40,379)
Hay una tercera fase en la vida y doctrina de S. Agustín, en la que,
contra el optimismo exagerado de los pelagianos (v. PELAGIO Y PELAGIANISMO),
insiste en que, si bien el sexo viene de Dios y a Dios lleva, no se puede
ignorar la realidad histórica del pecado (v.), y la necesidad de la redención
por la gracia (v.): el sexo, la afectividad, las relaciones de hombre y mujer
están necesitadas de gracia: sanante y elevante (es cierto que S. Agustín
insistió más -quizá por razones gutobiográficas y ambientales de su época- en
los aspectos sanantes de esta gracia). No descansó la mente de S. Agustín hasta
encontrar la clave de la solución y la distinción fundamental con la que aclaró
todo este panorama: el m. mismo es bueno, viene de Dios; la concupiscencia (v.)
no es buena, no viene de Dios («carvis concupiscencia non est a Patre, sed ex
mundo est»: 1 lo 2,16; Contra duas Epistulas Pelagianorum 111,8,24: PL 44,606).
No necesitaríamos de gracia y redención, sigue diciendo, si naciéramos con una
naturaleza sana y en gracia; por otra parte no sería posible la Redención si
nuestra condición carnal fuera intrínseca y absolutamente mala: la primera
afirmación va contra el optimismo exagerado de Pelagio; la segunda, contra el
pesimismo radical de los maniqueos. He aquí el equilibrio dogmático y la
síntesis a la que llegó S. Agustín y con él la Iglesia misma de su tiempo,
superando una crisis tan difícil y delicada. Es así como S. Agustín percibe el
puente dogmático que tiende sus brazos entre Creación y Redención, sin pérdida
de continuidad en la obra de Dios: y es que «el mismo Cristo que está en el
origen de toda creación, se ha hecho hombre para sanarlo (y salvarlo)» (De
peccato original¡, 33,38: PL 44,404)
La conclusión y pensamiento definitivo de S. Agustín es que son buenas las
nupcias, en todos los elementos que tienen éstas como propios («tionum ergo sunt
nuptiae in omnibus quae sunt propria nuptiarum»; ib. 34, 39). Esta afirmación a
favor del m., que es verdadera en el orden ontológico, lo será también en el
orden moral cuando éste responda a aquél. La necesidad y presencia de gracia en
el m. no provienen de la maldad de éste, sino al contrario, presuponen su bondad
original y fundamental: la gracia perfecciona lo que es naturalmente bueno, no
crea la bondad de lo que en sí es malo. La necesidad de gracia en el m. proviene
más bien de la actitud de desobediencia en que heredamos -de hecho e
históricamente- nuestra naturaleza humana y que como conflicto permanece
siempre, a pesar de la purificación bautismal y de la presencia de gracia en
nosotros: «El reato (del pecado original) desaparece con el Bautismo; pero su
conflicto permanece hasta la muerte. No bastan las fuerzas de nuestra voluntad,
como, a primera vista te parece, para superarlo, si la fuerza de la gracia no
nos ayuda desde lo alto. Es luchando, y no negando su existencia, como se logra
la victoria; venciéndola, no excusándola: pues se trata de una concupiscencia
que, si cedes consintiendo en ella, el mal se hace presente como pecado
(personal); si resistes, también reconoces su maldad con tu misma lucha por
evitar la caída» (Opus imperfectum contra Iulianum, 1,71: PL 45,1090)
b) Los bienes del matrimonio. S. Agustín afirmó el sentido positivo de la
gracia del m., gracia que es necesaria sobre todo para amar los bienes que son
propios del m. en el plan de Dios: el bien de la prole, la fidelidad y la
sacramentalidad (De nuptiis et concupiscent¡is, 1,37,19: PL 44,424). Puesto que
se trata de una gracia cristiana, será para amar los bienes del m. en una forma
cristiana; esto traducido y aplicado a cada uno de los bienes del m. cristiano
quiere decir lo siguiente. En cuanto a la prole, los esposos cristianos no
solamente desean que nazcan hijos (prole), sino también que renazcan para la
vida eterna. Sin esta referencia sobrenatural y salvífica, no podría hablarse de
tionum prolis sino de prole simplemente. La razón profundísima de todo esto
consiste en que toda paternidad, participada de la de Dios, tiene que orientarse
definitivamente hacia Dios en la prolongación de sus hijos. En una palabra, no
basta que sea participación del poder creador de Dios, sino también de su
voluntad salvífica. También la fidelidad mutua se especifica y eleva como
cristiana: «no se trata de una fidelidad pagana, dice S. Agustín, consistente en
los celos de la carne... En el matrimonio cristiano, los esposos que son
miembros de Cristo deben temer el adulterio y evitarlo no por egoísmo, sino por
amor al cónyuge (y a Cristo, Esposo original); y de Cristo esperar el premio de
la fidelidad que dan al otro cónyuge» (ib.). «Muchas veces el marido estará
ausente; siempre el Esposo está presente», dice refiriéndose a Cristo, Esposo de
la Iglesia. Más aún, esta fidelidad e indisolubilidad tienen sentido en esta
perspectiva cristiana del m., aunque de hecho no se tengan hijos por no poder
tenerlos: y es que para S. Agustín «no hay matrimonios cristianos estériles» si
viven el espíritu del N. T. Serán fecundos, no carnalmente, en la visibilidad de
sus hijos, sino espiritualmente, en los hijos de los demás. En cuanto a la
sacramentalidad, S. Agustín nunca tuvo dudas de que el m. proviene de Dios y que
fue ratificado por la presencia de Cristo en las bodas. Supuesta la presencia de
Cristo, que es lo principal, era de esperar que aquellos novios se convirtieran
en esposos cristianos en fe, caridad, castidad, etc., y que, si es preciso, el
agua se convirtiera en vino. Así queda afirmada fundamentalmente la
sacramentalidad del m., no ya con las palabras de Cristo, sino con los hechos y
gestos: con su presencia transformante en las bodas
2. El matrimonio en los Concilios de la Iglesia. Siempre la Iglesia tuvo
conciencia de ser sacramento de salvación y de haber siete sacramentos (v.),
instituidos por Jesucristo, los mismos que hoy. Y no se trataba de una mera
vivencia, más o menos confusa, de dicha verdad, sino que' ésta es consustancial
a la Iglesia misma. En la esencia íntima de la Iglesia está la Alianza salvífica
de Dios con el pueblo elegido (relación que en la S. E. es explicada por la
analogía matrimonial), en la que Dios es el Esposo que libremente y por amor (hesed)
se da salvíficamente a la esposa (Os 2; Ier 3,6-16; Ez 16 y 23; Is 54). Siendo
sublime esta doctrina profética del A. T. sobre el m. de Dios con el pueblo
elegido para salvarlo, en realidad la fase propiamente veterotestamentaria no
merece más que nombre de «promesa de matrimonio» y no de realidad plena de éste,
que tendrá lugar en la Nueva Alianza en Cristo. La relación de Cristo con la
Iglesia es presentada a modo de sacramento original de todo m.: en esta
perspectiva de promesa y presencia afirma el Concilio de Trento que difieren
mucho los sacramentos de la Nueva Ley de los de la Antigua (Denz.Sch. 1602)
Tres fases doctrinales, complementarias y progresivas, se nos manifiestan
en tres Concilios ecuménicos medievales
a) Los sacramentos son siete, siendo el matrimonio uno de ellos. En
efecto, en la confesión de fe propuesta a los orientales con ocasión de su unión
con Roma en el Concilio II de Lyón (1274), se les preguntaba si creían que el m.
es uno de los siete sacramentos. Siendo un Conc. ecuménico, Concilio de unión, a
nadie se oculta la importancia de esta afirmación conciliar: «la Iglesia
sostiene y enseña que, siendo siete los sacramentos, uno de ellos es el
matrimonio» (Denz.Sch. 860). Ya anteriormente el Conc. II de Letrán (1139) había
hecho una referencia al m., pero se contentó con «reprobar a los que condenaban
la alianza legítima del matrimonio» (Denz.Sch. 718). Y el Conc. de Verona
(1184), no ecuménico, había hablado del sacramento del m., junto con los del
Bautismo, Eucaristía, Penitencia, etc. (Denz. Sch. 761)
b) Sacramento de la Nueva Alianza. Esta expresión del Conc. de Florencia
(1438-45) es luminosa y explícita en cuanto a la afirmación de la
sacramentalidad del m.: es sacramento de la Nueva Alianza, cuyo significado nos
explica el Concilio a continuación: difieren mucho los sacramentos de la Nueva
Ley de los de la Antigua; y la diferencia fundamental está en que los
sacramentos del A. T. no causaban la gracia, sino que solamente significaban la
que en virtud de la Pasión de Cristo se daría; en cambio, estos nuestros
sacramentos contienen la gracia y la confieren a los que los reciben dignamente
(Denz.Sch. 1327). Esta doctrina conciliar -que, como decíamos más arriba, hace
suya Trento- es importante porque advierte a los que viven la realidad
matrimonial en la etapa de la Nueva Alianza toda la significación, la elevación
de gracia y las exigencias morales de la fase de la historia de la salvación en
que vivimos
c) El matrimonio es eficaz por su gracia. Es lo que dice el Conc. de
Trento (1545-63) teniendo presentes las dudas, vacilaciones y negativas de los
protestantes a esterespecto y dando respuesta a ellas: «la gracia
que-perfecciona aquel amor natural y corrobora su indisoluble unidad, nos ha
sido merecida por el mismo Cristo en su Pasión, siendo Él quien ha instituido y
perfeccionado estos venerables sacramentos; concesión de gracia que ha sido
sugerida por eJ Apóstol S. Pablo en Eph 5,25-32» (Denz.Sch. 1799). Todavía es
más explícito aquel Concilio al enseñar dogmáticamente que el m. es verdadera y
propiamente uno de los siete sacramentos de la Ley Evangélica, instituido por
Cristo, que concede gracia y que no puede pertenecer a la Iglesia quien no
admita esta doctrina (Denz.Sch. 1801)
En la época moderna, diversos Pontífices se han ocupado del m.: León XIII,
en su Ene. Arcanum, de 1880 (ASS 12, 1879-80, 388 ss.); Pío XI, en su Ene. Casti
connubii, de 1930 (AAS 22, 1930, 541 ss.); Pío XII en numerosos discursos y
alocuciones
El Conc. Vaticano II ha hablado amplia y positivamente acerca del m.
cristiano, sobre todo en dos de sus documentos más significativos: 1°) en la
Const. Lumen gentium, porque el m. es constitutivo de la Iglesia misma. En
efecto, en el cap. 11 habla sobre el pueblo de Dios y concretamente en el no 11
desarrolla el tema del ejercicio del sacerdocio común de los fieles en los
sacramentos; y la afirmación es clara, superando toda vacilación en este punto
decisivo: «los cónyuges cristianos en virtud del sacramento del matrimonio por
el que manifiestan y participan el misterio de la unidad y fecundo amor entre
Cristo y la Iglesia (Eph 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida
conyugal y en la procreación y educación de los hijos, y, por tanto, tienen en
su condición y estado de vida su propia gracia en el pueblo de Dios (1 Cor
7,7)». 2°) En esta misma perspectiva, cristiana y eclesial, estudia en la Const.
Gaudium et spes el m., analizando diversos aspectos: situación del m. y la
familia en el mundo actual (n° 47); el carácter sagrado del m. (48), el amor
conyugal (49), la fecundidad matrimonial (50-51), el desarrollo y crecimiento de
la vida familiar (52)
BIBL.: Documentos del Magisterio: CONC. DE ELvIRA, can. 9: Denz.Sch. 117; CONC. DE FLORENCIA, Decr. Pro armenüs: Denz. Sch. 1327; CONC. DE TRENTO, ses. XXIV: Denz.Sch. 1797-1816; CONC. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, 47-52; ID, Const. Lumen gentium, 11; íD, Decl. Dignitatis humanae, 11; S. SIRICIO, Carta Directa ad decessorem, 10 feb. 385: Denz 88; INOCENCIO III, Carta Quanto te magis, 1 mayo 1199: Denz.Sch. 768-769; íD, Carta Gaudeamus in Domino, a. 1201: Denz.Sch. 777-778; íD, Carta Ex parte tua, 12 en. 1206: Denz. Sch. 786; Pío IX, Syllabus, 8 dic. 1864: Denz.Sch. 2973; íD, Aloc. Acerbissimurn, 27 nov. 1852: Denz. Sch. 1640; BENEDICTO XIV, Const. Nuper ad nos, 16 mar. 1743: Denz.Sch. 2356; LEóN XIII, Ene. Arcanum, 10 feb. 1880: Denz.Seh. 3142-3146; Decr. del Sto. Oficio, 27 mayo 1886: Denz.Sch. 3190; Pío XI, Ene. Casti connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930) 539-590; íD, Motu proprio «Qua cura», 8 dic. 1938; Pío XII, Aloc. a los Prelados Auditores: AAS 33 (1941) 425; Aloc. a la Unión Católica Italiana de Comadronas, 29 oct. 1951: AAS 43 (1951) 835-854; íD, Ene. Sacra virginitas, 25 mar. 1954: AAS 46 (1954) 175 ss.; PAULO VI, Ene. Humanae vitae, 25 jul. 1968: AAS 60 (1968) 316-342; MONJES DE SOLESMES, Les Enseignements Pontificaux: Le mariage, París 1954
JOSÉ-LUIS LARRABE
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991