MATRIMONIO 1. ANTROPOLOGÍA Y FILOSOFIA SOCIAL.
Como toda realidad esencial el m. es una totalidad en la que resuenan los
diversos aspectos del hombre, ser compuesto de alma y cuerpo. Pero como no nos
es posible intuir con una sola mirada la realidad esencial de las cosas, hay que
deshojar laboriosamente los diversos estratos que forman esa única realidad,
considerando los diferentes aspectos que integran esa totalidad que llamamos m
1. La sexualidad. A la idea de que la sexualidad (v.) pertenece
constitutivamente al ser del hombre se oponen dos concepciones erróneas. Algunos
sociólogos tratan de relativizar el carácter bisexual, aceptando como «válidas
de un modo general» las diferencias en la vida, de los sentimientos y del ánimo,
y en el modo de pensar, de varón y mujer, pero tratando de fundamentarlas en el
reparto social de papeles entre ambos sexos, condicionado por la historia. A
ello hay que objetar que el condicionamiento histórico de ciertos (no todos)
repartos de funciones no es en modo alguno una prueba contra el hecho de que la
sexualidad acuña de alguna forma el ser humano. Palabras como «prometida»,
«esposa», «madre», «padre» tienen sentidos válidos supratemporalmente y no
pueden interpretarse como divisiones de papeles socialmente condicionados.
Lógicamente la diversidad biológica de ambos sexos se manifiesta también, debido
a la esencial relación entre cuerpo y alma, en lo anímico y espiritual
Todavía es más funesto presentar la sexualidad como degradación del
hombre. La predicación evangélica en el ámbito griego-romano chocó con poderosas
corrientes ideológicas que consideraban la sexualidad, es decir, el presupuesto
esencial del m., como un rebajamiento del hombre. La patria de esas ideas
sublimadoras, enemigas de lo corporal y de lo sexual, eran el dualismo (v.)
persa, el culto de los misterios (v.) de origen oriental, el neoplatonismo (v.),
el gnosticismo (v.) y, no en último lugar, el maniqueísmo (v.). Mani exigía de
sus escogidos que se impusiesen el «sello sobre los pechos y sobre el regazo»;
solamente de ese modo podría conjurarse la desgracia, que se reproduce
eternamente, de que el espíritu sea enterrado continuamente por causa del amor y
del m. en la cárcel oscura de la carne. Este espiritualismo enemigo de lo sexual
ha seducido, frecuentemente de modo larvado, el pensamiento occidental hasta
nuestros días
Según este equivocado espiritualismo, el hombre habría sido al principio
asexual o bisexual y solamente en tiempo posterior, por propia culpa, se habría
diferenciado sexualmente. Estas ideas, herencia de una tradición muy antigua,
suponen en la diferenciación sexual del hombre un defecto estructural, una
deficiencia constitutiva, que no pudo ser querida en el plan primitivo de la
Creación, sino que tuvo que provenir de un principio maléfico o que se introdujo
en el mundo por culpa del hombre. El m. y la familia serían instituciones que se
han hecho necesarias por el fallo del hombre. Estas ideas tal vez estén más
extendidas de lo que a primera vista pudiera creerse, de modo más o menos
consciente, entre los hombres modernos, a pesar de toda una serie de ilustración
pornográfica (v. PORNOGRAFÍA) cada vez más extendida en la vida pública
Son falsas estas interpretaciones pesimistas de la sexualidad, que la
herejía de los cátaros (v.) quiso introducir en el occidente cristiano. Según el
pensamiento cristiano, la diferenciación sexual se contiene en el primitivo plan
de la Creación querido por el amor, la -sabiduría y la bondad de Dios y no ha
evolucionado del monismo asexual al dualismo sexual como consecuencia del pecado
(v.) contra Dios
Por otra parte, la propiedad sexual del hombre no debe confundirse con el
instinto sexual. Aquélla abarca más y condiciona al ser del hombre y de la mujer
en su totalidad, como materia y espíritu. Mientras el hombre, en su calidad de
varón, está más orientado a la acción, el fuerte de la mujer está zn su
ordenación al tú y a la sociedad, a la maternidad (v.), en su modo de ser y de
estar a disposición, en su capacidad de sacrificio, y de servicio; por lo demás,
no hay que exagerar las diferencias entre el hombre y la mujer. Con todo,
permanece el hecho de que el diferente modo de ser del hombre y de la mujer
alcanza hasta las más profundas raíces de su constitución físico-espiritual; aun
cuando el hombre (v.) y la mujer (v.) hagan las mismas cosas, el modo de
realizarlas es distinto, hasta el punto de que el trabajo no doméstico de la
mujer en la sociedad industrializada significa no solamente un quehacer más,
sino algo cualitativamente nuevo
Aunque la diferenciación sexual da una totalidad masculina o femenina a la
totalidad del ser humano en su estructura física y espiritual, están, sin
embargo, ambos sexos en una profunda y tensa relación mutua que hace posible el
diálogo en su más profunda dimensión. Los sexos experimentan esta mutua
correlación como atracción y promesa, como tarea y responsabilidad.
Instintivamente quieren agradarse. Su inclinación mutua puede adoptar formas muy
diversas; puede ser noble y desinteresada, pero también comprometedora y
egoísta; puede manifestarse como inhibición de temor y, sin embargo, aun en este
caso se da una intrínseca relación. En el m. deben unirse, sobre la base de la
igualdad de la naturaleza humana, lo característico del varón y lo típico de la
mujer en una dichosa vida comunitaria. Por eso el hombre y la mujer tienen que
apreciarse en su peculiaridad propia, afirmarla y tomarla en serio. El hombre no
debe tratar a su mujer como si siempre fuera solamente la «muchacha joven», como
quien dice «una niña grande». Y viceversa
2. La fuerza del sexo y del pudor. El poder del sexo, como instintivo
impulso vital, está, por su naturaleza, orientado a un fin que rebasa la esfera
de lo individual; es un presupuesto para la propagación de la especie humana. El
sexo no es algo malo, sino una facultad concedida por Dios al hombre,
relacionada intrínsecamente y en su más profunda dimensión con el m. Aun sin la
caída del primer hombre se hubiera realizado la propagación del hombre
paradisiaco por la unión carnal del hombre y de la mujer
Mientras el animal no puede resistir el impulso del instinto, sino que,
obligado por él, debe servir a la propagación, le es dado al hombre el dominar y
espiritualizar la energía sexual y vivir castamente (v. CASTIDAD III). No se
trata en este caso de una opresión antinatural, sino de una verdadera
superación. Pero, por otra parte, el hombre puede separar perfectamente la
actuación sexual de su finalidad propagadora, es decir, evitar la concepción, lo
que le es desconocido al animal. Tal «engaño» de la naturaleza no es fruto de la
libertad, sino esclavitud de las pasiones. La fuerza del sexo tiene, por su
enraizamiento profundo, un influjo destructor, tanto en el hombre como en la
mujer, cuando degenera egoístamente. El instinto sexual debe ser disciplinado
Es propio del hombre proteger instintivamente contra la profanación las
zonas íntimas de la personalidad. Y así existe, p. ej., en todo hombre, el pudor
del alma, es decir, la involuntaria tendencia a no exponer a la vista de los
demás el sancta sanctorum de lo personal, como se ve en los diarios de juventud.
Como la profanación en el ámbito sexual es especialmente funesta, el instinto de
protección, la tendencia al pudor, está en este campo tan fuertemente
desarrollado, que cuando se habla del pudor (v.) sin más se alude al pudor
sexual. No es ni un resultado de la educación o costumbre ni un efecto del miedo
y asco, sino una tendencia natural a la protección que defiende el sentimiento
original humano «de caer en la esfera de lo meramente instintivo» (Th. Müncker).
Es lamentable que reine en la sociedad moderna un sobreexcitante clima sexual y
que la desvergüenza, p. ej., en la vida de diversiones o en la propaganda se
abra camino públicamente. Un ataque refinadamente dirigido contra toda clase de
pudor, contra el pudor espiritual y sobre todo contra el sexual, está en marcha.
El escandaloso desnudismo e indiscreción pone en peligro de modo especial a la
juventud y rompe los muros que el m. y la familia han construido como defensa.
El pudor sexual es una «reserva» en el doble sentido de la palabra: como
retraimiento defensivo y como acumulación de valores, que solamente deben ser
entregados en la intimidad del m. Al mismo tiempo, el pudor deja que el amor
crezca y madure, mientras «espera como un ángel del temor ante la puerta del
misterio que el amor abriría un día», como ha dicho Eugéne Masure. Esta fuerza
de la preservación está ordenada esencialmente al m. y conserva su significado
en el m., aunque sea en otra forma.
3. Amor matrimonial. En muchos pueblos dominó, durante siglos, la
costumbre patriarcal de que los padres determinaran el contrayente sin preguntar
a los hijos, jugando un papel decisivo los intereses económicos, dinásticos o
políticos. Por lo demás, se daba por supuesto que la mutua y profunda
inclinación entre los sexos conducía pronto a la simpatía y al afecto. No
raramente se veían los novios (v. NOVIAZGO) por primera vez en su vida en el día
de la boda; es también «probable que se dieran entonces menos matrimonios
infelices que en la actualidad», porque «la atracción de la familia y de los
parentescos suplía la de los individuos» (W. Morgenthaler). Entonces se decía:
«porque tú eres mi esposa, te quiero»; hoy, en cambio, se dice: «porque te
quiero, serás tú mi esposa»
Naturalmente, el contrato matrimonial de la época patriarcal solamente
podía considerarse moralmente correcto cuando los contrayentes daban su
asentimiento a la decisión paterna, sin temor y sin coacción, y cuando podía
darse por seguro que habría de despertarse el amor mutuo. La Iglesia ha
considerado válidos los m. celebrados según costumbre en tiempo del
patriarcalismo, mientras ha declarado inválidos los m. celebrados bajo coacción.
Y esto de modo eficaz, porque la jurisdicción sobre el m. estaba sometida a los
tribunales eclesiásticos
Por tanto, el afecto y el amor (v.) eran reconocidos, incluso en la era
patriarcal, como fuerzas que conducen al m. Aunque algunos sociólogos afirman
que el camino del amor personal para el m. fue ajeno a la era patriarcal y que
apareció por vez primera en los s. xi y xii, pocoa poco, por obra de los
trovadores y juglares, tal tesis aparece en contradicción con los testimonios
históricos. Ya en el libro del Génesis -y en él se describe una situación
típicamente patriarcal- se dice: «Amaba Jacob a Raquel... y sirvió Jacob por
Raquel siete años, que le parecieron sólo unos días, por el amor que le tenía»
(Gen 29,18 ss.). Cuando la madre de Samuel se quedaba sin hijos y se entristecía
por ello, su marido, Elcana, le decía: «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por
qué está triste tu corazón? ¿No soy yo para ti mejor que diez hijos?» (1 Sam
1,8)
Ciertamente no se da una palabra de tan sublime y santo contenido, pero
simultáneamente designativa de cosas tan rastreras y vulgares, como la sencilla
palabra «amor» que se emplea también cuando un ser humano se aprovecha de otro y
le somete sexualmente por la fuerza. S. Tomás de Aquino advierte que, en este
sentido, podría decirse que el león quiere al ciervo en cuanto le ve u oye su
voz: «porque es un bocado exquisito para él» (Sum. Th. 2-2 g141 a4 ad3). Tal
explotación de las bajas pasiones carece de fuerza constructiva en el m., el
cual es propio solamente del amor que es portador de valores. Y éste en su doble
forma: como eros y como ágape
La general atracción y tensión entre los sexos se especifica y determina
en un ser concreto del otro sexo por medio del amor sexual, que pudiéramos
llamar eros. El eros está hoy, al principio, en el mayor número de las
relaciones matrimoniales; es un «amor de concupiscencia», pero en el sentido más
noble. El eros busca complemento, enriquecimiento de vida, felicidad, plenitud
en el ser amado. En cambio está amenazado por un doble peligro: por una parte,
el peligro de encerrarse en sí mismo, y por otra, el peligro de revestir a la
persona amada con una silueta ideal que no responde a la realidad, y que puede
conducir fácilmente a la desilusión. También ese amor que llamamos eros suele
prometer a veces a los amantes una felicidad que no es posible alcanzar durante
el peregrinaje en este mundo. Aun cuando el eros -como amor espiritual del sexo-
no está primariamente unido con el instinto sexual, sobre todo en las jóvenes,
empuja normalmente hacia el enamoramiento; esta tendencia, como algo vital que
es, no permanece inactivo, sino que tiende a introducirse en la intimidad.
Con el tiempo no bastará el eros para sobrellevar todas las obligaciones
del m.; pues «todos esos fuegos se consumen lentamente» (Sigrid Undset). Al amor
sensible tiene que unirse aquel otro amor que S. Pablo llama ágape, el cual es
«paciente, benigno, no es interesado, no se irrita, no piensa mal, todo lo
excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad no pasa jamás»
(1 Cor 13,4-8). Podrán darse m. en los cuales el ágape se una desde el principio
al eros. En la mayor parte de los m. el ágape o amor sobrenatural crece
paulatinamente. De lo contrario el m. está llamado al fracaso
El ágape generoso y desinteresado no tiende, como el eros, al
enriquecimiento vital del propio yo, sino de la persona amada. No pretende ser
feliz, sino hacer feliz, y se conserva lejos del peligro de «un egoísmo a dúo».
El ágape busca la comprensión del otro de modo intuitivo, le acepta como es, con
todas sus limitaciones y debilidades, y no proyecta, en la persona amada,
ninguna imagen ideal que la transfigure. Este amor de caridad (v.) es un
adentrarse de modo propio en el ser del otro y, al mismo tiempo, una disposición
para la íntima comunicación vital, a fin de ayudarse a llevar conjuntamente los
deberes y obligaciones
Al eros y, sobre todo, al amor sobrenatural, desinteresado y comunicativo,
les es propio una fuerza transformadora. Aquí encuentran todos los aspectos de
lo sexual su sentido pleno y su sublimación. Eros y ágape penetran y acrisolan
lo sexual en el hombre, no para suprimirlo, sino para ennoblecerlo. Lo sensible
y lo sexual se convierten en expresión del amor matrimonial y le preservan de
convertirse en un desenfrenado fin de sí mismo. También la fuerza de
preservación del pudor encuentra en el amor su cumplimiento, puesto que el
hombre, sin temor de violencia, puede hacer entrega de lo más recóndito y
personal. Del mismo modo, el deseo de agradarse mutuamente, que puede degenerar
fácilmente en coquetería, será vivido con plenitud de sentido en el verdadero
amor
4. La procreación. El amor y entrega matrimoniales se orientan por su
propia naturaleza a la generación de nueva vida. «El hombre no puede ser
sexualmente activo, sin iniciar procesos que, en su contenido y según su
intrínseca plenitud de sentido y por su esencial finalidad, no sean parte
integrante del despertar de nueva vida» (Wendelin Rauch). Como consecuencia de
esta ordenación intrínseca, la procreación no debe separarse del amor
matrimonial, p. ej., mediante la inseminación artificial o el abuso del m. (v.
v, 6)
El fin principal del m. es la procreación de los hijos. Una y otra vez se
ha intentado presentar objeciones a este aspecto del m. Peter Franz
Reichnsperger, p. ej., opinaba en 1847 que «la verdadera definición intrínseca»
del m. es la «total felicidad y ennoblecimiento de los hombres» en la «comunidad
indivisa de la vida», «pero que la procreación de hijos no es más que un fin
accesorio y no absolutamente esencial». La opinión de que la comunidad de vida y
amor de varón y mujer es el fin primario del m. ganó no pocos partidarios,
especialmente en los años treinta del s. xx: la «comunidad yo-tú» es «lo
primariamente intentado y querido por el matrimonio» y «no la introducción de un
tercero, puesto fuera del varón y de la mujer, al que miran en común» (F.
Schwendiger); la opinión de la «teología antigua», que «desde condicionamientos
históricos vio el fin primero y principal del matrimonio en la procreación de
descendencia y en su educación», no es sostenible «en esta forma, ya que no hace
justicia ni a la comunidad matrimonial ni a la mujer» (N. Rocholl)
Estas doctrinas están en contradicción con la finalidad inmanente del m.
en cuanto institución natural. El fin principal es, sin duda, la generación y
crianza de los hijos (finis operis primarius). Pero, además, el m. tiene otro
sentido objetivamente inmanente (otro finis operis), a saber, la comunidad de
vida y amor de varón y mujer, que suele llamarse secundario (f inis operis
secundarius). Aunque el fin secundario está esencialmente vinculado y
subordinado al primario, le compete, como se dice en una sentencia de la Rota
del 22 de en. de 1944, «cierta independencia», ya que puede cumplirse también en
el m. sin hijos, pero no en el m. en el que deliberadamente se han evitado
éstos. La comunidad de vida y amor forma una unidad natural con la procreación y
educación de los hijos; si éstos se evitan no es posible íntegramente aquélla;
una prueba es el pensar que un m. feliz siente cuando no puede tener hijos o
involuntariamente tardan éstos en llegar. Distinta puede ser la razón de fines
del m. si atendemos a las intenciones personales de los esposos (al (inis
operantis), pero es necesario que los fines del m. estén estrechamente
entrelazados, ya que la felicidad, perfeccionamiento y desarrollo personales se
realizan en el dar la vida y en el educar. En este sentido los hijos son de
inestimable importancia para la comunidad de vida y unión de los esposos.
Preocupa profundamente que muchos esposos abusen del m. y apenas quieran
reconocer ya como pecado su conducta; es decir, que capitulen en masa ante el
cumplimiento de un importante precepto natural y se deslicen a vivir en una
laxitud de conciencia como la que antes estaba bastante difundida en algunas
regiones frente a las «razones» de venganza personal
5. El matrimonio como contrato e institución. En la Enc. Casti connubii
(parte II) de Pío XI se dice: «El matrimonio tiene solamente lugar a través del
libre consentimiento de ambos contrayentes». Objeto de esta unión de voluntades,
que «no puede ser sustituida por ningún poder humano», es, con todo, solamente
esto: «que los contrayentes quieran o no contraer realmente matrimonio, y, a
decir verdad, con una determinada persona». Por otra parte, la naturaleza del m.
«está completamente sustraída al capricho de los contrayentes, de modo que quien
haya contraído una vez matrimonio se someta a las leyes divinas y a la
naturaleza intrínseca del mismo» (Denz. Sch. 3700). Mientras otros contratos
están sujetos al libre convenio de los contrayentes, el contrato matrimonial
está determinado en su contenido por su misma naturaleza, es decir, por Dios
mismo. La celebración del m. en la forma contractual de modo que cree una
obligación ante Dios y ante los hombres es una exigencia del orden social y, al
mismo tiempo, una manifestación del amor conyugal, que se expresa a través del
juramento santo como unidad, indisolubilidad y exclusividad. En este sentido es
el contrato matrimonial «la traducción jurídica del concepto del amor» (R.
Savatier)
El liberalismo (v.) individualista de fines del s. xvrt empezó a disentir
enérgicamente del convencimiento, general en todos los pueblos y en todos los
tiempos, de que existen instituciones sociales de naturaleza anterior al
convenio humano. El Dictionnaire philosophique, fundado por Voltaire (v.), de
mentalidad racionalista, designó el m. como «un simple contrato entre
ciudadanos» que podía ser en todo tiempo disuelto, «sin que necesitase de otro
motivo que el de la expresa voluntad de los esposos». Igualmente el decreto de
la Revolución francesa de 20 sept. 1792 dio una interpretación individualista
del m.: «Un lazo indisoluble» destruye «la libertad individual»; por lo mismo,
se le concede al esposo la declaración de divorcio, aduciendo como motivo
exclusivo la falta de la armonía de intereses característica del m. Durante
largo tiempo se quiso suprimir el código jurídico de la Revolución francesa de
1789 al 1804 por tratarse de «un derecho de transición, de corta vida»; pero sus
efectos se dejan notar de modo manifiesto en el derecho matrimonial hasta
nuestros días
Aun cuando el indivualismo liberal -al menos en lógica consecuencia-
despojó al m. de sus propiedades esenciales, tuvo que confesar que las
relaciones entre el hombre y la mujer no podían dejarse al puro capricho. Así se
comprende que el Estado (v.), el cual por una concepción individualista de la
sociedad (v.) se opuso al individuo como un poder ilimitado, exigiera para sí la
prerrogativa sobre el m. y la familia y la facultad de fijar el derecho
matrimonial y someterlo a sus leyes. Es digno de notar que José 11, bajo el
influjo del enciclopedismo, declarara en el decreto oficial sobre el m. de 16
en. 1783 que «el matrimonio debía considerarse como contrato civil» y «que
recibía su naturaleza, valor jurídico y finalidad, única y exclusivamente de
nuestras leyes nacionales»; una concepción que ha encontrado cada vez más amplia
difusión en los s. xlx y xx. La doctrina cristiana mantiene su posición frente a
todo intento de relativizar el m. o de entregar al poder estatal parte alguna
esencial del m. León XIII escribe en la Enc. Rerum novarum (no 9): «Ninguna ley
humana puede limitar la finalidad principal del matrimonio, que fue fijada por
la autoridad de Dios al principio de la historia del género humano»; el m. «es
anterior al Estado; por ello tiene determinados y peculiares derechos y
obligaciones que no dependen en nada del Estado»
Muchas personas, en la sociedad industrializada, quieren colocar su anhelo
de felicidad individual y subjetiva sin tener en cuenta el orden querido por
Dios. Sobre todo, la indisolubilidad del m. es, para muchos, piedra de escándalo
(v. iv, 5). René Savatier escribe, con razón, que el divorcio (v.), del cual se
prometía «la mitigación de los sufrimientos del matrimonio, produjo, por el
contrario, un aumento de esas amarguras»; todo divorcio «es la dolorosa
bancarrota de todo un capital de sueños apasionadamente queridos». La retirada
«deja a las partes interesadas como objetos usados y no como hombres íntegros»,
en frase de Joseph Bernhart
Tendría consecuencias insospechables capitular ante la conducta de una
gran parte de la población y convertir la opinión y las circunstancias mudables
en norma última de virtud. El Tribunal Supremo de Justicia en Alemania calificó
de falsa toda decisión judicial «en la que solamente sirva de pauta la realidad
social, desnuda de toda interpretación moral. Ello significaría que la acción
humana no se debe juzgar según una norma, sino que ella se constituye en norma
de sí misma». La jurisprudencia debe partir de que «los preceptos que fijan y
garantizan fundamentalmente las relaciones sexuales y la vida comunitaria de
marido y mujer -y a través de ellas, y simultáneamente, garantizan el orden
debido en el matrimonio, y últimamente el orden social- son normas derivadas de
la ley natural y no simples leyes convencionales sometidas al cambiante capricho
de algunos grupos sociales»
En los Estados Unidos (Kinsey Report) y en Europa, cada vez más, se suelen
organizar encuestas en «la esfera íntima», no solamente para conocer la opinión
y la actitud real de la gente en el terreno de lo sexual, sino para poner como
norma de conducta el «se piensa», «se hace», a través de la divulgación de los
resultados de la encuesta, fundamentándolo en un relativismo sociológico. La
doctrina cristiana enseña que el pecado, es decir, la caída en el orden moral,
es una triste realidad: «Si dijéramos que no tenemos pecado nos engañaríamos a
nosotros mismos, y la verdad no estaría en nosotros» (I lo 1,8). Desde este
punto de vista resulta ridículo anunciar, como una novedad, que mucha gente
-particularmente en el terreno de lo sexual- no se atiene a la norma moral; y
todavía más ridículo resulta el intento de elevar a la categoría de norma moral
el comportamiento medio del hombre pecador, obtenido a través de las encuestas
Para acabar, de todo lo dicho se puede deducir que hay tres
características esenciales para la validez del m. y que, por lo mismo, deben ser
incluidas en el signo afirmativo «sí»: la ordenación a la procreación de nuevas
vidas, la dualidad de hombre y mujer, y la indisolubilidad. En el caso de que
las leyes civiles determinen otra cosa, valen para los cristianos las palabras
de S. Juan Crisóstomo: «No me cites las leyes que han sido dictadas por los de
afuera... Dios no nos juzgará en el día deljuicio por aquellas leyes, sino por
las leyes que El mismo ha dado» (Aclaración a la la Carta a los Corintos 7,39 ss.)
V. t.: FAMILIA I; AMOR II; SEXUALIDAD; DIVORCIO; NATALIDAD I y III
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JOSEPH HOFFNER
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991