MÁRTIR 2. Literatura posapostólica y patrística


Esta misma apreciación se puede constatar en los textos de la primera literatura posapostólica. La I Epístola de S. Clemente parece aludir a una situación paralela a la de los escritos de S. Juan. Los sufrimientos y la muerte que Pedro padece por «envidia y celo» y Pablo por «celotipia y emulación» son un verdadero testimonio (martyresas époreuzé; Padres apostólicos, Edición bilingüe completa por D. Ruiz Bueno, Madrid 1950, 182). La versión antigua del Martirio de Policarpo, una página estremecida de emoción, pone en los labios del santo esta oración: «... te bendigo sirviéndote, porque me has hecho digno de esta pasión para que reciba la parte y corona del martirio» (ib. 682). La realidad del martirio, como algo nuevo y específico en las nuevas comunidades, se aísla e individualiza con precisión. Un dato de experiencia frecuente en los primeros tiempos es el hecho de que no todos los que dan testimonio de Jesús, los que padecen por 1=,1 y le confiesan, sellan su confesión con la muerte. No son testigos plenos, mártires. En los fieles se desarrolla una conciencia viva y clara de que m. es el que da la vida, el que derrama la sangre por Cristo. Esto le coloca en una categoría especial y más alta. El testimonio del Pastor de Hermas es explícito: «Queriendo yo sentarme a la derecha, no me lo permitió, sino que con una indicación de su mano me avisó me sentase a la izquierda. Al ver que la contradecía y que me ponía triste porque no me dejaba sentarme a la derecha me dijo: ¿Estás triste porque no te sientas a la derecha? Ten presente que ese sitio está reservado a los que complacieron a Dios ya y padecieron por su nombre» (ib. 949). Detalla luego los padecimientos. En la misma idea insiste en la Comparación 8 con el símil de la corona: «son coronados los que han padecido hasta el extremo» (ib. 1038). Los que no han padecido hasta el extremo llevan ramas verdes, pero sin fruto
      La carta de las iglesias de Lyon y Vienne a las de Asia narrando el martirio de sus fieles bajo M. Aurelio (v. LYON, MÁRTIRES DE), aparte de matizar esa singularidad con toda nitidez, aporta otro dato. Derramar la sangre es una profunda aspiración, un deseo ferviente. Es la sangre la que contradistingue a quien la derrama de quien es testigo sin derramarla: «Con muchísimo gusto otorgaban el apelativo de mártir a Cristo, como fiel y verdadero testigo... Nos recordaban a los que ya habían salido mártires de la vida, diciendo `éstos son en verdad mártires, a los que Cristo se dignó asumir en su confesión, marcando su profesión con la muerte como un anillo: nosotros somos humildes y pobres (abiecti) confesores'» (Eusebio, Historia ecclesiastica, 5: PG 20, 434). En esta carta aparece por primera vez con un sentido definido la palabra omologuía (confesión), que, sin duda, responde a la exigencia de distinguir lo que sucede con frecuencia en las comunidades, el hecho de que por mutaciones imprevistas, giros o cambios de autoridad, muchos que han ostentado públicamente su fe y padecido por ello no han llegado a morir. Éstos son designados así: ómologuetés (confesores). Pese a las salvedades que se perciben en los escritos, a las alternativas en el uso de la expresión por diversos autores, se introduce para consagrar por contradistinción la singularidad del testimonio de sangre
      Tertuliano es el primero en quien el vocablo griego mártys se utiliza como neologismo y con la estricta significación de «muerte por la fe». El título de su obra Exhortatio ad martyres es suficientemente indicativo. La escribe para los martyres dessignati, los que esperan el martirio, precisamente por haber confesado ya la fe. No creemos deban admitirse vacilaciones en Tertuliano sobre el sentido de la palabra m., como confirma en su obra Scorpiace (Corpus Christianorum, Series latina, II, Tournai 1954, col. 1080)
      S. Cipriano vive dos de las persecuciones más características por su extensión e intensidad. Ha comprobado y en parte ha sido actor de todas las posibles actitudes y alternativas que se han dado en ellas: la muerte, las fugas, los trabajos forzados, las apostasías. Sobre todo ha verificado el hecho de muchos que han confesado la fe sin llegar a la muerte. Tiene una idea clara del martirio. Son m. los que negándose a sacrificar se mantienen en la paz de la iglesia hasta la efusión de la sangre. Texto que se repite con palabras equivalentes en diversos lugares de sus cartas y es, sin duda, el fondo de su pensamiento. Algunos críticos han visto en el obispo africano vacilaciones, equívocos e inseguridades sobre su pensamiento en este punto, achacándole el uso indiscriminado de la palabra m., aplicada a simples confesores. Pero S. Cipriano sigue dando preferencia abierta y categoría única a la muerte como sello del martirio verdadero y pleno. Sobre esta cuestión puede consultarse la obra de E. L. Hummel The concept of martyrdom according to St. Cyprian of Cartage, Washington 1946
      Advenida la paz de la Iglesia, el entusiasmo y admiración por los mártires se transfiere a los confesores, a los que un fácil analogismo de situación confiere el apelativo de mártir: «Tu madre ha sido coronada con un largo martirio. No sólo la efusión de sangre es considerada como martirio, sino la cotidiana fidelidad del alma», afirma S. Jerónimo (Carta 108,31: CSEL, 349). Para S. Metodio de Olimpo la virginidad «no es un martirio de dolores físicos durante cortos instantes, sino durante toda la vida» (F. de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva, Madrid 1949, 1042). Muchos consuman el martirio en el lecho de muerte, afirma S. Agustín (Sermón 286: PL 38, 1300-001). Los textos se pueden multiplicar. Todas las formas de ascética son nuevas especies de martirio
      En un contexto eclesial y literario distinto encontramos ese desflecamiento del sentido de martirio en Clemente de Alejandría (v.) y en Orígenes (v.). Martirio es testificar la fe con la muerte: «... ni siquiera así llegará a ser perfecto mientras viva en la carne, pues tal nombre sólo se adjudica a la consumación y término de la vida, cuando el mártir... ha derramado su sangre con acción de gracias y enviado su espíritu a Dios» (Stromata, IV,21: PG 8,1342). Pero también la propia vida es martirio. El gnóstico da testimonio en cualquier situación: «... toda alma que obedece los mandamientos con esa vida y conversación es mártir, es decir, testigo... sea el que sea el modo como se separa del cuerpo» (ib. col. 1228-29). No es desde luego cualquier martirio, sino el gnóstico, preciosa matización que nos sitúa en la cima del clásico gnosticismo cristiano. En la misma línea de pensamiento está Orígenes, aceptando el dualismo en la interpretación del martirio: «Todo el que da testimonio de la verdad, ya de palabra, ya de obra o de cualquier otra forma... puede ser llamado mártir» (Comentario a S. Juan: PG 14,176-177). Pero -la afirmación es preciosa y límpida- «ha prevalecido entre los hermanos la costumbre, a caw_i de la admiración, de llamar propiamente mártires sólo a los que dan testimonio derramando su sangre» (ib. 176-177). Todas las matizaciones y salvedades que puedan encontrarse en Orígenes sobre el martirio resultan desvaídas y neutralizadas leyendo su inflamada Exhortación al martirio, escrito hacia 235. Sin duda, acepta también él «la costumbre» de los hermanos
      S. Hipólito (v.) de Roma, que escribe tardíamente en Roma y en griego, usa el término en su sentido normal originario. Su atención y su contacto con los escritos del A. T. le ha familiarizado con aláunos personajes (Daniel, los tres jóvenes del horno de Babilonia, Susana) que son mártires, es decir, testigos, aunque no hayan . muerto en el instante de dar testimonio. Hipólito ha conocido situaciones de persecución y las consecuencias de la sorpresa y de cierto enfriamiento: las defecciones. Ha conocido sobre todo el caso de valientes confesores, que sobrevenida la paz, cayeron en una vida pecaminosa. No duda en afirmar que era preferible en este caso que hubieran muerto con cualquier género de martirio. También en Hipólito hay sorpresas de lenguaje hablando del martirio. Con todo su pensamiento sobre él no admite duda, aunque hay que salvar lo que podemos llamar «sentido pleno» del martirio, que incluye a los que mueren, y a cuantos sin morir padecen sufrimientos que conllevan la muerte o la pueden causar. El pensamiento de Hipólito puede iluminarse analizando su narración de los mártires de Cerdeña (Philosophumena: PG 16,9 ss.)
      A partir del s. IV se fija y contrae de una forma estable, sin oscilaciones, el significado de martirio como testimonio de sangre. Eusebio de Cesarea usa el término sin ninguna ambigüedad ni reserva. La confesión tiene un sentido especial de preludio, de preparación al martirio (cfr. Hist. eccl. 4,15). Lo mismo se puede afirmar de Lactancio, contemporáneo de Eusebio. Su dedicatoria De mortibus persecutorum «a Donato», «Ilustre confesor de estos tiempos, que nueve veces padeció tormento en la cárcel...», pero no murió en ella (PL 7,218). Prudencio en el vértice de los s. IV y V tiene la misma idea del martirio (Peristefanon, Madrid 1960, 476)
     

BIBL.: v. MÁTIR 8. Iconografía.

 

ALBERTO DE LA SAGRADA FAMILIA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991