MARIA III. LA DEVOCIÓN CRISTIANA A MARÍA.
Visión de conjunto. M., elegida en Cristo y con Cristo, fue destinada antes de
la creación del mundo para colaborar estrechamente en el Misterio Pascual, y,
llegada la plenitud de los tiempos, realizó su misión exactamente como se le
había señalado siendo Madre y colaboradora de Jesús, «unida a Él con estrecho e
indisoluble vínculo» (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 53), «consagrada
totalmente a la persona y obra de su Hijo» (Lumen gentium, 56). Por ello, y por
ser verdadera Madre de Dios -dignidad que la consagra o santifica en cuerpo y
almaM. es digna del culto que la Iglesia, desde tiempos antiquísimos, le viene
tributando. Culto que, ciertamente, «se diferencia esencialmente del culto de
adoración que se rinde al Verbo Encarnado así como al Padre y al Espíritu
Santo», pero que es «totalmente único y singular» (Lumen gentium, 66), pues
supera al que se tributa a los demás santos, ya que ellos son siervos del Señor
y Ella es su Madre. El culto y la devoción a M. lleva hacia el Señor: pues «las
distintas formas de piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado,
hacen que al honrar a la Madre sea mejor conocido, amado y glorificado el Hijo y
se cumplan sus mandamientos» (Lumen gentium, 66).
M. es Madre nuestra en el orden de la gracia (Lumen gentium, 61). Su
influjo salvador no es sólo moral e indirecto, sino que es de alguna manera
directo, aunque subordinado al de Cristo. Por ello, nuestra santificación
depende de la distribución de gracias que a Ella le compete en virtud de esa
maternidad que comenzó en su vida y sigue ahora mismo ejerciendo desde el cielo
(Lumen gentium, 61,62).
La devoción y amor del cristiano a M. es, pues, algo que fluye
directamente de la fe. Es un acto de agradecimiento que brota espontáneo del
corazón del cristiano al saberse amado de M. y objeto de sus cuidados. Ese
agradecimiento lleva al culto, a la alabanza, a la petición. Todas las diversas
devociones marianas tienen ese origen. El cristiano sabe que en ese amor, si
está rectamente enfocado, no puede excederse: porque jamás la amará tanto como
la amó la Trinidad Santísima, que la adornó de todo tipo de dones; y porque M.
purifica nuestro amor haciéndolo más hondo y conduciéndolo derechamente hasta el
amor de Dios y el cumplimiento fiel de su ley de caridad.
Toda devoción (v.) comporta una entrega, consagración o servicio. Así,
para que haya verdadera devoción, ha de haber un servicio a la Virgen. La
Liturgia misma nos lo indica: «Te-pedimos... poder servir dignamente a la Madre
de tu Hijo» (poscomunión de la fiesta de S. Cirilo). Y el servir a M. nos lleva
a servir a Dios, de quien Ella se proclamó esclava (Le 1,48).
Notas de la devoción mariana. El Conc. Vaticano II, al describir la
devoción mariana, señala cuatro notas quela distinguen:. «veneración, amor,
invocación e imitación» (Lumen gentium, 66). Sigamos ese esquema en nuestra
exposición.
Veneración. Con el respeto con que veneramos las cosas santas, consagradas
en contacto con la santidad de Dios, debemos venerar a M. Pues nada tan santo,
por tan cercano a Dios, como su Madre, quien con razón llamamos «Trono de la
Sabiduría», «Vaso digno de honor», «Arca de la Alianza», «Templo y sagrario de
la Santísima Trinidad». De aquí el culto litúrgico de la Iglesia que de mil
formas la proclama «venerable», realizando así el vaticinio de la misma M.: «Me
llamarán dichosa todas las generaciones» (cfr. Lumen gentium, 66).
Amor. Porque M. es Madre amable, por su maternidad divina, por su perfecta
hermosura en cuerpo y alma, por la generosidad con que se entregó a la obra de
su Hijo: es nuestra Madre -de Cristo y nuestra -y hemos de amarla con el amor
con que la ama Jesús. Por otra parte, al ser miembros del Cuerpo de Cristo nos
adentramos en la comunidad vital de su Gracia, y vivimos el Amor con que se ama
Dios y con el que ama todas sus criaturas y más que a nadie a la «predilecta del
Padre» (Lumen gentium, 53). Por eso, el culto y la veneración marianos están
empapados de santa alegría. La Liturgia repite constantemente, en las fiestas y
textos sobre M., la invitación al regocijo: «gaudeamus», «gaude», «laetare»...;
y esa actitud pasa de la Liturgia a la devoción popular que en sus diversas
manifestaciones -himnos, santuarios, romerías, procesiones- expresa un respeto
cariñoso, alegre y confiado hacia la «santa Madre de Dios que dio a luz al que
rige los cielos y la tierra» (introito de la Misa del común de Fiestas de la S.
Virgen), al «Palacio transparente de la Luz que nos da la vida y en cuyo honor
los pueblos redimidos aplauden con agradecimiento» (himno de laudes).
Invocación. Puesto que la veneración y el amor llevan a una invocación
constante, que expresa además una persuasión universal: el valimiento de su
intercesión en la salvación de las almas. «Después de su Asunción a los cielos
(María) no abandonó esta misión saludable (de su maternidad espiritual), sino
que la continúa con múltiples intercesiones consiguiéndonos los dones de la
salvación eterna. Con caridad maternal cuida de los hermanos de su Hijo que
todavía peregrinan y se debaten entre peligros y angustias» (Lumen gentium, 62).
Es la Medianera de todas las gracias. « ¡Madre! .-Llámala fuerte, fuerte». «No
estás solo: María está junto a ti» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, n. 516 y
900). Invocarla con fe y esperanza es una garantía de la santificación que
pretendemos. De ahí la vieja fórmula: la devoción a M. es señal de
predestinación. De esa convicción nacen tanto las referencias a M. en el culto
litúrgico, como todas esas plegarias que desde los primeros siglos elevan los
cristianos a la Santa Madre de Dios, bajo cuyo amparo maternal se han acogido
seguros siempre de ser atendidos en todas sus necesidades. Esas formas de
devoción no litúrgicas son libres, y, naturalmente, varían con las
circunstancias. Entre las que más difusión han alcanzado están el Oficio Parvo,
la novena a la Inmaculada, el Angelus, el llevar en su honor hábitos o
escapularios (sobre todo el del Carmen), y especialmente el Rosario (v.),
devoción muy popular desde el s. XIII, y que agrada tanto a la misma Virgen
(Lourdes, Fátima).
Imitación. La verdadera devoción, dice el Conc. Vaticano II, «no está en
un sentimentalismo estéril y transitorio, ni en una infundada credulidad, sino
que procede de la verdadera fe que nos lleva a reconocer la excelencia de M. y
nos mueve a un amor filial a nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes»
(Lumen gentium, 67). Nacen así espontáneos en quien trata a M. el deseo y la
intención de imitarla con una imitación que no estorba, sino favorece, la
imitación y seguimiento de Cristo, transformación a que aspira y está ordenada
toda la vida cristiana, puesto que M. con su vida de identificación con su Hijo
nos está repitiendo: «Haced lo que Él os diga» (Io 2,5). M., en efecto, que
vivió desde el principio de su vida de fe y esperanza en esas promesas divinas
que se cumplieron en Jesús, fue, como dice el Vaticano II, la discípula más
aventajada del Maestro: «a lo largo de la predicación de su Hijo acogía las
palabras con las cuales Jesús -elevando su Reino por encima de razones y
vínculos de carne y sangre- proclama bienaventurados a quienes escuchaban la
palabra de Dios y la ponían en práctica, como Ella misma lo hacía» (Lumen
gentium, 58). Éste es el sentido que tiene la llamada esclavitud mariana, forma
de devoción que tan antiguas raíces tiene en la ascética mariana. Recordemos a
S. Ildefonso (v.) y a fray Juan de los Ángeles, que inició esta devoción (1595),
que tendría su más conocido promotor en S. Luis María Grignion de Montfort (v.).
«A Jesús siempre se va y se vuelve por María» (Camino, 495). Es, pues, el
camino más corto y más seguro, se viene repitiendo siempre, para llegar a Cristo
y, con Cristo, a Dios Padre. «La imitación de la Virgen María, lejos de distraer
el ánimo del fiel seguimiento de Cristo, hace éste más amable, más fácil...
Ella, en efecto, entre las criaturas humanas ofrece el ejemplo más brillante y
más próximo a nosotros de aquella perfecta obediencia con la cual nos
conformamos amorosa y prontamente al querer del eterno Padre» (Paulo VI, Signum
magnum). Por eso, eJ Conc. Vaticano II la ha proclamado «ejemplo de virtudes»
para todos los cristianos: «La Iglesia, reflexionando piadosamente en su persona
y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, con respetuosa veneración
penetra con más hondura en el grandioso misterio de la Encarnación y se
configura más y más con su Esposo. Porque María, que interviene plenamente en la
historia de la salvación, reúne y refleja en cierta manera las más altas
exigencias de la fe, y al ser objeto de predicación conduce a los fieles hacia
su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre. Y la Iglesia, buscando la
gloria de Cristo, se asemeja más a su sublime modelo progresando continuamente
en la fe, la esperanza y la caridad, y buscando la voluntad divina y tratando de
ponerla en práctica en toda su actuación» (Lumen gentium, 65).
M. es, en efecto, tipo de la Iglesia, y eso no sólo porque fue la persona
en que Dios realizó el ejemplar vivo de lo que la Iglesia colectivamente va
realizando en el tiempo hasta completarlo en la Parusía (cfr. Signum magnum),
sino también porque es el modelo de toda santidad en la Iglesia.
Ella es maestra de dedicación y entrega a la vocación (Lumen gentium, 56);
de fe, esperanza y caridad (Lumen gentium, 58); de oración, humildad,
sacrificio, reciedumbre, modestia, sencillez, discreción..., y también maestra
de apostolado, consustancial al cristianismo, del que es perfecto paradigma
(Lumen gentium, 65). «Perfecto modelo de vida espiritual y apostólica es la
Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, quien llevando en la tierra una
vida igual que los demás, llena de cuidados familiares y trabajos, permanecía
íntimamente unida a su Hijo y colaboraba con Él de una manera totalmente
singular» (Conc. Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4). En suma «Jesús
mismo, dándonoslapor Madre, la ha señalado tácitamente como modelo a seguir,
pues es cosa natural que los hijos tengan los mismos sentimientos que su madre y
reflejen méritos y virtudes de Ella» (Signum magnum).
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LAURENTINO M. HERRÁN
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991