MARIA II. MARIA Y LA OBRA DE LA REDENCION 5. ASUNCIÓN


En la bula Munificentissimus Deus (1 nov. 1950) definió Pío XII como dogma revelado la asunción o glorificación de M., en cuerpo y alma, al término de su vida terrena, esto es, sin aguardar como los demás fieles al tiempo de la parusía (v.) y sin conocer la corrupción del sepulcro (Denz.Sch. 3900-3904). Esta gracia se presenta cual coronamiento de todos los dones que M. recibió de Dios y como resultado final de su predestinación -una con la de Cristo- a la total unión con éste en calidad de madre y de corredentora; finalmente como realización suprema de la gracia de Cristo, primicia y tipo de la Iglesia escatológica.
      Se ha de constatar inicialmente que el misterio de la asunción puede ser comprendido de dos maneras: bien como una resurrección anticipada, es decir, incluyendo la previa muerte; bien excluyendo la muerte, como un simple paso de la vida terrena a la vida celeste (dormición). La fórmula definitoria emplea las palabras «terminado el curso de la vida terrena», que pueden tomarse en ambos sentidos, y a lo largo de la bula el Papa evita emplear las palabras muerte y resurrección cuando habla en propia persona, aun cuando las cita abundantemente cuando refiere los testimonios de la tradición cristiana. Las diversas opiniones teológicas han derivado de estos hechos las conclusiones más dispares en propio favor, pero lo cierto es que, según los términos de la bula, los dosMARIA IIconceptos son defendibles. Estudiemos el dogma separando esos dos aspectos que acabamos de señalar.
      1) La Asunción como glorificación. Siendo la glorificación del cuerpo de M. un hecho que, entendido en toda su plenitud, escapa a la percepción natural, es claro que sólo puede llegarse a su conocimiento mediante la Revelación. El fundamento de la Asunción se halla en la S. E.; en los textos en que se profetiza a M. como asociada al triunfo de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte (el protoevangelio contemplado sobre todo a la luz de la doctrina de nueva Eva y de la doctrina de S. Pablo acerca del nexo entre el pecado y la muerte; Rom 5-6; 1 Cor 15,21-26 y 54-57); en los lugares donde se habla de la plenitud de su gracia (Le 1,28), y, finalmente, aun cuando sea más discutido su valor probativo, en el cap. 12 del Apocalipsis, donde, una vez admitido su sentido al menos parcialmente mariano y su relación con el protoevangelio, tendríamos como un «gesto de manifestación» (Jugie) de M. reinando viva en el cielo. De todas maneras se trata de una continencia implícita, virtual, que ha de desvelarse mediante un razonamiento teológico como el que hizo la Tradición.
      Históricamente sabemos por S. Epifanio (Panarion, 78, 11 y 24: PG 42,715-717 y 735-738) que en su tiempo no existía sobre el fin de la vida de la Virgen una tradición histórico-dogmática que se hubiera impuesto, si bien él se adhiere a quienes afirman que fue un fin glorioso. En los s. IV-V florecen los escritos asuncionistas, que están todos de acuerdo en enseñar la incorrupción del cuerpo de M. pero sólo algunos afirman la resurrección y gloria anticipadas (en Occidente el Transitus Mariae del pseudo Melitón, y en Oriente el Liber dormitionis, del pseudo Juan; cfr. Los evangelios apócrifos, ed. S. Otero, Madrid 1963). Muchos autores se inclinan a ver en esos escritos apócrifos una expresión del sentimiento de los fieles; otros valorizan su testimonio en el sentido de que mediante ellos podríamos remontarnos a un fondo común de creencia en la Iglesia que derivaría incluso de la edad apostólica (si es verdadero lo que dice el pseudo Melitón de un Liber Transitus perdido, cuyo autor sería un tal Leucio, posible discípulo de los Apóstoles). De todas maneras es cierto que del s. IV al VI nos encontramos con los testimonios de una tradición por lo menos paralela a la apócrifa y que algunos autores juzgan derivada de una posible tradición oral primitiva, si bien parece más probable que se expliquen como fruto de meditación teológica sobre los dogmas de la maternidad y virginidad de M. En el s. IV es discutido el testimonio de S. Epifanio el cuanto al contenido y el de Timoteo de Jerusalén en cuanto a la fecha (que Capelle fija en el s. VII y atribuye a Teófilo de Antioquía, «Ephemerides Liturgicae» 63, 1949, 5-26), si bien la mayoría de los autores se inclinan a reconocer en ellos claros testimonios de la Asunción. El primer testimonio explícito que se conserva en Occidente es el de S. Gregorio de Tours (m. 593), quien sintetiza los elementos esenciales de la tradición apócrifa. De los s. VII-VIII encontramos los de los orientales Juan de Tesalónica, Modesto de Jerusalén, Andrés de Creta, Juan Damasceno, etc.
      La liturgia presenta los primeros indicios de una fiesta de la Dormición a mediados del s. VI, que evoluciona en su contenido, pues conmemora primero el tránsito, y luego lo alterna con una fiesta de la Asunción propiamente dicha, pasando finalmente a fijar la fecha (15 agosto) y el contenido dogmático en esta última (s. vrr eri i~oina). La teología latina pasa por un periodo de incertidumbre respecto a la Asunción de M. en los s. VIII-XIII. El descunocimiento de la tradición griega posterior al s. VI, por un lado; el silencio de la S. E. y de los Padres visto por una mentalidad teológica que sólo admitía lo explícitamente contenido en estas dos autoridades, añadido a las dudas de S. Ambrosio, S. Isidoro y otros respecto al género de muerte de M.; la desconfianza hacia el Transitus Mariae del pseudo Melitón (condenado por el Decretum Gelasianum, Denz.Sch. 354) hacen que, a excepción del ya citado S. Gregorio de Tours, no se hable de la Asunción o se prefiera guardar acerca de ella un prudente silencio pese a que la piedad inste a afirmarla. Postura preconizada por el pseudo Agustín (Sermo 208: PL 39, 2130), reafirmada por el pseudo jerónimo (Pascasio Radberto, Litt. ad Paulam et Eust., Ep. IX: PL 30,122-142), que pasa a los martirologios (v.) de Adón (850-860) y Usardo (869-877), logrando una difusión general en la teología de esos siglos. Frente a tal actitud, hija de un determinado criterio teológico y algo más que un criterio puramente histórico, se coloca otro pseudo Agustín (¿Alcuino?) que en su Tractatus de Assumptione (PL 40,11411148) se anticipa a la escolástica áurea legitimando el método especulativo en la investigación del dogma y usando el argumento de conveniencia. Esta corriente irá extendiéndose poco a poco hasta que, a partir del s. XII, y gracias en parte a que el Tractatus se atribuye a S. Agustín, triunfa en toda línea. De doctrina piadosa pasa a calificarse cierta en el s. XV, definible con Suárez, dogma de fe con Catarino y Córdoba. Las oscilaciones permanecen, aunque aisladas, pues sólo en París (s. XVII) Joly y Launoy, y en Lovaina Marant (s. XVIII) la califican de opinión libre e incierta, y en 1921, en Ratisbona, Ernst ataca su definibilidad. La definición de Pío XII cierra las vacilaciones y confirma el dogma.
      Siendo la Asunción como la consumación de las gracias y privilegios marianos, es precisamente a través de la atenta y piadosa meditación de los mismos, con la luz del Espíritu Santo y la guía del Magisterio, como los fieles y teólogos llegaron a descubrirla implícitamente en ellos revelada. La creencia en la Asunción se presenta formando cuerpo con las demás doctrinas que precisan lo divino de la maternidad de M. y el puesto que le corresponde en la economía de la salvación: la nueva Eva (afirmada ya desde el s. ii), la virginidad perpetua, la santidad plenísima. De aquí la situación única, excepcional, de M.; su perfecta, única, asociación con Cristo.
      En la maternidad divina se encuentra la raíz de la Asunción (aun cuando los teólogos discutan sobre el valor de la argumentación de ella derivada: ¿prueba rigurosa?, ¿mera consecuencia?). Al sentimiento cristiano ha repugnado siempre admitir que la carne de M., de la que vino la carne de Cristo, pudiera ser sometida a la corrupción del sepulcro; se ha visto en tal corrupción y en la permanencia en la muerte algo repugnante a la dignidad de M., que excluye con necesidad moral todo cuanto pueda decirle desdoro; se ha dicho que estas cosas suponen hallarse sometida al imperio de Satanás y del pecado; partiendo del amor de Cristo a su Madre se ha deducido que, si pudo, debió evitarle tal deshonra, que venía a caer sobre sí mismo; se ha explicado que siendo la maternidad divina una gracia especial asimiladora física, moral y sobrenaturalmente a Cristo, a cuyo normal desarrollo pertenece la inmediata glorificación del cuerpo, a imitación de Cristo, encierra una auténtica exigencia de la Asunción.
      La asociación con Cristo en el triunfo sobre el pecado y la muerte nos lleva también a la afirmación de la glorificación corporal anticipada (1 Cor 15,54). Tienen además conexión estrecha los misterios de la Inmaculada concepción y la Asunción, como veremos más adelante. La preservación de la corrupción se presenta cual consumación de la incorrupción virginal, dentro de un concepto plenísimo de virginidad, familiar a la teología griega. Se manifiesta la Asunción cual expresión acabada de la plenitud de una gracia redentora que no se dilata en lograr sus últimos efectos en la glorificación del cuerpo. Es -añadamos --exigida por la realeza de M., que se vería menguada en esplendor, si debiendo esperar la glorificación del cuerpo, cediese así en perfección a los otros resucitados que sabemos ya en el cielo y a los ángeles. Finalmente, puede deducirse del ser de M. como tipo y realización presente del porvenir escatológico de la Iglesia (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 59 y 68).
      Estas y otras consideraciones, tomadas en su conjunto y a la luz de la analogía de la fe y con espíritu de piedad, prueban la inclusión de la Asunción en los demás misterios revelados, aun cuando -cuestión secundaria- pueda discutirse sobre el grado de certidumbre que pueda engendrar cada uno de estos argumentos separadamente considerados.
      2) Asunción y resurrección. El problema de si la primera ha de entenderse como implicando la segunda y, por tanto, la muerte, o si debe entenderse como una simple traslación de vida terrena a vida celestial, cual hubiese ocurrido a nuestros primeros padres si no hubiesen pecado -o como parece que ocurrió a Enoch y Elías o que ocurrirá a los justos de la última generación (1 Thes 4,17)-, es relativamente reciente en la Iglesia, y arranca de la consideración de la relación existente entre el pecado y la muerte, y entre la Inmaculada concepción y la Asunción de Nuestra Señora. La tradición antigua, incluyendo los apócrifos, la liturgia, la teología, la predicación, ha asociado casi con unanimidad la Asunción con la muerte. No obstante, la muerte de M. es dudosa para S. Epifanio en el s. v; sabemos también que en el s. xvii (Lucca, ms. Beverini) y en el xviii (Salamanca, ¿Camargo?, ¿Albornoz?) dos obras manuscritas afirman la inmortalidad de hecho de la Virgen. Luego, de la definición de la Inmaculada, D. Arnaldi en una serie de publicaciones (1879-82) deducía de este dogma la inmortalidad, posición en la que le siguieron otros autores.
      Poco antes de la definición del dogma de la Asunción (1944) la cuestión fue replanteada por M. Jugie (1944), quien propugnó la conveniencia de distinguir entre la Asunción y el hecho de la muerte, pues la Inmaculada lleva a dudar de éste especulativamente, a más de que no se puede demostrar ciertamente como positivamente revelado en base de la tradición. Faltando datos históricos ciertos, no puede decirse que el afirmar la inmortalidad repugne en alguna manera al sentido de los fieles, de modo que -concluye- podría pasarse a definir la Asunción como simple glorificación, dejando el hecho de la muerte como sentencia piadosa e incluso discutible. Otros teólogos (Friethoff, Coppens, Altaner, cte.) sostuvieron la indemostrabilidad del hecho de la muerte en el estado actual de la ciencia teológica; mientras que otros (Roschini, Gallus, Philips, cte.) afirmaron la inmortalidad de hecho. La Bula Munificentissimus Deus tomó -como vimos- el partido de definir la Asunción abstrayendo de la muerte pero haciéndose eco, en sus citas, de la sentencia antigua acerca de la misma. Los autores posteriores a la definición del dogma se dividen en dos corrientes.
      a) Posición mortalista: Afirman éstos que los datos históricos y dogmáticos que poseemos conducen a afirmar la realidad de la muerte de M. y su posterior, aunque inmediata, resurrección. Basan su argumentación en datos tomados del culto litúrgico antiguo, junto a argumentos dogmáticos tomados de la relación que la muerte tiene con la doctrina del pecado original y de la resurrección de la carne y con los demás misterios de la Virgen. Su postura puede ser resumida así. Si la ciencia histórica no puede proporcionarnos una certeza absoluta, puede darnos una certeza moral (Balié); y los testimonios antiguos nos inclinan a afirmar la realidad de la muerte de M.; por otra parte, la casi unanimidad de estos testimonios antiguos sólo puede explicarse remontándose a una tradición oral primitiva, apostólica. En efecto, los apócrifos, que nos hablan de la muerte de M., nos permiten llegar hasta el s. ni e incluso el ti; a ellos hay que unir los testimonios como el de Orígenes (s. III), S. Efrén, Severiano de Gábala y S. Gregorio Niseno (s. iv) en Oriente, y los de S. Jerónimo, S. Agustín, S. Paulino de Nola, S. Ambrosio (s. iv) en Occidente, todos los cuales -a excepción de S. Agustín-, si bien sólo incidentalmente, se refieren al hecho de la muerte, y cuya coincidencia lleva a la persuasión de derivarse de una tradición antigua común, dada la independencia entre Oriente y Occidente y la común aversión de estos autores hacia los apócrifos.
      Los inmortalistas tienden a debilitar este argumento de tradición, bien afirmando el carácter puramente histórico-opinable de esos testimonios, bien rechazando desde la base toda la cadena de la tradición. Así, mientras de una parte atacan la autenticidad de algunos testimonios (Orígenes, S. Gregorio Niseno), de otra hacen derivar del pseudo Dionisio y de los apócrifos toda la tradición oriental patrístico-litúrgica; insisten en el carácter incidental del testimonio de los Padres del s. IV; explican la unanimidad acerca de la muerte como expresión de una suposición natural a falta de datos ciertos; hacen notar que S. Agustín -primero en tratar el tema exprofeso- y con él todos sus seguidores afirman la muerte de M. como fruto de un razonamiento falso; ya que, al no haber alcanzado aún una inmunidad del pecado, también del original, la someten a las consecuencias de éste; subrayan lo tardía de la tradición sobre el sepulcro (s. VI o VII); ponen de relieve las oscuridades de expresión de algunos Padres y sus contradicciones en el modo de explicar el hecho de la muerte. Finalmente afirman que cabe hallar, y precisamente en Jerusalén, algunos ecos o restos de una tradición inmortalista, probablemente derivada de S. Juan, y que se manifestaría en la declaración de ignorancia de S. Epifanio, en el testimonio de Timoteo de Jerusalén (Hom. in Simeoneni et Annam: PG 86,246247) del s. IV o V, y en los de Hesiquio y de Crisipo de Jerusalén. Testimonios que -arguyen los mortalistasson, a excepción del de Timoteo, demasiado oscuros e insuficientes para probar la existencia de semejante tradición.
      Desde un punto de vista teológico los mortalistas razonan partiendo: a) De la gracia materno-esponsal de M. que lleva a una asociación con Cristo por la que comparte estrecha y analógicamente los misterios de su vida y de su muerte. b) De su calidad de redimida, de modo que su gracia es la de Cristo redentor; luego la configura con Éste, conduciéndola por la muerte al triunfo de la resurrección. La muerte es pena del pecado original originante, y si bien Adán no trasmitió a M. la culpa, sí le trasmitió una naturaleza carente del don de la inmortalidad; amén de que la gracia de la Inmaculada concepción, siendo redentiva, sana la persona, mas no la naturaleza, como se confirma por el hecho de la pasibilidad de M. y el término natural es la muerte. c) De su calidad de corredentora (Sauras): siendo la corredención paralela en sus actos a la redención, incluye en sí la muerte sacrificial (como prolongación de la compasión del Calvario) y la resurrección (Sauras). Admitido el nexo causal entre el pecado original originado y la muerte, la corredención (v. 6) se presenta como la única explicación plausible de la posible muerte de M., por cuanto en gracia de su Concepción Inmaculada (v. 2) tuvo M. derecho estricto a la inmortalidad, derecho que -se concluyeno ejerció por libre renuncia o en virtud del decreto divino que la deseaba corredentora. Los teólogos escotistas, por su parte, enseñan que siendo predestinada M. a la gracia de Cristo independientemente de Adán, si fue mortal y murió, de hecho, hay que buscar su explicación no en un derecho o no derecho a la inmortalidad, sino en su asociación corredentora con Cristo.
      b) Posición inmortalista: Los teólogos que la sostienen -aparte de en los argumentos históricos antes reseñadosfundamentan su postura afirmando que conforme al canon 2 del Conc. II de Orange, aprobado por Bonifacio II (Denz.Sch. 372) y a la doctrina de S. Agustín, el pecado original personalmente contraído es la única y exclusiva causa de la muerte; de donde se sigue que M., al estar exenta del pecado original, no murió. El argumento se confirma con otras razones: a) La incorrupción virginal lleva más justamente a la incorrupción esencial del no morir; b) la plena victoria sobre la muerte implica la preservación de la misma. A esas argumentaciones positivas se unen las siguientes razones encaminadas a mostrar la no necesaria conexión entre corredención y muerte: a) la configuración y asociación con Cristo exigidas por la gracia maternal y redentiva se logran en la com-pasión y con-muerte del Calvario; b) si se quiere aplicar en toda consecuencia el principio de asociación, habría que afirmar una muerte violenta y dolorosa, y no muerte de éxtasis de amor, como dicen los partidarios de la posición mortalista; c) no está demostrado que la corredención exija más que la muerte espiritual junto a la cruz, en la que la redención fue consumada; d) si en Cristo se da una razón para renunciar al derecho a la inmortalidad -ya que sólo así podía morir físicamente en la cruz- tal no se encuentra en M. No hay que olvidar, finalmente, que fue sublimiori modo redempta, por lo que no se pueden aplicar sin más a M. las categorías que son válidas para los demás redimidos.
      Es evidente que el nudo de la cuestión, desde el punto de vista teorético-dogmático, reside en profundizar en las nociones de justicia original y de pecado original originado, en las relaciones entre éste y la muerte, y en la comprensión de la gracia redentiva. Sólo una ulterior elaboración de estos temas -bajo la guía del Magisterio, a quien corresponde la palabra definitiva- podría llevarnos a una respuesta plena y universalmente satisfactoria.
     
      V. t.: PECADO ORIGINAL (en PECADO III); MUERTE; REDENCIÓN; RESURRECCIÓN
     
     

BIBL.: O. CASADO, Boletín asuncionista, «Ephemerides Mariologicae» 1 (1951) 131-171; I. DAM, Rassegna bíbliografica sull' Assunzione, en Echi e commenti della proclamazione del dogma dell'Assunzione, Roma 1954, 191-383; G. BEsuTTI, Bibliografía Mariana 1952-57, Roma 1959, 2133-2398

 

PEDRO DE ALCÁNTARA MARTÍNEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991