MARIA II. MARIA Y LA OBRA DE LA REDENCION. 1. MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA


1) La Maternidad divina en las Sagradas Escrituras. 2) La tradición patrística y el Magisterio de los primeros Concilios ecuménicos. 3) La elaboración teológica de la Escolástica. 4) Intentos teológicos posteriores. 5) Implicaciones de la Maternidad divina de María.
     
      La Maternidad divina es el privilegio más grande de M.; es también aquel al cual se ordenan y del cual nacen todos los demás privilegios marianos, personales y sociales. La expresión consta de un sustantivo y un adjetivo; el sustantivo es fácilmente comprensible: es aquella relación que surge en la mujer que ha engendrado y dado a luz a un hijo. El adjetivo, en cambio, no puede menos de suscitar inmediatamente asombro y maravilla: ¿cómo puede Dios ser hijo de una mujer? El dogma católico, sin embargo, afirma como doctrina de fe, muchas veces definida, que la Virgen M. es verdadera Madre de Dios por haber engendrado y dado a luz a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre en unidad de persona. Este dogma, lo mismo que el dogma de la Encarnación (v.), al que está necesariamente conexo, entra en la categoría de los misterios estrictos; la teología católica, al intentar penetrarlo, no pretende que desaparezca el velo que lo encubre. No olvidemos, no obstante, que esa misma doctrina afirma que se trata no de un «mito» ni de una imitación de la teogonía del paganismo; sino de una maravillosa realidad, que encuentra las más estupendas armonías en el conjunto de los misterios de nuestra fe. Para comprender a fondo lo dicho, es oportuno contemplar esta doctrina católica en su génesis, en su desarrollo y fijación dogmática; y, finalmente, en los intentos de sistematización teológica.
     
      1) La Maternidad divina en las Sagradas Escrituras. Si el Mesías, que anuncia el A. T., aparece con cualidades divinas, la mujer que le acompaña en muchos textos, como «madre», «reina», «Hija de Sión», desde el protoevangelio hasta la profecía de Miqueas, habría que deducirla, de algún modo, como madre de un Mesías que es Dios. La literatura veterotestamentaria no explícita esa conclusión; entre otras cosas porque la idea de un MesíasDios aunque es apuntada no está revelada con claridad. No es, pues, extraño que en los textos del A. T. no se encuentre declaración explícita alguna sobre la maternidad divina. Ésta será posible con la plenitud de la Revelación, es decir, en el N. T. Aquí es necesario distinguir la realidad misma, del nombre. La expresión Madre de Dios no es bíblica (luego veremos su origen), pero su contenido sí. Más aún, hay expresiones que son hasta formal IImente equivalentes, p. ej., Mater Domini (Le 1,43), ya que aunque la expresión Señor, absolutamente y aislada, indica sólo un título mesiánico, en el contexto lucano en que aparece, y, sobre todo, en el ambiente de las tradiciones neotestamentarias, significa y se aplica al Cristo precisamente como Dios. Esa expresión, pues, en boca de Isabel, tiene una fuerza extraordinaria: Mater Domini es el modo hebreo de decir Madre de Dios.
      En cualquier caso no debemos limitarnos sólo a una cuestión de títulos o expresiones formales empleadas, sino al contenido de lo que se nos trasmite. Ya S. Tomás se planteaba la objeción de que en la S. E. no se encuentra el título de Madre de Dios; y sí sólo los de Madre del Señor y Madre del niño, y respondía: «... ésa fue la objeción de Nestorio: que se resuelve porque, aunque no se encuentre expresamente en la Escritura que María sea Madre de Dios, sí que se encuentra expresamente que Jesucristo es verdadero Dios... y que María es madre de Jesucristo... De donde se sigue necesariamente, de las palabras de la Escritura, que sea Madre de Dios» (Sum. Th. 3, q35 a4). La respuesta es plenamente válida. No es éste el lugar de probar la divinidad de Cristo (v. JESUCRISTO); ni tampoco es necesario insistir aquí en la realidad de una auténtica maternidad biológica de M. en relación con Cristo-hombre, dato obvio y punto de partida de todo lo demás. Todo ello supuesto, los textos neotestamentarios conducen de manera directa e inmediata a la conclusión que formuló ya explícitamente la Patrística y que acabamos de ver recogida por S. Tomás: si el Hijo que nace de M. es Dios verdadero, M. es verdadera Madre de Dios.
     
      2) La tradición patrística y el Magisterio de los primeros Concilios ecuménicos. «Nuestro Dios, Jesucristo, fue llevado en el seno por María», dice hermosamente S. Ignacio de Antioquía a principio del s. ii (Ad Ephesios, 18,2). Y una fórmula primitiva del Símbolo Apostólico ya contiene la siguiente declaración: «Y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que nació de María Virgen por obra del Espíritu Santo» (Denz.Sch. 3). Los textos y las declaraciones de esta naturaleza sobre la Maternidad divina, es decir, sobre Cristo Dios y hombre en cuanto hijo de M., son innumerables en la Patrística anterior al Conc. de Éfeso (431). No es, pues, necesario documentar más el hecho. Más interesante es precisar, en lo posible, la aparición del vocablo griego Theotokos que ese Concilio definió y consagró. Nestorio (v.), en diversos pasajes de sus obras, rechazó ese término como utilizado por los herejes antitrinitarios: Apolinar (v.), Arrio (v.) y Eunomio; y en su obra El libro de Heráclides de Damasco desafía a S. Cirilo (v.) a presentar un solo lugar de los Padres o de los Concilios ortodoxos que lo utilizaran. Nestorio, sin embargo, no tiene razón ni siquiera desde el punto de vista historiográfico. La crítica, aunque no concede una antigüedad total al título Theotokos, ha establecido que existía por lo menos un siglo antes de Éfeso. Así la oración Sub tuum praesidium se encuentra escrita en el Papyrus n. 470 de la John Roylands Library, que hay que datar de finales del s. III; y en ella se dice: «Bajo tu amparo nos acogemos, Theotokos...». Teodoreto, en su Historia Eclesiástica, nos ha trasmitido un texto de Alejandro de Alejandría (v.), del año 325, en que se dice: «Nuestro Señor Jesucristo llevó verdaderamente, y no en apariencia, un cuerpo tomado de la Theotokos» (I,3: PG 82,908A). Utilizan también el título: S. Atanasio (m. 373; v.), Dídimo el Ciego (m. 398; v.), Eusebio de Cesarea (m. 340; v.), S. Cirilo de Jerusalén (m. 396; v.), S. Basilio (m. 379; v.), S. Gregorio Nacianceno m. 389;v.), S. Gregorio de Nisa (m. 394; v.), etc. Entre los latinos, S. Ambrosio (m. 397; v.) es el primero que utiliza la correspondiente traducción latina Mater Dei: «Quid nobilius Mater Dei» (De Virg. 1,2,7: PL 16,22013). El uso de la expresión no estaba, sin embargo, aún consagrado a Occidente; S. jerónimo (m. 420; v.) nunca emplea las expresiones Mater Dei, ni Deipara, y lo mismo sucede con S. Agustín (v.).
      En las discusiones en torno al Conc. de Éfeso, iniciadas a partir de una mera cuestión de terminología, utilizada por el pueblo, y que Nestorio quiere reprimir, se advierte en seguida que los títulos: Christotokos, Anthropotokos, Theotokos, están vinculados a las más graves cuestiones de Cristología. El vocablo Theotokos (=Deipara, Deigenitrix) se convierte en una tessera lidei. En definitiva: si Nestorio y, en parte, el grupo de obispos orientales que acaudilla Juan de Antioquía rechazan el título, es porque previamente han caído en un dualismo cristológico que escinde a Cristo en dos personas. S. Cirilo no cesa de insistir en que el mismo símbolo del Conc. de Nicea (Denz.Sch. 125) afirma la identidad entre el «Unigénito del Padre» y el que «por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció...». El Conc. de Éfeso se concluye con una condenación de Nestorio como hereje, y una aprobación de la Carta de S. Cirilo a Nestorio, en la que se dice: «... Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la Santa Virgen, y luego descendió sobre él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De esta manera (los Santos Padres) no tuvieron inconveniente en llamar Theotokos a la santa Virgen» (Acta Conciliorum oecumenicorum, 1,1,1,25 ss.). En Éfeso se leyeron los anatematismos de S. Cirilo. El primero de ellos decía: «Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es Theotokos, ya que dio a luz según la carne al Verbo de Dios, sea anatema» (íb. 1,1,1,40: Denz.Sch. 252). Poco tiempo después, el Conc. de Calcedonia (a. 451; v.) habría de proclamar el título precisando su sentido: «Engendrado de María Virgen, Madre de Dios (Theotokos), en cuanto a la humanidad» (Denz.Sch. 301). El Conc. lI de Constantinopla (v.), un siglo después, hace de nuevo esta importante declaración: «Si alguno no confiesa que hay dos nacimientos de Dios Verbo, uno del Padre, antes de los siglos, sin tiempo e incorporalmente, otro en los últimos días, cuando Él mismo bajó de los cielos, y se encarnó en la santa gloriosa Theotokos y siempre Virgen María, y nació de Ella; ese tal sea anatema» (Denz.Sch. 422). Con ello el sentido del dogma de la Maternidad divina quedaba definitivamente fijado, y el mismo Concilio podía establecer que el título no tiene un sentido meramente figurado, sino real y propio (Denz.Sch. 427).
      Más tarde el error adopcionista (v.) renovará un nestorianismo suavizado; pero ya en nada afectará a un dogma, que, bien establecido en Éfeso, se ha conservado inalterable en toda la tradición católica y también en otras confesiones cristianas.
     
      3) La elaboración teológica de la Escolástica. Los autores escolásticos buscaron -basados en esos datos de la tradición y del magisterio- una inteligencia de la fe. Presentemos una síntesis del pensamiento más acabado de la Escolástica: el de S. Tomás. En la Encarnación del Verbo, nos dice, deben ser considerados tanto los aspectos milagrosos como los naturales. Estos últimos -que responden a las exigencias del principio definido en Calcedonia: «perfecto en la humanidad... consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado...»- se dan también en la concepción de Cristo y, por tanto, en la Maternidad divina de M.: en todo lo que no venga estrictamente exigido por la virginidad perfecta que nos enseña la tradición (v. II,4), la Maternidad de M. debe ser entendida unívocamenté con las demás maternidades naturales (cfr. Sum. Th. 3 q33 a4). Es este principio-base el que debemos tener presente al analizar los textos escolásticos, y no tanto la biología-genética que usan en sus explicaciones y que parte de ciertos postulados que hoy reconocemos como inválidos. La concepción de Cristo y la Maternidad de M. es, pues, virginalmente milagrosa, en cuanto que, de un modo oculto y eminente, el Espíritu Santo había sobrenaturalmente producido ( ¡no se habla con precisión cuando se dice «suplido»! ) todo lo que en el orden natural biológico pone el varón; pero, eso supuesto, se desarrolla según el curso de la naturaleza.
      Los escolásticos desarrollan a partir de ahí varias reflexiones fundamentales. La concepción del cuerpo de Cristo, como actuación eficiente es -afirman- obra indivisa de la Trinidad; pero se atribuye al Espíritu Santo, que es el Amor del Padre y del Hijo, amor que se manifiesta de un modo único en este misterio. Se trata, además, de la máxima obra de gratuidad, y el Espíritu Santo es el principio de toda gracia, como Don primero que es. Finalmente, siendo el fin de la encarnación la constitución del ser teándrico de Cristo, como «Santo» y principio de toda santidad económica, es igualmente al Espíritu Santo a quien debe apropiarse esta obra (3 q32 al). Esta acción, sin embargo -advierte S. Tomás (3 q32 a2 ad3)no debe ser entendida de un modo meterializante; ni debe tampoco intentarse una reflexión de ese tipo; basta decir que el Espíritu Santo realiza milagrosa y sobrenaturalmente (=sobre las fuerzas de toda la naturaleza) lo que, si fuera naturalmente posible, daría lugar a una partenogénesis humana. Esa es la razón de que no es propio llamar «padre» de Cristo al Espíritu Santo, ya que Cristo, ni nace, ni puede nacer in similitudinem speciei del Espíritu Santo. Según la generación eterna, imita al Padre: es reflejo de su sustancia; según la generación humana, imita a la madre.
      Los escolásticos, y S. Tomás con ellos (3 q33 al), afirman también -limitándose aquí por lo demás a glosar lo ya definido en los Concilios citados- que la concepción de Cristo debía realizarse en el instante mismo en que se realiza la asunción hipostática. He aquí cómo se expresa S. Tomás: «si antes de ser (asumido), hubiera precedido algún tiempo, no podría ser atribuida toda la concepción al Hijo de Dios, ya que a Él se le atribuye sólo en razón de la asunción. Por tanto, en el primer instante en que la materia apropiada se encuentra en el lugar apto para la generación, en ese mismo momento el cuerpo de Cristo está formado y es asumido» (3 q33 al). Naturalmente (añade luego: a2) todo ello exige la presencia del alma informante, pero adviértase bien la simultaneidad establecida por los escolásticos: no es antes ( ¡prioridad de tiempo! ) la información de la materia por el alma que la asunción del Verbo, porque entonces el Verbo asumiría un ser ya constituido en persona y, por tanto, estaríamos en el nestorianismo.
      El pensamiento de S. Tomás se puede, pues, sintetizar así: Maternidad divina y unicidad de persona en Cristo van estrechamente unidos. Lo que asume el Verbo, es una humanidad concreta, que ha sido concebida, virginalmente, pero realmente, por M.; y eso debe ser afirmado con claridad, excluyendo toda idea según la cual elcuerpo antes de la asunción hubiera sido informado por el alma, ya que entonces de destruirían ambos dogmas: ni en Cristo habría unicidad de personas, ni M. sería verdaderamente Madre de Dios. Tomás es muy explícito: «... no preexiste lo que es del hombre, como subsistiendo por sí, antes de ser asumido por el Verbo. Pues, si la carne de Cristo hubiera sido concebida antes de ser asumida por el Verbo, habría durante algún tiempo otra hipóstasis además de la hipóstasis del Verbo; lo que es contra la esencia de la encarnación... Ni fue conveniente que el Verbo, al asumir, destruyera la hipóstasis preexistente de la naturaleza humana, o alguna de sus partes. Por eso es contra la fe decir que la carne de Cristo primero fuera concebida y después asumida por el Verbo de Dios» (33 q33 a3 c y ad3).
      Supuesta toda esta profunda doctrina cristológica, he aquí ahora cómo S. Tomás analiza y fundamenta la Maternidad divina de M. El sujeto de atribución de toda concepción no es la naturaleza, sino el sujeto que es concebido y nace, la persona (3 q35 al); por eso una misma persona podría nacer varias veces, si pudiera poseer varias naturalezas, como sucede en Cristo (ib. a2). Ahora bien, M. es madre del Cristo-Dios, porque, aunque sólo nazca de ella según la naturaleza humana, la persona que según esa naturaleza humana nace en el tiempo es la misma que procede eternamente del Padre según su naturaleza divina. En suma, supuesta la realidad de la naturaleza humana asumida -lo que sólo negó el docetismo (v.)- sólo hay dos extremos heréticos, para deshacer el concepto católico de Maternidad divina de M.; el error de Fotino, quien primero pone la concepción y hasta la natividad del supuesto humano, y luego la asunción; y el error de Nestorio, que no hace terminar la asunción en la persona preexistente del Verbo, sino en la naturaleza humana. Son tres los dogmas que se conjugan en esta explicación: Trinidad, Encarnación y Maternidad divina. Aunque, considerados los casos, en abstracto, cualquiera de las tres Personas hubiera podido encarnarse, de hecho y en virtud de conveniencias teológicas radicadas en lo nocional de la segunda Persona, es ésta quien lo hace. M. es Madre solamente de la segunda Persona, del mismo modo que es la segunda Persona la única que se encarna. En la Encarnación, hay dos aspectos: el de acción y el de término: las tres personas divinas obran el misterio, pero no se termina sino en el Verbo. M. es Madre de Dios; pero aquí la palabra Dios no está significando la esencia divina ni las tres Personas en cuanto unidas: está significando únicamente la persona del Verbo.
     
      4) Intentos teológicos posteriores. La síntesis medieval, que sigue muy de cerca las definiciones dogmáticas de los Concilios ecuménicos que la precedieran, puede en gran parte considerarse como definitiva. A partir de ella, en los siglos posteriores, diversos autores se han ocupado de algunos puntos con la intención de completar, más o menos acertadamente, la síntesis medieval, y precisar más algún aspecto de la doctrina sobre la Maternidad divina de María. Así Suárez (De Myst. 1,1,12 ss.) afirma que no es suficiente la explicación por la simultaneidad entre la generación y la asunción, y habla de alguna clase de eficiencia con respecto a la misma unión hipostática. Ésta consiste, para Suárez, en que M., por la generación del cuerpo, creaba una exigencia de ser informado por el alma, alma que -en el misterio de la Encarnación -está unida al Verbo. Es decir: lo mismo que las demás madres son madres de todo el sujeto, aun cuando no produzcan el alma, que es creada directamente por Dios, así también M. es verdaderamente Madre de Dios, en cuanto que contribuye con la formación del cuerpo de Cristo a la unión hipostática. Otros autores, más modernos, han hablado de una eficiencia de instrumentalidad de M. en la unión hipostática. Sin embargo, esa postura no es aceptable, entre otras cosas porque la acción materna difícilmente se encuadra en la causalidad instrumental: es una causalidad verdaderamente principal sobre todo el sujeto humano engendrado, aunque basada en esa relación -digamos preestablecida por Dios- de exigencia que tiene el cuerpo humano a ser informado por el alma.
      Siguiendo esta «teleología» fundamental, otros autores (Bover, Pozo) han contemplado a la Maternidad de M. teniendo presente la dirección finalista que dicha Maternidad tiene en los designios divinos, que la dirigen integralmente al Verbo hecho carne. La realidad, pues, de esta maternidad singular se salvaría en las exigencias que la llevan intrínsecamente a terminarse en el Verbo humanado. Ahora bien, como el término es intrínsecamente sobrenatural, y en M. no puede haber nada que naturalmente exigiera ese término, esos autores piensan en una especial elevación de la potencia generativa virginal que la hiciera proporcionada a esa finalidad. Sin embargo, ¿cómo encontrar adecuación entre cualquier clase de elevación sobrenatural y ese término que es el mismo Verbo de Dios? La unión hipostática, principio de toda gracia, no puede caer bajo ninguna gracia. S. Tomás se pregunta si la asunción podía realizarse por gracia, y responde negativamente, porque, en cuanto a la gratia unionis es ya el término de la unión, y en cuanto a la gracia habitual, es más bien el fruto posterior a la misma gracia de unión (3 q6 a6). Creemos que lo mismo puede decirse de la maternidad: no puede existir elevación ninguna del orden de la gracia que se ordene intrínsecamente a esa relación de M. a Cristo, que es ciertamente principio de toda gracia en M.
      En cualquier caso, algunos autores (Saavedra, Delgado, Alonso, Pozo, Van Biesen) se inclinan a pensar que esa elevación sobrenatural debe ser concebida de un modo trinitario, siguiendo un pensamiento tradicional en los Padres, cuando relacionan tan íntimamente la fecundidad eterna del Padre con la fecundidad temporal de M. No se trata, evidentemente, de que M., por su maternidad, adquiera una relación intratrinitaria para con su hijo; esto la haría una cuarta persona trinitaria, lo que es manifiestamente absurdo. La participación que M. adquiere de la paternidad del Padre no la hace ser coprincipio de la filiación o nacimiento eterno del Logos -esto no puede menos de ser exclusivo de la primera Persona-, sino que la hace ser un co-principio con el Padre de la natividad en el tiempo, como el efecto temporal de la donación que el Padre le hace, asociándola a su fecundidad. Al fin y al cabo nos hallaríamos aquí con una aplicación de la doctrina de las misiones miratrinitarias. -En este caso, en que el Padre, como Primer Emisor, no puede ser enviado, tenemos el concepto de autodonación. Creemos que esta explicación es sólida en teología y no se opone a ningún principio teológico y que, en cambio, nos permite comprender mejor la maternidad de M. formalmente en cuanto divina (cfr. Alonso, o. c, bibl.).
     
      5) Implicaciones de la Maternidad divina de María. La Maternidad divina de M., siendo el privilegio fuente de todos los demás, tiene unas implicaciones importantes, sobre las cuales vamos a hacer algunas reflexiones funda.
      a) Maternidad divina de María. La Maternidad divina, por parte de M., debe ser considerada integralmente en todos aquellos elementos que la constituyen. Aunque se trate del caso único y milagroso de una maternidad virginal; todos los demás elementos anímicos que constituyen una integral maternidad humana deben ser adscritos a M.: y esto no sólo en cuanto lo ya visto, sino respecto a los afectos, sentimientos, amor, etc. De ahí que, como destacan algunos autores modernos (Bover, Nicolas), esa maternidad se realiza en la integridad de la persona humana de M.; es ésta, en cuanto tal, quien debe asumir todas las responsabilidades de una maternidad consciente que se compromete en el misterio de la Encarnación.
      Pero, surge así una pregunta: ¿conoció M. verdaderamente el misterio que se realizó en Ella? Extrañamente, hay autores (Guardini, Schmaus, Auer) que no son suficientemente claros en este punto importante. Haciendo una exégesis fuertemente crítica de Le 1 y 2 y, sobre todo, pensando apriorísticamente la fe de la Virgen, llegan a hablar de una cierta ignorancia de M. en torno a su propio misterio, afirmación que es incompatible, no sólo con el texto de S. Lucas, sino con la analogía de la fe elemental. Es verdad que en los relatos lucanos toda la narración de la Anunciación (v. 3) manifiesta una gran preocupación por subrayar el carácter divino del acontecimiento, más que por describir los sentimientos de M. Es igualmente verdad que debe ser excluido de M. un conocimiento escolástico del misterio, impropio e innecesario. Pero -como ha mostrado Laurentin; cfr. o. c. en bibl.- el texto lucano, mediante formas literarias vetero-testamentarias, presenta de tal modo el misterio que queda fuertemente afirmada la divinidad de Cristo. Y, además de lo que el texto mismo nos dice expresamente, está el hecho de que una analogía de la fe que se apoye en los datos más ciertos nos lleva a comprender que Dios no hubiera obrado convenientemente, si el misterio, ofrecido a M., no se le hubiera propuesto de tal modo que Ella lo pudiera aceptar en plena conciencia y responsabilidad. Es esto lo que han puesto de relieve los estudios fundamentales de Nicolas y Bover (cfr o. c. en bibl.). La Maternidad divina, para ser digna y plenamente humana, exige que la mente y todas las facultades anímicas de M. estuvieran dotadas de un conocimiento «ilustrado» del misterio que se realizaba en Ella, capaz de prepararla para ser, como reza la oración litúrgica: «una digna Madre de Dios». En suma, M. tuvo desde la Anunciación conocimiento de la divinidad del Hijo que iba a nacer de Ella y de la misión que a Ella personalmente le correspondía; y un conocimiento de tipo verdadero y real, muy superior a todos los conocimientos escolares de todos los teólogos. Ese conocimiento inicial, obviamente, no impedía un progreso en la inteligencia del misterio, nada contrario al progreso de su fe viva; pero hace ver que no es un progreso en el sentido de pasar de lo desconocido a lo conocido, sino en el de ir conociendo cada vez mejor lo que Dios le había, desde el principio, revelado.
      b) Maternidad divina y santidad de María. Todo lo anterior nos lleva a la cuestión conexa: ¿qué relación existe entre maternidad divina y gracia y santidad de M.? En este punto, unos textos bíblicos, explicados frecuentemente por la Patrística, pudieran desorientar (Mt 12,50; Me 3,35; Le 8,21; Le 11,18). En ellos, Cristo parece contraponer la maternidad de la carne a la maternidad del espíritu que produce la fe: «éstos (los que tienen. fe en mí) son mis hermanos y mi padre y mi madre».
      Queda así ensalzado el parentesco de la fe para deprimir el parentesco carnal. Cuando los Padres han explicado estos textos, su comentario ha seguido una línea de pensamiento como la que reflejan estas frases de S. Agustín: «porque de nada le hubiera aprovechado a María su parentesco materno, si no hubiera concebido a Cristo antes y mejor en su corazón que en su seno».
      Ante estos textos hay que decir, como es regla general de exégesis, que deben ser entendidos de acuerdo con la intención de Cristo al pronunciar esas palabras: quería acentuar bien la trascendencia espiritual de su persona y de su obra. No deben ser, pues, entendidos como una minusvaloración del oficio de su madre y, mucho menos, como expresando una especie de implícita reprensión a su Madre. Es claro que, comparadas entre sí, y separadas conceptualmente, la maternidad de la carne y la de la fe, es ésta la que prevalecería como realidad sobrenatural que es: todo fiel cristiano puede «concebir» a Cristo en su corazón por la fe, según un tema caro a la Patrística oriental, comenzando por Orígenes, y en este sentido son ciertas las palabras agustinianas arriba transcritas. Es a esta comprensión a la que quería llevar Jesús: hacer que sus oyentes no se quedaran en una actitud puramente humana frente a Él (viéndolo como un miembro más de Israel unido a ellos por razones de raza y de parentesco), sino que llegaran al plano profundo de la fe. En ese sentido el texto es paralelo de aquellos en los que se dice que no basta con ser hijo de Abraham para tener acceso a las promesas (cfr. Mt 3,9).
      Pero si esa reflexión nos ayuda a comprender las exigencias del ser cristiano, nos puede desviar si queremos comprender a M. Es decir, no debemos partir de la esfera de los conceptos formales separados lógicamente, sino de la realidad de lo que en Ella está unido. En la Virgen, la maternidad natural, la fe y la gracia forman una unidad inseparable. El único problema está en encontrar la razón exacta de su relación concreta. Porque la Maternidad divina, tal y como la presentan las Escrituras y la tradición cristiana, no es sólo una realidad física-biológica (lo que haría a M. madre con todas sus consecuencias anímicas y somáticas, pero nada más), sino que es mucho más: es una gracia del todo singular que, antes de refluir en su seno, pasa por el corazón y el alma toda de M. levantándola a un orden estrictamente sobrenatural. Esta cuestión ha sido presentada, ya desde J. Martínez de Ripalda (v.), en esta forma clásica: la Maternidad divina de M., ¿es formalmente santificante? Los Salmaticenses (v.) y otros teólogos no reconocen más que una santificación radical-exigitiva, al modo del carácter: éste confiere una especie de santificación ontológica, que exige la gracia, pero que él mismo no es gracia. Muchos autores modernos, sobre todo Scheeben (v.), defienden la santificación inmediata y formal, Admitido esto, la dificultad consiste en señalar la naturaleza peculiar de esa formalidad santificante. El P. Nicolas la piensa como una donación entre el Hijo y la Madre que necesariamente se convierte en gracia, de un modo psicológico. Sin embargo, Nicolas hace extrínseca a la misma gracia en relación con esa donación; y, por tanto, no supera la fase de exigencia radical. Otros autores (Bover, Rozo, Delgado) ponen una forma que elevaría a M., haciéndola Madre. Una última corriente teológica, hoy cada vez más acentuada, contempla la Maternidad divina como una gracia del todo singular y específicamente distinta de la gracia de los hijos de adopción. Esa gracia es formalmente maternal, porque imita, no ya la filiación natural delUnigénito del Padre, que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones, haciéndonos clamar: Abba, Padre (Rom 8,17; Gal 4,6); sino la misma fecundidad del Padre, haciéndola clamar: Hijo, Hijo. La gracia de la divina maternidad es entendida -como ya decíamos al final del apartado anterior- desde una auténtica perspectiva de presencia trinitaria.
      De la Maternidad divina surgen unas relaciones del todo especiales entre M. y cada una de las Personas de la Santísima Trinidad. En la gracia propia de la Maternidad divina, las tres divinas Personas invaden todo el ser de M.: el Padre se dona, el Hijo es enviado por el Padre, y el Espíritu Santo por los dos. Pero no se produce ni una filiación natural que es exclusiva de Cristo; ni una filiación adoptiva, porque la misión del Espíritu Santo en M. no es la de conformar a M. con el Hijo. Lo que se realiza, en verdad, es una maternidad divina: el Hijo y, a través del Hijo, el Espíritu Santo, configuran a M. con el Padre; donándose éste en su propia nocionalidad de tal.
      c) La maternidad espiritual de María y su maternidad sobre la Iglesia. Ambas encuentran su fundamento en la Maternidad divina, es decir, en el hecho de que la Virgen es Madre de Dios encarnado. En verdad, aunque esas realidades las expresamos con conceptos formales diversos, forman una unidad en el concreto orden divino establecido para la redención humana. En efecto, la Maternidad divina de M. es intrínsecamente soteriológica: está ordenada a darnos el Cristo-Hombre, Redentor del mundo con su Pasión y muerte; y se ve envuelta en el mismo destino que la Encarnación. Para más detalles, v. 6.
     
     

V. t.: ENCARNACIÓN DEL VERBO 11, 7; JESUCRISTO 111, 2. BIBL.: M. GORDILLO, Mariologia Orientalis, Roma 1954; M. D. PHILIPPE, Le mystére de la Maternité divine, en Maria, VI, París 1961, 367-416; J. M. BOVER, Deiparae Virginis Consensus, Madrid 1942; R, LAURENTIN, Structure et théologie de Lc I-II, París 1957; N. S. BROARDO, De maternitate divina B. M. Semper V. Nestorii Const. et Cyrillí Alex. sententia, Roma 1944; RAGAZZINI, La divina maternitá di Maria nel suo coneetto teologico integrale, Roma 1948; M. J. NICOLÁS, Théotokos. Le Mystére de Marie, París 1965; J. M. ALONso, Naturaleza y fundamentos de la gracia de Marta «Estudios Marianos» 5 (1946) 11-110; íD, TrinidadEncarnación-Maternidad Divina, «Ephemerides Mariologicae» 3 (1953) 86-102. La Sociedad Mariológica Española ha tratado el tema: dos diversos trabajos se recogen en los volúmenes VIII y XI de sus actas

 

JOAQUN M. ALONSO

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991