MARIA II. MARIA Y LA OBRA DE LA REDENCION. 1. MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA
1) La Maternidad divina en las Sagradas Escrituras. 2) La tradición patrística y
el Magisterio de los primeros Concilios ecuménicos. 3) La elaboración teológica
de la Escolástica. 4) Intentos teológicos posteriores. 5) Implicaciones de la
Maternidad divina de María.
La Maternidad divina es el privilegio más grande de M.; es también aquel
al cual se ordenan y del cual nacen todos los demás privilegios marianos,
personales y sociales. La expresión consta de un sustantivo y un adjetivo; el
sustantivo es fácilmente comprensible: es aquella relación que surge en la mujer
que ha engendrado y dado a luz a un hijo. El adjetivo, en cambio, no puede menos
de suscitar inmediatamente asombro y maravilla: ¿cómo puede Dios ser hijo de una
mujer? El dogma católico, sin embargo, afirma como doctrina de fe, muchas veces
definida, que la Virgen M. es verdadera Madre de Dios por haber engendrado y
dado a luz a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre en unidad de persona.
Este dogma, lo mismo que el dogma de la Encarnación (v.), al que está
necesariamente conexo, entra en la categoría de los misterios estrictos; la
teología católica, al intentar penetrarlo, no pretende que desaparezca el velo
que lo encubre. No olvidemos, no obstante, que esa misma doctrina afirma que se
trata no de un «mito» ni de una imitación de la teogonía del paganismo; sino de
una maravillosa realidad, que encuentra las más estupendas armonías en el
conjunto de los misterios de nuestra fe. Para comprender a fondo lo dicho, es
oportuno contemplar esta doctrina católica en su génesis, en su desarrollo y
fijación dogmática; y, finalmente, en los intentos de sistematización teológica.
1) La Maternidad divina en las Sagradas Escrituras. Si el Mesías, que
anuncia el A. T., aparece con cualidades divinas, la mujer que le acompaña en
muchos textos, como «madre», «reina», «Hija de Sión», desde el protoevangelio
hasta la profecía de Miqueas, habría que deducirla, de algún modo, como madre de
un Mesías que es Dios. La literatura veterotestamentaria no explícita esa
conclusión; entre otras cosas porque la idea de un MesíasDios aunque es apuntada
no está revelada con claridad. No es, pues, extraño que en los textos del A. T.
no se encuentre declaración explícita alguna sobre la maternidad divina. Ésta
será posible con la plenitud de la Revelación, es decir, en el N. T. Aquí es
necesario distinguir la realidad misma, del nombre. La expresión Madre de Dios
no es bíblica (luego veremos su origen), pero su contenido sí. Más aún, hay
expresiones que son hasta formal IImente equivalentes, p. ej., Mater Domini (Le
1,43), ya que aunque la expresión Señor, absolutamente y aislada, indica sólo un
título mesiánico, en el contexto lucano en que aparece, y, sobre todo, en el
ambiente de las tradiciones neotestamentarias, significa y se aplica al Cristo
precisamente como Dios. Esa expresión, pues, en boca de Isabel, tiene una fuerza
extraordinaria: Mater Domini es el modo hebreo de decir Madre de Dios.
En cualquier caso no debemos limitarnos sólo a una cuestión de títulos o
expresiones formales empleadas, sino al contenido de lo que se nos trasmite. Ya
S. Tomás se planteaba la objeción de que en la S. E. no se encuentra el título
de Madre de Dios; y sí sólo los de Madre del Señor y Madre del niño, y
respondía: «... ésa fue la objeción de Nestorio: que se resuelve porque, aunque
no se encuentre expresamente en la Escritura que María sea Madre de Dios, sí que
se encuentra expresamente que Jesucristo es verdadero Dios... y que María es
madre de Jesucristo... De donde se sigue necesariamente, de las palabras de la
Escritura, que sea Madre de Dios» (Sum. Th. 3, q35 a4). La respuesta es
plenamente válida. No es éste el lugar de probar la divinidad de Cristo (v.
JESUCRISTO); ni tampoco es necesario insistir aquí en la realidad de una
auténtica maternidad biológica de M. en relación con Cristo-hombre, dato obvio y
punto de partida de todo lo demás. Todo ello supuesto, los textos
neotestamentarios conducen de manera directa e inmediata a la conclusión que
formuló ya explícitamente la Patrística y que acabamos de ver recogida por S.
Tomás: si el Hijo que nace de M. es Dios verdadero, M. es verdadera Madre de
Dios.
2) La tradición patrística y el Magisterio de los primeros Concilios
ecuménicos. «Nuestro Dios, Jesucristo, fue llevado en el seno por María», dice
hermosamente S. Ignacio de Antioquía a principio del s. ii (Ad Ephesios, 18,2).
Y una fórmula primitiva del Símbolo Apostólico ya contiene la siguiente
declaración: «Y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que nació de María
Virgen por obra del Espíritu Santo» (Denz.Sch. 3). Los textos y las
declaraciones de esta naturaleza sobre la Maternidad divina, es decir, sobre
Cristo Dios y hombre en cuanto hijo de M., son innumerables en la Patrística
anterior al Conc. de Éfeso (431). No es, pues, necesario documentar más el
hecho. Más interesante es precisar, en lo posible, la aparición del vocablo
griego Theotokos que ese Concilio definió y consagró. Nestorio (v.), en diversos
pasajes de sus obras, rechazó ese término como utilizado por los herejes
antitrinitarios: Apolinar (v.), Arrio (v.) y Eunomio; y en su obra El libro de
Heráclides de Damasco desafía a S. Cirilo (v.) a presentar un solo lugar de los
Padres o de los Concilios ortodoxos que lo utilizaran. Nestorio, sin embargo, no
tiene razón ni siquiera desde el punto de vista historiográfico. La crítica,
aunque no concede una antigüedad total al título Theotokos, ha establecido que
existía por lo menos un siglo antes de Éfeso. Así la oración Sub tuum praesidium
se encuentra escrita en el Papyrus n. 470 de la John Roylands Library, que hay
que datar de finales del s. III; y en ella se dice: «Bajo tu amparo nos
acogemos, Theotokos...». Teodoreto, en su Historia Eclesiástica, nos ha
trasmitido un texto de Alejandro de Alejandría (v.), del año 325, en que se
dice: «Nuestro Señor Jesucristo llevó verdaderamente, y no en apariencia, un
cuerpo tomado de la Theotokos» (I,3: PG 82,908A). Utilizan también el título: S.
Atanasio (m. 373; v.), Dídimo el Ciego (m. 398; v.), Eusebio de Cesarea (m. 340;
v.), S. Cirilo de Jerusalén (m. 396; v.), S. Basilio (m. 379; v.), S. Gregorio
Nacianceno m. 389;v.), S. Gregorio de Nisa (m. 394; v.), etc. Entre los latinos,
S. Ambrosio (m. 397; v.) es el primero que utiliza la correspondiente traducción
latina Mater Dei: «Quid nobilius Mater Dei» (De Virg. 1,2,7: PL 16,22013). El
uso de la expresión no estaba, sin embargo, aún consagrado a Occidente; S.
jerónimo (m. 420; v.) nunca emplea las expresiones Mater Dei, ni Deipara, y lo
mismo sucede con S. Agustín (v.).
En las discusiones en torno al Conc. de Éfeso, iniciadas a partir de una
mera cuestión de terminología, utilizada por el pueblo, y que Nestorio quiere
reprimir, se advierte en seguida que los títulos: Christotokos, Anthropotokos,
Theotokos, están vinculados a las más graves cuestiones de Cristología. El
vocablo Theotokos (=Deipara, Deigenitrix) se convierte en una tessera lidei. En
definitiva: si Nestorio y, en parte, el grupo de obispos orientales que
acaudilla Juan de Antioquía rechazan el título, es porque previamente han caído
en un dualismo cristológico que escinde a Cristo en dos personas. S. Cirilo no
cesa de insistir en que el mismo símbolo del Conc. de Nicea (Denz.Sch. 125)
afirma la identidad entre el «Unigénito del Padre» y el que «por nuestra
salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció...». El Conc. de Éfeso
se concluye con una condenación de Nestorio como hereje, y una aprobación de la
Carta de S. Cirilo a Nestorio, en la que se dice: «... Porque no nació
primeramente un hombre vulgar, de la Santa Virgen, y luego descendió sobre él el
Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a
nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De
esta manera (los Santos Padres) no tuvieron inconveniente en llamar Theotokos a
la santa Virgen» (Acta Conciliorum oecumenicorum, 1,1,1,25 ss.). En Éfeso se
leyeron los anatematismos de S. Cirilo. El primero de ellos decía: «Si alguno no
confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es
Theotokos, ya que dio a luz según la carne al Verbo de Dios, sea anatema» (íb.
1,1,1,40: Denz.Sch. 252). Poco tiempo después, el Conc. de Calcedonia (a. 451;
v.) habría de proclamar el título precisando su sentido: «Engendrado de María
Virgen, Madre de Dios (Theotokos), en cuanto a la humanidad» (Denz.Sch. 301). El
Conc. lI de Constantinopla (v.), un siglo después, hace de nuevo esta importante
declaración: «Si alguno no confiesa que hay dos nacimientos de Dios Verbo, uno
del Padre, antes de los siglos, sin tiempo e incorporalmente, otro en los
últimos días, cuando Él mismo bajó de los cielos, y se encarnó en la santa
gloriosa Theotokos y siempre Virgen María, y nació de Ella; ese tal sea anatema»
(Denz.Sch. 422). Con ello el sentido del dogma de la Maternidad divina quedaba
definitivamente fijado, y el mismo Concilio podía establecer que el título no
tiene un sentido meramente figurado, sino real y propio (Denz.Sch. 427).
Más tarde el error adopcionista (v.) renovará un nestorianismo suavizado;
pero ya en nada afectará a un dogma, que, bien establecido en Éfeso, se ha
conservado inalterable en toda la tradición católica y también en otras
confesiones cristianas.
3) La elaboración teológica de la Escolástica. Los autores escolásticos
buscaron -basados en esos datos de la tradición y del magisterio- una
inteligencia de la fe. Presentemos una síntesis del pensamiento más acabado de
la Escolástica: el de S. Tomás. En la Encarnación del Verbo, nos dice, deben ser
considerados tanto los aspectos milagrosos como los naturales. Estos últimos
-que responden a las exigencias del principio definido en Calcedonia: «perfecto
en la humanidad... consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad,
semejante en todo a nosotros, menos en el pecado...»- se dan también en la
concepción de Cristo y, por tanto, en la Maternidad divina de M.: en todo lo que
no venga estrictamente exigido por la virginidad perfecta que nos enseña la
tradición (v. II,4), la Maternidad de M. debe ser entendida unívocamenté con las
demás maternidades naturales (cfr. Sum. Th. 3 q33 a4). Es este principio-base el
que debemos tener presente al analizar los textos escolásticos, y no tanto la
biología-genética que usan en sus explicaciones y que parte de ciertos
postulados que hoy reconocemos como inválidos. La concepción de Cristo y la
Maternidad de M. es, pues, virginalmente milagrosa, en cuanto que, de un modo
oculto y eminente, el Espíritu Santo había sobrenaturalmente producido ( ¡no se
habla con precisión cuando se dice «suplido»! ) todo lo que en el orden natural
biológico pone el varón; pero, eso supuesto, se desarrolla según el curso de la
naturaleza.
Los escolásticos desarrollan a partir de ahí varias reflexiones
fundamentales. La concepción del cuerpo de Cristo, como actuación eficiente es
-afirman- obra indivisa de la Trinidad; pero se atribuye al Espíritu Santo, que
es el Amor del Padre y del Hijo, amor que se manifiesta de un modo único en este
misterio. Se trata, además, de la máxima obra de gratuidad, y el Espíritu Santo
es el principio de toda gracia, como Don primero que es. Finalmente, siendo el
fin de la encarnación la constitución del ser teándrico de Cristo, como «Santo»
y principio de toda santidad económica, es igualmente al Espíritu Santo a quien
debe apropiarse esta obra (3 q32 al). Esta acción, sin embargo -advierte S.
Tomás (3 q32 a2 ad3)no debe ser entendida de un modo meterializante; ni debe
tampoco intentarse una reflexión de ese tipo; basta decir que el Espíritu Santo
realiza milagrosa y sobrenaturalmente (=sobre las fuerzas de toda la naturaleza)
lo que, si fuera naturalmente posible, daría lugar a una partenogénesis humana.
Esa es la razón de que no es propio llamar «padre» de Cristo al Espíritu Santo,
ya que Cristo, ni nace, ni puede nacer in similitudinem speciei del Espíritu
Santo. Según la generación eterna, imita al Padre: es reflejo de su sustancia;
según la generación humana, imita a la madre.
Los escolásticos, y S. Tomás con ellos (3 q33 al), afirman también
-limitándose aquí por lo demás a glosar lo ya definido en los Concilios citados-
que la concepción de Cristo debía realizarse en el instante mismo en que se
realiza la asunción hipostática. He aquí cómo se expresa S. Tomás: «si antes de
ser (asumido), hubiera precedido algún tiempo, no podría ser atribuida toda la
concepción al Hijo de Dios, ya que a Él se le atribuye sólo en razón de la
asunción. Por tanto, en el primer instante en que la materia apropiada se
encuentra en el lugar apto para la generación, en ese mismo momento el cuerpo de
Cristo está formado y es asumido» (3 q33 al). Naturalmente (añade luego: a2)
todo ello exige la presencia del alma informante, pero adviértase bien la
simultaneidad establecida por los escolásticos: no es antes ( ¡prioridad de
tiempo! ) la información de la materia por el alma que la asunción del Verbo,
porque entonces el Verbo asumiría un ser ya constituido en persona y, por tanto,
estaríamos en el nestorianismo.
El pensamiento de S. Tomás se puede, pues, sintetizar así: Maternidad
divina y unicidad de persona en Cristo van estrechamente unidos. Lo que asume el
Verbo, es una humanidad concreta, que ha sido concebida, virginalmente, pero
realmente, por M.; y eso debe ser afirmado con claridad, excluyendo toda idea
según la cual elcuerpo antes de la asunción hubiera sido informado por el alma,
ya que entonces de destruirían ambos dogmas: ni en Cristo habría unicidad de
personas, ni M. sería verdaderamente Madre de Dios. Tomás es muy explícito: «...
no preexiste lo que es del hombre, como subsistiendo por sí, antes de ser
asumido por el Verbo. Pues, si la carne de Cristo hubiera sido concebida antes
de ser asumida por el Verbo, habría durante algún tiempo otra hipóstasis además
de la hipóstasis del Verbo; lo que es contra la esencia de la encarnación... Ni
fue conveniente que el Verbo, al asumir, destruyera la hipóstasis preexistente
de la naturaleza humana, o alguna de sus partes. Por eso es contra la fe decir
que la carne de Cristo primero fuera concebida y después asumida por el Verbo de
Dios» (33 q33 a3 c y ad3).
Supuesta toda esta profunda doctrina cristológica, he aquí ahora cómo S.
Tomás analiza y fundamenta la Maternidad divina de M. El sujeto de atribución de
toda concepción no es la naturaleza, sino el sujeto que es concebido y nace, la
persona (3 q35 al); por eso una misma persona podría nacer varias veces, si
pudiera poseer varias naturalezas, como sucede en Cristo (ib. a2). Ahora bien,
M. es madre del Cristo-Dios, porque, aunque sólo nazca de ella según la
naturaleza humana, la persona que según esa naturaleza humana nace en el tiempo
es la misma que procede eternamente del Padre según su naturaleza divina. En
suma, supuesta la realidad de la naturaleza humana asumida -lo que sólo negó el
docetismo (v.)- sólo hay dos extremos heréticos, para deshacer el concepto
católico de Maternidad divina de M.; el error de Fotino, quien primero pone la
concepción y hasta la natividad del supuesto humano, y luego la asunción; y el
error de Nestorio, que no hace terminar la asunción en la persona preexistente
del Verbo, sino en la naturaleza humana. Son tres los dogmas que se conjugan en
esta explicación: Trinidad, Encarnación y Maternidad divina. Aunque,
considerados los casos, en abstracto, cualquiera de las tres Personas hubiera
podido encarnarse, de hecho y en virtud de conveniencias teológicas radicadas en
lo nocional de la segunda Persona, es ésta quien lo hace. M. es Madre solamente
de la segunda Persona, del mismo modo que es la segunda Persona la única que se
encarna. En la Encarnación, hay dos aspectos: el de acción y el de término: las
tres personas divinas obran el misterio, pero no se termina sino en el Verbo. M.
es Madre de Dios; pero aquí la palabra Dios no está significando la esencia
divina ni las tres Personas en cuanto unidas: está significando únicamente la
persona del Verbo.
4) Intentos teológicos posteriores. La síntesis medieval, que sigue muy de
cerca las definiciones dogmáticas de los Concilios ecuménicos que la
precedieran, puede en gran parte considerarse como definitiva. A partir de ella,
en los siglos posteriores, diversos autores se han ocupado de algunos puntos con
la intención de completar, más o menos acertadamente, la síntesis medieval, y
precisar más algún aspecto de la doctrina sobre la Maternidad divina de María.
Así Suárez (De Myst. 1,1,12 ss.) afirma que no es suficiente la explicación por
la simultaneidad entre la generación y la asunción, y habla de alguna clase de
eficiencia con respecto a la misma unión hipostática. Ésta consiste, para
Suárez, en que M., por la generación del cuerpo, creaba una exigencia de ser
informado por el alma, alma que -en el misterio de la Encarnación -está unida al
Verbo. Es decir: lo mismo que las demás madres son madres de todo el sujeto, aun
cuando no produzcan el alma, que es creada directamente por Dios, así también M.
es verdaderamente Madre de Dios, en cuanto que contribuye con la formación del
cuerpo de Cristo a la unión hipostática. Otros autores, más modernos, han
hablado de una eficiencia de instrumentalidad de M. en la unión hipostática. Sin
embargo, esa postura no es aceptable, entre otras cosas porque la acción materna
difícilmente se encuadra en la causalidad instrumental: es una causalidad
verdaderamente principal sobre todo el sujeto humano engendrado, aunque basada
en esa relación -digamos preestablecida por Dios- de exigencia que tiene el
cuerpo humano a ser informado por el alma.
Siguiendo esta «teleología» fundamental, otros autores (Bover, Pozo) han
contemplado a la Maternidad de M. teniendo presente la dirección finalista que
dicha Maternidad tiene en los designios divinos, que la dirigen integralmente al
Verbo hecho carne. La realidad, pues, de esta maternidad singular se salvaría en
las exigencias que la llevan intrínsecamente a terminarse en el Verbo humanado.
Ahora bien, como el término es intrínsecamente sobrenatural, y en M. no puede
haber nada que naturalmente exigiera ese término, esos autores piensan en una
especial elevación de la potencia generativa virginal que la hiciera
proporcionada a esa finalidad. Sin embargo, ¿cómo encontrar adecuación entre
cualquier clase de elevación sobrenatural y ese término que es el mismo Verbo de
Dios? La unión hipostática, principio de toda gracia, no puede caer bajo ninguna
gracia. S. Tomás se pregunta si la asunción podía realizarse por gracia, y
responde negativamente, porque, en cuanto a la gratia unionis es ya el término
de la unión, y en cuanto a la gracia habitual, es más bien el fruto posterior a
la misma gracia de unión (3 q6 a6). Creemos que lo mismo puede decirse de la
maternidad: no puede existir elevación ninguna del orden de la gracia que se
ordene intrínsecamente a esa relación de M. a Cristo, que es ciertamente
principio de toda gracia en M.
En cualquier caso, algunos autores (Saavedra, Delgado, Alonso, Pozo, Van
Biesen) se inclinan a pensar que esa elevación sobrenatural debe ser concebida
de un modo trinitario, siguiendo un pensamiento tradicional en los Padres,
cuando relacionan tan íntimamente la fecundidad eterna del Padre con la
fecundidad temporal de M. No se trata, evidentemente, de que M., por su
maternidad, adquiera una relación intratrinitaria para con su hijo; esto la
haría una cuarta persona trinitaria, lo que es manifiestamente absurdo. La
participación que M. adquiere de la paternidad del Padre no la hace ser
coprincipio de la filiación o nacimiento eterno del Logos -esto no puede menos
de ser exclusivo de la primera Persona-, sino que la hace ser un co-principio
con el Padre de la natividad en el tiempo, como el efecto temporal de la
donación que el Padre le hace, asociándola a su fecundidad. Al fin y al cabo nos
hallaríamos aquí con una aplicación de la doctrina de las misiones
miratrinitarias. -En este caso, en que el Padre, como Primer Emisor, no puede
ser enviado, tenemos el concepto de autodonación. Creemos que esta explicación
es sólida en teología y no se opone a ningún principio teológico y que, en
cambio, nos permite comprender mejor la maternidad de M. formalmente en cuanto
divina (cfr. Alonso, o. c, bibl.).
5) Implicaciones de la Maternidad divina de María. La Maternidad divina de
M., siendo el privilegio fuente de todos los demás, tiene unas implicaciones
importantes, sobre las cuales vamos a hacer algunas reflexiones funda.
a) Maternidad divina de María. La Maternidad divina, por parte de M., debe
ser considerada integralmente en todos aquellos elementos que la constituyen.
Aunque se trate del caso único y milagroso de una maternidad virginal; todos los
demás elementos anímicos que constituyen una integral maternidad humana deben
ser adscritos a M.: y esto no sólo en cuanto lo ya visto, sino respecto a los
afectos, sentimientos, amor, etc. De ahí que, como destacan algunos autores
modernos (Bover, Nicolas), esa maternidad se realiza en la integridad de la
persona humana de M.; es ésta, en cuanto tal, quien debe asumir todas las
responsabilidades de una maternidad consciente que se compromete en el misterio
de la Encarnación.
Pero, surge así una pregunta: ¿conoció M. verdaderamente el misterio que
se realizó en Ella? Extrañamente, hay autores (Guardini, Schmaus, Auer) que no
son suficientemente claros en este punto importante. Haciendo una exégesis
fuertemente crítica de Le 1 y 2 y, sobre todo, pensando apriorísticamente la fe
de la Virgen, llegan a hablar de una cierta ignorancia de M. en torno a su
propio misterio, afirmación que es incompatible, no sólo con el texto de S.
Lucas, sino con la analogía de la fe elemental. Es verdad que en los relatos
lucanos toda la narración de la Anunciación (v. 3) manifiesta una gran
preocupación por subrayar el carácter divino del acontecimiento, más que por
describir los sentimientos de M. Es igualmente verdad que debe ser excluido de
M. un conocimiento escolástico del misterio, impropio e innecesario. Pero -como
ha mostrado Laurentin; cfr. o. c. en bibl.- el texto lucano, mediante formas
literarias vetero-testamentarias, presenta de tal modo el misterio que queda
fuertemente afirmada la divinidad de Cristo. Y, además de lo que el texto mismo
nos dice expresamente, está el hecho de que una analogía de la fe que se apoye
en los datos más ciertos nos lleva a comprender que Dios no hubiera obrado
convenientemente, si el misterio, ofrecido a M., no se le hubiera propuesto de
tal modo que Ella lo pudiera aceptar en plena conciencia y responsabilidad. Es
esto lo que han puesto de relieve los estudios fundamentales de Nicolas y Bover
(cfr o. c. en bibl.). La Maternidad divina, para ser digna y plenamente humana,
exige que la mente y todas las facultades anímicas de M. estuvieran dotadas de
un conocimiento «ilustrado» del misterio que se realizaba en Ella, capaz de
prepararla para ser, como reza la oración litúrgica: «una digna Madre de Dios».
En suma, M. tuvo desde la Anunciación conocimiento de la divinidad del Hijo que
iba a nacer de Ella y de la misión que a Ella personalmente le correspondía; y
un conocimiento de tipo verdadero y real, muy superior a todos los conocimientos
escolares de todos los teólogos. Ese conocimiento inicial, obviamente, no
impedía un progreso en la inteligencia del misterio, nada contrario al progreso
de su fe viva; pero hace ver que no es un progreso en el sentido de pasar de lo
desconocido a lo conocido, sino en el de ir conociendo cada vez mejor lo que
Dios le había, desde el principio, revelado.
b) Maternidad divina y santidad de María. Todo lo anterior nos lleva a la
cuestión conexa: ¿qué relación existe entre maternidad divina y gracia y
santidad de M.? En este punto, unos textos bíblicos, explicados frecuentemente
por la Patrística, pudieran desorientar (Mt 12,50; Me 3,35; Le 8,21; Le 11,18).
En ellos, Cristo parece contraponer la maternidad de la carne a la maternidad
del espíritu que produce la fe: «éstos (los que tienen. fe en mí) son mis
hermanos y mi padre y mi madre».
Queda así ensalzado el parentesco de la fe para deprimir el parentesco
carnal. Cuando los Padres han explicado estos textos, su comentario ha seguido
una línea de pensamiento como la que reflejan estas frases de S. Agustín:
«porque de nada le hubiera aprovechado a María su parentesco materno, si no
hubiera concebido a Cristo antes y mejor en su corazón que en su seno».
Ante estos textos hay que decir, como es regla general de exégesis, que
deben ser entendidos de acuerdo con la intención de Cristo al pronunciar esas
palabras: quería acentuar bien la trascendencia espiritual de su persona y de su
obra. No deben ser, pues, entendidos como una minusvaloración del oficio de su
madre y, mucho menos, como expresando una especie de implícita reprensión a su
Madre. Es claro que, comparadas entre sí, y separadas conceptualmente, la
maternidad de la carne y la de la fe, es ésta la que prevalecería como realidad
sobrenatural que es: todo fiel cristiano puede «concebir» a Cristo en su corazón
por la fe, según un tema caro a la Patrística oriental, comenzando por Orígenes,
y en este sentido son ciertas las palabras agustinianas arriba transcritas. Es a
esta comprensión a la que quería llevar Jesús: hacer que sus oyentes no se
quedaran en una actitud puramente humana frente a Él (viéndolo como un miembro
más de Israel unido a ellos por razones de raza y de parentesco), sino que
llegaran al plano profundo de la fe. En ese sentido el texto es paralelo de
aquellos en los que se dice que no basta con ser hijo de Abraham para tener
acceso a las promesas (cfr. Mt 3,9).
Pero si esa reflexión nos ayuda a comprender las exigencias del ser
cristiano, nos puede desviar si queremos comprender a M. Es decir, no debemos
partir de la esfera de los conceptos formales separados lógicamente, sino de la
realidad de lo que en Ella está unido. En la Virgen, la maternidad natural, la
fe y la gracia forman una unidad inseparable. El único problema está en
encontrar la razón exacta de su relación concreta. Porque la Maternidad divina,
tal y como la presentan las Escrituras y la tradición cristiana, no es sólo una
realidad física-biológica (lo que haría a M. madre con todas sus consecuencias
anímicas y somáticas, pero nada más), sino que es mucho más: es una gracia del
todo singular que, antes de refluir en su seno, pasa por el corazón y el alma
toda de M. levantándola a un orden estrictamente sobrenatural. Esta cuestión ha
sido presentada, ya desde J. Martínez de Ripalda (v.), en esta forma clásica: la
Maternidad divina de M., ¿es formalmente santificante? Los Salmaticenses (v.) y
otros teólogos no reconocen más que una santificación radical-exigitiva, al modo
del carácter: éste confiere una especie de santificación ontológica, que exige
la gracia, pero que él mismo no es gracia. Muchos autores modernos, sobre todo
Scheeben (v.), defienden la santificación inmediata y formal, Admitido esto, la
dificultad consiste en señalar la naturaleza peculiar de esa formalidad
santificante. El P. Nicolas la piensa como una donación entre el Hijo y la Madre
que necesariamente se convierte en gracia, de un modo psicológico. Sin embargo,
Nicolas hace extrínseca a la misma gracia en relación con esa donación; y, por
tanto, no supera la fase de exigencia radical. Otros autores (Bover, Rozo,
Delgado) ponen una forma que elevaría a M., haciéndola Madre. Una última
corriente teológica, hoy cada vez más acentuada, contempla la Maternidad divina
como una gracia del todo singular y específicamente distinta de la gracia de los
hijos de adopción. Esa gracia es formalmente maternal, porque imita, no ya la
filiación natural delUnigénito del Padre, que el Espíritu Santo derrama en
nuestros corazones, haciéndonos clamar: Abba, Padre (Rom 8,17; Gal 4,6); sino la
misma fecundidad del Padre, haciéndola clamar: Hijo, Hijo. La gracia de la
divina maternidad es entendida -como ya decíamos al final del apartado anterior-
desde una auténtica perspectiva de presencia trinitaria.
De la Maternidad divina surgen unas relaciones del todo especiales entre
M. y cada una de las Personas de la Santísima Trinidad. En la gracia propia de
la Maternidad divina, las tres divinas Personas invaden todo el ser de M.: el
Padre se dona, el Hijo es enviado por el Padre, y el Espíritu Santo por los dos.
Pero no se produce ni una filiación natural que es exclusiva de Cristo; ni una
filiación adoptiva, porque la misión del Espíritu Santo en M. no es la de
conformar a M. con el Hijo. Lo que se realiza, en verdad, es una maternidad
divina: el Hijo y, a través del Hijo, el Espíritu Santo, configuran a M. con el
Padre; donándose éste en su propia nocionalidad de tal.
c) La maternidad espiritual de María y su maternidad sobre la Iglesia.
Ambas encuentran su fundamento en la Maternidad divina, es decir, en el hecho de
que la Virgen es Madre de Dios encarnado. En verdad, aunque esas realidades las
expresamos con conceptos formales diversos, forman una unidad en el concreto
orden divino establecido para la redención humana. En efecto, la Maternidad
divina de M. es intrínsecamente soteriológica: está ordenada a darnos el
Cristo-Hombre, Redentor del mundo con su Pasión y muerte; y se ve envuelta en el
mismo destino que la Encarnación. Para más detalles, v. 6.
V. t.: ENCARNACIÓN DEL VERBO 11, 7; JESUCRISTO 111, 2. BIBL.: M. GORDILLO, Mariologia Orientalis, Roma 1954; M. D. PHILIPPE, Le mystére de la Maternité divine, en Maria, VI, París 1961, 367-416; J. M. BOVER, Deiparae Virginis Consensus, Madrid 1942; R, LAURENTIN, Structure et théologie de Lc I-II, París 1957; N. S. BROARDO, De maternitate divina B. M. Semper V. Nestorii Const. et Cyrillí Alex. sententia, Roma 1944; RAGAZZINI, La divina maternitá di Maria nel suo coneetto teologico integrale, Roma 1948; M. J. NICOLÁS, Théotokos. Le Mystére de Marie, París 1965; J. M. ALONso, Naturaleza y fundamentos de la gracia de Marta «Estudios Marianos» 5 (1946) 11-110; íD, TrinidadEncarnación-Maternidad Divina, «Ephemerides Mariologicae» 3 (1953) 86-102. La Sociedad Mariológica Española ha tratado el tema: dos diversos trabajos se recogen en los volúmenes VIII y XI de sus actas
JOAQUN M. ALONSO
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991