MAL I. PLANTEAMIENTO GENERAL DEL PROBLEMA DEL MAL
En un sentido general y descriptivo, mal (del latín malum), es todo lo que es
censurable o reprochable, todo lo que se opone a un bien, de modo que la
voluntad tiene derecho a oponerse a ello para reprimirlo o modificarlo. Como
término general de desaprobación, se aplica en sentido lógico («mal
razonamiento»); en sentido estético («malos poemas»); en sentido moral («mala
acción»); en sentido utilitario («martillo malo»), etc. Al cometido de una
investigación filosófica corresponde el estudio de la estructura o naturaleza
del mal, su proceso originador y su sentido.
Si el m. es una oposición a la bondad, habrá tantos modos de m. como
formas de oponerse haya respecto a la bondad. ¿Cabe una oposición, una anulación
total de la misma, de modo que el ente o el ser no sea bueno, sino malo? A la
cuestión de la estructura o esencia del m. se han dado dos respuestas extremas y
radicales, que se vienen heredando, de una forma o de otra, a través de la
Historia de la Filosofía: la absolutización positiva del m., cuya última palabra
es: «todo es malo, nada es bueno»; y la negación absoluta del mal, cuyo lema
sería: «todo es bueno, nada es malo». Junto a ellas se da una serie de síntesis
superadoras, que llamaremos respuestas mediadoras.
l. Absolutización positiva del mal. El exponente más destacado de esta
postura en la Antigüedad es Epicuro (v.), según el cual, el m. invade todo el
ámbito de la realidad. Su existencia muestra de un modo evidente la absoluta
falta de providencia de los dioses: «Dios, o bien quiere impedir los males y no
puede, o puede y no quiere, o ni quiere ni puede, o quiere y puede. Si quiere y
no puede es impotente, lo cual es imposible en Dios. Si puede y no quiere, es
envidioso, lo que, del mismo modo, es contrario a Dios. Si ni quiere ni puede,
es envidioso e impotente; por tanto, ni siquiera es Dios. Si puede y quiere, que
es lo único que conviene a Dios, ¿de dónde proviene entonces la existencia de
los males y por qué no los impide?» (Usener, fragm. 374). No hay que
inquietarse, pues, ante los dioses, ni ante la muerte, pues ésta es una
liberación de todos los males, ya que nada existe después de esta vida. Sólo el
sabio puede llevar con serenidad la presencia del m. en el mundo. Tito Lucrecio
Caro describiría poéticamente, con fuerte influjo epicúreo, el dolor existente
en el mundo.
Ya en la Edad Moderna, para Schopenhauer (v.) el mundo es representación;
pero no sólo conocemos el mundo en una aproximación periférica del fenómeno,
sino que además lo vivimos: al lado de todos los fenómenos del mundo, o mejor,
en la base de éstos, está la voluntad: incluso el cuerpo propio es una
objetivación de la voluntad. Pero esta voluntad es ciega: eterno desear, siempre
insatisfecho. Tal voluntad carece de sentido, es una voluntad atormentada. La
base de todo querer es la indigencia, la falta y el dolor. La vida oscila entre
el dolor y el aburrimiento. La absoluta falta de sentido del mundo estriba en un
infinito círculo vicioso: todo tiende al ser; el ser o existir es dolor,
sentimos el deseo de librarnos de él; al asegurar la vida vuelve el aburrimiento
y de nuevo la insatisfacción. La vida es dolor y el mayor m. del hombre es haber
nacido. Todo lo que es viene del m. Y el mundo existente es el peor de los
posibles (v. PESIMISMO), pues no podría existir otro con mayores males (contra
el optimismo, v., de Leibniz, v.). Cada vez que la voluntad ciega y discordante
se manifiesta lo hace mediante la «individuación». Dado que la voluntad coincide
con el m., si se elimina la primera (y con ello la individuación) se suprime el
segundo. Esta anulación se lleva a cabo por el triple camino del arte, de la
moral (llegar al nirvana) y de la ascesis, que conducen a prescindir de lo
mudable, particular e individual, para elevarse a las formas eternas e
inmutables, a la esencia universal del mundo.
En esta misma dirección sigue E. von Hartmann (v.) para quien el principio
de la realidad es el inconsciente. Este inconsciente es un absoluto cósmico. Sus
atributos son la voluntad infinita y la representación infinita. La voluntad es
impulso irracional, mientras que la representación es idea sin fuerza. Antes de
comenzar el mundo ambos atributos se encontraban en feliz armonía, pero
inmotivadamente irrumpió la voluntad en lo espaciotemporal, originando la
infelicidad y el m. El mundo del dolor y del m. sobrepuja al placer y, por
tanto, es mayor el no-ser que el ser. El entendimiento tendrá que triunfar sobre
la voluntad a través de la ética del arte, de la religión y de la filosofía. La
entidad individual se disolverá en el todo. El m. no existirá cuando la
no-existencia unifique la voluntad finita.
Con el existencialismo cobra el problema del m. un acento especial. Para
Heidegger (v.), el existente humano se manifiesta como «ser en situación» y como
tiempo. Como tiempo originario se concentra en el futuro, proyectándose hacia
adelante, descubriendo su inconsistencia: ser-para-la-muerte. La muerte es el
final y el fin del existente humano. No es una rotura de la vida, algo que
sobrevenga de fuera, sino que es el constitutivo de la vida misma. Ser en el
mundo es ser para la muerte, para el fin, o ser para la nada. El m. es un dato
incontestable de la condición humana. Poco después llegará a afirmar Sartre
(v.): el hombre es una pasión inútil, un en-sí para-sí jamás coincidente. El
hombre es una nada de conciencia (para-sí) lastrada por la materia pesada del
en-sí. Frente al hombre y al mundo, como nada de sentido, sólo cabe una
reacción: la náusea, un estímulo al vómito. El hombre es náusea, materia que se
deshace, se reconstruye y se vuelve a empastar. Esa nada ontológica es
incuestionablemente la versión existencialista del m. El hombre es siempre
proyecto para nada. Según Camus (v.), la existencia es absurda: el hombre
absurdo es indiferente a todo en un mundo indiferente. Todas las acciones son
equivalentes. El mundo carece de importancia. Todo está permitido. El mundo es
absurdo y malo, porque Dios no existe: si Dios existiera, cesaría de ser absurdo
y tendría un sentido.
2. Negación absoluta del mal. Esta postura se presenta como consecuencia
del pensamiento racionalista, determinista y panteísta. Un precedente en la
Antigüedad lo tenemos en Heráclito (v.), para el cual la Razón rige todas las
transformaciones y es la causa de una armonía universal. El bien y el m.
proceden de un mismo principio y, por lo tanto, son una misma cosa. En
definitiva, bien y m. se funden en la armonía total del universo. Todas las
cosas son buenas y bellas; únicamente los hombres las estiman malas.
Para Spinoza (v.) sólo hay una sustancia, la divina. Ella es lo infinito,
lo necesario, lo incondicionado. Esta sustancia es Dios. Las cosas particulares
no son sino atributos o afecciones divinas. Las cosas fluyen de Dios
necesariamente (v. PANTEÍSMO). Todo sucede con necesidad matemática, more
geométrico, con la necesidad con que el valor de la suma de sus ángulos resulta
de la naturaleza del triángulo. La voluntad del hombre no es libre, sino que
está determinada necesariamente dentro de la serie causal infinita. Dios tampoco
es libre. Pero si lo finito es modificación y autodesenvolv ¡miento de la
sustancia infinita, por una necesidad intrínseca a lo divino, entonces todo es
divino, no hay espacio alguno para el m.
Para Hegel (v.), «lo absoluto es la idea universal y única que, juzgando y
discerniendo, se especifica en el sistema de las ideas particulares» (Encicl.,
212). La idea eterna, que «es en sí y para sí, eternamente se actúa a sí misma,
como espíritu absoluto, se produce y se goza» (ib. 577). En el mundo se realiza
la razón absoluta, y los aspectos negativos de la existencia no son más que
momentos dialécticos del despliegue. La dialéctica es vida (tesis) que se
despliega (antítesis) y de nuevo se reconcentra en sí (síntesis). Hegel quiere
construir una síntesis inmanentista de todo lo real (saber absoluto); en esa
tentativa, el m. es irreal, pues su existencia rompería la rígida circularidad
de la síntesis. El m. no es un verdadero ser. En la Filosofía de la Historia
Universal, Hegel incluye el m. en el proceso de la idea. Puede existir y tiene
que existir, pues por el m. la Historia se convierte en Juicio Universal. Las
atrocidades, las guerras, las epidemias, las injusticias tienen el sentido de
ser un mero episodio en la carrera del absoluto por encontrarse a sí mismo. En
Hegel, todo lo finito tiene su puesto metafísicamente necesario dentro del
autodespliegue dialéctico del absoluto; por eso, el m. es también un momento de
ese proceso, momento que debe superarse. El m. queda anulado al ponerse.
Nietzsche (v.) sostiene que la vida es dinamismo, voluntad de dominio. Lo
bueno es todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de dominio. Lo
malo es todo lo que viene de la debilidad. No debe haber conformidad y
resignación, sino más poder; no virtud y paz, sino guerra y destreza. Los
débiles y los fracasados deben perecer. Nietzsche cree en la inocencia del ser.
Todo lo que hacemos es inocente: no hay fenómenos morales, no hay pecado ni
mérito. No se da una decisión libre frente al imperativo moral. Con el
naturalismo del ser bueno e inocente se enlaza también un determinismo
envolvente. Nuestra voluntad es necesidad. Qué sea el bien y el m., eso no lo
sabe nadie más que aquel que es creador. Y éste es aquel que crea fines al
hombre; éste es el que hace creadoramente que lo uno sea bueno y lo otro malo.
La noción de m. es un invento de los débiles para combatir la voluntad de
dominio del superhombre que los domina y esclaviza. Sólo existe el m. en una
moral de esclavos. El superhombre, aceptando con valentía el propio destino,
anula todo m., pues la voluntad de dominio es voluntad de bien: está «más allá
del bien y del mal».
El m. es, para el marxismo (v. MARX Y MARXISMO), el sufrimiento de las
clases. El capitalismo siente su posición como un bien, mientras que el
proletariado lo siente como un m. Pero objetivamente ambos son males. La futura
sociedad comunista abolirá las clases y, con ello, el m. A pesar de esas
afirmaciones Marx parece considerar que no es posible una total eliminación del
m. en el mundo, pues admite la posibilidad de una ulterior dialéctica dentro de
la sociedad comunista.
3. Las respuestas mediadoras. Conceden realidad tanto al bien como al m.,
aunque determinan la relación bien-m. de modo distinto. Por una parte tenemos el
dualismo, que enseña la positividad del bien y del m., buscando su fundamento en
un principio absolutamente bueno y en un principio absolutamente malo
respectivamente. Por otra parte, tenemos las doctrinas que afirman que el m.
consiste no en un elemento positivo, sino en un elemento negativo, en una
privación del ser debido.
a. Posturas dualistas. Según Platón (v.), en la cúspide del reino de las
ideas está la idea de Bien, de la que todas participan. El m. es privativo de
una esfera de la realidad, a saber: la de lo múltiple sensible, la de la
apariencia y del no-ser. El m. tiene su origen en la naturaleza del ser
corpóreo, en la indeterminación, en el desorden, pues Dios que es el bien, no
puede ser el origen del m. Dios (o el Demiurgo) causa el bien, pero no el m. La
tensión de lo malo y lo bueno es expresada por Platón en mitos bellísimos, como
el del carro tirado por dos caballos, uno bueno y noble, otro malo y rebelde.
Las almas que se dejan tirar por el m. caballo son condenadas a reencarnarse.
Hay un dualismo agónico en la concepción platónica del bien y del m. En el
Teeteto menciona Platón las ideas del mundo eterno y trascendente, enumerando
entre ellas el par Bien-M. No obstante, a veces quiere superar este dualismo
afirmando que el m. es apariencia, que pertenece al mundo de lo visible, mundo
de las imágenes y de las sombras, según la alegoría de la caverna. Pero en
definitiva, fue siempre fiel a ese dualismo.
Plotino (v.) concibe una emanación necesaria a partir del Uno
perfectísimo, buenísimo, indefinible, eterno, pura intuición de sí mismo. En el
proceso de esa emanación va apareciendo la imperfección. Así, la Inteligencia
+lo es pura intuición, sino contemplación en infinitas ideas; iespués, el Alma
Universal no conoce por intuición ni ;ontemplación, sino por raciocinio
discursivo. El cuarto nomento de la emanación es el Mundo Sensible, mero eflejo
del mundo inteligible. Finalmente, la Materia es la antítesis de lo Uno (sumo
bien): es un no-ser, prinripio de la limitación y de la imperfección, es
esencial-nente privación y principio del m., porque es lo más elejado de lo Uno:
«Lo que tiene una pequeña falta ;le bien no es mal... Pero cuando hay un defecto
total ae bien, como la materia, entonces el mal es absoluto» Enneadas, 11,8,5).
La materia es un elemento esencialnente malo, cárcel de las almas, y se opone
antitéticamenie al bien.
Estas ideas neoplatónicas se van extendiendo paulatiiamente hasta
mezclándose con el gnosticismo, que adaite un Dios trascendente, fuera del
mundo, un reino le las ideas o paradigmas de todas las cosas, y el mundo ensible.
Todos los gnósticos tienen un concepto pesimista te lo sensible, de la materia,
como esencialmente mala y :gente del m. Su origen no puede ser Dios, sino uno de
:)s seres intermedios. El hombre está compuesto de dos lementos: uno bueno y
esperimental, otro malo y mateial. Un dualismo similar al gnóstico es el del
maniqueísrro (v.), con su ontología de los dos reinos: el espiritual, ie la luz,
y el material, de las tinieblas. Desde la etertidad existen dos principios
opuestos, cada uno con su ..no opuesto (Dios y Satanás). Ambos reinos son
inconunicables, aunque coexisten. En el mundo andan re,ueltos el bien y el m., y
las partes luminosas corren .nvueltas en la materia. Tal dualismo tiene su
origen en 1 parsismo (doctrina dualista del Irán).
Las tesis gnósticas han sido acogidas modernamente . or Jakob Búhme y
Schelling. Dios, según Bóhme, se iespliega con una necesidad absoluta, como
energía creajora: saca al mundo de sí mismo. Dios es voluntad dinámica que se
despliega en una serie de momentos tue entran en conflicto. Es decir, la
negación existe en )¡os como despertando a lo positivo y llevándolo a
culüinación; pero, además, existe en Dios la negación como algo positivo y, por
tanto, no es una simple disminución ie ser, sino una realidad. El m. tiene una
positiva rea:dad. Reduce Bóhme los principios de la luz y de las nieblas a la
unidad de Dios, mientras que en el mundo se encuentran separados y enfrentados
en batalla. Así se explica el m. y el infierno. Y también se explica el hombre,
como compuesto de maldad y bondad, de tiniéblas y de luz. Bóhme influye
notablemente en el tercer periodo (teosófico-gnóstico) de la filosofía de
Schelling (v.). Para éste el m. no podría surgir en el mundo si éste dependiera
totalmente en su ser y evolución de la razón divina o de una voluntad racional.
En el fondo originario de la realidad existe también, junto a la voluntad
racional, una voluntad irracional, fuente del m. y de la culpa. El absoluto es,
en primer lugar, voluntad ciega, oscura, impulso sin rumbo de ideas, de modo que
obra también el m. En el seno mismo del Absoluto hay un pecado original, una
discordia radical. De este pecado original brota todo cuanto de malo e
imperfecto hay en el mundo. Lo bello y bueno del mundo descansa en la voluntad
clara. Esta dualidad de luz y tinieblas se funda en la unidad del Absoluto. Con
la libertad se da la posibilidad y, la realidad de la culpa, la lucha entre el
bien y el m. La historia es el despliegue de esa lucha.
b. Posturas ético-religiosas. Aunque no se sitúen al mismo nivel
filosófico que las precedentes o las que mencionaremos luego, señalemos a
aquellos autores que en la Edad Moderna acentúan el aspecto religioso (Pascal) o
el moral (Kant) del dualismo bien-m. Pascal subraya los caracteres negativos de
la vida humana, y, por tanto, el m. existente en la realidad. La naturaleza
humana «es depositaria de lo verdadero y cloaca de incertidumbre y de error,
gloria y desperdicio del universo». La vida es una triste cosa, el m. está en
todos los aspectos de la humanidad. Es de advertir que ese m. es visto desde el
ángulo de la fe, pues Dios puede trasformar un m. en bien.
Según Kant, en la naturaleza humana coexisten dos principios opuestos: uno
del bien y otro del m. El hombre está dispuesto al bien por el triple principio
de la animalidad (ser vivo), de la humanidad (ser racional) y de la personalidad
(ser libre). Al mismo tiempo, el hombre tiende al m. por la triple disposición
de la fragilidad, de la impureza y de la maldad y corrupción. El hombre se halla
cautivo por naturaleza: el hombre conoce la ley moral y puede alejarse de ella.
Este es un «mal radical» al que no puede escapar; es radical porque pervierte el
fundamento de todas las máximas y no puede ser destruido por fuerzas humanas:
esto sólo podría acaecer mediante máximas buenas, cosa imposible, pues el
principio supremo de toda máxima está ya corrompido. El m. radical está
depositado en el «carácter sensible» del hombre, mientras que el principio del
bien lo está en su «carácter inteligible». Así, pues, el criterio del bien y del
m. se encuentra en la voluntad del hombre. El principio de la moralidad es una
pura ley a priori que coincide con la voluntad misma. Por tanto, el m. puede
entenderse en un doble sentido: por relación a nuestro estado «sensible» de
placer o displacer y por relación a nuestra voluntad determinada por la ley
racional. La buena voluntad es la victoria del bien sobre el m.
c. El mal como privación. Aristóteles (v.) estuvo muy próximo a reconocer
el m. como privación, cuando enuncia las diversas clases de privación (V Metal.
22). No obstante, Aristóteles recae en el dualismo platónico, al unir el m. con
la materia: contrapuesta al principio del bien (Acto Puro), la materia es el
principio del m. Pero Aristóteles niega la positividad del m.: «Respecto al mal,
su fin y su acto son necesariamente peores que su potencia, pues el ser en
potencia es el mismo ser a la vez para el bien y para el mal. Es, pues, evidente
que el mal no es independiente de los objetos sensibles, pues el mal es, por
naturaleza, posterior a la potencia» (IX Metaf., 1051 a, 15).
Dentro de la tradición cristiana, fue S. Agustín (v.) el que sacó
plenamente a la luz la definición del m. como privación: «Alejándome de la
verdad, yo pensaba que iba a su encuentro: porque no sabía que el mal no es sino
la privación de un bien, y que tiende hacia lo que no es de ninguna manera»
(Confesiones, 111, c. 7, n. 12). El m. concluye S. Agustín- no es una sustancia,
y combate fuertemente la doctrina maniquea de las dos sustancias.
También para S. Tomás de Aquino (v.) es el m. una privación. En sentido
amplio, privación es toda carencia de un bien. En sentido estricto, la privación
se opone a la negación o simple ausencia: es negación de un bien debido (Sum. Th.
1 q48 al). No tener vista es en el árbol una simple negación o simple ausencia,
pero en el hombre es una privación, un m. El m. absoluto (o en sí) es una
privación que no es buena en ningún sentido, ni para ningún sujeto; el m.
relativo es una entidad que lleva consigo la privación de algún bien (una pierna
más larga que otra) o que es un m. para algún sujeto distinto de aquel en que se
halla (la voracidad del lobo es buena para él, pero mala para la oveja). El m.
físico es una privación de cualquier bien en los seres que carecen de razón o en
el hombre, considerado independiente de sus relaciones al orden moral; el m.
moral es una privación del orden debido en la voluntad libre y en su acción
correspondiente respecto a las normas del orden moral. M. de culpa es la
transgresión de una ley superior cometida por la criatura racional con
advertencia y libertad; m. de pena es todo m. físico o moral infligido a la
criatura racional en castigo del m. de culpa (Sum. Th. 1 q48 a5). Tanto el m.
físico como el m. moral podrían consistir en algo positivo o en algo negativo.
Todo lo positivo es ente; y el ente en cuanto ente es bueno. Por tanto, el m. en
cuanto tal, no puede consistir en algo positivo, sino tan sólo en algo negativo.
Es negación de ser.
4. Exposición sintética de la respuesta filosófica al problema del mal. De
acuerdo con esta visión del mal como privación y profundizando en ella, podemos
establecer los siguientes puntos:
a. El m. se opone al bien no con una oposición contradictoria, sino
privativa. La oposición contradictoria se da entre el ente y su negación pura y
simple. No consistiendo el m. en la pura negación de bien, entonces la carencia
simplemente negativa no tiene razón de m. En la privación se da una afirmación
definida. En el cielo hay una falta, pues no se realiza normalmente una ley de
su esencia, ni se cumple la exigencia de su naturaleza. El no-vidente (el árbol,
p. ej.,) carece de ojos; el ciego tiene ojos que no ven. «Las cosas opuestas se
conocen unas por otras como las tinieblas por la luz. Según esto, por el bien se
puede conocer el mal. Hemos dicho que el bien es todo aquello que es apetecible.
Ahora bien, como todas las cosas aman su ser y su perfección, necesariamente se
ha de afirmar que el ser y perfección de cada una de ellas tiene naturaleza de
bien. Por consiguiente, es imposible que el mal signifique algún ser o alguna
forma o naturaleza y, por tanto, es necesario que con la palabra mal se designe
alguna carencia de bien. Por eso, dice Dionisio que el mal ni es algo que existe
ni bueno; porque, como todo ser, en cuanto tal, es bueno, así la carencia de ser
y la carencia de bien son igualmente una misma cosa» (Sum. Th. 1 q48 alc). b. El
m. es una negación parcial. La negación total del
ser suprime el ser del ente, mientras que la parcial, permite al ente
subsistir en su ser, aunque niega algo de él. Si el m. fuera una negación total,
desaparecería el ente en la nada y no se daría ni m. físico ni m. moral. Pero es
algo obvio que se da el m.; entonces tiene que consistir en una negación
parcial. Sin suprimir al ente mismo, niega una determinada perfección suya.
c. El m. es una negación de contenidos accidentales. La perfección que se
suprime en un ente puede ser constitutiva (perfección sustancial) o consecutiva
(que presupone o determina ulteriormente al ser sustancial: perfección
accidental). Si se suprime algo constitutivo, el ente desaparece
sustancialmente; sería otra cosa. No habría un m., sino algo más radical: una
pérdida del ser. Dado que el m. se da adherido al ente, sin suprimir su esencia,
entonces consiste en la negación del contenido accidental del ser.
d. El m. es una negación de contenidos exigidos finalísticamente. El ente
se realiza accidentalmente conforme a la estructura de la propia esencia. Hay
contenidos accidentales de ser que no se dan consectariamente con la esencia del
ente, pero que son exigidos por su tendencia finalística a la autorrealización
conforme a su esencia. Si no se ponen tales contenidos, el ente seguirá siendo,
pero no será lo que «debe ser» y lo que él mismo tiende a ser conforme a su
esencia. Tales contenidos no son indiferentes a la esencia, sino que se tiende a
ellos por razón del perfeccionamiento de la esencia. Son exigidos
finalísticamente, son perfecciones debidas. La carencia o privación de ellas es
un m. El m. no es una positividad, sino una negatividad: el no ser de una
perfección accidental, finalísticamente exigida.
e. El m. no tiene una realidad sustancial, sino accidental. «Está en el
bien como en su sujeto» (Sum. Th. 1 q48 a3). Es un ser accidental que reside en
las sustancias finitas como su propio sujeto de inhesión. Su realidad, como la
de todo accidente, es la misma de la sustancia que inhiere. Por tanto, el m. se
da en todos los ámbitos de entidad posibles: en el orden racional, como
falsedad; en el orden real, como m. propiamente dicho; en el orden moral, como
pecado; en el orden estético, como fealdad. Si su existencia es inherente,
adjetiva y relativa, jamás se puede presentar con existencia absoluta, como
desligada del ente en el que encarna. La privación no se puede entender sino
como existente en un sujeto o entidad positiva y, por tanto, como existencia en
el bien. Lo que no es bien, tampoco es ser, es la nada; y a la nada, nada se
debe, nada exige. «Hay seres que pueden fallar en su bondad, de lo cual se sigue
naturalmente que fallen de hecho algunas veces. Ahora bien, en esto consiste
precisamente la razón de mal, a saber, en que alguna cosa decaiga de su bondad.
Es, pues, manifiesto que el mal se encuentra realmente en las cosas, de igual
modo que la corrupción, que por sí misma es ya un mal» (Sum. Th. 1 q48 a2).
f. El m. no tiene subsistencia ni materia propia. No es un ser con forma
sustancial. Por ser forma de otro ser no tiene subsistencia; y por ser forma
accidental no tiene materia propia. El m. no convierte el ente finito en una
realidad diversa, sino que la hace ser de otro modo. El m. es maduración
imperfectiva en la triple línea del modo (inmoderación), de la forma
(deformidad) y del orden (desorden). El m. es un modo imperfectivo del ente
finito. Más que un ser es un «tener» imperfectivo de un sujeto. Si el bien es un
don, el m. es una deuda.
g. El m. no es ni inexistente ni impotente. Aunque es privación, existe.
Es una positividad al revés; por tanto sus daños pueden ser desastrosos e
inmensos, tanto en el orden del ser, como del obrar. El m. existe en el orden
del ser: no es la simple ausencia de vista la que constituye la ceguera, sino la
ausencia de vista allí donde debiera estar, donde es postulada y requerida. El
m. es una presencia de terrible acción. La profundidad del m. se mide siempre
según el valor del ser que destruye. En el orden del obrar, el m. se presenta
como un acto de omisión (donde una vida puede salvarse, p. ej.,) o como un
entorpecimiento o desviación de una acción causante. Pero la privación no obra,
¿cómo entonces el m. es terriblemente activo y no cesa de corromper el bien?,
¿no será una realidad positiva? El m. puede corromper el bien a la manera de una
causa formal, es decir, sin obrar, simplemente estando: se instala en el bien y
toma el lugar de una forma, cualidad o perfección que destruye.
h. El origen del m. no es un principio sumamente malo. En tal caso, éste
sería pura nada. Pero si el m. no es una realidad positiva, entonces no exige
una causa positiva para su realización. Es una modalidad privativa que se
adhiere a la cosa o acción buena. El m. no puede tener otra causa que el bien.
Si el ser y la bondad se identifican, entonces no puede existir algo
esencialmente malo, pues, en la medida en que existe, es bueno. El m. no existe,
sino en el bien como en su sujeto. La privación es contraria a su sujeto y exige
una cosa extraña a éste; pero como lo que no es no puede obrar y todo lo que es
es bueno, entonces la causa del m. ha de ser necesariamente un bien, un bien
distinto del sujeto en que inmediatamente se encuentra dicha privación (p. ej.,
el bacilo de Koch en el m. de la tuberculosis). El m. tiene al bien como «causa
material»: el bien es el sujeto del m. El m. no tiene «causa formal», «ya que es
precisamente una privación de forma. Tampoco tiene causa final, sino que es más
bien privación de orden al fin debido, y por eso descarta la razón de útil o de
ordenado al fin, que, como el fin mismo, tiene también carácter de bien.
Respecto de la causa eficiente, el mal la tiene, pero no directa, sino
indirectamente» (Sum. Th. 1 q49 al).
i. El m. no tiene causa eficiente, sino «deficiente». El ni. en sí no es
ser ni efecto, sino defecto o falta de ser. Dios no puede directamente causar el
m.; su causalidad no tiene deficiencia. Con respecto al m. físico se puede
reducir a Dios, puesto que es Él quien crea perfectamente causas defectibles que
pueden fallar; pero esto ya está previsto por Él para la armonía y variedad del
universo (Sum. Th. 1 q43 a3). Dios no «causa», ni «quiere» el m. físico de pena,
sino que lo «permite». Dios no se complace con los males de la naturaleza, ni
con los que afligen al hombre. Dios crea siempre positivamente un bien. Respecto
del m. moral o de culpa (pecado), Dios no es en absoluto causa, ni directa, ni
indirectamente: proviene de la voluntad pecaminosa libre del hombre. El m. moral
es una ofensa a Dios y no admite compensación alguna que lo justifique. Al
sustentar Dios a las causas defectibles en la producción de cualquier clase de
males, de ningún modo obra defectiblemente: todo lo defectuoso procede de la
causa defectible. Dios causa cuanto hay de positivo en la acción pecaminosa,
pero el desorden proviene de la causa libre y deficiente. La criatura tiene la
primera iniciativa de la acción pecaminosa, por poder detener el curso de la
moción divina hacia el bien.
j. El sentido del m. en el mundo fue la gran preocupación de Leibniz (v.).
Para Leibniz, este mundo es el mejor de todos los posibles, pues, de otro modo,
Dios no habría tenido una «razón suficiente» para crear el mundo. Dios no elige
simplemente lo bueno, sino lo mejor. Todo ente es bueno; por consiguiente, el m.
no tieng un ser, una realidad. Es más bien una privación. Para él hay tres
clases de m.: el m. metafísico que es la imperfección inherente a toda criatura,
algo por tanto que se da con anterioridad a toda culpa; ya que es la
consecuencia de la finitud de lo creado, el m. físico que consiste en el
sufrimiento; y el m. moral que consiste en el pecado.
Los filósofos de la tradición tomista han objetado a Leibniz que la
finitud esencial de la criatura (el m. metafísico en la terminología de Leibniz)
no es ningún m. La imperfección no es un m.: sólo lo es la ausencia de
perfección debida a un sujeto. Leibniz confunde la privación con lo que es
realidad positiva. Por otra parte, Dios no está obligado a elegir necesariamente
el mejor de los mundos posibles, entre otras cosas porque ese concepto es
contradictorio. Entre todos los mundos buenos posibles Dios es libre de elegir
el que quiera, siempre que en Él resplandezca su sabiduría (v. CRFACIóN).
Con respecto al problema del sentido del m., limitémonos a señalar que se
explica por el bien: «Dios jamás permitiría el mal si no fuese lo bastante
poderoso y lo bastante bueno para sacar bien incluso del mal» (S. Agustín,
Enchiridion, l.3,c.11).
V.l.: DUALISMO; MANIQUEíSMO; PANTEísmo; DIOS IV; CREACIÓN; PROVIDENCIA.
BIBL.: Monografías generales en castellano: CH. JOURNET, El mal, Madrid 1965; A. D. SERTILLANGES, El problema del mal, Madrid 1956; VARIOS (Segunda Semana Española de Filosofía), El problema del mal, Madrid 1955; J. MARITAIN, Y Dios permite el mal, Madrid 1967-Otros estudios: A. CARACo, Huit essais sur le mal, Neuchátel 1963; E. BORNE, Le probléme du mal, París 1963; E. ZOFFOLI, Problema e mistero del male, Turín 1960; R. JOLIVET, Le probléme du mal d'aprés S. Augustin, París 1936; A. PACIo LóPEZ, El problema del mal, «Arbor» 20 (1951) 216-221; J. HELLíN, Interpretación optimista de la historia, «Pensamiento» 8 (1952) 281-311; ID, Dios y la razón del mal en el mundo, «Pensamiento» 9 (1953) 5-27, 147-175; O. N. DERISI, Dios y la permisión del mal, «Sapientia» XX (1965) 119-122; P. A. HORAS, Acotaciones al problema del mal, «Philosophia» 2-3 (1945); TH. RuYsSEN, «Probléme» ou «mystére» du mal?, «Rev. Philosophique» CLV (1965) 1-28; V. JANKÉLEVITCH, Le mal, París 1948.
J. CRUZ CRUZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991