MAHOMA


Castellanización del nombre árabe Muhammad. Fundador de la religión y del estado islámicos; n. en La Meca (v.) entre los años 570 y 580, más probablemente en esta última data, según se desprende de los más recientes estudios, y m. en Medina (v.) el lunes 8 jun.
      632. Su nombre completo fue Abú-l-Qásim Muhammad ibn `Abd Alláh ibn `Abd al-Muttalib al-Hásimi.
      Datos biográficos. Descendía del clan quraysi de los Banú Hásim que, en otro tiempo, gozaron de elevada posición y desahogada economía. Más tarde, esta rama ciudadana y aristocrática declinó paulatinamente, mientras la de los Omeyas se engrandecía, hasta el punto de que al nacer el fundador del Islam se hallaba en la pobreza, rasgo que caracterizará la infancia de Mahoma.
      La ciencia occidental mantiene una postura de escepticismo radical ante las fuentes sobre la vida de M., considerando pura leyenda hagiográfica casi toda la tradición biográfica del Profeta (al-Sira), especialmente en cuanto a su infancia y primera juventud se refiere, llegando a considerar eI Alcorán (v. CORÁN) como única fuente segura. A dicha corriente escéptica se contraponen algunos de los más recientes biógrafos de M., sobre todo orientales, que, aunque admiten algunas inexactitudes en lo que concierne a los orígenes y época más antigua de su vida, aceptan la tradición como digna de crédito en su conjunto y utilizable, mediante un criterio de discernimiento crítico, en grandes líneas y en particulares casuísticas.
      En dos periodos de acontecimientos totalmente heterogéneos se puede dividir la vida de M. con delimitaciones netamente establecidas: un primer periodo abarcaría desde el nacimiento hasta la Hégira o emigración a Medina (la antigua Yatrib), acaecida en el otoño del 622; el segundo periodo se iniciaría en esta fecha para finalizar con la muerte del Profeta, diez años más tarde, en Medina, asistido por °A'isa, su esposa predilecta.
      Huérfano de padre y madre M., siendo aún muy niño, fue recogido por su abuelo `Abd al-Muttalib, que le amaba más que a sus propios hijos. A los'dos años murió, sin embargo, el abuelo, y pasó M. a la custodia de su tío paterno, que se llamaba propiamente `Abd al-Manáf, pero al que se le llama las más veces por su kunya (nombre honorífico que adopta un árabe cuando tiene un hijo) Abú Tálib. Se cuenta que, al igual que su abuelo, Abú Tálib amaba mucho a su sobrino e, incluso, advertía que una particular ventura iba unida al destino del niño. Cuando M. tuvo doce años, marchó su tío a Siria con una caravana de comercio y se hizo acompañar de su pupilo. La tradición biográfica une a este episodio pormenores novelescos y portentosos, siendo uno de los argumentos donde más cumplidamente lucen las fantasías hagiográficas y populares. Datan de este momento, también, sus primeros contactos con los cenobios cristianos.
      A los veinticinco años entró M. al servicio de Hadiya, rica propietaria viuda ocupada en el comercio. Más tarde, contrajo matrimonio con ella, pese a la gran diferencia de edad y lo desigual de su situación económica. De esta unión nacieron dos hijos (al-Qásim y `Abd al-Manáf) y cuatro hijas (Zaynab, Ruqayya, Umm Kultúm y Fátima). Los dos varones murieron muy niños, las hembras figuraron con diferente papel en los primeros tiempos de la historia del Islam, como es el caso de Fátima.
     
      El mensaje y primera actividad en La Meca. Cumplidos ya los treinta años comienzan a manifestarse en M. los primeros brotes, cada vez más perceptibles, de la religiosidad y el ascetismo como fase embrionaria de su futura actividad y predicación. Afectado por las dificultades de La Meca en ese momento, buscaba decididamente la soledad; en los alrededores de la ciudad, y sobre una rocosa y árida colina, se hallaba una caverna donde solía ir, a veces varias noches consecutivas, para estar solo, orar y meditar. Durante estas vigilias nocturnas parece ser que comenzó a experimentar las primeras visiones e inquietudes, ante las que M., lleno de dudas y turbaciones, hasta llegó a juzgarse presa de los malos espíritus. Su mujer, Hadiya, fue la primera en dar crédito a las visiones y animó a M. para que se afirmase en lo auténtico del mensaje por el que se creía llamado. Un pariente cristiano de Hadiya llamado Waraqa acentuó aún, más, con su constante apoyo y consejo, el convencimiento firmísimo del Profeta de que el Espíritu de Dios había tomado posesión de su ser de una manera total.
      Aunque muchos de los detalles sean oscuros y dudosos, es una evidencia histórica indiscutible que, a principios del siglo VII, M. comenzó a predicar en La Meca su mensaje y a proclamarse Profeta. El a. 610 puede ser considerado como la fecha aproximada de la primera revelación y el 613 como la del principio de su predicación al auditorio de La Meca en general. Las clases pudientes y aristocráticas de La Meca se declararon pronto contrarias al nuevo predicador; sus intereses se veían en peligro ante la incipiente doctrina que proclamaba, entre otras cuestiones, la igualdad religiosa de los esclavos y de los ricos hacendados mequíes. Cuando M. comenzó a predicar se puede decir que la prosperidad de La Meca (v.) había motivado la aparición de una nueva clase social que sobrepasaba el nivel de las otras y controlaba directamente a los clanes más poderosos e influyentes; no obstante, esta clase presentaba escisiones internas irreconciliables que, a su vez, se oponían vivamente a la empresa de Mahoma. Contrariamente a estas interpretaciones modernas de los hechos, desde un punto de vista socio-económico, se ha dicho que el Islam no fue en primer lugar ni una protesta ni una revolución social; fue más bien una invitación, apoyada por el descontento y desequilibrio sociales, de carácter marcadamente espiritual y religioso, para sustituir las peculiaridades idiosincrásicas árabes por una mayor y única apertura a la trascendencia de las relaciones entre Dios y el hombre; se unía a esto la equiparación comunitaria y social de los individuos comprometidos en tales relaciones.
      Los primeros años de la predicación de M. lo definen como un «avisador»; la población de La Meca, alejada de cualquier preocupación de trascendencia religiosa, era el blanco de sus admoniciones; constantemente insistía en advertir a los mequíes los principios escatológicos de la nueva religión: Dios, el juez, los sancionaría en el día del juicio (yawm al-din). Aparte de esta idea crucial de la predicación islámica, otras temáticas tales como: la bondad y poder de Dios, la respuesta del hombre por medio de la gratitud y la adoración, la generosidad y la vocación propia del Profeta, integraban, también, el mensaje mequí de Mahoma. Hacia fines de esta predicación se sitúan dos hechos portentosos que incrementarán el acervo de piadosas tradiciones musulmanas: lo que se ha dado en llamar el «viaje nocturno» de M. desde La Meca a Jerusalén y su misteriosa «ascensión» desde el templo jerosolimitano a la visión de Dios. Algunos autores admitirán que se trataba de un «viaje» y de una «ascensión» sólo en espíritu; otros interpretarán el prodigio como un auténtico desplazamiento corporal con repercusiones esotéricas.
      Los incidentes entre los neófitos musulmanes y las clases dirigentes de La Meca se fueron multiplicando, haciéndose cada vez más precaria la suerte de los creyentes. Para salvar la situación, M. entró en contacto con comerciantes procedentes de Medina que, impresionados por su personalidad y su mensaje, habían pensado elegirle como árbitro para solucionar las dificultades por que atravesaba entonces Medina (v.). En el verano del 621, cinco de estos hombres pactaron una alianza con el Profeta (primer pacto de al-°Agaba) comprometiéndose a aceptarle como enviado de Dios, obedecerle y evitar ciertos pecados. En junio del 622, se reunió un grupo más numeroso de medineses que representaban a casi todos los clanes de Medina; firmaron con M. un acuerdo (segundo juramento de al-`Agaba) similar al anterior, pero que, además, añadía el compromiso de hacer la guerra santa (yihad) en nombre de Dios y su Profeta. Al poco tiempo, y en ese mismo año empezó quietamente la «emigración» a Medina de los adeptos de M. en número de ciento cincuenta. Mahoma fue el último en abandonar sigilosamente su patria chica.
     
      El periodo de Medina. En Medina la población era muy heterogénea. La componían politeístas, hebreos y un reducido grupo de musulmanes emigrados unos de La Meca (muh¿ígiritn), indígenas otros, que habían prestado su apoyo al Profeta (ansar).
      Mahoma tuvo que hacer frente, desde un principio, a la oposición de algunas familias y ejercer su calidad de árbitro. Cristianos y judíos (ahl al-kitáb=gentes del Libro) no prestaron al Profeta la esperada colaboración. Es más, la facción judía, secundada por las ricas tribus judaizantes, mostraron el más explícito desacuerdo con las actividades de Mahoma; esto motivó el ataque y exterminio de los tres principales clanes hebreos de Medina: los Banú Nádir, los Banú Qaynugá' y los Banú Qurayza. Consecuencia de estas sangrientas desavenencias fue el cambio de gibla u orientación del que reza, de Jerusalén a La Meca, la instauración del Ramadán o ayuno canónico, en sustitución del antiguo de origen judaico, y el declarar al patriarca Abraham como progenitor de la etnia árabe.
      Otros hechos trascendentales de la etapa mediní son las sucesivas campañas contra los habitantes de La Meca. Las tradiciones biográficas han conservado con todo detalle los pormenores de las luchas y la trascendencia literaria de éstas llega, aún, hasta hoy día. Un rasgo curioso de hacer notar es que, unido a estos periódicos ataques de M. a sus compatriotas, iba la expulsión o aniquilamiento de una tribu judía. La victoria de Badr (623), la batalla del «foso» (627) y la ocupación del fértil oasis judío de Jaybár (628) aseguraron, con carácter definitivo, la supremacía del Profeta.
      En el 629, quebrantando una tregua, avanza M., al frente de un ejército, contra La Meca. Los dirigentes mequíes llegaron a un acuerdo de capitulación con el Profeta mediante la aceptación del Islam. Pero la toma de La Meca no constituía el límite de las aspiraciones de M., que había concebido la idea de una expansión del Islam allende Arabia, en dirección al norte. No obstante, el control de La Meca y de sus dirigentes constituía una aspiración largo tiempo acariciada; La Meca era el eje central de la nueva confesión y el foco geográfico del futuro imperio; se imponía, por tanto, la garantía de un acceso libre y fácil de los creyentes a la ciudad. La diplomacia y el tacto político de M., tras la conquista de La Meca, jugaron un gran papel para captarse las simpatías de sus enemigos y el unánime reconocimiento; sus matrimonios con Maymúna y Umm Habiba, hijas de dos importantes cabecillas mequíes, contribuyeron, en gran manera, a este propósito.
      Por otra parte, la amenaza que suponían las tribus de los Hawázim, tribus nómadas hostiles a La Meca, llevó a los mequíes a ver en la figura del Profeta, reciente conquistador, la de su campeón contra el enemigo. Mahoma dirigió personalmente la expedición militar, y el 31 en. 630 tuvo lugar en Hunayn el encuentro de los musulmanes con el ejército de los Hawázim, allí congregado. El combate no fue sangriento, pero sí el último que habría de librarse con los nómadas insumisos. Tras la victoria de Hunayn y el infructuoso asedio de Tá'if, M. dispuso la mayor de sus expediciones, la de Tabuk (630), que abría la ansiada ruta de Siria. Ésta fue su postrer gesta y el preludio de las futuras campañas conquistadoras de los caudillos más célebres del Islam. Mahoma era ya el dueño de Arabia; su ideología política y religiosa había triunfado (V. t. ARABIA II, 4 ss.).
     
      Carácter y personalidad. Difícil es resumir en pocas líneas los rasgos más sobresalientes de una personalidad tan compleja. La tradición islámica ha mitificado un poco la realidad, pero la ternura, el arrojo, la imparcialidad, el tacto, la resolución, la firme severidad, paliada a veces por generosa conducta, la profunda y sutil imaginación creadora saltarían con frecuencia a la vista, por estricto que fuese nuestro análisis. No obstante, algunos historiadores señalan en M. falta de originalidad y fácil sincretismo intelectual, la rudeza y elasticidad de su moral, y la subordinación que hizo de los medios al fin; ciertos episodios de su vida pública y privada así lo atestiguan. Estas sombras que recaen sobre su figura no hacen olvidar la sinceridad de su inspiración inicial, y su categoría personal que supo arrastrar tras de sí a hombres más dotados que él.
      Mahoma estuvo plenamente convencido, sobre todo en los comienzos, de su misión providencial como enviado del único Dios, Allah; persuasión que fue fruto sobre todo de las dos visiones o vivencias más profundas en que creyó contemplar el libro de las revelaciones en el cielo y el arcángel San Gabriel, que se lo traduciría en sucesivas manifestaciones para su consignación en el Corán (v.). Hasta la huida a Medina daba por supuesto que sus enseñanzas religiosas coincidían con las del judaísmo y cristianismo, que no conocía del todo bien; y fue allí donde, fundamentalmente, quedó convertido en caudillo político-religioso de notable personalidad y fuerza sugestiva. No fue un gran pensador religioso, en su doctrina casi todo proviene de fuentes judías o cristianas; sin embargo, su obra fue beneficiosa para los árabes, a los que llevó de la idolatría al monoteísmo y de la división a la unidad política. Su sinceridad religiosa inicial se hace más difícilmente salvable posteriormente, al aducir revelaciones para autorizar ciertos desbordamientos de su sensualidad. Algunos señalan en M. un temperamento nervioso e impresionable, a veces exceso de pasión política; aunque sus biógrafos le han atribuido posteriormente milagros, él desde luego en ningún momento se creyó depositario de privilegios o caracteres divinos. El sincretismo religioso-político del Islam es el mejor testimonio de su personalidad.
     
      V. t.: ISLAMISMO.
     
     

BIBL.: C. NALLINO, Maometto, en Enciclopedia Italiana, 22, 193-196; M. HAMIDULLAH, Le prophéte de 1'Islam, París 1959; L. GARDET, Conozcamos el Islam, Andorra 1960, 14 ss.; W. IRVING, La vida de Mahoma, 4 ed. Madrid 1964; T. ANDRAE, Mahoma, Madrid 1966; W. M. WATT, Mahoma, profeta y hombre de estado, Barcelona 1967; F. GABRIELLI, Mahoma y las conquistas del Islam, Madrid 1967.

 

E, DE SANTIAGO SIMÓN.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991