LUIS IX DE FRANCIA, SAN


Una de las figuras más prestigiosas y atractivas de la historia de la Edad Media; se le consideró a partir del s. XIII como el hombre de Estado ideal, modelo de rey cristiano y de santidad. N. en París en 1214, hijo de Luis VIII y de Blanca de Castilla; rey de Francia en 1226; casó en 1234 con Margarita de Provenza, que le daría 11 hijos; m. en Túnez en 1270.
     
      l. Historia. La regencia de Blanca de Castilla. El reinado personal de Luis IX estuvo precedido de un periodo inquieto en el curso del cual su madre, Blanca, hija de Alfonso VIII de Castilla, ejerció en su nombre la autoridad real (1229-34). La reina tuvo que imponerse a los barones del reino que intentaron debilitar el poder real. Esto lo consiguió con la ayuda del legado del Papa, el card. Romain de Sannt-Auge, e incluso obligó al conde de Toulouse Raimundo VII a firmar la paz de Meaux (1229), que puso fin a las cruzadas dirigidas desde 1208 contra los albigenses (v.) y los príncipes del Mediodía francés. El dominio real aumentó con parte de los Estados del conde de Toulouse (región de Beaucaire y de Carcasona), y el tratado preparó la boda de la heredera de Raimundo VII, Juana de Toulouse, con uno de los hermanos del rey, Raimundo de Poitiers.
      La figura de S. Luis. Es muy conocido gracias a los testimonios escritos para preparar su canonización, y especialmente el de su amigo Joinville, que le acompañó en las Cruzadas. Fue un modelo de caballero, atractivo en su juventud («no he visto jamás un hombre armado tan bello», dice Joinville; «el rey era alto y delgado con un aire angelical y un rostro lleno de gracia», escribe el franciscano Salimbene), de gran fortaleza física, que le gustaba recibir a sus amigos y hablar con ellos. Su piedad estaba influida por el movimiento de las órdenes mendicantes. De aquí sus frecuentes meditaciones sobre la Pasión de Cristo, su devoción a la corona de espinas, para la cual hizo construir la Santa Capilla, su humildad (cura a los leprosos y recibe a los pobres en su mesa) y sus mortificaciones corporales (flagelaciones). Sus últimos rasgos han permanecido secretos en el curso de su vida porque S. Luis quiso guardar el prestigio de la dignidad real. En un momento hubiera querido abdicar para hacerse monje, pero el sentido de su deber de Estado le retuvo. El ejercicio de su autoridad real no se separa en él de su ideal cristiano.
     
      Política interior. Quiso ser en su reino mantenedor de la paz y soberano justiciero. «Trabaja en quitar de tu reino todo pecado», aconsejaba a su hijo, al final de su vida. Pensaba que el deber de un príncipe era ocuparse ante todo en la salvación de las almas, en construir la ciudad terrestre para preparar la ciudad de Dios. Persiguiendo este fin, consolidó los órganos del poder y empezó a reconquistar las prerrogativas de la soberanía. La justicia del rey era superior a todas las justicias feudales. «No hay más que un rey en Francia», decía a su hermano Carlos de Anjou. Desarrolló la práctica de apelación al rey. El tribunal real se perfeccionó, se estabilizó y se convirtió en Parlamento. Abolió de sus dominios la práctica del duelo judicial (1258) «porque no puede ser ejercido sin pecado mortal», y prohibió en todo el reino practicar la guerra privada. Castigó severamente a los señores que abusaban de su derecho de justicia. El rey intentó dar ejemplo de equidad; sus oficiales eran vigilados por jueces encargados de perseguir el abuso de poder; por una ordenanza de 1256, impuso a su administración el respeto a las reglas estrictas. Intervino también en el campo económico, procurando que la moneda real fuera garantía de lealtad en las transacciones comerciales; la calidad de su acuñación y su ley no tenían rival. Finalmente, por sus ordenanzas sobre los blasfemos, usureros y juegos de azar, aplicables a todo el reino, intervino en el domino moral. Perfecto cristiano e hijo sumiso de la Iglesia en el plano de la fe, prohibió a los obispos abusar de su autoridad con fines políticos o personales.
     
      Política exterior. Consideraba que no debía detener su autoridad más que ante Dios. Sin embargo, era absolutamente pacífico. («Guárdate de hacer la guerra sin deliberación contra un príncipe cristiano, y esto con intención de evitar los pecados que se cometen en la guerra...», decía a su hijo). Se reconcilió con el rey de Aragón, Jaime I el Conquistador (v.), y con el rey de Inglaterra. Con el aragonés firmó el tratado de Corbeil (11 mayo 1258), por el que el rey de Francia abandonaba toda soberanía sobre Cataluña y el Rosellón que, desde su origen, eran feudos de la corona de Francia. Como compensación, el rey de Aragón renunció a sus derechos sobre numerosos feudos del Languedoc (Carcassonais, Biterrois, Minervois, Albigeois, Nimois, Gévaudan, etc.), con excepción del señorío de Montpellier y del vizcondado de Carlat, para los cuales debía rendir homenaje al rey de Francia.
      A la reconciliación de los monarcas de Francia y de Inglaterra (tratado de París, 1259) precedió un largo periodo en el curso del cual el inglés intentó por diversos métodos reconquistar los territorios perdidos por su padre en 1204, pero fue vencido por Luis IX en la batalla de Taillebourg (1242). Por el tratado de París, abandonó sus derechos sobre Normandía, Anjou, Maine y Poitou, y se reconoció como «hombre» del rey de Francia. Luis IX, para mejor asegurar la paz, dejó una parte de sus conquistas, tales como las diócesis de Limoges, Cahors y Périgueux. Este tratado está considerado como ejemplo de espíritu cristiano aplicado a la diplomacia. «La tierra que le doy, la doy solamente para poner amor entre sus hijos y mis hijos, que son primos hermanos», respondió a los barones que le reprochaban su generosidad. El espíritu de justicia de L. hizo de él el árbitro de Europa; de todas partes se dirigieron a él para solicitar su mediación: en la sucesión de Flandes (1256), en los conflictos entre los señores de Lorena y entre el rey de Inglaterra
      Enrique III y sus súbditos (llamada de Amiens, 23 en. 1264). En este último caso, sus conclusiones fueron rechazadas por los barones ingleses. También buscó un acuerdo entre el Papa y el Emperador, pero no lo consiguió. Sus fracasos no disminuyeron su prestigio internacional, que era muy grande. «El señor rey de los francos es el rey de los reyes de la tierra, tanto a causa del óleo celestial con el que ha sido ungido como a causa de su poder y de su supremacía con la caballería», escribe el cronista inglés Mathieu Paris.
     
      Las Cruzadas. La Cruzada (v.) era para S. Luis la única guerra admisible. Marchó en 1248 a Egipto para obligar al sultán a evacuar los Santos Lugares reconquistados por él en 1244. La campaña fue un desastre. Después de haber tomado Damieta (4 jun. 1249), fracasó en su ofensiva contra El Cairo y enfermó de tifus, como la mayor parte de sus soldados. Hecho prisionero el 6 abr. 1250, fue puesto en libertad mediante rescate, un mes más tarde, después de haber escapado a una matanza de los mamelucos. Una vez liberado, permaneció cuatro años en Tierra Santa (hasta abril 1254) vigilando las fortificaciones de los últimos vestigios del reino franco de Jerusalén, intentando alianzas (con los mongoles), y suavizando los conflictos entre las comunidades políticas, sociales y religiosas de la Siria francesa. S. Luis aparece así como el cruzado por excelencia; la Cruzada no era para él una simple expedición militar; era una imitación del Salvador, un avance espiritual profundo; quería hacer de ello el punto de partida de un movimiento misionero animado por sus amigos los frailes mendicantes. Regresó a Francia en 1254, dos años después de la muerte de su madre, que de nuevo había ejercido la regencia. A pesar de las súplicas de los que le rodeaban, que conocían el estado lamentable de sus fuerzas físicas y temían un nuevo desastre, quiso marchar otra vez en 1270 a Egipto.
     
      Atravesando el. Mediterráneo occidental, hizo escala en Túnez con intención de convertir al soberano de este país. Encontró allí una inesperada resistencia y murió de peste ante los muros de Túnez el 25 ag. 1270, balbuceando la palabra Jerusalén.
      Francia bajo S. Luis. El reinado de S. Luis es para Francia un periodo de apogeo. En el plano económico, las ferias de Champagne son el lugar de reunión para los mercaderes europeos; en el plano artístico, el arte gótico se extiende (La Santa Capilla, las catedrales de Chartres, Reims, Amiens y Beauvais); en el plano cultural, la universidad hace de París la segunda capital de la cristiandad: el Lancelot en prosa y la segunda parte del Roman de la Rose de Jean de Meung abren nuevos caminos a la literatura. Se extienden toda clase de influencias de Francia sobre el resto de Europa: se construye, se escribe y las gentes se visten por todas partes según la moda francesa. La política pacifista del rey, su enorme prestigio, la reunión de diversas influencias en el corazón de su reino son el origen de esta expansión. Pero esta última reposa sobre un frágil equilibrio que por diversas razones empezará a romperse a la muerte del rey.
     
      V. t.: FRANCIA IV, VI.
     
     

BIBL.: A. GARREAU, Saint-Louis et son royaume, París 1949; H. BORDEAUX, San Luis, rey de Francia, Madrid 1951; J. LEVRON, Saint-Louis ou l'apogée du Moyen Age, París 1957; J. S. DE JOINVILLE, Histoire de Saint-Louis, París 1958; M. BLOCH, La France sous les derniers Capétiens, París 1958; R. PERNOUD, Un chef deI tat, Saint-Louis de France, París 1960.

 

PAUL LABAL.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991