LUCAS EVANGELISTA, SAN II. EL EVANGELIO DE SAN LUCAS
En los códices y en la tradición, el Evangelio según S. Lucas (que designaremos
abreviadamente con la sigla Le), ocupa normalmente el tercer lugar, después de
los Evangelios de S. Mateo (=Mt) y de S. Marcos (=Me), y antes del de S. Juan
(=lo). Esta colocación se atribuye a razones cronológicas de redacción; pero
ello no prejuzga necesariamente las relaciones de dependencia entre Mt y Le, ya
que el texto griego de Mt que ha llegado hasta nosotros puede ser posterior a la
redacción de Le, aunque el original arameo de Mt fuese anterior (V. EVANGELIOS
II).
l. Autenticidad. La autenticidad lucana del llamado tercer Evangelio es
cosa adquirida y fuera de duda. La atribución a L. hecha por Eusebio y S.
Jerónimo en el s. tv enlaza, a través de Orígenes, S. Clemente de Alejandría,
Tertuliano y S. Ireneo, con la tradición del s. II reflejada en toda la
controversia antimarcionista (V. MARCIÓN) y recogida en el Canon de Muratori (de
hacia el año 150): «El tercer libro del Evangelio es el de Lucas. Este Lucas,
médico, después de la Ascensión de Cristo, como Pablo lo hubiese llevado consigo
por verlo aficionado a viajar, escribió en su nombre, de oídas, ya que él
tampoco conoció al Señor personalmente, y así en la medida en que le fue
asequible, comienza a hablar desde el nacimiento de Juan» (cfr. el texto en S.
Muñoz Iglesias, Documentos bíblicos, Madrid 1955, n° 1). La referencia al
Evangelio de L. es evidente, ya que sólo él comienza con el nacimiento del
Bautista. La coincidencia del examen interno del libro con estos datos que la
tradición afirma sobre su autor (atmósfera paulina en ideas y en léxico, origen
y destinación pagana, familiaridad con la terminología médica, etc.), tanto en
el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles (v.), confirma la atribución
lucana de ambos libros, que, por lo demás, se muestran procedentes de una misma
mano.
2. Esquema del tercer Evangelio. Aunque refleja un esquema común con los
otros dos sinópticos (Mt y Me), el Evangelio de L. presenta características
propias y aporta materiales exclusivos en mayor abundancia que los otros dos.
Tiene unos 541 versículos exclusivamente propios, frente a 330 de Mateo (v.) y
sólo 68 de Marcos (v.). He aquí sus principales bloques:
1) Un breve prólogo (1,1-4) que sólo encontramos aquí y al principio de su
otro libro sobre los Hechos de los Apóstoles, donde L. dedica sus escritos a un
tal Teófilo, y explica su contenido con arreglo a los cánones del estilo
prefacial clásico. 2), El resto de los dos primeros capítulos constituyen el
llamado Evangelio de la Infancia (V. EVANGELIOS IV). Forma una pieza
perfectamente construida y algo diferente del resto del Evangelio. Fuera de L.,
sólo Mateo entre los escritores inspirados del N. T. describe la infancia de
Jesús; pero los episodios referidos por ambos evangelistas no son los mismos.
Lucas presenta un tríptico con dobles escenas paralelas: doble anunciación (al
padre del Precursor y a la Madre de Jesús) con la visita de ésta a Isabel; doble
nacimiento (de Juan y de Jesús) con la visita de unos pastores a la cuna de
Éste; y doble escena en el Templo (Presentación y Hallazgo entre los doctores)
con la retirada de la Sagrada Familia a Nazaret. 3) La predicación de Jesús en
Galilea (3,1-9,50) es prácticamente sinóptica con Mt y Me, particularmente con
este último. Tiene de propio: la genealogía de Jesús, en 3,23-38, distinta de la
que presenta Mt 1,1-17 (V. GENEALOGÍA III); parte del episodio de Nazaret en el
cap. 4; la resurrección del hijo de la viuda de Naím (7,11-17), y la unción de
la pecadora (en 7,36-50) tan distinta de la que en otro lugar y momento
histórico refieren los otros tres evangelistas. 4) Propia es asimismo -por su
original montaje en un marco itinetante y por una buena parte de los materiales
empleados- la sección del viaje a Jerusalén (9,51-19,27). No faltan autores que
consideran histórico el marco geográfico de este viaje; pero personalmente, con
la mayoría, abrigamos la sospecha de encontrarnos aquí ante un artificio
literario. Da la impresión de que L. ha reunido en esta parte de su Evangelio
una serie de episodios, en su mayoría galilaicos, cuya ubicación desconocía o de
intento hace como si desconociera, para centrar el interés en la subida a
Jerusalén. Es donde más cantidad de materiales propios utiliza. 5) De nuevo es
sinóptica la breve sección del ministerio jerosolimitano (19,28-21,38). 6) Y
sinóptico es también el relato de la Pasión y Muerte de Cristo (v.)
(22,1-23,56), donde sin embargo abundan las informaciones propias: la oración de
Cristo por S. Pedro (22,31 ss.), el episodio del sudor sanguíneo en Getsemaní
(22,43 ss.), el envío de Cristo a Herodes por parte de Pilatos (23,6-11), y las
palabras de Jesús a las piadosas mujeres (23,27-31) y al buen ladrón (23,39-43).
7) Finalmente, en el relato de las apariciones del Resucitado (cap. 24), destaca
la descripción pormenorizada de la aparición a los discípulos que iban a Emaús.
Como se ve, el esquema de la tradición sinóptica -con su neta separación
entre los ministerios galilaico y jerosolimitano de Jesús, que S. Juan (v.)
muestra entrelazados y alternantes- se impuso al tercer evangelista como armazón
de su libro. El subrayó intencionadamente el paso de uno a otro con su larga
sección del viaje. Y, sobre todo, completó las noticias de los dos evangelistas
anteriores con informaciones obtenidas de testigos presenciales, conforme indica
en el prólogo de su escrito. Esto lleva de la mano a estudiar sus fuentes.
3. Las fuentes de S. Lucas. Como claramente afirma el Canon de Muratori,
L. no conoció personalmente al Señor. La tradición se limita a consignar que
Lucas puso por escrito la predicación de S. Pablo. Pero el propio evangelista,
en su ya mencionada introducción a su Evangelio, alude expresamente a una doble
fuente-de información: escrita y oral.
Comenzando por esta última, muchos de esos informadores suyos «que desde
el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra» no son
conocidos a través de los datos biográficos de L. que hemos reseñado antes (v.
i). Siendo antioqueno de origen, es seguro que hubo de conocer a los profetas y
doctores de aquella iglesia, que enumera en Hechos 13,1 entre los que figuran
Bernabé y Manahen, «hermano de leche del tetrarca Herodes». Conoció y trató
naturalmente a S. Pablo (v.), al cual acompañó durante parte de su segundo y
tercer viaje y a lo largo de su doble cautividad en Cesarea y en Roma. Con
ocasión de su viaje a Jerusalén, acompañando a S. Pablo al regreso de la tercera
correría apostólica, hubo de tratar con Santiago el Menor (Act 21,18) y con
numerosos testigos de primera hora, especialmente con las piadosas mujeres cuyas
noticias inserta en su Evangelio con mayor profusión que los otros sinópticos.
Ni se puede descartar la posibilidad de que en esta ocasión tratara
personalmente con la Virgen Santísima. Durante este mismo viaje a Jerusalén
conoció en Cesarea al diácono S. Felipe y al chipriota Mnasón «antiguo
discípulo» (Act 21,8-16). En Roma, mientras acompañaba a S. Pablo cautivo, trató
sin duda a S. Pedro (v.) y coincidió con Silas, Marcos y Jesús llamado el justo
(Col 4,10-12). La información oral de L. hubo de ser abundantísima. También lo
fue, según su propia confesión, la información escrita. Pero resulta muy difícil
precisar cuáles fueron esos «muchos» documentos escritos que conoció y acaso
empleó. Su determinación se complica, cuando nos adentramos en la intrincada
maraña del problema sinóptico, que está lejos de haber encontrado una solución
satisfactoria (V. t. EVANGELIO II; «AGRAFA» Y «LOGUIA» DE JESÚS).
Es evidente la general dependencia de Le respecto al material de Me en las
llamadas comúnmente «secciones marcanas» (4,31-6,19; 8,4-9,50; 18,15-21,38), si
bien en ellas frecuentemente el tercer evangelista se separa de su modelo para
aproximarse más a los lugares paralelos de Mt. Por otra parte, la dependencia
fundamental respecto a Mc es también perceptible en otras secciones, como
3,1-4,30 y en los cap. 22-23, donde son aún más frecuentes las inserciones
propiamente lucanas. Las coincidencias de Le y Mt contra Me hicieron pensar en
una segunda fuente escrita, común al primer y tercer evangelista, a la que
habría que añadir una tercera, exclusiva de Le. Pero ni los pasajes comunes a Mt
y Le, ni los exclusivos de éste, presentan la uniformidad literaria requerida
para que se pueda hablar de documentos escritos preexistentes y bien definidos.
Por todo ello, los críticos rehúyen cada día más explicar estos fenómenos por
simples correcciones de fuentes escritas, y conceden mayor parte a la puesta por
escrito de la tradición oral. En nuestro caso, además, la recia personalidad
literaria de L. no permite precisar cuándo y en qué medida depende de fuentes
escritas. Por razones especiales, parece posible la existencia de un documento
semita -hebreo o arameocomo base del Evangelio lucanó de la Infancia (v.
EVANGELIOS IV).
4. Cuándo y dónde se escribió el tercer Evangelio. En cuanto a la fecha,
la tradición antigua coincide en afirmar que L. fue el tercero en escribir. Es
evidente que el Evangelio precedió al libro de los Hechos, según afirmación
expresa del propio autor (Act I,1). Sólo S. Ireneo en su libro Adversus Haereses
y S. Jerónimo en su comentario a Mateo (PL 26,18) parecen colocar la composición
del tercer Evangelio después de la muerte de S. Pablo (año 67). Pero la mayoría
absoluta de los Santos Padres, y el propio S. Jerónimo en su De viris
illustribus (cap. 7: PL 23,650 ss.), sostiene que L. escribió su Evangelio
viviendo S. Pablo, ya que piensa que el Apóstol se refería a L. y a su libro en
2 Cor 8,18.
Tampoco el texto de S. Ireneo contradice realmente la afirmación unánime
de la antigüedad: «Mateo -diceescribió el Evangelio en hebreo, la lengua de los
judíos, mientras Pedro y Pablo se dedicaron a la fundación y evangelización de
la iglesia de Roma. Después de la salida de éstos, Marcos, discípulo e
intérprete de Pedro, puso por escrito la predicación de éste; Lucas, a su vez,
seguidor de Pablo, redactó su Evangelio conforme a la predicación de Pablo» (Adversus
haereses 3,1,1: PG 7,844). La preocupación de Ireneo en este libro era demostrar
que la piedra de toque para probar la ortodoxia de una doctrina consistía en su
conformidad con la tradición apostólica. Los Evangelios son argumento válido
porque recogen dicha tradición. Sus autores o eran Apóstoles o discípulos
inmediatos y trasmisores de la predicación apostólica. Mateo escribió el primer
Evangelio. Pedro y Pablo no hicieron otro tanto, sino que se dedicaron a
predicar y a poner los cimientos de la Iglesia. No obstante, después de su
muerte, su predicación se conserva gracias a la consignación por escrito que de
ella hicieron sus respectivos discípulos Marcos y Lucas. Ireneo no trata
directamente del tiempo en que cada libro se escribió; piensa en la pureza
apostólica de la doctrina tanto si se bebe en la fuente de los escritos
apostólicos como si nos llega por un cauce que comunica con la fuente de su
predicación oral. En consecuencia, la expresión «después de su salida (=su
muerte)», aplicada a Pedro y Pablo, no designa la fecha después de la cual
escribieron Marcos y L., sino el hecho de haber sobrevivido la predicación de
aquéllos más allá de su muerte gracias a los escritos de éstos. Puede
considerarse, pues, absolutamente unánime la tradición antigua que asigna para
la composición de Lc una fecha anterior al año 67. Autores modernos han
mantenido particulares posiciones. Algunos críticos independientes -muy pocos-
opinan que L. escribió después del año 95. Sus argumentos -dependencia de Le
respecto a Flavio Josefo y al cuarto Evangelio- no son convincentes. La
dependencia respecto a Josefo no se prueba en absoluto, y los evidentes
contactos literarios con el Evangelio de S. Juan, mejor que por dependencia
mutua, se explican por referencia de uno y otro a tradiciones parciales comunes.
Muchos autores independientes y algún que otro católico sostienen que Le
fue escrito después del año 70, por considerar que la profecía de Jesús sobre la
ruina de Jerusalén es en él demasiado clara y muestra señales evidentes de haber
sido compuesta después del suceso. La argumentación es bastante endeble. Aparte
del apriorismo racionalista de negar la posibilidad de una profecía
estrictamente dicha, tropieza con otra grave dificultad: puesto a clarificar una
profecía oscura, no se comprende que L., después de acaecida la ruina de
Jerusalén, siga, como los otros dos sinópticos, sin distinguir claramente lo que
en la predicción de Cristo se refiere a este hecho y lo que mira al fin del
mundo.
La mayoría de los autores católicos y muchos no católicos sitúan la
composición de Le antes del año 70, y algunos antes del 62. Unos y otros se
apoyan en el testimonio unánime de la tradición histórica. Aparte de ello, para
situarla antes del año 70 hace mucha fuerza la oscuridad que acabamos de señalar
en la profecía que se refiere separadamente a la ruina de Jerusalén y al fin del
mundo, y que en el texto de Lucas sigue apareciendo confusa. Los que ponen como
tope el año 62 se basan en la prioridad indiscutible del Evangelio respecto a
los Hechos, y en la apreciación de que este último libro, que se acaba de manera
abrupta dejando a S. Pablo en la primera cautividad romana, debió de haber sido
escrito, por ello, hacia el año 63. Hoy son muchos los autores católicos que
rechazan la perentoriedad de este razonamiento introducido por Eusebio y en
cierta manera autorizado por las Respuestas de la Pontificia Comisión Bíblica de
12 jun. 1913 (Documentos bíblicos, o. c., n° 449). Se hace notar que L. pudo muy
bien dar por terminada su obra al considerar cumplida la promesa de Cristo de
que los Apóstoles serían sus testigos hasta los confines de la tierra, y esto
parece indicar el énfasis con que se describe al final del libro la llegada de
S. Pablo a Roma y la libertad con que predicaba el mensaje cristiano. Esta
manera de concebir las cosas no obliga a fijar el año 63 como fecha de la
composición del libro de los Hechos, ni por consiguiente a anticipar al 62 la
publicación del tercer Evangelio. El recurso de otros autores a una posible
intención por parte de L. de escribir un tercer volumen no tiene pruebas.
Más o menos relacionada con la de la fecha está la cuestión del lugar
donde fue escrito el tercer Evangelio. La tradición no es constante sobre este
punto. Los prólogos antiguos, S. Gregorio Nacianceno y S. Jerónimo en su
Comentario a Mt, afirman que fue escrito en Acaya. Algunos códices minúsculos se
orientan hacia Alejandría. Roma, por la cual se inclinan los autores que colocan
la composición de Le antes del 62, no tiene ningún apoyo en la tradición. El
testimonio de S. Jerónimo en De viris illustribus, que algunos aducen en favor
de esta opinión, probaría -de probar algo- que L. escribió con anterioridad a la
Segunda Epístola a los Corintios de S. Pablo y, por consiguiente, antes de venir
a Roma.
5. Destinatarios y finalidad. Como dejamos dicho más arriba, L. dedica su
Evangelio y más tarde el libro de los Hechos a un personaje concreto, llamado
Teófilo (Le 1,3; Act 1,1). Desde los primeros siglos las opiniones de los
intérpretes están divididas cuando se trata de precisar la condición de este
personaje. ¿Es un nombre simbólico -al estilo de la Filotea en los escritos de
S. Francisco de Sales- o se trata de un personaje histórico? Sostuvieron lo
primero algunos, como Orígenes, S. Ambrosio y S. Epifanio; mientras que otros,
como S. Juan Crisóstomo, se inclinaron por lo segundo. La cuestión es punto
menos que insoluble. El personaje Teófilo es totalmente desconocido en la
antigüedad cristiana. El título con que L. lo designa es el que corresponde a
una persona noble o constituida en autoridad, y equivale a nuestro
«ilustrísimo». Con él son designados en el libro de los Hechos los procuradores
Félix (Act 23,26; 24,3) y Festo (Act 26,25).
Por lo demás, el asunto tiene poca importancia. En todo caso, L. dedica
sus libros a la comunidad cristiana. Lo importante es el hecho de que los
destinatarios parecen ser cristianos provenientes de la gentilidad, como se
desprende de los numerosos testimonios antiguos que atribuyen a L. haber escrito
según la predicación de Pablo, y más concretamente de los que, como el prólogo
antiguo, Orígenes y S. Jerónimo, dicen expresamente que escribió para los
gentiles. El examen interno del libro confirma su destinación gentil. Apenas
cita el A. T. (sólo 10 veces, contra 18 el brevísimo Marcos y 70 Mateo). En sus
lugares paralelos con el primer evangelista suprime las expresiones que podrían
molestar a los gentiles; así, p. ej., en la misión de los Apóstoles, la
prohibición temporal de predicar en territorio pagano (Mt 10,6; Le 9,3); cuando
retiene las expresiones, procura dulcificarlas (Mt 5,47=Lc 6,33; Mt 6,32=Lc
12,30...). Otro indicio de su destinación gentil es que explica los usos y
costumbres de los judíos allí donde Mateo no lo hace porque para estos últimos
eran conocidísimos. Sobre todo, resalta la universalidad de la salud mesiánica
sin condicionarla jamás al cumplimiento de la Ley.
La finalidad que expresamente afirma en el prólogo el propio autor y que
claramente se descubre a lo largo de su libro es la que corresponde a estos
destinatarios. Trata de que sus lectores perciban, a través de un relato seguido
desde el principio, la solidez y firmeza de lo que han oído en la predicación
oral.
6. Características literarias. Desde el punto de vista literario, Le es el
más griego de los tres sinópticos y mejora a los otros cuando escribe
personalmente sin atarse demasiado a las fuentes, como ocurre, p. ej., en el
prólogo y en el relato de la aparición a los de Emaús. A veces, en cambio,
extrañamente aparece más semitizante que Mi y Me. Creemos que esto se debe no
tanto a su afán de imitar a la versión griega Setenta del A. T. -como defendía
Lagrange- cuanto a la fidelidad con que reproduce sus fuentes. Es curioso
comprobar que la mayoría de los semitismos de L. reflejan los modismos de los
libros más recientes del A. T.: Crónicas, Esdras, Nehemías, Daniel, Tobías,
Sabiduría, Eclesiástico y Macabeos.
El orden que promete en el prólogo resulta ser, a lo largo del libro, más
lógico que cronológico y topográfico. Es cierto que se descubre en L. una
visible preocupación histórica que se traduce en el afán de ofrecer sincronismos
(al nacimiento de Jesús: 2,1-3; al comienzo del ministerio del Bautista: 3,1-2),
en la frecuente minuciosidad de precisiones cronológicas, en el cuidado por
suprimir relatos dobles o parecidos, etc. Pero a veces sorprende lo contrario, y
ello en ocasiones se debe a un claro intento de composición dramática, y se
subordina a una construcción de marcada intención teológica. A base de
observaciones personales consigue dar unidad a los relatos dispersos. La
narración aparece centrada en Jerusalén; de ahí la importancia que adquiere,
como encuadramiento literario, su famosa sección del viaje a la Ciudad Santa
(9,51-19,27). En su otro libro, los Hechos de los Apóstoles, la expansión de la
Iglesia describirá una parábola de signo inverso: Jerusalén, Judea, Samaria y
hasta los confines de la tierra (cfr. M. Rey Martínez, Historia y arte en el
tercer Evangelio, «Compostelanum» 1, 1956, 3-51). A pesar de su propósito
histórico manifestado en el prólogo, y sin faltar a él, el Evangelio de L. no es
una biografía en el sentido moderno de la palabra. Más que historiador, Lucas es
sobre todo un evangelista. Es histórico, porque refiere sucesos reales
debidamente comprobados por la veracidad de las fuentes que emplea. Pero no es
historiador ni biógrafo estrictamente hablando, porque, al igual que la
catequesis de la que depende y por una preocupación personal parenética,
subordina la colocación de los hechos en su debido lugar y tiempo a un plan
preconcebido de enseñanza teológica.
7. Contenido teológico del tercer Evangelio. Esta preocupación teológica
de L. hace de él un pensador que junto con los hechos, acaecidos y narrados, da
su interpretación en una perspectiva de historia de la salvación. El misterio
pascual de la muerte y resurrección de Cristo ilustra el significado de todos
los acontecimientos pasados y los hace gravitar en torno a sí. De ahí la tensión
dramática hacia Jerusalén, escenario de la Muerte y Resurrección redentoras.
La característica más acusada de Le es la destinación universal de la
salud mesiánica. Esta herencia de su maestro Pablo, que se desprende del
misterio pascual, preside la selección de aquellos datos que, entre los
materiales brindados por la tradición, mejor la ilustran; determina la supresión
de expresiones que la podrían oscurecer, y proyecta una dimensión universalista
sobre la persona y el mensaje de Cristo desde el primer momento de su aparición
en la escena de la historia.
El centro de este mensaje es el Reino de Dios (v.), concebido como
presente en la tierra en la persona del Mesías (v.), pero todavía por venir en
su fase definitiva.
Como el misterio pascual atrae a sí los acontecimientos anteriores del
plan salvífico de Dios y de la actuación de Cristo en su vida terrena, la
tensión escatológica del tiempo de la Iglesia solicita al cristiano instalado ya
en la economía mesiánica. Esta tensión escatológica colorea el aspecto moral de
la predicación de Cristo e impera las decisiones del hombre que recibe su
mensaje. A su luz adquiere toda su fuerza la doctrina evangélica sobre la
pobreza y el radicalismo de la renunciación que campean en Le.
Junto a estas ideas fundamentales, se ha hecho notar muy justamente el
subrayado especial que en el tercer Evangelio adquieren otros aspectos sociales
y teológicos. Se destaca la función atribuida al Espíritu Santo en la vida de
Cristo y de la Iglesia. Se exalta en palabras y en hechos la infinita
misericordia de Dios. Se pondera la importancia de la oración, como petición,
como alabanza y como acción de gracias. A través de pasajes seleccionados por L.
con mayor abundancia que por los otros evangelistas, la mujer recobra la
dignidad y el papel que siempre le serán reconocidos en el cristianismo. La
esperanza escatológica se traduce en una atmósfera de alegría y de paz.
Dante llamó a S. Lucas «scriba mansuetudinis Christi» (el escritor de la
mansedumbre de Dios). Y a su Evangelio se le ha llamado con toda razón «el
Evangelio social».
V. t.: HECHOS DE LOS APÓSTOLES, LIBRO DE LOS; EVANGELIOS; NUEVO
TESTAMENTO.
BIBL.: PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, Respuestas de 26 jun. 1912: AAS 4 (1912) 463 ss., EB 408 ss., Denz. 2155 ss.; íD, Instrucción Sancta Mater Ecclesia de 21 abr. 1964: AAS 56 (1964) 712-718 (trad. esp. en «Ecclesia» 30 mayo 1964, 9-12).
S. MUÑOZ IGLESIAS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991