LIBRE EXAMEN


Se ha llamado I. e. a la interpretación privada y libre de la S. E. Los polemistas católicos de la Contrarreforma (v.) entienden también como I. e. la interpretación reservada a la tradición de cada confesión si se rechaza el Magisterio infalible y la Tradición como los concibe la Iglesia católica. El I. e. ha sido considerado el principio formal del protestantismo (v.) y la causa de sus múltiples divisiones.
     
      l. Origen y desarrollo de la idea. M. Lutero (v.) no sostiene la doctrina del I. e., pero su concepción de la S. E. y de la fe, abocó históricamente a ella. Principio esencial de su postura es que la S. E. no requiere mediación alguna para su inteligibilidad, en lo necesario para la salvación, por el hombre bien dispuesto. Todo auténtico creyente podría por eso interpretarla sin necesidad del ministerio, es decir, sin necesidad de contar con la Tradición (v.) ni el Magisterio (v.) de la Iglesia. La relación de salvación -obra de la gracia en el hombre pecadores no sólo un vínculo directo entre el que cree y Dios, sino que excluye todo tipo de mediación o ayuda exterior; al que cree, Dios le descubre con seguridad infalible el sentido de su Palabra. No se requiere, por tanto, el juicio de la Iglesia, ni existe otra infalibilidad que la que posee la misma Palabra de Dios. Si bien Lutero no concibe a la razón como juez de la S. E., ni entiende la relación entre Palabra de Dios y Fe de un modo subjetivista (ya que afirma que el encuentro del hombre pecador con la Palabra de Dios se hace bajo el influjo del Espíritu Santo de modo que una aproximación a la S. E. con «el propio examen y razón» sería una aproximación sin fe y sin el Espíritu Santo: Luthers Briefwechsel, ed. Euders, 1,124), de hecho, la doctrina expuesta -y la depreciación del aspecto intelectual de la fe- conduce directamente al subjetivismo, como históricamente sucedió.
     
      J. Calvino (v.) insiste en el Espíritu Santo como intérprete de la Palabra; también la certeza sobre la revelación se funda en el testimonio interior del Espíritu Santo (Institutiones religionis christianae, 1,7; I,8), pero se opone al subjetivismo de los partidarios de la libertad absoluta o del juicio privado. Apela a los sínodos, reunidos bajo la asistencia del Espíritu Santo, para llegar a un acuerdo en las diferencias suscitadas por la diferente interpretación de la S. E. (Inst. IV,9,13). De esa forma, Calvino, manteniendo la idea luterana de la suficiencia
      y la claridad de la S. E. para el individuo privado que la lee, intenta de algún modo salvar la autoridad doctrinal de la Iglesia, pero sin llegar a fundamentarla.
     
      A partir, pues, de Lutero, aunque no acuñada por él, la fórmula absoluta «sola Scriptura», se convierte en el principio fundamental protestante (Luthers Werke, ed. Weimar, 1833 ss., Briefwechsel 1,171,77 ss.; íd. X/2 232,15; íd. XV/118,32; íd. XLIII,145,22 ss.; íd. VI1,96, 4 ss.; íd. VIII,418; Melanchton, ed. R. Stupperich, I, Gütersloh 1951,24-29; Catechismus major, 723,7; Confessio Helvetica, 1; Confessio Gallicana, art. 2; etc.). Este principio, entendido absolutamente, es decir, suficiencia, claridad e infalibilidad de la lectura privada de la S. E. juntamente con idea de la «sola fide», implicaba ya la posibilidad del I. e.
     
      El problema se amplía si se tiene presente que la exclusión de la pluralidad de sentidos en la exégesis, y la insistencia en un literalismo total, que se da desde tiempos de Lutero, planteaba el problema de aparentes contradicciones formales de la Biblia. Se encontró la solución en la «analogia fi dei» (Rom 12,6), así fijada por F. Illyricus (V. CENTURIAS DE MAGDEBURGO). Es decir, la S. E., por influjo del Espíritu Santo se explica a sí misma, en su unidad interior, en el creyente en la Palabra.
     
      El I. e., entendido en un sentido individualista, acaba siendo formulado por las «sectas», así llamadas por pretender en su movimiento la separación de la Iglesia y no su reforma (v. SECTA), muchos contemporáneos del propio Lutero, p. ej., los anabaptistas (v.), que ponían el acento en el individuo, en la experiencia personal y para los que la libertad se fundaba en definitiva sobre una concepción del cristianismo como religión exclusivamente del espíritu y los socinianos (v. SOCINO). Esas ideas fueron combatidas por la teología protestante, pero fueron ganando influencia, y las mismas «confesiones» (V. CONFESIONALES, ESCRITOS PROTESTANTES) fueron tomando cada vez más una orientación excesivamente subjetiva, p. ej., la de la Rochelle (cfr. art. IV) y la de Westminster, que insisten más en el testimonio y en la persuasión interior producida por el Espíritu Santo que en el común consentimiento de la Iglesia. Por su parte las llamadas «iglesias libres» originaron una serie de movimientos espirituales, pero manteniendo un individualismo religioso que dio lugar a iglesias multitudinarias cuyo principio teológico fundamental en la interpretación de la S. E. es el I. e.
      El protestantismo liberal (V. LIBERAL, TEOLOGÍA) representó un momento decisivo ya que implicó la fusión de las ideas sobre el I. e. con la filosofía racionalista e ilustrada y la mentalidad crítico-histórica, manteniendo que toda persona tiene derecho a leer la Biblia interpretándola según su propia razón, haciendo así su propia religión y aceptando de la S. E. lo que la razón admite. El movimiento pietista del Despertar (v.), influyó también en el mismo sentido, sobre todo por su concepción individualista de la fe.
      Las polémicas en torno al principio del I. e. fueron muy fuertes en el seno del protestantismo a lo largo de todo el s. XIX, que presenció el enfrentamiento entre la llamada ortodoxia protestante, que defendía la autoridad de los escritos confesionales y de los Sínodos, y la corriente protestante liberal, que insistía en el I. e. concibiéndolo además como un libre estudio de la S. E. a la luz de la conciencia individual y de la ciencia, es decir, a imagen de la libertad de investigación científica. Muy significativa fue en este sentido la Conferencia ecuménica de Lausana (1927), en la que ambas posiciones se enfrentaron fuertemente: los protestantes veían en la afirmación de la autoridad la introducción o pervivencia de un elemento «católico» y un ataque, por tanto, al principio mismo de la Reforma luterana; los protestantes ortodoxos consideraban las ideas liberales sobre el I. e. como una negación de la Iglesia, un principio de anarquía y la destrucción de la misma S. E. y de los fundamentos de la fe.
      Como reacción frente a la corriente protestante liberal, pero a la vez dependiendo de ella, surgió a principios del s. XX la llamada Teología dialéctica (v.), que intentó superar el subjetivismo en que caía la teología liberal, y volver a tomar en serio a la Iglesia como proclamadora de la Palabra y como comunidad a la que esta Palabra ha sido confiada. E. Brunner -entroncando con los primeros heresiólogos de la Iglesia, con Trento y los polemistas católicos- lanza la siguiente afirmación: «La herejía se sirve alegremente de la Biblia para sus propios fines» (E. Brunner, La verdad como encuentro, Barcelona 1967, 88). Son muchos hoy, en las comunidades protestantes, quienes reafirman fuertemente que la Biblia, nacida en el seno de la tradición, debe ser leída dentro de la Iglesia: la Biblia presupone una Iglesia. Por otra parte, apela a la analogía de la fe, al Espíritu único en la Iglesia y en la Palabra quien hace la exégesis y da el sentido de la Palabra en la S. E. De hecho, el protestantismo ha sostenido siempre que el intérprete auténtico de la S. E. es la tradición de cada confesión. Sin embargo, esos intentos de superar el subjetivismo no han sabido ir siempre a la raíz de donde ese subjetivismo procede; la Teología dialéctica por su parte ha caído en un cierto irracionalismo de la fe, como ha puesto de relieve su crisis en los años posteriores a la II Guerra mundial (V. RADICAL, TEOLOGÍA).
     
      2. Doctrina católica. El principio de I.e. fue combatido por los polemistas ya en tiempos de Lutero, y en los años posteriores al Conc. de Trento, poniendo de relieve las contradicciones y divisiones en que se debatían Lutero y sus seguidores. El principio del l. e. es considerado por ellos como el factor fundamental de desintegración del protestantismo. Esta línea fue iniciada ya por Aleander, Faber, Eck (v.), Hoffmeister, A. Catarino (v.), J. Findling, Cocleo (v.), T. Murnes, Pelargus. Pero el principal representante de esta línea fue S. Hosius (v.) que desarrolló el principio católico de interpretación auténtica de la S. E. ya en tiempo de la Reforma. Posteriormente, J. B. Bossuet (v.) y, en España, J. Balmes (v.) recogieron el tema glosándolo, aunque sin especiales variantes.
      El Conc. de Trento se planteó el problema de la interpretación de la S. E., y en la sesión cuarta (8 abr. 1546) decretó que «nadie... se atreva a interpretar la S. E. en materia de fe y costumbres... retorciendo según su propio parecer la misma S. E., en contra del sentido que sostuvo y sostiene la Santa Madre Iglesia a quien toca juzgar sobre el sentido verdadero y la interpretación de la S. E. o también contra el parecer unánime de los Padres... » (Denz.Sch. 1507). Queda así formulada la doctrina católica con toda claridad: la S. E. ha sido confiada no a cada fiel individual sino a la Iglesia, y, por tanto, su lectura debe hacerse en comunión con la Tradición y el Magisterio, a quien ha sido confiada su interpretación autoritativa.
      Es útil recordar que esa afirmación de la Iglesia jerárquica como intérprete de las S. E. no implica en modo alguno una separación del fiel corriente con respecto a la lectura de la Biblia, sino que señala la norma o criterio para que esa lectura se realice según el Espíritu Santo. Queda constancia de ello en el mismo Conc. de Trento con ocasión del estudio de otro tema relacionado con el presente: el uso de versiones en lengua vulgar (no latina) de la Biblia. Un padre conciliar intervino diciendo que veía en este uso por parte de los no instruidos, el origen de «este espíritu de examen» del que los «novatores» hacían el fundamento de su confesión y el punto de partida de una desorganización general. La respuesta del comisario fue que se ha de distinguir entre la explicación pública y autoritativa, reservada a los maestros eclesiásticos; y el uso de la S. E. para meditar y orar, incluso en público, que la Iglesia no impedía ni coartaba.
      El Conc. Vaticano I (sesión tercera, Const. dogm. sobre la fe católica, cap. 2°) reafirma la posición de Trento (Denz.Sch. 3007). El problema que este Concilio tenía enfrente era el del racionalismo, que afirmaba una pugna entre fe y razón meramente discursiva incluso en materias religiosas. Para el racionalismo, todo lo humano y personal, como intuición, voluntad, experiencia, historia, fe, etc., queda privado de contenido y sometida dentro de una concepción totalizadora, al pensamiento conceptual discursivo. La religión desde estos supuestos no es más que un sector humano inferior a la razón, de la que ésta ha de erigirse en juez y norma. Frente a él, el Magisterio eclesiástico en numerosas intervenciones a lo largo del s. XIX (cfr. especialmente, el Syllabus de Pío IX: Denz.Sch. 2903), y, finalmente, en el Conc. Vaticano I, afirma la armonía entre razón y fe, a la vez que los límites de la primera; y como consecuencia la autoridad de la Iglesia en materia de interpretación bíblica. La misma doctrina fue mantenida por el Magisterio ante el subjetivismo modernista. El modernismo (v.) teológico consideraba la fe como un a priori que prejuzga la investigación bíblica, y afirmaba que la S. E. ha de ser interpretada científicamente como cualquier documento humano, es decir, que el investigador ha de prescindir de su fe si quiere hacer obra científica. Los documentos pontificios sobre la materia (cfr. Denz.Sch. 3401-3404,3412,3461) defienden el valor intelectual de la fe, y recuerdan el derecho que la Iglesia tiene a ser juez de la verdad revelada.
      Dos son los problemas implicados en el tema del I. e. De una parte la pretensión racionalista de una autonomía absoluta de la razón, considerada no como descubridora, sino como creadora de la verdad. De otra las relaciones entre Escritura, Tradición y Magisterio. El primero de esos problemas, más radical ya que niega en su raíz la misma verdad religiosa, es el que aflora en las corrientes posteriores al s. XVIII, y frente al que reacciona el Magisterio que culmina en el Conc. Vaticano I y en la condena del modernismo teológico. El segundo es el más inmediatamente relacionado con las posiciones específicamente luterano-calvinistas.
      Sobre las cuestiones de las relaciones Escritura-Iglesia, se ha pronunciado con amplitud el Conc. Vaticano II, en su Const. Dei Verbum. Los puntos fundamentales de esa Constitución respecto al tema que nos ocupa pueden ser resumidos así: el Magisterio está subordinado y al servicio de la Palabra de Dios (n. 10); la interpretación auténtica, de la Palabra de Dios escrita o trasmitida se ha confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia. La S. E. ha sido entregada a la Iglesia (n. 11); dentro de la Iglesia y con el mismo Espíritu que ha sido escrita ha de ser leída (n. 12). La función de Magisterio confiado a los obispos es conservar el Evangelio íntegro y vivo, lo que constituye propiamente la Tradición. Tradición que progresa con la asistencia del Espíritu Santo. En definitiva, la Escritura (V. BIBLIA), la Tradición (v.) y el Magisterio (v.), trasmiten la Palabra única de Dios en su Iglesia.
     
      V. t.: BIBLIA I, 9; III, 2; VIII; INSPIRACIÓN; EXÉGESIS; HERMENÉUTICA; PALABRA DE DIOS; FE; PROTESTANTISMO; PROTESTANTE, TEOLOGÍA.
     
     

BIBL.: Die Bekenntnisschriften der evangelischluterischen Kirche, 3 ed. Gotinga 1956; J. B. BOSSUET, Historia de las variaciones de las iglesias protestantes, trad. de J. Díaz de Baeza, Barcelona 1852; J. BALMEs, El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea, I, cap. IV, en Obras completas, vol. V de la la ed. crítica ordenada y anotada por I. CASANOVAS, Barcelona 1925; HEFELE-LECLERCQ, Histoire des Conciles d'aprés les documenta originaux, IX, la P., Concilio de Trento, por R. RICHARD, París 1930, lib. III, Marcha del C. de Trento, cap. III; C. BoST, Le protestantisme libéral, París 1865; J. RATHJE, Die Welt des freien Protestantismus, Stuttgart 1952; C. H. SCHMITH, The Story of the Mennonites, 3 ed. revisada y aumentada por C. KRAHN, Newton 1950; K. E. SKYDSGAARD, One in Christ, Protestants and Catholics; where they agree, where they differ, Filadelfia 1957; L. LAMBINET, Das Wesen des katholischprotestantischen Gegensatzes, Einsiedeln-Colonia 1964 K. ALGERMISSEN, Iglesia católica y confesiones cristianas, Madrid 1964; F. KROPATSCHEK, Das Schriftprinzip der lutherischen Kirche, I, Leipzig 1904; J. A. MÓHLER, La simbólica, trad. de A. MONESCILLO, Madrid 1846; P. LENGSFELD, Tradición, Escritura e Iglesia en diálogo ecuménico, Madrid 1967; B. LAMBERT, El problema ecuménico, Madrid 1963; A. VIDAL, Necesidad del Magisterio de la Iglesia y autoridad del mismo para defender e interpretar las Sagradas Escrituras, en XII Semana bíblica española, Madrid 1952.

 

R. MUÑOZ PALACIOS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991