Libertad. Teología
l. Introducción. 2. La libertad en la Sagrada
Escritura, la Tradición y el Magisterio. 3. Cuestiones de índole dogmática. 4.
Cuestiones de índole moral.
l. Introducción. Pocos temas como el de la I. ofrecen hoy día un panorama tan
rico en contrastes y aun contradicciones. El enfrentamiento exasperado entre
determinismo e indeterminismo, característico de las corrientes ideológicas y
científicas contemporáneas, ha puesto de relieve la carencia de una
fundamentación profunda, antropológica y teológica, de la I. humana. Se están
recogiendo las consecuencias de la renuncia de parte del pensamiento moderno a
su tarea especulativa.
No basta afirmar la I. como un dato inmediato, originario; como el rasgo más
propio y evidente del ser humano. La vida puede contemplarse como el
desenvolvimiento de una existencia original e imprevisible, trazada por un
sucederse de elecciones; pero si se prescinde de penetrar en el sustrato
ontológico, en la realidad objetiva del hombre que es libre, la l. puede quedar
reducida a una mera experiencia subjetiva de seguridad o de angustia, de poder o
impotencia, de expansión o de condicionamientos. La I. pierde su significado
separada del sentido del ser existente que goza de esa prerrogativa; y ambas
realidades son comprensibles desde la estructura ontológica que las posibilita,
y sobre todo por la finalidad que la Providencia divina ha asignado a la
existencia humana.
La filosofía ha de patentizar la naturaleza del libre albedrío, y descubrir su
íntima conexión con la estructura volitivo-racional de la persona. La ciencia
teológica, en cambio, confirmando esos principios, llega más hondo, penetrando
en el sentido de la l., concedida al hombre en orden a su destino supramundano,
sobrenatural. La I. es un tema accesible a la investigación metafísica, y, en
ciertos aspectos, a las mismas ciencias positivas. Pero sólo la teología puede
darnos la clave para recorrer el laberinto de lo que se ha llamado el drama, el
riesgo, o el sufrimiento de la I.
En esta sección se tienen en cuenta los conceptos de I. y libre albedrío
formulados ya en el tratamiento filosófico del tema. De modo que, dando por
conocidas esas nociones, se ha organizado aquí la materia.
2. La libertad en la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio. a)
Fundamento escriturístico de la libertad personal. Antiguo Testamento.
Inmediatamente después de haber creado al hombre, Dios le prescribe este
mandato: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la
ciencia del bien y del mal no comas» (Gen 2,16-17). Adán goza de dominio sobre
todo lo creado y nada se le impone como necesidad interior o por coacción
externa. La prohibición divina tiene sólo una fuerza moral que presupone la
libre aceptación por parte de la criatura. Por eso, desobedeciendo el precepto,
Dios exige responsabilidades a Adán y a Eva (Gen 3,11-13) que pierden la
condición privilegiada en la que habían sido creados (v. PECADO III), pero no su
I. Más aún, para la realización de su plan redentor, Dios requiere la adhesión
libre, primero de los patriarcas, después del pueblo elegido, con los que
establece una alianza (Ex 24,3-8; 19,3-8): «Yo invoco hoy por testigos a los
cielos y a la tierra de que os he propuesto la vida y la muerte, la bendición y
la maldición. Escoge la vida para que vivas, tú y tu descendencia» (Dt 30,19).
De hecho, la historia de Israel mostrará la debilidad de la I. humana después
del pecado, incapaz de mantenerse fiel a los compromisos contraídos con Dios (Ier
2,13), y de responder a sus invitaciones continuas al arrepentimiento:
«Vuélvete, apóstata Israel... no apartaré mi rostro de vosotros, porque soy
misericordioso» (Ier 3,12). Dios mismo tendrá que intervenir para reparar esa l.
endurecida (cfr. Ier 31,33; 32,39; Ez 18,31; 36,25-26). Y si el hombre solicita
la reconciliación: «Conviértenos a ti y nos convertiremos» (Lam 5,21; Ier
31,18), también Dios reclama el retorno libre del pecador: «Convertíos a Mí y Yo
me convertiré a vosotros» (Mal 3,7; Zach 1,3). No se trata de una decisión
colectiva, sino personal, causa por tanto de responsabilidad individual: «El
alma que pecare, ésa perecerá» (Ez 18,4; 20-29).
Toda la exposición bíblica de la I. es incompatible con el fatalismo: «No digas
mi pecado viene de Dios, porque no hace Él lo que detesta... Dios hizo al hombre
libre desde el principio, y le dejó en manos de su albedrío. Si tú quieres,
puedes guardar sus mandamientos... Ante ti puso el fuego y el agua; a lo que tú
quieras tenderás la mano» (Eccli 15,11-17). Esta afirmación de la I. humana se
acompaña de un anhelo de liberación de la servidumbre causada por el pecado. Las
otras liberaciones -política, social, etc- son contempladas por la Escritura
veterotestamentaria sólo en orden a la I. moral y religiosa.
En efecto, Dios dispone la realización de sus planes redentores estableciendo un
pacto con el pueblo elegido. Permite su entrada en Egipto, de donde más tarde lo
sacará, liberándolo de la opresión injusta del Faraón (Dt 7,8). Instalados en la
tierra prometida cada vez que se aleja de la alianza de Yahwéh, cae bajo el
dominio o la tiranía de las naciones vecinas. Dios vuelve a liberarlo de los
filisteos (1 Reg 7,3; 17,37), de la cautividad babilónica (Is 43,1-14; 44,22-23;
52,3; Ier 31,11; 42,11), de la servidumbre del rey Antíoco (1 Mach 4,9-11; 2
Mach 1,27), etc. Pero todas esas liberaciones políticas tienen un sentido
religioso: Yahwéh sale en defensa de su pueblo para que éste pueda adorar y
servirle según el pacto establecido en la alianza (Dt 6,4 ss.; 10,12 ss.; Ex
20,2 ss.), con vistas a preparar la llegada de la verdadera redención, interior,
mesiánica, cuando el Señor librará a Israel de todas sus culpas (Ps 130,8).
Nuevo Testamento. La liberación espiritual se realiza con el advenimiento del
Mesías. Al leer en la sinagoga de Nazareth el pasaje de Isaías (61,1 ss.), que
traza la figura del Ungido de Dios como liberador de los cautivos y oprimidos,
Jesucristo comentó: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).
El evangelio es una llamada a la l., pero a la auténtica, a la que rompe las
ataduras del pecado que impedían que el hombre pudiera conocer y realizar su
vocación sobrenatural. En el amor a Dios van unidos anuncio de la verdad y l.
«Si permanecéis en mi palabra seréis en verdad discípulos míos y conoceréis la
verdad, y la verdad os hará libres. Ellos respondieron: Nosotros somos del
linaje de Abraham y de nadie hemos sido jamás siervos, ¿cómo dices Tú: Seréis
libres? Jesús les contestó: En verdad, en verdad os digo que todo el que comete
pecado es siervo del pecado» (lo 8,31-35). «Vosotros, hermanos, exhortará S.
Pablo, sois llamados a la libertad..., pero sed siervos unos de otros por el
amor» (Gal 5,13).
Esta I. «con la que nos ha liberado Cristo» (Gal 4,31), es patrimonio de todos:
de gentiles y judíos, de esclavos y libres (Col 3,11), y no supone un cambio de
estado ni de condición social (1 Cor 7,21-22), pues sus efectos son
espirituales: es una liberación del demonio, del pecado y de la muerte.
Son innumerables los testimonios del Nuevo Testamento que hablan de esa
redención «de la servidumbre de la corrupción para alcanzar la libertad y gloria
de los hijos de Dios» (Rom 8,21) (Lc 4,19; lo 1,29; Rom 5,21; 6,6; 1 Cor 7,22; 2
Cor 3,17; Gal 5,1-13; 4,26-31; Heb 9,26; 1 lo 3,5). San Pablo traza
vigorosamente la triunfante acción de la gracia que destruye la tiranía
universal del pecado: «todos pecaron y todos están privados de la gloria de
Dios, y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de
Cristo Jesús» (Rom 3,23-25; cfr. 5,15,21; 6,6; 8,2), pues el Señor «nos ha
arrebatado del poder de las tinieblas y trasladado al reino de su Hijo muy
amado, por cuya sangre hemos sido nosotros rescatados, y recibido la remisión de
los pecados» (Col 1,13-14).
La I. cristiana es liberación de la muerte, por cuanto ésta es consecuencia del
pecado. «Así como por un hombre vino la muerte, así por un hombre debe venir
también la resurrección de los muertos. Que así como en Adán mueren todos, así
en Cristo serán vivificados» (1 Cor 15,21-22). Al fin de los tiempos, la muerte
será definitivamente vencida: será el último enemigo destruido (1 Cor
15,26,53-57), pero ya ahora el cristiano ha sido liberado de la muerte
espiritual, para vivir la vida de la gracia con Cristo (Rom 5,12; 6,4; Heb
11,14; 1 lo 3,14), que le preserva de la agonía eterna (lo 8,51; 11,25-26).
El N. T. trata, además, de la superación de la Ley antigua en términos de I.
Pero en este caso, esa liberación de la ley no significa su destrucción, sino su
perfeccionamiento y santificación por una ley nueva, la de Cristo (V. LEY VII,
4).
En definitiva, la idea que vigorosamente queda trazada en la Escritura, y
particularmente en el N. T., es que con Cristo el hombre ha recuperado su
verdadera l., ya que ha sido sanada su capacidad de decisión entre el bien y el
mal, lo permitido y lo conveniente (1 Cor 10, 33) y elevada además a lo
sobrenatural; una I. que puede ya superar los condicionamientos de la debilidad
humana (cfr. Gal 5,13; 1 Pt 2,16; lud 4), y tender con la fuerza del amor que el
Espíritu Santo ha infundido en el corazón (Rom 5,5), hacia su fin que es la
posesión y goce de Dios.
b) Desarrollo del tema de la libertad en la patrística y escolástica. La
conciencia de la posesión de una I. verdadera y auténtica, imprime a los
primeros cristianos un optimismo que contrasta con la tendencia a la fatalidad
de la antigua cultura helenista, o más moderada del estoicismo. El fatis agimur,
cede fatis no tiene sentido para el cristiano. Es hijo de Dios y puede escoger
entre el bien y el mal, aunque cada decisión implique una lucha, una ascesis. El
libre albedrío fortalecido por la gracia le mueve a recorrer el único camino que
conduce al bien. No tardan tampoco en aparecer las defensas del libre albedrío
contra el determinismo filosófico -p. ej., Orígenes (Peri archon, III) en
Oriente y Tertuliano (De Artima) en Occidente-, o religioso, como el de la
herejía gnóstica contra la que escribieron los primeros Padres de la Iglesia.
Los desarrollos doctrinales más importantes sobre la I. surgen en la
controversia con los maniqueos y pelagianos. El maniqueísmo (v.) es una doctrina
dualista, que considera al hombre como el escenario pasivo en el que se
desarrollaba la lucha entre el principio del bien y del mal, eliminando
prácticamente toda participación suya en su propia salvación. Por eso, los
Padres Capadocios, y de modo particular S. Gregorio Nacianceno (v.), que expuso
el endiosamiento que se cumple en la naturaleza humana por obra del Espíritu
Santo, subrayan también la libre cooperación del hombre.
Especialmente vigorosa fue la intervención de S. Agustín contra los maniqueos.
En sus obras contra esta herejía, y particularmente en De libero arbitrio,
demuestra que la única fuente del mal es la I. humana dañada por el pecado (v.
MAL). La controversia posterior contra el pelagianismo y semipelagianismo (v.),
llevó al obispo de Hipona a profundizar en la acción de la gracia, fundamento de
las acciones buenas. Al interpretar algunos su doctrina como una negación del
libre albedrío, tuvo que salir al paso de todos los extremismos. En las
Retractationes describe así el espíritu de su obra de síntesis: «Para los que,
cuando se defiende la gracia de Dios, piensan que se 'niega al libre albedrío,
de modo que ellos mismos defienden el libre albedrío de tal manera que niegan la
gracia de Dios, afirmando que ésta se nos concede por nuestros méritos, escribí,
el libro que lleva por título, De Gratia et libero arbitrio» (2,66).
En el fondo del pensamiento agustiniano late la concepción de la gracia como
sanadora y elevadora de la voluntad humana, sometida a la servidumbre por el
pecado. Adán, antes de la caída, poseía una I. que le daba la posibilidad de no
pecar. Una vez perdido voluntariamente el estado de gracia, quedó un libre
albedrío debilitado con el que era imposible no pecar; no en el sentido de que
no fuera capaz de elegir -I. psicológica de elección-, sino que sin la ayuda de
la gracia no podía evitar elegir mal, caer en pecado. Los santos en el cielo
gozan, en cambio, de la I. verdadera perfecta, que consiste en la imposibilidad
de pecar.
La herejía pelagiana fue condenada por el Conc. de Cartago (Denz.Sch. 222-230),
en el a. 418, aprobado por el Papa Zósimo, y en unos capítulos (Indiculus,
Denz.Sch. 328-249), añadidos a una carta del papa S. Celestino I. El
semipelagianismo, en cambio, fue condenado por el Conc. II de Orange (Denz.Sch.
370-397), en el a. 529, confirmado por Bonifacio II (Denz.Sch. 398-400). Todos
estos documentos del Magisterio Solemne reafirman la necesidad de la gracia,
salvaguardando a la vez la l. humana.
El desarrollo de la doctrina católica sobre la I. da un paso definitivo con la
escolástica. Ciertamente, en los años de la Reforma protestante, y en los s. XVI
y XVII encontramos las grandes controversias sobre el tema de la I. Pero son
polémicas que en el fondo no enriquecen sustancialmente la doctrina católica;
quizá su mayor efecto fue la toma de posición oficial por parte del Magisterio
de la Iglesia, con declaraciones solemnes sobre algunos puntos esenciales.
Antes de los grandes teólogos del siglo de oro español, S. Bernardo trató el
tema de la I., en la línea agustiniana de las relaciones entre gracia y libre
albedrío. Sin embargo, para disipar los puntos oscuros, era preciso el estudio
paralelo de la libertad psicológica (de necesidad y de coacción) desde el punto
de vista metafísico, y de la I. moral a la luz de la Revelación. El análisis
realizado por S. Tomás del papel del entendimiento y de la voluntad en el acto
libre; su estudio sobre los efectos del pecado original, y de la naturaleza y
acción de la gracia; sobre todo, el subrayar el carácter trascendente de la
intervención divina en el alma, que pertenece a un orden del ser diverso
-sobrenatural- del de las potencias humanas, constituyen la base sólida para
afrontar toda la problemática de la I. del hombre de cara a su destino último y
definitivo.
c) El Magisterio de Trento. Precisamente la pérdida de esta noción de
trascendencia, con el nominalismo, llevará a poner en un mismo plano lo
sobrenatural y lo natural, abriendo el camino a nueva escisión pelagiana entre
gracia y libertad, o a contraponerlas.
Una de las características de la herejía protestante es precisamente la
oposición excluyente entre la gracia y la libertad. Lutero, para afirmar la
gratuidad de la justificación del pecador, no halla otra salida que negar la
libre participación del hombre en su propia salvación. La voluntad humana
cooperaría con la gracia de Dios de un modo puramente físico, pero sin que haya
una auténtica autodeterminación a secundar la iniciativa divina. Admite, pues,
sólo una I. de coacción externa, pero no de necesidad: el hombre de por sí no
puede dejar de pecar, y si se salva es sin mérito alguno de su parte. Este error
fue llevado al extremo por Calvino que, recogiendo la doctrina de Wicleff y Hus,
afirmó la existencia de una predestinación (v.) positiva e incondicionada al
infierno. En contra de la clara enseñanza de la S. E. sobre la voluntad
salvífica universal, Dios destinaría a la condenación a algunas almas sin prever
siquiera sus desmerecimientos futuros.
En el Conc. de Trento, recogiendo el testimonio incontrastable de la Escritura y
de la Tradición, se reafirmó la doctrina sobre la I. en sus puntos esenciales:
el libre albedrío «de ningún modo quedó extinguido» (De Justificatione, cap. 1
can. 5; Denz.Sch. 1521, 1555) por el pecado original, sino sólo atenuado e
inclinado al mal; a los que están apartados de Dios, el Señor les da su gracia
para que «se dispongan a su propia justificación, asistiendo y cooperando
libremente a la misma gracia, de suerte que, al tocar Dios el corazón del hombre
por la iluminación del Espíritu Santo, ni puede decirse que el hombre mismo no
hace nada- en absoluto para recibir aquella inspiración, puesto que puede
también rechazarla; ni tampoco, sin la gracia de Dios, puede moverse, por su
libre voluntad, a ser justo delante de Él» (De Justif icatione, cap. 5, can.
3-5; Denz.Sch. 1525, 1553-1555).
De nuevo el Magisterio eclesiástico tuvo ocasión de reafirmar la I. al condenar
la herejía de Bayo y de lansenio que, tomando la idea luterana de la
irresistibilidad de la gracia, negaba al hombre la capacidad de autodeterminarse
al bien o al mal, cooperando o resistiendo a la ayuda gratuita de Dios (cfr. S.
Pío V, bula Ex omnibus afflictionibus, Denz.Sch. 1927-1928, 1939-1941,
1946-1953, 1065-1067; Clemente XI, const. Unigenitus, Denz.Sch. 2412-2413,
2438-2440).
d) El tema de la libertad en la teología hasta el Vaticano II. Más
recientemente, la teología católica tuvo que rebatir la negación de la I. por
parte de las corrientes filosóficas positivistas y materialistas del siglo
pasado. En la línea de la revalorización del papel del conocimiento racional,
que seguiría el Conc. Vaticano I (Const. Dei Filius, cap. 4, Denz.Sch. 3016),
Pío IX confirmó -contra la reacción fideísta- la demostrabilidad de la
existencia de la I. humana (Decr. de la Congregación del índice, Denz.Sch.
2812).
Una polémica más aguda, y aún no superada, contrapuso la I. al deber, en sus
diversas formas: como ley, obligación, autoridad, etc. La raíz de esta antinomia
se encuentra en el planteamiento de la ética kantiana, que al reemplazar el
concepto de Bien, fin necesario de toda la actividad humana, por el imperativo
categórico -el deber por el deber-, tiende a ver la I. más como independencia y
autonomía, que como capacidad de elegir bien. Con esta perspectiva, cualquier
exigencia será entendida como una limitación de la I. Si a esto añadimos una
concepción naturalista del hombre, tenemos entonces las fuentes doctrinales de
las diversas ideologías comprendidas entre el liberalismo y el anarquismo.
Al enfrentarse con este planteamiento, la teología católica pasó de un plano
moral al plano jurídico. Aceptado el concepto de I. como inmunidad de toda
obligación, la argumentación contra estas doctrinas se redujo a estudiar y
defender los límites legítimos de esa I. En el Syllabus (Denz. 2910-2912, 2915,
2956-2964, 2977-2980), Pío IX reunió las condenaciones de las posturas más
extremas, que negaban la fuerza vinculante del derecho natural y del derecho
divino-positivo, o la existencia de cualquier forma de autoridad, fuera de la
razón individual. La enc. Libertas praestantissimum de León XIII expuso de un
modo sistemático la doctrina católica en estos puntos.
Si, en el campo científico y filosófico, uno de los rasgos más característicos
del momento presente con respecto al tema de la I. es la oposición
irreconciliable entre determinismo e indeterminismo, en el campo teológico hay
que registrar una nueva pérdida de la trascendencia del orden sobrenatural, que
ha vuelto a replantear la oposición luterana entre la gracia y I.; pero esta
vez, en lugar de suprimir el libre albedrío, se tiende a eliminar la gracia, que
no necesitaría el hombre empeñado en una tarea exclusivamente terrena; o a
desvirtuar su contenido, reduciéndola a una liberación personal o social, en el
sentido de una mayor autorre alización y plenitud, o de un progreso comunitario
material y cultural.
En el Conc. Vaticano II, se insiste en la necesidad de volver a descubrir no
sólo el auténtico sentido antropológico, sino sobre todo el «teologal» de la I.
«La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios
ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión, para que así busque
espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a Éste, alcance la plena
bienaventurada perfección» (Gaudium et spes, 17). Sin esa relación con Dios, la
I. se deforma, tanto en el plano teórico (ib. 20; Lumen gentium, 36), como en el
práctico (Gaudium et spes, 17,31; Dignitatis humanae, 8). «No hay ley humana que
pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad
que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio anuncia
y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que
derivan en última instancia del pecado» (Gaudium et spes, 41).
3. Cuestiones de índole dogmática. Para completar el cuadro de la doctrina del
Magisterio y de la teología católica sobre la I. humana, es preciso tener
presentes los problemas, espinosos y difíciles, que dentro del mismo dogma
católico plantea el libre albedrío. No se trata de contradicciones, sino de la
imposibilidad de la mente humana de penetrar los más recónditos secretos de la
Sabiduría divina. Objetivamente son verdades asequibles, a las que el hombre
puede adherirse con la fe. Sólo que no puede encontrar una solución acabada,
porque tropieza con el misterio, ante el cual el entendimiento debe someterse
humilde y certeramente, porque es la veracidad de Dios la que garantiza todo.
Bastará referirnos a los aspectos más importantes: las relaciones entre la I.
humana, por un lado, y presciencia divina, predestinación y modo de actuar de la
gracia, por otro.
a) Presciencia y libertad. El conocimiento de Dios no tiene límites (cfr. Ps
146,5; 138,6; Rom 11,33). Dios, dice S. luan, sabe todo (1 lo 3,20; Heb 4,13),
«es luz y en Él no hay tinieblas» (1 lo 1,5). La infinitud y exhaustividad de su
saber supone el conocimiento de todas las cosas creadas, también de las futuras
acciones libres de las criaturas racionales, como ha definido el Conc. Vaticano
I (Const. Dei Filius, cap. 1, Denz.Sch. 3003), basándose en numerosos
testimonios de la Escritura y Tradición (v. PRESCIENCIA).
Ahora bien, aquí es donde parece surgir el problema: si Dios sabe lo que haré
mañana, con certeza absoluta; si todas las cosas que El prevé se cumplen
infaliblemente, ¿dónde está mi l.? Carezco de autodeterminación, puesto que
necesariamente debo cumplir lo que Dios ya sabe que voy a hacer. La dificultad
es antigua, y ya Orígenes afrontó el problema, argumentando que un
acontecimiento futuro no sucede porque haya sido profetizado, sino al revés:
porque sucederá, por eso puede ser objeto de profecía (Contra Celso, 2,20).
Al tratar de las perfecciones divinas, hay que salirse de las coordenadas del
tiempo: sólo para el hombre existe un pasado, un presente y un futuro, que da
una medida histórica al desarrolló de los seres creados. . Para Dios, en cambio,
lo antiguo y lo nuevo está siempre presente, puesto que es Eterno y ante El todo
existe actualmente. De este modo lo que yo voy a hacer mañana es ya conocido por
Dios como tal. Existe, pues, una necesidad, que es la de que una acción no puede
ser y no ser, existir y no existir a la vez. Esta necesidad no antecede al
suceso, porque entonces suprimiría. la l., sino que es una consecuencia (S.
Tomás, Suma contra gentes, 1,67). Un futuro libre no es necesario que exista,
pero una vez que existe, no puede no ser. Lo que para el hombre tiene una
sucesión temporal, para Dios no. S. Agustín propone esta comparación: «del mismo
modo que tu memoria no afecta a las cosas que ya pasaron, así la presciencia
divina no influye en las cosas futuras que se realizarán» (De libero arbitrio
3,4,11).
b) Predestinación y libertad. La S. E., y en particular el N. T., a la vez que
habla de la voluntad salvífica universal de Dios, que quiere que «todos los
hombres se salven» (1 Tim 2,4), revela también el misterio de la elección divina
que llama a las almas a la gracia y a la gloria por particular designio del
querer de Dios: «Dios nos escogió antes de la creación del mundo para ser santos
e inmaculados en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado para ser
hijos suyos adoptivos por Jesucristo» (Eph 1,4-5; cfr. Rom 8,29-30; Mt 25,34; Le
10,20; 12,32). Y el Magisterio de la Iglesia ha confirmado esta verdad en el
Conc. de- Quierzy (Denz.Sch. 621-623) y en el de Valence (Denz.Sch. 627-633) (v.
PREDESTINACIÓN).
De nuevo parece que se da una contraposición entre la I. humana y la
infalibilidad de la Voluntad divina, de la que depende la gracia y, por tanto,
la salvación. Sin embargo, en los dos Concilios citados, a la vez que se define
como dogma la iniciativa divina, se subraya la I. del hombre, en cuyo mal uso,
previsto por Dios, está la única causa de su condena perpetua: «en la elección
de los que han de salvarse, la misericordia de Dios precede al buen
merecimiento; en la condenación, en cambio, de los que han de perecer, el
merecimiento malo precede al justo juicio de Dios» (Conc. de Valence, can, 3,
Denz.Sch. 628). Precisamente, en defensa del libre albedrío, y de la real
cooperación del hombre a su salvación, Trento se opuso al error de Calvino que
propugnaba una predestinación 'positiva, e independiente de los desmerecimientos
humanos, de los réprobos al infierno (Decr. De justificatione, cap. 12, can.
6,15-17; Denz.Sch. 1540, 1556, 1565-1567).
Así, pues, el decreto divino de predestinación es infalible, pero no es ajeno al
comportamiento humano: ningún adulto podrá salvarse sin su libre cooperación a
la gracia, y nadie es condenado al infierno sin culpa personal. El hombre no
está, pues, excusado de la lucha ascética y del esfuerzo moral, sino que debe
practicar el bien y perseverar en él hasta el fin de sus días, con la seguridad
de que, si es fiel a las gracias que Dios le da, entonces será salvado.
c) Acción de la gracia y libertad. El problema de la predestinación se
diferencia del de la presciencia divina, en que éste es el simple conocimiento
previo de las acciones futuras libres, mientras que aquél incluye el de la
eficacia de la gracia. Puesto que Dios quiere verdadera y sinceramente la
salvación de todos los hombres, a todos ha de conceder la gracia suficiente para
llegar a la vida eterna; pero sólo en los que se salvan, esa gracia suficiente
es eficaz, es decir, produce el efecto intentado por Dios. Ahora bien, el que la
gracia suficiente quede ineficaz se explica porque el hombre «puede contradecir
la gracia, si quiere» (Conc. de Trento, Decr. De justificatione, can. 4,
Denz.Sch. 1554); ahora bien, cabe preguntarse: ¿la eficacia de la gracia radica
en la gracia misma o en el libre consentimiento de la voluntad previsto por
Dios?
Esta cuestión provocó, a finales del s. XVI, la llamada controversia de -auxiliis,
entre dos escuelas encabezadas por Luis de Molina; S. J., y Domingo Báñez, O.
P., respectivamente, y que tendieron a identificarse con las órdenes religiosas
de quienes las encabezaron. Mientras los primeros sostenían que la gracia
suficiente se hace eficaz por la adhesión de la voluntad, que Dios ha previsto
ya al conceder la gracia, los segundos afirmaban que la gracia era eficaz en sí
misma, produciendo la cooperación del libre albedrío en virtud de una influencia
física previa sobre la voluntad que la mueve a cooperar libremente. Ninguna de
estas dos interpretaciones da una solución satisfactoria al problema, porque o
bien se subraya demasiado el papel de la I. y no se entiende entonces la
gratuidad de la justificación; o bien se salva el principio esencial de que Dios
es la causa primera de todo y el hombre depende por completo de Él, pero no
queda claro cómo puede la criatura humana comportarse libremente bajo el influjo
de esa gracia eficaz. De hecho se trata de un misterio: no es posible explicar
cómo Dios actúa en nosotros, entre otras cosas porque gracia y I. no son
principios homogéneos que puedan entrar en concurrencia en un mismo plano. La
gracia pertenece al orden sobrenatural, trascendente; mientras que el libre
albedrío es una propiedad de la voluntad del hombre. La controversia entre las
dos escuelas se concluyó con una intervención de la autoridad eclesiástica,
prohibiendo a ambas el calificar como herética la solución contraria (v.
GRACIA).
4. Cuestiones de índole moral. El tema de la I. ocupa un lugar preeminente en la
Teología moral. La noción misma de moralidad (v.) implica la conformidad de una
conducta libre con unas normas morales. Los aspectos involuntarios del
comportamiento son considerados sobre todo en la medida en que interfieren,
positiva o negativamente, en el ejercicio del libre albedrío. El significado
moral de la I. no se agota, de todos modos, en su condición de elemento esencial
de la verdadera moralidad; ella misma constituye una tarea, un deber moral, por
cuanto -como vimos- existe una verdadera l.: la de hacer el bien; y otra -la
posibilidad de pecar-, que no forma parte de la l., sino que es sólo un signo de
la misma. Y el hombre redimido ha de poner especial cuidado en que su vida moral
sea fruto de una I. verdadera, la de Cristo.
a) Siendo de la esencia del hombre el poder autodeterminarse, es obvio que su
conducta moral no puede ser fruto del azar o de una convergencia con la ley
moral dictada por reglas necesarias; al contrario, propone al hombre que opte
por cumplir la ley, natural y revelada, que le ha sido concedida para que pueda
alcanzar su fin. Para ello, precisa conocer el contenido de esa ley, su relación
y orden al fin último, así como sus condiciones de aplicación práctica a la
múltiple variedad de circunstancias en que se desenvuelve la vida humana. La ley
es, en este sentido, como un mapa de carreteras: nos dice dónde estamos, y qué
posibilidades hay para llegar a una determinada meta; pero, para ir, hay que
tomar una decisión. Donde no hay una decisión libre, tampoco puede haber
moralidad plena. De ahí que la teología distinga entre la moralidad formal, que
se aplica a la relación entre las acciones libres y la ley, y la puramente
material, reservada a la conducta involuntaria (V. MORAL I).
b) Estrechamente unido al concepto de I. hay que considerar el de
responsabilidad (v.). Toda decisión libre es responsable; es decir, viene
atribuida a quien la tomó, tanto la elección misma como las consecuencias
previsibles que puedan derivarse, y de un modo personal, exclusivo e
intransferible. La responsabilidad incluye, además, la obligación de dar cuenta
de las propias acciones, en primer lugar y de modo eminente a Dios (cfr. Le
16,2; 16,19-31; Mt 25,31-46), y secundariamente a los demás hombres, en mayor o
menor grado, dependiendo de los vínculos de solidaridad natural y sobrenatural,
de caridad y de justicia, que nos unen a ellos. En el uso de todas las
libertades hay que observar el principio moral de la responsabilidad personal y
social (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 30-31; Dignitatis humanae, 7).
Entre I. y responsabilidad existe una relación de correspondencia mutua: no
puede darse una aislada de la otra. Como moralmente no se puede exigir
responsabilidad allí donde falta la l., tampoco es lícita la I. que excluye la
responsabilidad. Estos principios tienen importantes aplicaciones en la doctrina
del mérito (v.).
c) Cualquier elemento que anulé el libre albedrío tiende a suprimir o reducir la
correspondiente responsabilidad y, en consecuencia, su valor moral, siempre y
cuando la misma pérdida de la voluntad no sea voluntaria. Por esta razón, la
teología moral estudia con relativo detalle los impedimentos a la l., que pueden
incidir directa -la violencia y coacción, las pasiones, etc- o indirectamente, a
través del entendimiento -la ignorancia e inadvertencia-, sobre la voluntad.
Como nadie puede querer o rechazar lo que ignora, sin el conocimiento de la ley
es imposible la vida moral; imposible que el hombre cumpla consciente y
libremente la Voluntad de Dios. Por este motivo la Iglesia no reconoce valor
moral a las acciones de los niños que no han alcanzado todavía el uso de razón,
ni a los adultos que se ven -sin culpa propia- privados de ella.
De igual modo que la carencia de razón arguye falta de I. psicológica, la
ignorancia-(v.), aunque no priva de esa capacidad de elegir, se opone a la I.
moral, puesto que quien desconoce el bien o la ley no puede obrar por motivos
verdaderamente morales. De todos modos, se distingue entre una ignorancia
vencible -culpable: es fruto de una omisión, de un no querer adquirir la ciencia
debida- y otra invencible -independiente de la voluntad del sujeto-; sólo esta
última anula por completo la I. moral y, por tanto, excusa de toda
responsabilidad (v. IGNORANCIA).
Por parte de la voluntad, pueden disminuir la I. las pasiones (v.), la violencia
física (v.) y la coacción moral. Las pasiones o tendencias disminuyen o anulan
la I.,pero la persona puede muchas veces excitar o controlar sus movimientos
pasionales de una manera consciente y libre, y, por tanto, ser responsable de la
influencia que su afectividad pueda ejercer en su conducta. En este principio se
apoya la tradición ascética cristiana que propone como ideal moral, no la
anulación de los afectos, sino su utilización para mejor responder a las
exigencias divinas. La coacción moral se presenta en aquellas situaciones en que
no se pueden conseguir unos fines buenos, sin que indirectamente no se sigan
unas consecuencias malas, no buscadas en sí mismas.
d) El ideal cristiano exige una vida moral vivida con plenitud de I. La
orientación del hombre a Dios, cada uno de los actos que realiza para acercarse
a Él, la adhesión a los planes divinos que se manifiestan en la vocación del
cristiano, deben nacer de una voluntad firme y decidida. Esto impone la
necesidad de conocer bien los principios y normas de la ley moral, natural y
revelada, por un lado; y la importancia de la lucha ascética para dominar la
concupiscencia (v.), y desarrollar las virtudes que, entre otras cosas, tienden
a facilitar el ejercicio de la I. «Vosotros, escribía S. Pablo, sois llamados a
la libertad, cuidad solamente que esta libertad no os sirva para vivir según la
carne» (Gal 5,13).
El ejercicio de la l., sanada por la gracia bautismal, constituye, pues, para el
cristiano una verdadera tarea moral, una conquista que se va cumpliendo en la
medida en que, cooperando libremente con la gracia divina, progresa en la vida
del espíritu, la vida en Cristo (cfr. 2 Cor 3,17; Rom 8,1-12).
V. t.: CRISTIANISMO, 4 y 12; GRACIA SOBRENATURAL; FILIACIÓN DIVINA; LUCHA
ASCÉTICA; TENTACIÓN II; DEMONIO II, 4-5.
J. CARRASCO DE PAULA.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991