LIBERTAD IV. LIBERTAD RELIGIOSA 2. Delimitación jurídica del concepto de libertad religiosa.
Cuando hablamos de I. religiosa, nos referimos a una noción en la que coinciden
-por lo que se refiere a los aspectos más relevantes de su contenido prácticolos
grandes documentos políticos con los más notables documentos religiosos de
mediados del s. XX. Entre los primeros -además de la inmensa mayoría de las
Constituciones de los Estados- merecen citarse: el art. 18 de la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre, de la ONU (10 dic. 1948) y el art. 9 del
Convenio Europeo para la.salvaguardia de los Derechos del Hombre (4 nov. 1956).
Entre los documentos religiosos: la Declaración sobre la libertad religiosa,
adoptada en Nueva Delhi por la 3a asamblea del Consejo Ecuménico de las Iglesias
(4 dic. 1961) y la Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa,
del Concilio Vaticano II (7 dic. 1965). Esta última ofrece un amplio tratamiento
y justificación del tema, por lo que a ella deberemos referirnos especialmente
(citándola en forma abreviada Dign. hum.).
Etimológicamente la expresión I. religiosa es -por su ambigüedad-
desorientadora, pues puede significar, en su literalidad, total autonomía del
individuo en tema de opción religiosa. Pero, paradójicamente, es preferible a
otras expresiones que, en principio, podrían emplearse para aludir a la
problemática que encierra. Así ocurre con los términos I. de cultos y I. de
conciencia, que -a pesar de su mayor corrección etimológica- desorientarían más,
por estar cargados de una significación fuertemente antirreligiosa, desde que,
en el s. XIX, fueron utilizadas por el laicismo (v.) europeo como armas de
combate contra el Antiguo Régimen y contra la Iglesia Católica (V. LIBERALISMO;
CLERICALISMO Y ANTICLERICALISMO).
Para evitar el equívoco, el Vaticano II ha puesto como subtítulo de su
Declaración: «el derecho de la persona y de las comunidades a la libertad social
y civil en materia religiosa». Éste es un punto coincidente entre muy diversas
posiciones, discrepantes en otros aspectos -de orden moral y filosófico- en lo
que mira a la noción de la I. religiosa.
La I. religiosa se entiende -y en esto coinciden todos los hombres de
buena voluntad- desde la perspectiva de los derechos inviolables de la persona
humana. Más exactamente: cuando hablamos de I. religiosa nos referimos, en
rigor, a su régimen jurídico. Por eso, al definir esta noción, debe apartarse de
ella, de una parte, la «libertad moral», y, de otra, el «régimen civil de
tolerancia religiosa» (V. TOLERANCIA). La I. religiosa tal como se entiende en
la tratadística del s. XX deja a salvo «la doctrina tradicional católica acerca
del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera
religión y la única Iglesia de Cristo» (Dign. hum. 1). Nada tiene que ver con
aquella «libertad de conciencia» decimonónica, que postulaba al indiferentismo
(v.) y el laicismo (v.) y que, siguiendo la línea del relativismo doctrinal,
negaba la posibilidad de distinguir, en materia religiosa, entre el error y la
verdad.
La I. religiosa sustituye -en el orden jurídico civila la doctrina de la
tolerancia, que antes inspiraba el régimen sobre estas materias. La tolerancia
queda ahora en otro campo: en el de las virtudes, como una exigencia de la
caridad, que puede obligar a soportar el error religioso, para evitar un mal
mayor o para lograr un bien proporcionado. La diferencia fundamental entre las
doctrinas de la tolerancia y de la I. religiosa estriba en su diversa
perspectiva. En el régimen de tolerancia se partía de la distinción entre la
verdad y el error, mientras que en el régimen de la I. religiosa se hace
abstracción de las diferencias que separan a los hombres por razón de su fe
religiosa, para afirmar que todos deben estar inmunes de coacción en estas
materias. Las normas civiles inspiradas en la nueva doctrina de la I. religiosa,
han de abstenerse de cualquier calificación de los credos religiosos -salvo en
lo que se refiere a sus conexiones con el bien común temporal (v. infra, n. 5)-
y han de dejar a la conciencia de cada hombre la responsabilidad de sus
personales deberes para con Dios, sin hacer de esos deberes una cuestión civil.
En suma: la I. religiosa es un derecho natural, que debe convertirse en
derecho civil, «de tal manera que, en materia religiosa, no se obligue a nadie a
obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado
y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (Dign.
hum. 2).
3. Naturaleza y fundamento. Entendida la I. religiosa como un derecho
subjetivo, conviene distinguir dos sentidos en que, dentro de esta materia,
puede utilizarse el término derecho: a) como facultad que asiste a su titular
para obrar de acuerdo con la autorización positiva dada por el legislador civil;
b) como inmunidad, jurídicamente garantizada por la norma civil, para
comportarse en la esfera religiosa sin coacciones de orden individual o social.
En el Magisterio de la Iglesia, son importantes dos distinciones
establecidas con anterioridad al Vaticano II. Según Pío XII, ninguna autoridad
humana puede «dar un mandato positivo o una positiva autorización de enseñar o
de hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa», pero sí puede «no
impedirlo por medio de leyes estatales o de disposiciones coercitivas» (Discurso
al V Congreso de juristas Católicos Italianos, 6 dic. 1965). Pío XI distinguía
entre la «libertad de las conciencias» -por la que declaraba sentirse alegre y
orgulloso de combatir- y la «libertad de conciencia», usada de ordinario
abusivamente «para significar la absoluta independencia de la conciencia, cosa
absurda en el alma creada y redimida por Dios» (enc. Non abbiamo bisogno, 29
jun. 1931) (v. CONCIENCIA III).
Para evitar equívocos, la I. religiosa se define como «inmunidad de
coacción», es decir, como un estatuto que garantiza -en todas sus posibles
manifestaciones- la libertad de las conciencias, mediante las normas dictadas
por la autoridad civil, que -en ningún caso- pueden entrañar una autorización
positiva para hacer o enseñar lo que, objetivamente, sea contrario a la verdad
religiosa. Se trata, pues, de una definición negativa (más bien, diríamos
neutra) en el orden dogmático-religioso, pero de un amplio contenido en el orden
jurídico (v. infra, n. 4).
Por un triple camino, se alcanza el fundamento último de la I. religiosa,
como derecho que ha de reconocerse a todos los hombres y comunidades, dentro de
los límites debidos: a) el derecho de todo hombre de buscar la verdad, sobre
todo en lo que se refiere a la religión; b) la obligación que tiene de seguir su
recta conciencia; c) el carácter libre y sobrenatural del acto de fe (v.), que
lo sustrae, de una parte, al juicio de cualquier autoridad humana y exige, de
otra, que lo realice el hombre sin sufrir coacción exterior.
Por esas tres sendas, se llega a estimar que la I. religiosa, entendida
como inmunidad de coacción, es un derecho natural, inseparable de toda persona
-cualquiera que sea su disposición subjetiva-, que se funda en la dignidad de su
naturaleza, es decir, en la superioridad de ser humano. El derecho a esta
inmunidad «permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar
la verdad y adherirse a ella, y su ejercicio no puede ser impedido con tal que
se guarde el justo orden público» (Dign. hum. 2). No se funda, pues, en el
respeto que merece el hombre de recta conciencia, aunque esté en el error; sino
en el respeto que merece todo hombre, aunque no cumpla de hecho sus deberes con
Dios. Siempre que no atente al orden público, el hombre infiel a sus deberes
religiosos, merece respeto, porque, al amparo de toda coacción, él es libre ante
la sociedad para ordenar su propia vida y porque, además, queda siempre en él el
camino abierto para usar rectamente de su libertad en lo que mira al
cumplimiento de sus deberes de conciencia.
4. Contenido del derecho a la libertad religiosa. Son exigencias del
principio de I. religiosa, que integran el contenido del derecho de inmunidad, y
que deben consagrarse adecuadamente en el ordenamiento civil:
a) Evitar discriminación entre los ciudadanos, de modo que, por motivos
religiosos, no sea lesionada, ni abierta ni ocultamente, su igualdad jurídica (Dign.
hum. 6).
b) Permitir «al hombre el libre ejercicio de la religión en la sociedad,
siempre que quede a salvo el justo orden público» (Dign. hum. 3).
c) Reconocer a las comunidades religiosas -que resultan exigidas por la
naturaleza social del hombre y de la religión- una serie de inmunidades o
derechos, siempre que no se violen las justas exigencias del orden público (Dign.
hum. 4).
- En cuanto a su constitución y régimen: inmunidad para regirse por sus
propias normas; para elegir, formar, nombrar y trasladar a sus ministros,
comunicarse con las demás autoridades y comunidades religiosas; para erigir
edificios religiosos y adquirir y usar de los bienes convenientes.
- En relación a sus miembros: inmunidad para ayudarles en el ejercicio de
la vida religiosa y sostenerles mediante la doctrina; así como para promover
instituciones en que ellos colaboren con el fin de ordenar la propia vida según
sus principios religiosos.
- En cuanto a su fe: derecho de enseñarla y profesarla públicamente de
palabra y por escrito; y de manifestar libremente el valor peculiar de su
doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda
actividad humana.
- En relación con el culto: inmunidad para honrar a la Divinidad con culto
público.
d) Reconocer «el derecho por el que los hombres, impulsados por su propio
sentimiento religioso, pueden reunirse libremente o establecer asociaciones
educativas, culturales, caritativas y sociales» (Dign. hum. 4).
e) Reconocer a cada familia el derecho a ordenar libremente su vida
religiosa doméstica. Y, en particular, el que tienen los padres «de determinar
la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos»; y de «elegir con
verdadera libertad las escuelas u otros medios de educación, sin imponerles
directa ni indirectamente gravámenes injustos por esta libertad de elección» (Dign.
hum. 5).
5. Conexiones del hecho religioso con el bien común. El planteamiento
actual del tema de la I. religiosa se hace desde un punto de vista
preferentemente jurídico, es decir, desde la perspectiva propia de los Derechos
inviolables de la persona humana, lo que exige una constante referencia al
ordenamiento jurídico civil. Por eso, se hace preciso -después de conocer la
naturaleza de la I. religiosa y el contenido de este derecho de inmunidad,
considerado en sí mismo, sin referencia a las diversas situaciones sociológicas-
determinar los criterios que ha de tener en cuenta el legislador civil para
consagrarlo en normas adecuadas, atendiendo a las circunstancias concretas de
cada sociedad. En esta materia, como en cualquier otra, el Estado sólo puede
tener un criterio para la producción de sus normas jurídicas: el servicio del
bien común (v.) temporal. Se hace necesario, pues, señalar las distintas
conexiones que el hecho religioso ofrece con el bien común, es decir, la
valoración que de ese hecho compete hacer al Estado hic et nunc. Tales
conexiones se traducen en tres principales exigencias: reconocer la
trascendencia social de la dimensión religiosa del hombre, y crear en la
sociedad condiciones propicias al desarrollo de la vida religiosa (por las
conexiones positivas del hecho religioso con el bien común); reconocer el
derecho natural de I. religiosa, convirtiéndolo en derecho civil; y establecer
en el régimen de la I. religiosa -como en el de cualquier otro derecho de la
persona- normas de orden público, que limiten y restrinjan el ejercicio de los
derechos de libertad, cuando así lo demande (es la conexión negativa) la defensa
del bien común temporal.
La Declaración Dignitatis humanae ha señalado con precisión los criterios
que el legislador civil ha de tener en cuenta -siempre con referencia al bien
común- al regular civilmente el derecho de I. religiosa, que corresponde por
naturaleza a la persona humana:
a) «El poder público debe asumir eficazmente la protección de la libertad
religiosa de todos los ciudadanos, por medio de leyes justas» (Dign. hum. 6). La
I. religiosa «debe reconocerse como un derecho de todos los hombres y
comunidades y sancionarse en el ordenamiento civil» (ib. 13).
b) «La autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los
ciudadanos, la cual pertenece al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni
ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos ni que se establezca entre
ellos ninguna discriminación» (Dign. hum. 6).
c) El Vaticano II, sin recomendar ni rechazar la confesionalidad (v.) del
Estado, contempla el caso de que «en atención a las peculiares circunstancias de
los pueblos» -es decir, por la real presencia de un determinado pueblo o
sociedad civil- «una comunidad religiosa» (que puede ser o no la Iglesia
católica) sea «especialmente reconocida en la ordenación jurídica de la
sociedad». En tal caso, «es necesario que al mismo tiempo se reconozca y respete
el derecho a la libertad en materia religiosa de todos los ciudadanos y
comunidades religiosas»
(Dign. hum. 6). La licitud, pues, de la confesionalidad religiosa de un
Estado es reconocida, pero se supedita al establecimiento, por parte de éste, de
un auténtico y sincero régimen de I. religiosa, que ampare adecuadamente a las
minorías. Así lo exige -aparte de otras razones- el bien común internacional:
«para que se establezcan y consoliden las relaciones pacíficas y la concordia
con el género humano, se requiere que en todas las partes del mundo la I.
religiosa sea protegida por una eficaz tutela jurídica y que se respeten los
supremos deberes y derechos de los hombres para desarrollar libremente la vida
religiosa dentro de la sociedad» (Dign. hum. 15).
d) El Concilio señala como criterio único para imponer limitaciones al
ejercicio de los diversos derechos que integran la I. religiosa -entendida como
inhumanidad de coacción- la defensa de la propia sociedad civil contra los
abusos que puedan darse, en unas determinadas circunstancias sociológicas, so
pretexto de I. religiosa. Aparece entonces la conexión negativa entre I.
religiosa y bien común temporal. Esa conexión se expresa a través de la noción
de orden público (v.), entendido como «la parte fundamental del bien común, que
se compone de tres bienes distintos: la tutela eficaz de los derechos de todos
los ciudadanos, que exige la pacífica composición de tales derechos; la adecuada
promoción de la honesta paz pública, que es la adecuada convivencia en la
verdadera justicia; y la debida custodia de la moralidad pública» (Dign. hum.
7). Por su especial importancia, se hace una particular referencia al modo en
que las comunidades religiosas deben ejercitar el derecho de enseñar su fe y de
profesarla públicamente de palabra y por escrito: «en la divulgación de la fe
religiosa y en la introducción de costumbres hay que abstenerse siempre de
cualquier clase de actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión
inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o
necesitadas. Tal comportamiento debe considerarse como abuso del derecho propio
y lesión del derecho ajeno» (Dign. hum. 4). Es claro, pues, que tales abusos son
lesivos del orden público y deben ser reprimidos por la autoridad civil,
mediante normas prohibitivas del proselitismo realizado por tales
procedimientos.
e) Salvado el orden público -único límite del ejercicio de los derechos
que integran la I. religiosa- «se ha de observar en la sociedad la norma de la
íntegra libertad, según la cual la libertad debe reconocerse en grado sumo al
hombre, y no debe restringirse sino cuando es necesario y en la medida en que lo
sea» (Dign. hum. 7). Es éste otro punto en el que se distinguen también el
régimen de tolerancia y el de I. religiosa: la tolerancia es buena en sí, pero
presupone calificar como malo el objeto de su régimen, lo que explica que éste
deba aplicarse con criterio restrictivo; la I. religiosa es un derecho natural,
es decir, una veritas y un bonum, que deben reconocerse positivamente en las
normas civiles (con abstracción de si el credo religioso es o no verdadero), y,
por eso, su régimen ha de aplicarse con criterio amplio. Ante un caso dudoso, la
tolerancia niega, la libertad afirma.
f) Finalmente -y ésta es una importantísima conexión positiva con el bien
común temporal- a los poderes civiles corresponde, no sólo proteger la I.
religiosa de todos los ciudadanos, sino crear condiciones propicias al
desarrollo de la vida religiosa, por los bienes que ella proporciona a la
sociedad temporal (Dign. hum. 6). Tal criterio coloca la problemática de la I.
religiosa lejos del laicismo (v.), que niega los valores sociales de la vida
religiosa, por estimarla como algo perteneciente sólo a la
intimidad personal. Por el contrario, se afirma que «la libertad religiosa
debe también servir y ordenarse a que los hombres actúen con mayor
responsabilidad en el cumplimiento de sus propios deberes en la vida social» (Dign.
hum. 8).
Como se ve, el tratamiento de la dimensión social de la I. religiosa
-según el Magisterio de la Iglesia- se hace girar por entero en torno a una
noción tomada de la doctrina pontificia: la noción de bien común temporal, que
sirve de hilo conductor de todo un pensamiento coherente. De tal modo, el
Vaticano II ha podido juzgar bajo la luz sobrenatural de la fe «los valores que
hoy disfrutan de máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente
divina» (Const. Gaudium et spes, II), «sacando a la luz cosas nuevas siempre
coherentes con las antiguas» (Dign. hum. I), en el tema de la I. religiosa,
donde se comprueba que la doctrina de la Iglesia sigue en su formulación una
línea constante, la que le marca la simultánea vigencia de la ley de la
continuidad y de la ley del progreso.
6. La libertad religiosa y la libertad de la Iglesia. Para entender con
profundidad la doctrina del Vaticano II acerca de la I. religiosa, es
conveniente señalar las conexiones que existen entre I. religiosa y I. de la
Iglesia, según resulta de la Declaración conciliar:
a) «La Iglesia vindica para sí la libertad en la sociedad humana y delante
de cualquier autoridad pública, puesto que es una autoridad espiritual,
constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato incumbe el deber de ir
a todo el mundo y de predicar el Evangelio a toda criatura» (Dign. hum. 13). Se
trata aquí de la I. de la Iglesia, que ella reclama por un título particular y
exclusivo, de naturaleza sobrenatural, por ser «la única verdadera religión, a
la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres»
(v. IGLESIA), quienes «están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que
se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, abrazarla y practicarla»
(Dign. hum. I).
b) «Igualmente, reivindica la Iglesia para sí la libertad en cuanto es una
sociedad de hombres que tienen derecho a vivir en la sociedad civil según las
normas de la fe cristiana» (Dign. hum. 13). Se trata ahora de un título distinto
-de orden natural- que no pertenece a la Iglesia con exclusividad; ya que
corresponde también -con las limitaciones en su ejercicio exigidas por el orden
público civil- a todos los grupos de personas que viven comunitariamente su
religión. Este segundo título es el que toma en cuenta la Declaración conciliar
al exponer, en la parte central del documento (n° 2-8), el régimen de la I.
religiosa, que la Iglesia pide para sí y también para todos los hombres y
comunidades (Dign. hum. 13).
c) La originalidad del planteamiento conciliar consiste en haber situado
la I. religiosa en el plano de las exigencias de la naturaleza humana. Se trata
de una abstracción deliberada del plano sobrenatural, bien entendido que tal
abstracción no significa sustracción y menos negación del orden sobrenatural,
que la Iglesia no podría en modo alguno desconocer ni dejar en la penumbra. El
Concilio declara expresamente que «el régimen de la libertad religiosa
contribuye no poco a favorecer aquel estado de cosas en que los hombres pueden
ser invitados fácilmente a la fe cristiana, a abrazarla por su propia
determinación y a profesarla activamente en toda la ordenación de la vida» (Dign.
hum. 10); y que la doctrina acerca de la I. religiosa «tiene sus raíces en la
divina revelación, por lo cual ha de ser tanto más santamente observada por los
cristianos» (ib. 9).
7. El camino de la libertad religiosa. La doble conexión de la I.
religiosa con el bien común temporal y con la I. de la Iglesia, conduce a un
nuevo enfoque de las relaciones entre la Iglesia y el Estado (v. IGLESIA IV,
5-7) y del programa apostólico de la propia Iglesia. La novedad más importante
del Vaticano II consiste en que la Iglesia ha pedido I. para sí y I. para todos,
consciente de que puede realizar su divina misión en el régimen de la I.
religiosa.
El derecho a la I. religiosa queda situado en el marco del bien común de
la sociedad y, por eso, el cuidado y protección de tal derecho corresponde a
todos cuantos incumbe un quehacer para el logro del bien común, es decir, a
todos los que tienen interés verdadero en conseguir una convivencia social
ordenada de acuerdo con el «orden moral objetivo» (Dign. hum. 7).
Pide la Iglesia que la I. religiosa sea reconocida «como un derecho de
todos los hombres y comunidades» (Dign. hum. 6). Y, por la conexión ética que
descubre entre la I. religiosa y el bien común «exhorta a los católicos y ruega
a todos los hombres a que consideren con atención cuán necesaria es la libertad
religiosa en las presentes condiciones de la familia humana» (ib. 15).
Permaneciendo distintas las nociones de I. religiosa y de I. de la.
Iglesia, la Iglesia desea ejercer su libertad por los cauces de la I. religiosa:
«donde rige como norma la libertad religiosa, no solamente proclamada con
palabras, ni solamente sancionada con leyes, sino también llevada a la práctica
con sinceridad, allí, en definitiva, logra la Iglesia la condición estable, de
derecho y de hecho, para una necesaria independencia en el cumplimiento de la
misión divina, independencia reivindicada con la mayor insistencia dentro de la
sociedad por las autoridades eclesiásticas. Y al mismo tiempo, los fieles
cristianos, como todos los demás hombres, gozan del derecho civil a que no se
les impida realizar su vida según su conciencia. Hay, pues, una concordancia
entre la libertad de la Iglesia v la libertad religiosa que debe reconocerse
como un derecho de todos los hombres y comunidades y sancionarse en el
ordenamiento jurídico» (Dign. hum. 13).
En este régimen de I. religiosa -es decir, de libertad para todos, sin
discriminaciones- quiere la Iglesia seguir realizando su divina misión. Por eso
«pide para los creyentes libertad activa para que puedan levantar en este mundo
también un templo a Dios» (Const. Gaudium et spes, 21); y ha querido subrayar,
con trazo enérgico, los graves deberes que incumben a los fieles en el régimen
de la I. religiosa. Entre ellos, descuellan: a) prestar, en la formación de su
conciencia, diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia; b)
difundir entre los demás hombres la luz de la vida con toda confianza y
fortaleza apostólica, incluso con el derramamiento de sangre; c) conocer cada
día mejor la doctrina que han recibido de Cristo, anunciarla fielmente y
defenderla con valentía, excluidos los medios contrarios al espíritu evangélico
(Dign. hum. 14).
V. t.: TOLERANCIA; PLURALISMO III; CONFESIONALIDAD;IGLESIA IV, 5-7.
BIBL.: P. FEDELE, La libertó religiosa, Milán 1963; P. LANARÉS, La liberté religieuse dans les conventions internationales et dans le Droit public général, París 1964; T. I. JIMÉNEZ URRESTI, Libertad religiosa, Madrid 1965; G. DE BROGLIE, El derecho natural a la libertad religiosa, Burgos 1965; J. HERVÁs, La libertad religiosa, Madrid 1966; P. PAVAN, J. WILLEBRANDS, É.-J. DE SMEDT, J. HAMER, J. COURTNEY MURRAY, Y. CONGAR Y P. BENOIT, La liberté religieuse. Déclaration «Dignitatis humanae personae», París 1967; A. DE FUENMAYOR, La libertad religiosa, Madrid 1968; A. DE LA HERA, Pluralismo y libertad religiosa, Sevilla 1971; VARIOS, La libertad religiosa, «Atlántida» n° 24 (monográfico), IV (1966) 573-740.
AMADEO DE FUENMAYOR.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991