LIBERTAD I. FILOSOFIA.


l. Noción. 2. La existencia de la libertad. El determinismo. 3. La distinción kantiana de naturaleza y libertad. 4. El libertismo absoluto de Sartre. 5. La síntesis de naturaleza y libertad. 6. La libertad como ausencia de coacción. 7. La libertad como indeterminación de la voluntad. 8. La libertad como dominio de los propios actos. 9. La raíz de la libertad.
     
      l. Noción. En su sentido primigenio, o atendiendo a la primera imposición del nombre, se denomina libre al que no es esclavo o no está sometido al dominio de otro sino que es dueño y señor de sí y de sus actos; y en este sentido afirma Aristóteles en su Metafísica que «el hombre libre es causa de sí mismo» (Metafísica, 1,2; Bk 982b25-26). De esta primera acepción, los términos libre y libertad se han trasladado a significar el modo peculiar de ciertas acciones del hombre que no sólo carecen de toda coacción o determinación externa, sino también de toda necesidad natural o interna determinación que no sea puesta por el hombre mismo. A esta indeterminación interna y al dominio actual de los actos que de ella resulta hace referencia también la expresión libre albedrío, pues, como luego se verá, ese dominio de los actos no es posible sin que el. sujeto libre sea dueño de la propia determinación por la que obra, es decir, del último juicio práctico del entendimiento, y de aquí que el hombre libre sea dueño de su propio juicio o arbitrio, es decir, tenga libre arbitrio.
      Así entendida, la I. es una propiedad de la voluntad humana, y se apoya en ésta; por lo cual, en el estudio que aquí hacemos de la I. damos por supuesto lo que acerca de la voluntad humana se dice en el artículo correspondiente (V. VOLUNTAD). Más aún, en ocasiones, tendremos que resumir algún aspecto de la doctrina general expuesta en aquel lugar, aun a riesgo de incurrir en repeticiones, para hacer inteligible el hilo del discurso. Otras dimensiones de la I. que rebasen este marco (p. ej., las dimensiones política, económica; etc.), no se consideran aquí.
     
      2. La existencia de la libertad. El determinismo. La existencia de la I. es negada por el determinismo en sus diversas formas. Hay un determinismo físico, que es el simple resultado de aplicar a la causalidad libre la misma rigurosa determinación de la causalidad natural. Hay un determinismo biológico o fisiológico, que apenas difiere del anterior. Un determinismo social, el cual, rara vez es tan extremo que destruya en absoluto a la I. humana, a la que, sin embargo, restringe o bloquea por el medio social, las ideas dominantes, la educación, etc. Hay un determinismo estrictamente psicológico que, más que una negación de la l., es una falsa concepción de ella, pues no anula la espontaneidad del acto libre y su fundamento en la razón, aunque afirma que la voluntad queda rigurosamente determinada por el motivo más poderoso. Finalmente, hay un determinismo metafísico o teológico, al que algunos prefieren llamar fatalismo, que llega a la negación de la I. humana, y aun a veces de toda I., descendiendo de ciertos principios metafísicos o teológicos con los que se la cree incompatible. Ahora bien, en todas esas formas de determinismo (y si exceptuamos al psicológico que, lejos de negar la I. la afirma y se esfuerza en explicarla), se trata siempre, más que de una interpretación filosófica de la misma l., de una aplicación a ella de doctrinas físicas o metafísicas que se esfuerzan en encajar todos los hechos en ciertos esquemas mentales previamente elaborados. Y es ésta una prueba indirecta de la evidencia psicológica de la l., la cual sólo puede ser oscurecida por razones extrínsecas a ella misma. Como de la cuestión del determinismo se trata más ampliamente en otro lugar (V. DETERMINISMO; MECANICISMO), vamos a limitarnos aquí al examen de una de las formas más puras y características del determinismo metafísico: el de Spinoza (v.).
      Escribe Spinoza: «Una cosa es libre cuando existe por la sola necesidad de su naturaleza, y no está determinada a obrar sino por sí misma; una cosa es necesaria, o mejor, forzada, cuando está constreñida por alguna otra cosa a existir y a obrar siguiendo una cierta ley determinada» (Ethica, I, Def. VII). Sentada esa definición, la única I. admitida ya por Spinoza será la de independencia respecto a toda coacción, pero no la que se opone a la necesidad natural. Una I. en sentido estricto, como independencia dominadora de los motivos de la acción, es para Spinoza «algo verdaderamente pueril y uno de los mayores obstáculos para la ciencia de Dios» (Ethica, 1, Prop. 33, Schol. 2). Pero no se queda aquí. Dando todavía un paso más, Spinoza niega en absoluto toda I. a la voluntad. «La voluntad -escribe- no puede ser llamada causa libre, sino sólo causa necesaria» (Ethica, I, Prop. 32). El motivo de tal negación está en que Spinoza ha identificado previamente la voluntad (v.) con el entendimiento (v.) y ha negado la pertenencia de ambos a Dios en cuanto Natura Naturans. «La voluntad -razona Spinoza- no es otra cosa que un cierto modo de pensar, como lo es el mismo entendimiento. Por consiguiente, una volición cualquiera no puede (dada su finitud) existir ni ser determinada a la acción sino por otra causa, y ésta por otra, y así hasta el infinito» (Ethica, I, Prop. 32, Dem.). Así, pues, el motivo inmediato de la negación spinozista de la voluntad libre, incluso con I. de sola coacción, no es otro que el haber concebido a Dios -único ser al que se concede I.- como sustancia no inteligente y, por ello, no voluntaria, lo que nos descubre un fondo naturalista, cuando no materialista, en el panteísmo de Spinoza. «Yo sostengo -escribe- que si la inteligencia y la voluntad pertenecen a la esencia eterna de Dios entonces es preciso entender por cada uno de esos atributos algo completamente distinto de lo que los hombres entienden de ordinario... La inteligencia de Dios, en tanto que se la concibe como constituyendo la esencia divina, difiere de nuestra inteligencia, tanto por respecto a la esencia como por respecto a la existencia, y así no conviene en nada, salvo en el nombre. La misma demostración puede hacerse acerca de la voluntad de Dios» (Ethica, 1, Prop. 17, Schol.) (V. t. DIOS IV, 13 y 14).
      Lo que late en el fondo de este pensamiento es, como se ha indicado, una concepción naturalista o mecanicista. Spinoza no se contenta con atribuir la extensión a Dios, considerándola como constitutivo de su esencia, sino que al otro atributo divino conocido, el pensamiento, lo concibe también según el esquema mental y las categorías conceptuales del atributo extensión. «Tengo para mí -escribe- haber demostrado con suficiente claridad que de la soberana potencia de Dios, o de su naturaleza infinita, ha resultado o resulta necesariamente sin cesar una infinidad de cosas infinitamente modificadas, de la misma manera que de la naturaleza del triángulo resulta desde toda la eternidad que sus tres ángulos son iguales a dos rectos» (Ethica, I, Prop. 17, Schol.). Podría afirmarse de una manera general que todas las negaciones de la I. nacidas de las dificultades de su armonía con la necesidad inteligible -el objeto del entendimiento es necesariotienen en la base una falsa concepción de la sustancia espiritual, a la que se entiende, como acabamos de ver en Spinoza, según el modelo de la sustancia material (V. t. ESPÍRITU I; MATERIA I).
      Mas, como quiera que sea, y para dejar marginada ya la cuestión del determinismo en este lugar, es lo cierto que toda negación de la I. humana constituye una de aquellas opiniones afilosóficas o «extrañas a la filosofía», de que habla S. Tomás (cfr. De Malo, q6 al), por cuanto destruyen toda una parte de ella, como es en el presente caso la -tica (v.), lo mismo que la negación del movimiento anula en su misma posibilidad toda la Filosofía de la naturaleza (V. COSMOLOGÍA I).
     
      3. La distinción kantiana de naturaleza y libertad. Ese es, precisamente, el punto de vista de Kant (v.), quien, viendo que la concepción mecanicista o el determinismo físico no dejaba lugar para la acción libre, y preocupado por asegurar los fundamentos de la moralidad, ideó su célebre distinción entre fenómeno y noumeno, y, más concretamente, entre naturaleza (v.) y libertad, cuyas repercusiones históricas todavía cuentan hoy. Ya en el prólogo de la segunda edición de la Crítica de la Razón pura expone con bastante claridad esa distinción, de la que trata directamente en la tercera antinomia, concebida en estos términos: Tesis: «La causalidad según las leyes de la naturaleza no es la única de donde los fenómenos del mundo pueden ser deducidos. Es necesario admitir además, para la explicación de los mismos, una causalidad por libertad». Antítesis: «No hay libertad alguna, sino que todo en el mundo ocurre solamente según leyes de la naturaleza». En opinión de Kant, esta antinomia sólo puede salvarse con la distinción que él propone entre naturaleza (fenómeno) y I. (noúmeno). En la Crítica de la Razón pura vuelve sobre esa distinción, y pone en la I. la condición o la ratio essendi de la ley moral; incluso ve en ella «la llave de la bóveda de todo el edificio del sistema de la razón pura y aun de la razón especulativa comprendido en ella» (Crítica de la Razón práctica. Prefacio). En esta última obra, la susodicha distinción entre naturaleza y I. aparece como un motivo constante. Por ella, el determinismo físico es compaginable con el indeterminismo espiritual, aunque ni al propio Kant pasan inadvertidas las dificultades no escasas a que está sometida la aplicación de su teoría. La l. así entendida, como postulado de la razón práctica, aparece fuera del espacio y del tiempo, de todas las categorías y, en suma, de todo lo que la razón humana puede conocer especulativamente. Las fuertes dificultades que el concepto de l. ofrecía a Kant han sido la causa de que consumara una interna división del hombre, de que abriera un abismo entre su razón y su acción.
      Sin embargo, el influjo de Kant ha sido en este punto, como en tantos otros, de consecuencias decisivas. En torno a la distinción de naturaleza y I. gira todavía hoy una gran parte del pensamiento filosófico, y ha sido el factor determinante de los progresos realizados en los últimos tiempos por las ciencias culturales o del espíritu.
      Dilthey (v.) se expresa así a este respecto: «El motivo de que arranca el hábito de separar estas ciencias (las del espíritu) como una unidad de las de la naturaleza, radica en la hondura y en la totalidad de la autoconciencia humana. Intactas aún por las investigaciones sobre el origen de lo espiritual, encuentra el hombre en esa autoconciencia una soberanía de la voluntad, una responsabilidad de los actos, una facultad de someterlo todo al pensamiento y resistir a todo encastillado en la libertad de su persona, por las cuales se distingue de la Naturaleza entera... Así separa (el hombre) del reino de la Naturaleza un reino de la Historia en el cual, en medio del contexto de una necesidad objetiva que es la Naturaleza, centellea la libertad en innumerables puntos de ese conjunto; aquí, los actos de la voluntad, a la inversa del curso mecánico de las alteraciones naturales, que contienen ya germinalmente todo lo que acontece en él, producen realmente algo, logran una evolución en la persona y en la humanidad» (Introducción a las Ciencias del Espíritu, lib. 1, 2). De este modo, frente al determinismo físico, ha ido gestándose y adquiriendo insospechado desarrollo el indeterminismo espiritual. Pero lo grave del caso es que, viciado como nació por el irracionalismo de Kant, ha venido a parar, ya en nuestros días, en el más absoluto libertismo. Como también éste constituye un exceso que terminará con una implícita negación de la I., vamos a examinarlo brevemente en una de sus formas más radicales: el existencialismo de lean Paul Sartre.
     
      4. El liberalismo absoluto de Sartre. Para Sartre (v.) , la realidad humana está constituida por el para sí o la conciencia. Es verdad que el cuerpo es esencial a este para sí como lo es el objeto al conocimiento, y ello hasta el punto de que la conciencia es pura y simplemente lo que el cuerpo es. Pero esto se debe a la nihilidad de la misma conciencia en la que el hombre consiste propiamente. Sin duda, que ella es lo único por la que el conocimiento es posible; pero el mismo sujeto cognoscente nada es. Como dice Sartre: «El conocimiento es el mundo... El mundo y fuera de esto nada... Esta nada es la realidad humana en sí misma» (L'Étre et le Néant, 221). Para Sartre, la nada es la misma realidad humana que se arranca del seno del ser, que surge allí como una enfermedad, como un gusano en el fruto. El fruto que se agusana es el en sí, el ser pura y simplemente, sólido, pleno, opaco, siempre idéntico a sí mismo, sin razón ni motivo, gratuidad absoluta. Mas, ¿cómo explicar que la nada surja del ser? ¿Cómo del en sí puede salir el para sí? La única respuesta posible es la de afirmar que es el ser el que hace salir la nada de sí mismo, por necesidad de su propia estructura esencial. Todo ocurre como si el en sí que ha debido ser la realidad humana para fundamentarse a sí mismo, para librarse de algún modo de su contingencia y gratuidad radicales, se proporcionase la modificación del para sí, hendiendo la densidad maciza que le es propia y abriendo en él una grieta de nada. Pero se puede volver a preguntar, ¿cómo es esto posible? Según Sartre, la conducta interrogativa del hombre nos proporciona la respuesta. Toda pregunta supone, en efecto, una doble aniquilación: la de lo preguntado por respecto al preguntante, en cuanto que la respuesta puede ser negativa, y la del preguntante mismo, que queda aniquilada en la propia pregunta, pues ésta, al dirigirse siempre hacia lo preguntado, oculta al preguntador. Por éste su carácter interrogativo el hombre se presenta, pues, en frase de Sartre, «como el ser que hace florecer la nada en el mundo» (o. c. 60).
      Esto supuesto, ¿cuál será la estructura de la realidad humana? Es evidente que para aniquilar, para introducir la nada en el ser, es necesario desgajarse del ser, colocándose fuera de él. Pero esto no es posible sino porque la realidad humana es, por naturaleza, huida de sí, despego de sí misma. Lo que quiere decir que la conciencia o el para sí no puede ser concebido como una pura concatenación causal en la que cada estado determina al siguiente. El despegue de la conciencia no puede explicarse por un estado anterior a ella. Debe introducirse aquí una fisura de nada, un muro infranqueable de nada, que separa un estado de otro. Y esto es precisamente lo que hace posible la I. y evita el determinismo. La conciencia en cuanto corte del ser, en cuanto aniquilación de su propio pasado, es para Sartre aquello mismo en que consiste la I. Por lo demás, la I. se revela al hombre por la angustia, que tiene una doble vertiente: angustia frente al porvenir, porque la I. no se conquista de una vez por todas, y angustia frente al pasado, por la total discontinuidad de la conciencia, por la absoluta ineficacia de la resolución pasada. La I. que se revela en la angustia está caracterizada por la plena ineficacia de los motivos de la acción, ya que tales motivos jamás están en la conciencia, sino siempre ante ella, y, por lo mismo, aniquilados por ella.
      Entendida así, como indeterminación absoluta, se explica uno que la l. tenga por fundamento a la misma nada que es el hombre. Éste es libre precisamente porque no es. Lo que es, no es libre; es, de una vez y no puede no ser, ni ser de otra manera. Es justamente la nada instalada en el corazón del hombre lo que le hace ser libre, por cuanto le empuja a hacerse siempre, en vez de ser. Es verdad que la I. no es posible sino a partir de una situación, pero esa misma situación sólo se da por la I. No sólo mi porvenir, sino mi pasado, mi presente, mis condiciones todas, el mundo en torno, dependen de mí. Yo los asumo, al adoptar ante ellos una posición. En realidad, ni mi mundo, ni mi situación, ni mi pasado configuran realmente mi ser. Yo no soy más que una conciencia y, por consiguiente, una pura actitud ante todo eso. También es verdad que la elección original por la que asumo mi situación y me defino en mis proyectos últimos es absolutamente necesaria, pero es necesaria como elección, no como tal elección, con lo que aquella I. absoluta no sufre menoscabo. No es, pues, extraño que, atendiendo a esa I. original, concluya Sartre diciendo que «es un absurdo en cuanto que está más allá de todas las razones» (o. c. 545).
      Para juzgar esta compleja teoría de Sartre sobre la I. humana debería bastar con detenerse en esa conclusión final que se acaba de transcribir: la I. es un absurdo. A confesión de parte, sobran pruebas. Pero no deja de tener interés esa misma aventura hacia el absurdo, por cuanto nos enseña que la I. no puede ser entendida como absoluta indeterminación sin frontera alguna. La I. es ilimitada, pero dentro de ciertos límites.
     
      5. La síntesis de naturaleza y libertad. El fracaso de las concepciones extremas del determinismo y el libertismo nos invita a volver los ojos a la solución de la filosofía clásica. Aun en ella no acabará de desaparecer un cierto fondo de misterio con que aquí tropezamos; pero siempre será más tolerable y más digno del hombre detenerse ante el misterio (v.) que caer en el absurdo (v.).
      Como decíamos al principio, la I. es considerada aquí como una propiedad de la voluntad humana; por eso, para entenderla correctamente nos es necesario partir de la naturaleza de dicha voluntad, pues las propiedades encuentran su razón de ser en las naturalezas de las que resultan. Pero este mismo planteamiento, ¿no entraña ya la aceptación de un presupuesto incompatible con la misma l.? Recordemos que la filosofía contemporánea se ha complacido en resaltar una oposición irreductible entre la naturaleza y la I. La naturaleza, se dice, no puede ser libre, ni la I. natural. Toda naturaleza tiene una estructura fija y determinada; luego también tendrá una operación determinada y fija; luego no podrá ser libre en su operación. ¿Cómo, pues, pretendemos deducir la I. de la naturaleza de la voluntad humana?
      La dificultad que nos ocurre no pasó inadvertida a la sagacidad de S. Tomás; y a pesar de todo no vaciló en afirmar resueltamente: «la misma voluntad es cierta naturaleza, porque todo lo que existe debe decirse cierta naturaleza» (De Veritate, q22, a5, c). Y, volviendo al problema de la fijeza y determinación propias de toda naturaleza, apunta esta solución genial: «A toda naturaleza corresponde, en efecto, algo fijo y determinado, pero proporcionado o acomodado a ella. De este modo, a la naturaleza genérica corresponde algo genéricamente fijo; a la naturaleza específica, algo específicamente determinado, y a la naturaleza individual, algo individualmente fijo. Ahora bien, la voluntad es una facultad inmaterial, lo mismo que el entendimiento, y por eso le corresponde naturalmente algo determinado en común, a saber, el bien... Y bajo este bien en común se contienen muchos bienes particulares, ninguno de los cuales determina rigurosamente la voluntad» (1-2 q10 al ad3).
      La voluntad, en efecto, puede ser considerada como naturaleza, y reduplicativamente como voluntad. Y considerada como naturaleza, aun tan amplia como corresponde a una facultad totalmente inmaterial, no hay I. en la voluntad, sino que está necesariamente inclinada al bien (v.) en general, que es su objeto formal. Pero considerada precisamente como voluntad, es enteramente libre respecto a los bienes particulares todos. Así es como la I se encierra en la naturaleza y se reduce a ella, de la misma manera que lo móvil se reduce a lo inmóvil y lo indeterminado a lo determinado como a su principio.
     
      6. La libertad como ausencia de coacción. De lo dicho será más fácil colegir cómo debe entenderse la l. de nuestra voluntad. Por de pronto, nuestra voluntad se halla exenta de coacción externa o de violencia. Lo violento se opone a lo natural; pero ya hemos visto que la voluntad es una naturaleza. Así, pues, el movimiento que procede interiormente de la voluntad no puede ser violento, y en este sentido, un movimiento voluntario y forzado es una contradicción pura y simple. Pero tampoco puede ocurrir que la voluntad sea violentada por alguna fuerza exterior. El ser espiritual es, de suyo, impasible (tomando la pasión en sentido propio, es decir, como alteración; v. CAMBIO), y la voluntad es una propiedad del ser espiritual.
      Pero esta ausencia de coacción, aunque es condición necesaria de la l., no es suficiente. Ha sido frecuente reducir la I. a la espontaneidad natural. Esta es la única voluntad que admite Leibniz (v.) en las acciones humanas en virtud de su determinismo psicológico: «Todo está -escribe- cierto y determinado previamente en el hombre como en los demás seres, y el alma humana es una especie de autómata espiritual» (Teodicea, 1,52). Sin embargo, y según una frase de Kant, esta I. que convierte al hombre en una especie de autómata espiritual no es sino un pobre recurso para escapar a los graves problemas que la I. implica: «si la libertad de nuestra voluntad no fuese otra que ésa, en nada aventajaría a la de un mecanismo que, una vez cargado, ejecuta por sí mismo sus movimientos» (Crítica de la Razón práctica, P. 1, lib. 1, cap. 3). La I. no es sólo ausencia de coacción, sino también ausencia de necesidad natural, pero veamos cómo debe entenderse esto.
      7. La libertad como indeterminación de la voluntad. Dos cosas se requieren para la l.: la indeterminación de los actos de la voluntad y el dominio actual sobre los mismos. La indeterminación de los actos de la voluntad puede, a su vez, considerarse en tres aspectos: en cuanto a los actos mismos, en cuanto al objeto de ellos, y en cuanto a la ordenación de los medios al fin. Por su parte, el dominio actual de los actos se da cuando la voluntad tiene en su poder aquello mismo por lo que se determina a obrar, es decir, el último juicio práctico del entendimiento.
      Nótese cuidadosamente que la perfección propia de la I. no consiste en la indeterminación de la voluntad, sino en el dominio sobre los actos. La indeterminación, al menos objetiva, es condición necesaria, pero no suficiente de la I. Más todavía, la indeterminación subjetiva es un índice de imperfección y potencialidad, y por ello sólo es propia de la I. creada.
      Examinemos ahora brevemente aquella triple indeterminación de la voluntad. La voluntad humana está indeterminada respecto a todos sus actos. Se trata, en efecto, de una facultad operativa que de suyo está privada de todo acto. Por ello, no sólo carece de toda exigencia o necesidad natural de poner éste o aquél determinado acto, sino incluso de poner algún acto. La voluntad puede querer o no querer, y si no quiere, no por eso se destruye su naturaleza, que no consiste en querer actualmente, sino en poder querer. A la misma conclusión se llega considerando el objeto formal de la voluntad. Como ya se ha dicho, éste es el bien en general. Pero todos los actos que la voluntad humana puede ejecutar son bienes particulares, e incluso la no ejecución de un determinado acto puede tener en algún caso razón de bien particular. Luego ninguna volición concreta puede convenir por naturaleza a la voluntad humana. Luego ésta se halla subjetivamente indeterminada respecto a todas las voliciones.
      La voluntad humana está, asimismo, indeterminada respecto a aquellos objetos que tienen razón de bien particular. Ya vimos que la voluntad puede ser considerada como naturaleza y como voluntad. Considerada como naturaleza, está rigurosamente determinada por su objeto formal, a saber, el bien en común. Pero, considerada precisamente como voluntad, ningún bien particular puede determinarla rigurosamente. Sería, en efecto, contradictorio, o carecería de razón de ser un acto voluntario determinado necesariamente por un bien particular. Así como una resistencia de cien no podría ser vencida por una fuerza de uno, así la amplitud casi infinita de la voluntad no puede ser agotada por el ámbito reducidísimo de un bien particular. Es preciso hacer hincapié en esto. El determinismo psicológico dice precisamente lo contrario. Para él, una volición que no estuviera plenamente determinada por su objeto o por el motivo que la solicita carecería de razón de ser. Tal es la opinión de Leibniz, que concluye afirmando la entera determinación de cada acto voluntario por el motivo más poderoso. Pero, ¿en cuál de las dos sentencias se salva verdaderamente el principio de razón suficiente? Examinada la cuestión con detenimiento, lo que carece de razón de ser es un acto voluntario que estuviera rigurosamente determinado por un motivo particular, aunque se tratara del más poderoso entre varios que solicitaran simultáneamente a la voluntad. En verdad, ninguno de tales motivos puede tener eficacia bastante para vencer por sí solo, y sin la libre aceptación de la voluntad, la resistencia que puede ésta ofrecer en el ejercicio de sus actos. Cierto que, como las acciones están puestas en lo singular, no puede haber elección alguna que no esté plenamente especificada por un motivo concreto; pero si éste da perfecta razón de la especificidad de tal acto, no puede explicar en absoluto su mismo ejercicio, del que la voluntad es única causa (supuesta la moción divina). Y tan es esto así, que ni siquiera el motivo absolutamente más poderoso -la misma felicidad absoluta- es capaz de determinar con todo rigor el ejercicio del acto de quererla; pues si bien es imposible dejar de querer la felicidad si se piensa en ella, es, sin embargo, posible no querer pensar en la felicidad.
      Consideremos finalmente la indeterminación respecto a la ordenación de los medios al fin. La voluntad se mueve a la elección de los medios a partir de la intención del fin. Pero, ¿en qué condiciones está indeterminada esa elección? Pongámonos en el caso más favorable de que el fin intentado sea el último y que, en consecuencia, sea objeto de una intención necesaria. La voluntad quedará indeterminada respecto a los medios que no guarden una relación necesaria con ese fin, o cuya relación necesaria con el fin, dado que exista, no sea conocida. Es lo mismo que acontece con el conocimiento racional. Admitidos los primeros principios, no por eso hay que admitir todas las verdades cuyo enlace con ellos sea sólo contingente. Es más, aunque una determinada verdad esté necesariamente enlazada con los primeros principios, la razón no estará forzada a asentir a ella, si no conoce ese enlace. Así, la voluntad tiende necesariamente al bien sin restricción, que es su último fin, pero en la elección de los medios no está obligada a adherirse a los que sólo guardan con aquél una relación contingente,. ni tampoco a los que, aun necesariamente enlazados con el fin, no sean conocidos en ese su enlace necesario. En este último caso, la voluntad humana posee una indeterminación subjetiva originada por un defecto del coocimiento. A ella se une la indeterminación subjetiva resultante de un decaimiento o falta de firmeza en su ordenación al fin. En uno y otro caso hay posibilidad de que la voluntad se aparte de su verdadero bien para tender hacia su verdadero mal bajo la apariencia de bien. Ésta es la I. de contrariedad, defecto y no especie de la verdadera I. Santo Tomás escribe : «querer el mal no es libertad, ni especie de libertad, aunque sea cierto signo de ella» (De Veritate, q22 a7, c).
     
      8. La libertad como dominio de los propios actos. Pasemos ahora a considerar el actual dominio que la voluntad tiene de sus actos, en el que, como se ha dicho, consiste propiamente la I. Ese dominio no es posible sino porque la voluntad es dueña de aquello mismo por lo que se determina a obrar, a saber, el último juicio práctico del entendimiento. Mas para la intelección de este aserto es preciso que consideremos con algún detalle el proceso del acto humano libre.
      El primer impulso del acto voluntario es la intención del fin (v.). En ella intervienen el entendimiento y la voluntad, actuando de diversa manera. El primero presentando el fin como asequible por tales y tales medios; la segunda tendiendo a ese fin con una impulsión indivisible que engloba también la aceptación de los medios. Así, la intención es formalmente un acto de la voluntad, pero en orden al entendimiento. Ahora bien, el acto voluntario adquiere mucha mayor complejidad cuando se desciende desde la intención del fin a la elección de los medios.
      El paso del fin a los medios es comparable al tránsito del universal a los particulares, pues así como el universal es necesario y los particulares son contingentes, así también el fin es fijo e inmóvil, mientras que los medios son variables e indeterminados. Por ello, el conocimiento de los medios concretos que hay que elegir en cada caso está normalmente envuelto en la duda. Y es para eliminar esa duda para lo que echamos mano de la conveniente ponderación de los pros y los contras, que se llama deliberación. Conviene dejar bien claro que el objeto de la deliberación nunca es el fin como tal, sino los medios. Si en algún caso llevamos la deliberación sobre el mismo fin, éste ya no es tomado como fin, sino como medio en orden a otro fin ulterior. Pues bien, así como toda deliberación tiene que estar limitada a parte ante, por la intención del fin, también lo debe estar a parte post, por el juicio o juicios de la razón práctica que nos señalan lo que debemos hacer aquí y ahora.
      Tras la deliberación y rimando con ella viene el consentimiento de la voluntad, por el cual ésta se adhiere a los resultados de aquélla. Pero es el caso que el consentimiento puede versar sobre varios juicios prácticos diferentes, aceptándolos por lo que hay de bueno en cada una de las acciones que proponen, y es claro que una deliberación no puede concluir definitivamente así. Se precisa, en último término, que la voluntad elija uno de tales juicios prácticos con preferencia a los otros. Sólo en el caso de que la deliberación propusiera un solo juicio práctico, la elección se confundiría con el consentimiento. ¿En qué consiste, pues, la elección? Es un acto mixto en el que intervienen el entendimiento y la voluntad. El entendimiento, desde luego, es necesario para la deliberación y para la formulación de algún juicio práctico; pero la voluntad es no menos necesaria para que ese juicio sea efectivamente aceptado y se convierta en último. El entendimiento aporta la materia de la elección: los juicios prácticos, pero la voluntad de la forma de la misma. Por eso, atendiendo a la sustancia misma del acto, la elección pertenece a la voluntad.
      Nótese bien que esta intervención de la voluntad en que la elección consiste no violenta la ordenación del entendimiento a la verdad, no deforma o falsea el juicio intelectual. Cuando la voluntad elige, no corta violentamente el proceso de la deliberación ni se entromete en el campo de la especificación, que es privativo del entendimiento. Aquí sólo interviene, si interviene, a título objetivo, esto es, combinando las circunstancias concretas que el entendimiento debe sopesar, entre las cuales se encuentlan sobre todo las propias disposiciones subjetivas. Y de ahí que sea tan importante la rectitud de la voluntad para que el juicio práctico sea asimismo recto. Pero, en todo caso, la elección de la voluntad supone un movimiento absolutamente original, colocado de lleno en el orden del ejercicio, y que no es reducible a la especificación en cuanto tal. Pero entonces ¿no habrá ninguna explicación para la elección misma?, ¿no habrá ninguna explicación para el hecho de que la voluntad prefiera un juicio práctico entre varios indiferentes? Pueden apuntarse tres explicaciones generales. En primer lugar, puede ocurrir que un objeto sea verdaderamente mejor que otro, y entonces, si la voluntad lo elige, no hace más que seguir el dictado de la razón. En segundo lugar, puede suceder que, por cualquier circunstancia accidental, el entendimiento se detenga en la consideración de un bien particular, que no es precisamente el mejor de los que la voluntad podría elegir en ese momento, pero que termina por imponerse. Finalmente, puede ocurrir que la detención del entendimiento en un bien particular esté determinada por alguna disposición permanente del hombre, y entonces, si se trata de una disposición natural y sustraída a la voluntad, tiene ésta necesidad de acomodarse a ella (así, todos los hombres desean naturalmente ser, vivir, conocer), y si se trata de una disposición no natural, sino dependiente de la voluntad, no quedará forzada a adherirse a ella, siendo más o menos fácil sustraerse a la misma según se trate de una disposición poco arraigada o de un hábito inveterado.
      Con todo ello, y a pesar de esta reducción del problema por la fijación de los motivos generales de la elección, siempre queda aquí, en el mismo acto concreto de la decisión libre, un reducto inexplicable. Aquí nos topamos con el misterio. Mas, si bien se mira, con razón queda siempre en el acto de la elección un fondo inaccesible a nuestra penetración intelectual. Tratándose, como se trata, de un acto contingente y colocado en el plano existencial, no puede ser reducido a la necesidad esencial, que es el objeto de nuestra inteligencia. Pretender esa reducción sería identificar el orden del ejercicio con el de la especificación, la existencia con la esencia, lo contingente con lo necesario. Esta parece haber sido la ambición de todos los racionalistas y concretamente de Leibniz, que hubo de llevarse al determinismo psicológico y al optimismo metafísico.
     
      9. La raíz de la libertad. Pero esto nos coloca frente a la última cuestión que vamos a tratar aquí: la raíz de la I. que puede ser intrínseca y extrínseca. Examinémoslas brevemente. Como ya hemos dicho, la I. exige dos cosas: la indeterminación, al menos objetiva, de la voluntad, y el actual dominio de ésta sobre sus actos. Lo primero es condición indispensable para lo segundo, pero no suficiente. Pues bien, ambas cosas pertenecen a la voluntad por su relación con el entendimiento.
      Si la voluntad está indeterminada objetivamente, si puede sustraerse a la fijeza de la naturaleza, es porque, al derivar de la razón, está colocada como ella en el plano del ser intencional (v. CONOCIMIENTO), que es más amplio y abierto que el ser natural finito. La amplitud del ser intencional, del que el hombre participa, la echamos ya de ver en su conocimiento y apetito sensibles, y redunda incluso en su propio cuerpo, que, como observa S. Tomás, en lugar de ciertos instrumentos determinados, ha sido dotado de manos con las que puede manejar los más variados instrumentos; pero se revela sobre todo en el conocimiento intelectual, abierto a la totalidad del ser, y en la voluntad, estrechamente ligada a ese conocimiento. Pero hay más. Lo propio del ser entendido en cuanto tal, es prescindir de la singularidad material y de la existencia concreta. Y, por eso, ni reclama de suyo el existir, ni el existir de este o aquel modo concreto. Santo Tomás desarrolla así este pensamiento: «Si la casa que está en la mente del artífice fuese la forma material, que tiene una esencia singularizada, estaría inclinada a existir según ese modo concreto, y así el artífice no permanecería libre para hacer la casa o no hacerla, o para hacerla de este modo o del otro. Mas como la forma de la casa en la mente del artífice es la esencia absoluta de la casa, que de suyo no se inclina más a existir que a no existir, ni a ser así que a ser de otro modo en cuanto a sus disposiciones accidentales, por eso el artífice permanece libre para hacer la casa o no hacerla» (De veritate, q23 al). Así, pues, ésta es la raíz intrínseca de la indeterminación objetiva de la voluntad; el conocimiento intelectual del que deriva y que abstrae de la singularidad y de la existencia.
      Veamos ahora cuál es la raíz del dominio que la voluntad tiene sobre sus actos. Si la voluntad sigue al entendimiento y, más en concreto, al último juicio práctico de éste, para que la voluntad domine su acto es preciso que sea dueña del juicio por el que se rige; pero siguiendo el paralelismo del entendimiento y la voluntad, no podría ésta dominar el juicio por el que se determina si el entendimiento mismo no lo.dominara también, si la razón no fuera dueña de sus propios juicios. Santo Tomás escribe a este respecto: «El apetito sigue al último juicio práctico. Pero si el juicio de la potencia cognoscitiva no está en poder del que juzga, sino que le es impuesto por otro, tampoco estará en su potestad el acto del apetito. Mas el juicio está en la potestad del que juzga en tanto que puede juzgar de su propio juicio, pues de aquello que está en nuestro poder podemos juzgar. Pero juzgar acerca del propio juicio es exclusivo de la razón que reflecta sobre su propio acto y conoce las relaciones de las cosas de las que juzga y por las que juzga. De donde la raíz entera de la libertad hay que ponerla en la razón. Y según que algo se comporte respecto a la razón, así se comporta respecto a la libertad» (De Veritate, q24 a2 c). «El hombre -escribe también-, por virtud de la razón que juzga lo que ha de hacerse, puede juzgar de su propio juicio, en cuanto conoce la razón del fin y de los medios, y la relación y orden de éstos a aquél, y así no sólo es causa de sus propias acciones, sino también de su propio juicio, y por eso tiene libre arbitrio, como si se dijera libre juicio acerca de lo que ha de hacer o no» (De Veritate, q24 al c). Así, pues, la raíz intrínseca del dominio que la voluntad tiene de sus actos se encuentra en el poder reflexivo de la razón, por el que ésta es dueña de sus propios juicios.
      Y ahora veamos la raíz extrínseca de la I. Esta es necesaria para explicar el paso de la I. potencial (o indeterminación subjetiva de la voluntad) a la I. actual (o dominio actual de los propios actos). Es verdad que la voluntad humana es una potencia operativa que, como tal, y considerada en acto de querer un fin, puede moverse a sí misma a la elección de los medios, pero, de todos modos, es preciso admitir una última causa extrínseca. Sin intención del fin no hay elección de los medios, como sin causa no hay efecto. Si el fin intentado ha sido objeto de una elección anterior, será necesario suponer otra intención previa, y así sucesivamente. Pero aquí no se puede proceder al infinito. Luego hemos de partir de una primera intención que no se explica por alguna elección anterior, y que sólo puede ser explicada por una causa extrínseca. Pero ésta no puede ser más que Dios, causa inmediata y única del alma espiritual y de sus mociones ab extrínseco. Y no sólo eso. Así como las causas segundas dependen tan enteramente de la causa primera que, no sólo su ser, sino también sus operaciones, requieren la conservación y el concurso inmediato de ésta, así también todas las intenciones y elecciones particulares de la voluntad humana dependen actual y enteramente del concurso divino, el cual, sea previo o simultáneo, no debe cambiar la naturaleza formalmente libre de tales actos.
      Pero con esto hemos entrado en los dominios de la Teología natural y en el tema de la Providencia, que debe ser tratado en otro lugar (v. PROVIDENCIA II y III).
     
      V. t.: HOMBRE III, 5; PERSONA; VOLUNTAD; VOLUNTARIO, ACTO; RESPONSABILIDAD; DIOS IV, 1 (2c) y 14.
     
     

BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, 1-2 88,9,10,11, 12,13,14; íD, De Malo, q6; íD, De Veritate, q22 y 24; L. BRUNSCIIvlcG, Nature et liberté, París 1924; C. DAUDIN, La liberté de la volonté. Signification des doctrines classiques, París 1950; l. DE FINANCE, Existente et liberté, París 1955; fD, Ensayo sobre el obrar humano, Madrid 1966; A. MARC, Psicología reflexiva, Madrid 1966; A. MILLÁN PUELLES, Síntesis humana de naturaleza y libertad, Madrid 1961; íD, La estructura de la subjetividad, Madrid 1967; C. PIAT, La liberté, París 1934; A. ZACCXI, L'uomo, Roma 1944.

 

J. GARCIA LÓPEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991