LIBERALISMO III. DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA


l. Planteamiento de la cuestión. Aunque visto como movimiento inspirado en el ideal de la libertad, el I. surgió ligado a las estructuras políticas, sociales y económicas con tan clara relación con la doctrina teológica que llegó a herejía. La contemplación histórica del fenómeno del I. ha de tener en cuenta el papel que ha representado en la conquista -o reconquista -de los derechos de la persona, presentados, ciertamente en forma algo miope, como derechos del individuo; en la ruptura de los esquemas monopolísticos, cristalizados en el orden económico propio del régimen absoluto favorecido por la Ilustración (v.); en la vida social que caminaba hacia la inercia y que presentaba el ordenamiento testamentario como resultado directo de la voluntad divina. Derivado al mismo tiempo de ideas incubadas ya en la Ilustración, religiosamente cada vez más difusas, y radicalizado por la misma oposición, se comprende que el «movimiento liberal» fuese condenable y condenado.
      Y, sin embargo, la base del I. estriba en el principio de la libertad, a la que ve como sistema de condiciones de la dignidad humana. Lo que ocurrió es que su exaltación le dio perfiles místicos, al formular las líneas doctrinales del I. en cierta inmanencia (v.) ética, que le hizo presentarse como sistema que trataba de resolver y superar los sistemas sociales, políticos y económicos que le precedieron, e incluso la religión misma a la que debilitaba y relajaba al mismo tiempo que diluía los fundamentos de la moral. Podemos decir que esa conversión del I. en un dogma explica y justifica la actitud del pensamiento católico, que hubo de mostrarse inicialmente no sólo reservado, sino adverso.
      Incluso una personalidad tan abierta como el obispo alemán von Ketteler (v.) lo presentó como la forma más moderna del régimen absoluto: el absolutismo disfrazado con apariencia de libertad. «El liberalismo moderno -escribía Ketteler- se inclina enteramente, por su propia e íntima naturaleza, hacia la omnipotencia del Estado; es el hijo intelectual, el heredero, de la monarquía absoluta y de su burocracia. No se distingue de ellas sino por la forma exterior, por el lenguaje que utiliza y por las personas que lo representan». Para Ketteler, el I. habla de libertad y la confunde con la igualdad; habla del pueblo, pero no cuenta con él, sino para obrar en su nombre; y odia a la Iglesia, a la que no comprende. En estos tres puntos se puede centrar la doctrina social cristiana de cara al I.
      El I. mezcla la libertad (v.) con la igualdad (v.), porque liga la política a la economía; se pone en conexión con la democracia (v.), porque así intenta liberarse de la tradición y acusación de absolutista; y se enfrenta, en general, con la Iglesia, porque trata de dominarla con su manera de concebir la tolerancia (v.) y la libertad religiosa (v.) y con su indiferentismo (v.). Descendiendo al terreno histórico, se comprenderá bien la actitud católica frente a los comienzos del liberalismo.
     
      2. Liberalismo y catolicismo. Desde el comienzo se dieron intentos de conciliar el I. con el catolicismo; especialmente importantes fueron los de F. Robert de Lamennais (1782-1854; v.) vistos en algún momento con simpatía, pero cuya consecuencia no fue el bautismo del I., sino una tendencia a democratizar y politizar la organización eclesiástica y a desfigurar ciertos aspectos de la doctrina cristiana (v. CATOLICISMO LIBERAL). Su condena en 1832 por la ene. Mirari vos (Denz.Sch. 2730 ss.) de Gregorio XVI no es tanto una condena del I. cuanto una repulsa de las posiciones y doctrinas de Lamennais y parte del clero francés. Hay que llegar a la Inmortale Dei (1885) de León XIII para que, con la formulación de los principios en los cuales haya de basarse la constitución cristiana de los Estados, el I. quede más directamente censurado (Denz.Sch. 3165 ss.). En efecto, el papa León XIII parte del Syllabus de Pío IX de 1864 (Denz.Sch. 2901 ss.) y aclara que el I. se presenta ante el pensamiento cristiano como una manifestación condenable, en cuanto implica la exaltación del indivividualismo social y del subjetivismo filosófico.
      Precisamente contra ese individualismo (v.) se levanta el reconocimiento de la persona (v.), clave de la doctrina recogida en las encíclicas y en algunos textos próximos, como el elaborado bajo la dirección del card. Mercier (v.), hacia 1920, por la Unión Internacional de Estudios Sociales (V. MALINAS, CÓDIGOS DE). En esta línea -que en cierta forma culmina en la posición de algunos estudiosos católicos que subrayan el carácter social de la religión- se señala que el valor de los derechos humanos queda condicionado por la familia, la profesión, la religión y la vida de relación. La función del Estado reside en la gerencia del bien común de sus miembros; no hay derecho divino en régimen alguno, sino poder legitimado por la autoridad de Dios y por la mediación del pueblo. Los ciudadanos son libres en Ia aceptación y en la repulsa de los regímenes políticos, pero no deben alzarse contra los titulares del poder, sino en los casos de la tiranía insoportable o de la violación flagrante de los derechos y, siempre tras el fracaso de los medios legales establecidos. De ahí que, una vez más, el poder de la Iglesia se ejerza de modo exhortivo: los gobernantes deben proteger y garantizar los derechos de los individuos y de las colectividades, subrayando siempre la doctrina católica que el sujeto no es el individuo, sino la persona. Se trata, así, de procurar que por los medios que cada sistema político pone a la disposición de los cristianos, éstos procuren «que el espíritu de la legislación evangélica -utilizando las palabras de la ene. Sapientiae christianae del mismo León XIII- vivifique las leyes y las instituciones de los pueblos».
      A la luz de la historia, parece claro que algunos aspectos de la proyección liberal hicieron advertir, o sospechar, ciertos parentescos con actitudes anteriores de clara calificación antipontificia y anticatólica: el galicanismo (v.), el febronianismo (v.) o el josefinismo (v.); y así las condenas eran tanto más justificadas. Y, todavía más, teniendo en cuenta que la «filosofía» liberal propugnaba un racionalismo (v.) y naturalismo (v.) radicales, y en consecuencia la prevalencia de las «luces» -ciencia y razón- sobre la fe (v. RAZÓN II; REVELACIÓN IV). Por eso, en su forma final, la condena pontificia de la «filosofía» liberal va incluida en la hecha definitiva por S. Pío X de la amplia fórmula del «modernismo» teológico (v.; ene. Pascendi de 1907: Denz.Sch. 3475 ss.).
      Esta condena pontificia, pues, está precedida de la Mirari vos, arranca luego de la Quanta cura de Pío IX en 1864 (Denz.Sch. 2890 ss.), y queda enmarcada también dentro de la explícita y clara condenación del racionalismo, naturalismo e indiferentismo religioso hecha por el Conc. Vaticano I en la Const. Dei Filius (sobre la fe, Denz.Sch 3000 ss.), reforzada por el hecho mismo de la infalibilidad pontificia. Señalemos, en fin, que también en 1907, con su alocución del 17 abril y seguidamente con Decretos del Santo Oficio, Pío X considera inconciliables el I. y el catolicismo. (Para las repercusiones del I. en la Teología, véase más ampliamente en el art. siguiente, IV).
     
      3. Valores a considerar y evolución del liberalismo. Es de considerar esa corriente católica de simpatía, que se da desde muy pronto, hacia el I. No sólo en los orígenes del equívoco catolicismo liberal y de la democracia, con Lamennais, sino con figuras, tales como Montalembert (v.) y Lacordaire (v.), que inicialmente simpatizaron con aquél; y también Dupanloup (v.).
      Una meditación más desligada de las impurezas históricas próximas que acompañaron al l., hace pensar en el valor del elemento de libertad y pluralismo que llevaba consigo -a veces bajo una vestidura equívoca- el movimiento liberal. No se trata de los principios radicalizados en la polémica, sino de las realizaciones que logran vida en la concordia. Lo que se ha dicho sobre Ketteler es, acaso, lo más decisivo en esta dirección. El I. procede de la Ilustración, subraya la autonomía del individuo y da del hombre una imagen falsamente optimista al no considerar casi la posibilidad del pecado. La soberanía ligada al pueblo no se interpreta en el sentido de la tradición cristiana sobre el poder indirecto, sino como un nuevo cesaropapismo. La soberanía derivada de los hombres -y de los hombres constituidos en pueblo o colectividad- no tiene, en realidad, por qué enfrentarse con la soberanía propia de Dios, puesto que Éste es el autor de los hombres y de la sociedad, y el poder y su autoridad siempre en último extremo derivarán de Él, dentro de cualquier forma legítima de designación de quienes hayan de ejercer la autoridad y de los límites que se les establezcan.
      Cuando se consideran los avatares del pensamiento, no sólo en el desarrollo de la doctrina social cristiana, sino en la evolución de las doctrinas liberales, parece que aquella vía libre, ofrecida por su inicial definición, ha llegado a encontrar los andadores que le permiten el seguimiento de una ruta en la cual la idea pluralista no signifique el librepensamiento (v.) al estilo masónico, ni la defensa del interés burgués, ni mucho menos la tópica lucha antieclesiástica (V. CLERICALISMO Y ANTICLERICALISMO). Lo que ocurre es que el I. como idea se ha desarrollado en su práctica dentro de un ambiente con particulares condicionamientos. En Francia no podía prescindir del antecedente revolucionario; en Italia vive en la barahúnda risorgimentista; en España se ofreció de tal manera, que se llegó a presentar, en alguna ocasión, como imagen del pecado.
      El I. francés y el italiano reciben análogas influencias (v. I, 3). Precisamente, en ambos, lo que los aleja de la ortodoxia católica no es tanto la pretensión de ajenamiento individual, cuanto su vertiente societaria. Las fases históricas andan ligadas, en los dos ejemplos, a las contingencias, y por ello no siempre está en su base el típico individualismo, ni una recta concepción de la libertad (v.). Una concepción amplia del Estado se apoya en una visión social más completa de lo que venía acostumbrándose. Y es por ahí por donde se enfrenta con la Iglesia, ya que las relaciones de ésta con el Estado constituyen uno de los puntos en los cuales la idea exige el movimiento. El libro de Sarda y Salvany, El liberalismo es pecado, puede marcar el caso más extremo: «Hay -dice- liberales que aceptan los principios, pero rehúyen las consecuencias, a lo menos las más crudas y extremadas; otros aceptan alguna que otra consecuencia o aplicación que le halaga, pero haciéndose los escrupulosos en aceptar radicalmente los principios. Quisieran unos el liberalismo aplicado tan sólo a la enseñanza, otros a la economía civil, otros tan sólo a las formas políticas; sólos los más avanzados predican su natural aplicación a todo y para todo... Pero no hay composición posible: el liberalismo es el dogma de la independencia absoluta de la razón individual y social, mientras que el catolicismo es el dogma de la sujeción absoluta de la razón individual y social a la ley de Dios. Se trata de doctrinas inconciliables y lo que dijeron los fundadores del liberalismo católico tiene un fundamento sofístico. La fórmula de Cavour `La Iglesia libre en el Estado libre', debía ser sospechosa desde que se hizo bandera de la revolución italiana cotra el poder temporal de la Santa Sede».
     
      En realidad, la raíz de la posición del I. en relación a la Iglesia puede advertirse en el antecedente luterano, señalado por Ayala (o. c. en bibl.): la aceptación por Lutero de todo poder establecido y, en consecuencia, la aceptación también desde la vertiente individual de la obediencia a cualquier poder civil que de hecho se mantenga, marca netamente la desvinculación del hombre, su desinterés en cuanto ser religioso, por cuanto no sea su relación inmediata con la Divinidad. Así, la vida religiosa pasa a ser cuestión individual. Por otra parte, también habría -no sin rastro en Maquiavelo- otra desvinculación: el desinterés del Estado por lo que no sea político.
      Y, consecuentemente, el I. se irá transformando, y gracias a esa doble vertiente del pensamiento y de la acción -de su historicidad y de su historización-, nos encontraremos con tan amplios ángulos de divergencia que surgirán los adjetivos y los procesos, el despliegue de los matices y la forja de las mentalidades y aun de los estilos. El cambio de ideas -según recoge Díez del Corral- no se limita a la política, sino que se extiende a la literatura y a todos los campos del pensamiento. Allí estarán, sin duda -podemos concluir-, los puntos de fricción con la doctrina social católica, mas también, con seguridad, las cabezas de puente para una mejor inteligencia y un más firme contacto entre quienes influyen en las tareas del espíritu.
     
      4. El liberalismo en la actualidad. La evolución del primitivo I. ha sido múltiple y variada, apartándose, según los casos, de sus iniciales utopías y contradicciones (v. INTRODUCCIÓN). En la práctica, la situación a finales del s. XX resulta complicada por la vinculación del I. a un tipo de organización sociopolítica, alimentada por el capitalismo (v.). De ahí que, a la tradicional configuración política del l., se imponga su vertiente económica. El I. económico-político, como un dejar hacer a todos, puede resultar no menos contrario a la concepción cristiana del mundo que ciertos aspectos del l. filosófico-político. La que llamó León XIII desenfrenada codicia de los empresarios, puede ser facilitada gracias al l., a la no-intervención (v. II).
      No cabe olvidar que la doctrina liberal fue pensada en el s. XIX para una sociedad muy distinta de la que conocemos en el s. XX. La no-intervención del Estado constituye el concepto jurídico-político fundamental que hace posible que la burguesía se identifique con la forma política derivada de esa misma doctrina. La teorización individualista hubo de buscarse precisamente para encontrar un punto de partida igualitario, pero no se pararon mientes en las diferencias que existían entre los individuos cuando se trataba de su proyección patrimonial. El I., en su proyección iusprivatista, formuló garantías que, al consolidar una situación dada, impidieron todo movimiento de transformación social.
      Volviendo de nuevo a la doctrina cristiana, importa considerar que es preciso partir de la persona, del hombre como persona (v.) y no solamente como individuo, y, por extensión, también de las colectividades en cuanto contorno social de la persona humana. En tal sentido la ene. Populorum progressio, de Paulo VI, señala que toda acción social implica una doctrina, y reconoce que, con tal de que queden a salvo la orientación de la vida hacia su fin último y la libertad y la dignidad humanas, es admisible el pluralismo de las organizaciones profesionales que completan el esfuerzo de la familia y promueven las tareas de la cultura. La Iglesia busca así un humanismo pleno, un desarrollo integral del hombre y de los hombres. Ello la hace saltar sobre el I. económico y superar el I. político. El argumento que esgrime el Papa frente al librecambio vale también para la vida social, porque las ventajas del I. sólo son evidentes cuando las partes no se encuentran en condiciones demasiado desiguales.
      Se va distinguiendo, de este modo, el I. como idea y el I. como movimiento. Es evidente que en su vertiente política el I. se muestra polémico de cara al antiguo régimen; y, como secuela de esa posición, al constitucionalizarse, conduce a un monismo que, a la hora de estudiar el fenómeno, se nos ofrece contradictoriamente. Pero no cabe duda que desde su aparición el I. en conjunto ha representado una valiosa contribución a la conquista y afirmación de la libertad en la convivencia humana (v. I). El mismo tema de las relaciones entre Iglesia y Estado puede estudiarse hoy más pacífica y claramente, sin los riesgos y errores que yacían tras la fórmula de Cavour «la Iglesia libre en el Estado libre» (v. t. v, e IGLESIA IV, 5-7).
     
      V. t.: PERSONA; PROPIEDAD;LIBERTAD.
     
     

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JUAN BENEYTO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991