LIBERALISMO I. SOCIOLOGIA Y POLÍTICA.


l. Concepto. Los tratadistas de sociología y política suelen entender por I. la actitud que preconiza la libertad política y su extensión a todos los miembros de la sociedad; es decir, la participación de todos en el gobierno, tanto en el proceso legislativo como en el control de los actos del ejecutivo (v. PODER II, 2; LIBERTAD V). El término I. deriva seguramente de la palabra española liberal, que comenzó a circular en las Cortes constituyentes de Cádiz de 1812, propagándose por toda Europa a partir de la revolución de 1820, primer golpe contra el sistema de restauración de la sociedad europea establecido por el tratado de Viena (v. ESPAÑA VII). No obstante, según F. A. von Hayek, el uso deriva de la obra de A. Smith (v.) La riqueza de las naciones. Desde el punto de vista de la práctica política se vincula al partido inglés whig (v.), movimiento que dejó de llamarse así (también en Estados Unidos) para adoptar el calificativo liberal, empleado en Europa.
      La filosofía política whig consistía en un coherente conjunto de ideas opuestas a la opresión y a la arbitrariedad política, fundada en la convicción moral de los revolucionarios ingleses de que todo hombre es capaz de ordenar su propia vida y tiene el derecho a hacerlo, incluyendo la vida política y social, conforme a su voluntad individual. No obstante, dada la falibilidad humana, se admite la existencia del Gobierno, como depositario del mínimo aparato de coerción indispensable para facilitar la consecución de aquellos fines. El Gobierno no sólo debe ser limitado conceptualmente, sino que, de hecho, ha de estar continuamente sujeto a control. Como método político, los whigs proponían la libre discusión sin coacción, la cual sólo se justifica, precisamente, para oponerse a quienes preconicen métodos coactivos. Tanto la coacción como la libre discusión han de hacerse siguiendo las pautas legales, es decir, bajo el imperio de la ley (v.) a la cual todos se someten, si bien las leyes establecidas pueden ser objeto de discusión crítica, debiendo ser modificadas sólo cuando existe acuerdo. Justamente la perfección del Derecho (v.) deberá constituir el principal objetivo de la discusión política. Sólo la ley misma puede ser fuente de coacción, y todo lo no expresamente prohibido por la ley que da al albedrío individual.
      La idea rectora del I. político es, pues, la libertad como principio, distinguiéndose del conservadurismo (v.) porque éste carece, en el fondo, de finalidad que oriente su acción, mientras la acción política liberal se orienta en el sentido de buscar todo lo que amplíe la libertad, mediante la reforma del Derecho y de acuerdo con el criterio del imperio de la ley. Pero el l., como todos los fenómenos políticos, sólo resulta inteligible en el plano histórico.
     
      2. Origen y evolución. El I. constituye una actividad típicamente europea, hasta el punto que la historia de Occidente puede considerarse como historia de la libertad. Su cuna más remota puede ser considerada Grecia, donde por vez primera se llega a la conciencia -desarrollada especialmente en las luchas contra los persas, y en las expediciones a Oriente de Alejandro Magno (v.) -de la posibilidad de una organización política en la cual los hombres de la misma comunidad participasen libremente en el gobierno, las decisiones que afectaran al grupo social sólo se convirtiesen en ley después de ser discutidas libremente entre todos, y esas leyes obligasen por igual y sin excepción a los gobernantes y a los gobernados, de manera que nadie estuviera por encima de las leyes (v. GRECIA IV). La idea central es que la ley constituye un factor impersonal al que deben ajustarse todas y cada una de las conductas individuales, lo cual implica el principio subsidiario de igualdad ante la ley, cuya característica esencial es, por eso, la generalidad. De esta manera se obligaba al poder a racionalizarse, queriendo impedir sus abusos, en cuanto el mero ciudadano estaba seguro de que el gobernante no actuaría según su capricho. Como, además, la ley resulta de la colaboración de todos los ciudadanos, sin que puedan modificarla unilateralmente los designados para gobernar -por eso se ha dicho que la civilización occidental se fundamenta en el diálogo (Heidegger)-, el gobierno que actúa con arreglo a la ley es legítimo, pues suscita la obediencia espontánea, de modo que quienes viven bajo un gobierno así instituido pueden considerarse hombres libres.
      Sin embargo, la estructura social de las ciudades griegas, y la de Roma y su Imperio después, limitaba excesivamente el alcance de esta concepción (v. t. ROMA III). Allí, más que de l., se trataba de una especie de democracia (v.), puesto que, en verdad, la libertad política sólo existía entre iguales. Sólo quienes, por uno u otro motivo, sostenían entre sí relaciones en pie de igualdad eran propiamente libres si, además, eran ciudadanos de pleno derecho. Pero, por debajo de ellos, la inmensa muchedumbre, incluyendo todas las mujeres, cualquiera que fuese su alcurnia, carecían de la consideración de ciudadanos, pues no poseían plenitud de derechos. Baste recordar cómo en la Política de Aristóteles, donde se describen tan bien estos ideales, se dice al mismo tiempo que hay hombres que son esclavos «por naturaleza» y, en verdad, los sistemas de la Antigüedad no hubieran podido funcionar sin esta inmensa masa de esclavos y de individuos en situación quizá algo mejor, pero siempre sometidos. De manera que los regímenes políticos más óptimos eran, en el fondo, auténticas oligarquías o aristocracias, según nuestro punto de vista; pero significaron un importante paso.
      La aparición del cristianismo (v.) señala un momento decisivo en la historia de la libertad. El cristianismo descubre que el hombre es un ser creado a imagen y semejanza de Dios y, por tanto, libre por naturaleza, y además que en cuanto hombres todos son iguales para Dios ante quien todos han de rendir cuentas. La nueva religión subrayaba así la dignidad y valor trascendente de la persona (v.), contribuyendo con el paso del tiempo a la suavización de las costumbres, dignificación de la mujer, mejora de las clases inferiores, etc. Ello se produjo ya en el Imperio romano, cuyo Derecho se fue mejorando, y se pone de manifiesto también con la invasión de los pueblos bárbaros (v.), que se cristianizaron poco a poco, creándose y compilándose un Derecho, con un respeto a la persona de inspiración cristiana.
      En la Edad Media se van asimilando y madurando estas ideas, a veces mezcladas, en su aplicación a la política, con ciertas concepciones del paganismo grecorromano, pero otras defendidas y aplicadas con más integridad. Así el «pueblo» (v.) medieval teóricamente comprendía a todos los hombres, pero a veces no todos pertenecían a alguno de los estamentos (v.); al margen del estado llano, o tercer estado, quedaba parte de la población. Dentro de la estratificación medieval, el poder del Rey o del Emperador se consideraba sagrado o de origen divino; lo cual, si, en vez de ser entendido en su sentido cristiano, se entendía al modo del Derecho romano, hacía que poco a poco el soberano quedase por encima de la ley, tendiendo al gobierno absoluto. Pero en realidad casi nunca se llegaba a eso, puesto que en sentido cristiano el origen sagrado o divino del poder (del Rey o de quien sea) significa una limitación a ese poder, en cuanto quiere decir que también el poder real está sometido a la ley eterna y a las leyes divinas y reveladas (p. ej., la de la dignidad humana), no pudiendo de ninguna manera traspasarlas; una prueba de ello son los enfrentamientos del poder real con la autoridad eclesiástica, con la nobleza y a veces con el mismo estado llano, que exige del Rey juramentos y su cumplimiento. Por eso en la Edad Media no cuaja la Monarquía absoluta, que aparece más tarde en algunos sitios, sobre todo después del Renacimiento (v.) revalorizador del paganismo grecorromano. El Derecho medieval, al no permitir la Monarquía absoluta, constituye según muchos, un antecedente fundamental del I. político moderno. Se ha dicho que lo que en el mundo antiguo significó Atenas para la libertad y la democracia lo significa Inglaterra en el mundo moderno para el I, al considerar que allí triunfó un movimiento de oposición de los barones a la monarquía: Juan Sin Tierra (v.) fue obligado a otorgar la Carta Magna (19 jun. 1215; v.) respetando, aunque fuese para una minoría, libertades que se convirtieron en derechos inalienables de los ingleses; aunque hechos parecidos a éste podrían señalarse en otras latitudes durante la Edad Media (v.). (Sobre declaraciones de la libertad, J. Musulin, ed., Proklamationen der Freiheit, Francfort y Hamburgo 1965).
      Con el Renacimiento (v.) recibe un nuevo impulso la idea liberal, al aparecer un fuerte movimiento individualista. El individuo (v.), según modelos suministrados por la Antigüedad clásica, pero entendidos con los ojos de la modernidad, se exalta por encima de las instituciones y de los grupos y el tema de su emancipación cobra la mayor fuerza. Incluso un absolutista como Hobbes (v.) se impone como tarea justificar un régimen absoluto, pero para garantizar los derechos de los individuos (v. ABSOLUTISMO). Por lo demás, las teorías políticas de los jesuitas y Suárez (v.) en España, de los juristas y de Locke (v.), Hume (v.), etc., en Inglaterra, de Montesquieu (v.), Rousseau (v.) y otros en Francia, las de la Ilustración (v.) en Alemania, etc., favorecen al individuo y se contraponen al sistema de gobierno absoluto y al crecimiento del Estado, que, sin embargo, muchos ilustrados y humanistas favorecían.
      En esta disputa tienen todavía la mayor importancia las formas de gobierno, en parte por la influencia de la tradición greco-latina. Si el «pueblo» no lo constituyen, en verdad, todos los individuos, sino sólo los «ciudadanos», sigue siendo decisivo que, dentro de ese número restringido, el gobierno lo ostente uno solo bajo la forma monárquica, o varios bajo la forma aristocrática u oligárquica, o todos en la forma de democracia (v. GOBIERNO III). La idea común es que el gobierno de uno solo puede convertirse más fácilmente en tiranía, por lo cual lo deseable es, en la imposibilidad de un gobierno aristocrático, como en Venecia (v.), p. ej., o democrático, como en Ginebra (v.), etc., una forma monárquica constitucional, es decir, una monarquía, no por encima de la ley, sino sometida a las leyes en las cuales se determinan asimismo los límites de las funciones excepcionales que se reconocen a la institución (V. MONARQUÍA II).
      El constitucionalismo, presentado bajo una u otra forma, va a ser, pues, el aspecto común bajo el cual se presenta ideológicamente el I. político en el momento en que se va a convertir no sólo en una fuerza moral, sino en la fuerza políticamente impulsora de acontecimientos que van a transformar el mundo (V. CONSTITUCIÓN Y CONSTITUCIONALISMO). La resistencia de las monarquías a aceptarlo llevará a la revolución y a sustituirlas, aunque sea provisionalmente, por repúblicas revolucionarias allí donde la monarquía no fue bastante fuerte para sostener los embates, o, por tanto, flexible para adaptarse. Reivindícanse entonces los derechos del hombre y del ciudadano, formulaciones abstractas de libertades que los pueblos, sometidos al régimen absoluto, echaban de menos, aunque carecían de experiencia práctica para disfrutarlos, lo cual tendrá las mayores consecuencias (V. DERECHOS DEL HOMBRE III).
      De ahí el carácter racionalista, radical, revolucionario, del I. en tales países donde, además, la monarquía había establecido una inmensa distancia entre el gobierno y los gobernados y un sistema de administración que acostumbró a los súbditos a no hacer nada sin la tutela de la autoridad. El I. francés va a ser, por eso, centralista, autoritario, estatista pero, sobre todo, clasista, pues la clase burguesa que hace la revolución, considera el Estado como un objeto de conquista y quiere conservar su aparato como monopolio (V. FRANCIA V; DOCTRINARISMO). Conforme a la ideología grecorromana en que se inspiraban los revolucionarios y conforme a las mismas tradiciones absolutistas que buscaban su justificación en el sistema de Derecho romano, el pueblo va a constituirlo en exclusiva o, por lo menos con una especial preeminencia, la burguesía, que siente la importancia de su aportación a la vida nacional, considerándose por ello legitimada para establecer un régimen de libertad entre los iguales, es decir, entre los de su clase (y las clases altas tradicionales, clero y aristocracia, que se adapten). Gobierna, pues, a los grupos inferiores con un sentimiento paternalista que mejoraba, tal vez, la situación en que esos grupos se encontraban anteriormente, pero no satisfacía los ideales de libertad e igualdad y apenas los de fraternidad que la burguesía misma había difundido en contra del absolutismo.
      En Inglaterra y en Norteamérica sucede de otro modo. En el primero de estos -países, la revolución puritana de 1668 frena las pretensiones de la monarquía y recuerda el pacto de los barones feudales con el rey. La segunda revolución (1688-89), que concluye con la instalación de los Orange en Inglaterra, resuelve definitivamente la cuestión (v. GRAN BRETAÑA IV). Los revolucionarios ingleses no pretenden establecer derechos nuevos, fundados en libertades todavía inexistentes en la práctica, sino conservar las libertades y derechos de origen medieval. Son, por tanto, conservadores que dan por supuesta la extensión a todos de las libertades, sin más limitaciones que las establecidas por las leyes,- las cuales son modificables. He ahí la razón por la cual tanto la revolución económica como la revolución tecnológica que la acompaña tienen lugar en la isla antes que en cualquier otra parte, pues los obstáculos que encuentra el cambio social son mucho más relativos y, en todo caso, no se justifican como pertenecientes a la naturaleza de las cosas. Al mercado, por lo pronto, pueden acceder todos libremente y en modo alguno se considera deshonroso que los miembros de la nobleza se dediquen o participen en actividades lucrativas. La burguesía que se constituye no tiene por qué reivindicar derechos abstractos; basta, en todo caso, a las nuevas clases, pedir la extensión y el perfeccionamiento tal vez, de los existentes; las clases trabajadoras -pues sólo relativamente se puede hablar de proletariado en el sentido estricto- aliadas a los whigs, consiguen durante el s. xix, apenas sin graves alteraciones, una serie de derechos que desembocan en un sistema político democrático, más auténtico en cuanto que se basa en una conquista paulatina (no concesión) de libertades garantizadas como derechos, que se tiene el hábito de ejercer.
      El I. inglés, por una coincidencia de circunstancias afortunadas, va desplegando sus suspuestos de acuerdo con la práctica, de la cual recibía continuamente, además, nuevas inspiraciones. En lugar de revolución, reforma y evolución con un criterio empírico y como un valor convenido; la oposición provenía de grupos muy concretamente afectados según los casos, como los terratenientes; pero las reformas eran propugnadas casi siempre por intelectuales y elementos de las mismas clases dirigentes, aun cuando otras veces era la presión de las clases inferiores la que las imponía como medio de solucionar situaciones conflictivas, pero que tales sentían como injustas.
      En lo que hoy son los EE. UU. de América del Norte, se fundó una sociedad ex novo, cuyo principio era el de la libertad; era éste, precisamente el que, para poder llevarlo a la práctica, movía a muchos disidentes europeos -principalmente anglosajones- a emigrar; de ahí que sus instituciones sean liberales desde el primer momento; por ello, en el país, el I. constituye, por decirlo así, su fundamento, y todo lo demás viene a ser como una modulación de ese principio. (En la terminología norteamericana, sin embargo, se llama liberales a los partidarios de las reformas, en contraposición a los conservadores, aunque no hay partido liberal alguno; al revés que en Europa, donde el término liberal ha venido a ser sinónimo de conservador). La diferencia entre las dos líneas fundamentales del l. y el régimen democrático que surge respectivamente en los EE. UU. y en Inglaterra, aunque proceden del mismo principio, puede verse en las obras de Tocqueville (V.; V. t.: ESTADOS UNIDOS DE NORTEAMÉRICA IV).
     
      3. Teoría. Dos concepciones, en efecto, del I. político resultan fácilmente discernibles. La que Hayek (v.) llama «galicana» o francesa, y la anglosajona, conforme a sus respectivas características históricas. Es este autor quien se ha ocupado más quizá, en los últimos años, de estudiar a fondo el I. y su significación actual (v. Los fundamentos de la libertad, Valencia 1961 y Camino de servidumbre, 2 ed. Madrid 1956). Para Hayek, la tradición inglesa está vinculada a los filósofos morales escoceses, especialmente D. Hume (v.), A. Smith (v.), A. Ferguson, junto a I. Tucker, E. Burke (v.), W. Paley, y se enraíza en la tradicional jurisprudencia británica del common lave o derecho común. La francesa la simbolizan los enciclopedistas, los fisiócratas, Rousseau (v.) y Condorcet (v.). No obstante, franceses como Montesquieu (v.), B. Constant (v.) y A. de Tocqueville, pertenecen a la primera línea (v. FRANCIA VII), mientras que ingleses, como Hobbes (v.), Godwin, Priestley, Price y Paine e incluso Th. lefferson después de su estancia en Francia, pertenecen al grupo francés (V. GRAN BRETAÑA VI). Hay casos intermedios, como el de Stuart Mill (v.).
      El problema del I. político hay que separarlo del de la democracia (v.), con el cual casi siempre se involucra injustificadamente. El I. se ocupa, ante todo, de las limitaciones del poder; dado el valor de la persona individual, aquél debe estar constituido de manera que, bastando para garantizar el nivel de seguridad imprescindible no llegue, sin embargo, a ahogar a aquélla. Su función consiste en garantizar un campo de acción libre a los individuos, el más amplio posible según las condiciones de la sociedad. Como los gobernantes, según muestra la experiencia histórica, más que desprenderse volunta-
      riamente de un ápice de su poder, tienden con facilidad a incrementarlo, el I. exige un sistema en el cual los miembros de la comunidad puedan ir adaptando la ley a las nuevas condiciones. El concepto de «civilización» está vinculado a esta idea en ese sentido de una ampliación progresiva de la libertad personal y, por eso, el I. se vinculó históricamente a la idea de progreso (v.).
     
      El poder, pues, en cuanto poder político (pues el poder en sí es una pasión humana), extrae su fuerza de los individuos. Dicho de otra manera, el poder pertenece a la colectividad y no a un rey, o a una familia, o a una clase, o grupo privilegiado, etc. (lo cual puede ser compatible con que tenga su origen o fundamento último en Dios, autor del individuo y de la sociedad). Incluso, un Estado que no arraigue en el pueblo, en la opinión pública, es mucho más débil y se halla expuesto a todas las contingencias; ya los griegos decían, teniendo presente su propia experiencia, que un Estado de hombres serviles es un Estado débil y que un gobierno.fuerte es un gobierno de hombres libres e instituido y consentido (obedecido) por sus iguales. Por eso el I. pone límites concretos (el Derecho) al ejercicio del poder y, por eso, separa cuidadosamente el gobierno político del gobierno de tipo administrativo. Aquél se ocupa sólo de lo que verdaderamente es común, mientras que éste acaba convirtiendo en públicas las actividades más íntimas y, por lo mismo, de liberal tiene sólo el nombre, pues el I. establece una cuidadosa distinción entre las virtudes públicas y las privadas, entre la esfera de lo público y la de lo privado que, en el tipo de gobierno administrativo acaban por terminar confundidas, y el Estado o lo público al final encubre meramente el juego de los intereses particulares que corroen la estructura estatal.
      El gobierno político ocúpase sólo de garantizar a la comunidad contra peligros exteriores y, dentro, a los individuos contra posibles amenazas a su vida y a lo que es legítimamente suyo (la propiedad), cualquiera que sea el contenido de ésta. Esas amenazas de orden interno pueden ser muy varias: desde la interrupción del mercado por intereses monopolistas, hasta el peligro de muerte o la miseria o la ignorancia que impide desarrollar la personalidad. Por eso, los dogmas o principios liberales son muy pocos, y sólo sirven de criterio para orientar la acción concreta, la cual tiene como límite no producir consecuencias contrarias a la libertad. La lógica de las consecuencias es la lógica del .
      El l. de tipo francés cree, por el contrario, que la acción eficaz siempre será la tutelada por el Estado, en parte porque se supone más racional, por la mayor división del conjunto que ingenuamente se le supone. El Gobierno no sólo ha de ser político, sino administrativo, ocupándose de todo lo concerniente a sus súbditos, de los cuales es el mentor idóneo. Se trata de una herencia histórica del Antiguo Régimen que desemboca en el paternalismo estatal y cuyo desarrollo lógico (y psicológico) es el socialismo (v.) en sus variedades no utópicas, con la confusión de lo privado y lo público: las virtudes privadas se miden por el rasero de las públicas, pero la vida pública, si el Estado se hace omnipresente, inevitablemente se convierte en el lugar de conflicto de intereses privados. La retórica sustituye entonces a la realidad, pues, en verdad, según vieron muchos críticos, como Tocqueville y Marx, el Estado liberal de tipo francés, por debajo de su aparente neutralidad política, enmascara un Estado de clase para el cual la neutralidad es como una máscara ideológica. La consecuencia son las luchas de clases que incrementan cada vez más el ámbito de acción del Estado en la misma medida en que disminuyen el de la esfera autónoma de los individuos. Los problemas políticos no son ya los que conciernen a limitar el poder y al modo de hacerlo, sino los propios de la disputa sobre quien debe mandar; lo cual desvía los problemas del I. a los de la democracia, bien comprendido que la democracia liberal entendida desde el l., o sea, según el criterio definitivo de la libertad como principio determinante de los actos políticos, es consecuencia legítima del I.
      Es así como, p. ej., en los países de tradición anglosajona, la cuestión de la forma política resulta secundaria. Inglaterra conserva la monarquía mientras casi todos los demás países son repúblicas. Pero en los del otro tipo, la cuestión de forma es esencial. Es verdad que la conclusión lógica del l., en cuanto desemboca en la democracia, sería la forma republicana, pero ésta no resulta imprescindible (se ha dicho que Inglaterra es una república coronada); pero en los países donde el gobierno administrativo tiene un lugar preponderante, se hace sentir una como necesidad psicológica de la forma republicana, y se propende a juzgar la democracia por la forma del régimen. Consideraremos aquí que el I. político en sentido propio es el de tipo anglosajón, siendo el otro la consecuencia de la mezcla de condicionamientos históricos con las ideas liberales.
      Para el I. político en sentido propio, el orden político es un producto de la inteligencia ordenadora en una medida mucho menor de lo que habitualmente se supone. Concede un papel a la razón política, pero en modo alguno la absolutiza. Vinculada a la historia, reconoce el peso de lo colectivo, que es producto del pasado, y sostiene que, tanto la profundización de la libertad como su extensión, resulta siempre del proceso histórico, oponiéndose así al utopismo (v. UTOPÍA). La liberación humana, de todos los individuos, es su fin, pero sostiene que, como el problema de la felicidad constituye un asunto que sólo cada individuo puede resolver, la auténtica actitud liberal es la tolerancia acompañada de la crítica de las instituciones que, en cada momento, según la sensibilidad histórica, se oponen a la emancipación del individuo de las presiones de lo colectivo.
      He ahí su radical discrepancia doctrinal del I. galicano, porque éste, debido a su carácter racionalista, llega a justificar gobiernos tiránicos con tal de que tengan por finalidad la «felicidad» de sus súbditos. Por el contrario, el objetivo del verdadero I. es recortar atendiendo a las circunstancias, la medida de las atribuciones del poder, lo cual equivale a ampliar el radio de acción del individuo, liberándole, en la misma medida, de las presiones colectivas. Trata de evitar que los que detentan el poder pueden explotar a los demás; el I. busca evitar que la libertad política y la condición de «ciudadano» se puedan perder, cosa bien posible, p. ej., en la sociedad actual, donde los Gobiernos pueden disponer de amplios medios para hacer internalizar a sus conciudadanos sus consignas, de modo que, creyéndose libres, sin embargo, estén sometidos a su tutela.
      Para el I. político anglosajón, la libertad es indivisible: no puede existir libertad económica sin libertad política, ni ésta sin la religiosa, etc. Coartar la libertad en una esfera supone que, paulatinamente se coartará en las demás: a veces se coartan las libertades económicas con el propósito de mejorar la condición material de los hombres, pero la consecuencia son regímenes despóticos más o menos encubiertos. No cree el I. en el régimen o sistema político perfecto (de ahí el «escepticismo» liberal del que le acusan los totalitarios), precisamente porque, según el I. los regímenes son lo que los hombres quieren que sean; y, por tanto, desde el punto de vista de la dignidad humana, se postula el orden liberal, no como el mejor,sino por ser el menos malo, ya que siempre deja abierta la puerta para el cambio posible con la menor violencia y perturbación. El I. es opuesto a todo totalitarismo (v.); no cree el I. en la absoluta corrupción de la naturaleza humana como los totalitarios de derechas, pero tampoco como los totalitarios de la izquierda en su absoluta bondad diciendo que son las instituciones las que pervierten al hombre (¿quién crea las instituciones sino los mismos hombres?).
      De acuerdo con la tradición cristiana, para el I. el hombre, aun siendo bueno por su origen, sin embargo, se puede engañar, es falible y, por tanto, el régimen mejor es el que permite corregir sus errores; por ello es preciso, según el l., que las decisiones se adopten mediante la libre discusión. Niega, por tanto, la necesidad absoluta de la autoridad y del poder para evitar que las naciones se corrompan -lo cual supone que sólo unos pocos privilegiados están a salvo de error-, lo mismo que niega el automatismo que conduce a la perfección una vez que se han eliminado los obstáculos materiales y las instituciones que parecen impedirlo. Para el liberal, los problemas políticos son insolubles, al revés de lo que pretende el I. racionalista, pues la política auténtica sólo tiene lugar entre hombres libres pero, justamente, no cabe que los hombres libres se sometan a las decisiones de otros, sino que acepten un compromiso a cuyas normas sí se someten todos por igual en cuanto son impersonales. De ahí la necesidad de la autoridad y del poder, y el hecho de que el Gobierno esté tan vinculado como los gobernados por las leyes, y que éstos pueden revocarle sus poderes si corrompe aquéllas con su actuación o no es capaz de salvaguardarlas.
      Como medida de precaución, el Gobierno debe ser renovado periódicamente y los cargos hereditarios que pudieran existir tienen unas funciones puramente formales; continuamente, además, mediante una representación auténtica de los gobernados, a través del Parlamento, controla diariamente su actuación. En la Ley Fundamental o Constitución, se prevé también como precaución, que los poderes fundamentales (el legislativo, el ejecutivo y el judicial) estén separados, distinguiéndose claramente entre sí y vigilándose mutuamente, si bien esto actualmente no es esencial, pues caben muchas matizaciones; y, sobre todo, el mejor medio de frenar los posibles abusos e impedir poder totalitario es el pluralismo: al lado del Gobierno deben existir órganos independientes y libres, dentro de su esfera, para la realización de sus fines propios, como los municipios, las asociaciones de diverso tipo, corporaciones, sindicatos y grupos sociales, diversos incluso las Iglesias. La existencia de esos cuerpos distribuye el poder impidiendo su concentración y constituye, por ello, la condición de un pueblo libre. El control esencial del Gobierno, en cualquier nivel, es el financiero; la libre disposición de los recursos permite al Gobierno ensanchar sus poderes y, por eso, para el I. la misión principal del Parlamento debe ser el control del gasto y de los ingresos públicos. Otros aspectos obvios del I. son la libertad de pensamiento y de expresión, así como la libertad religiosa (v.), la garantía de los derechos del hombre (v.), etc., aunque el problema esté en sus límites y regulación.
      Debe insistirse en que el l., en cierta manera, es un juridicismo; la Ley constituye como la regla de oro de la comunidad, si bien en función de la libertad como su fundamento ético, es esencial que las leyes puedan ser modificadas e incluso revocadas. De esa manera, el I. admite el cambio regulado por la misma sociedad. La decadencia del Derecho es paralela a la del I.
     
      4. Partidos liberales. Los partidos políticos (v.) son, para el I., institución esencial de la vida política, de modo parecido a como las clases constituyen las unidades sociales y las generaciones las unidades históricas. Por eso, la negación de los partidos políticos, según el I. más puro, equivale a negar la realidad política, la cual es plural como corresponde a una comunidad de hombres libres. Sería como negar la existencia de generaciones en la historia o la de clases en la sociedad; y a pesar de su negación, seguiría existiendo, en forma espúrea como grupos de presión (v. GRUPO II); etc. De ahí que el mismo I. se desarrolló vinculado a los partidos políticos y que los partidos políticos modernos se desarrollaran con él. En este sentido, son liberales todos los partidos, siempre que al menos mínimamente correspondan a sus postulados. De ahí la justificación liberal de la prohibición de todos aquellos partidos entre cuyos fines figure la supresión de todos los demás.
      En cuanto a la historia de los partidos liberales, en este sentido amplio, abarca la historia general de los partidos políticos (v.). En un sentido muy restringido cabría decir que sólo la de aquellos cuyos fines son los propios del l. Sin embargo, como éste tiene matizaciones según las condiciones de cada país, habría que hacer la historia por países, generalizando sólo con mucho cuidado. El criterio más seguro a primera vista sería considerar liberales los que se llaman así, pero esto resulta muchas veces inexacto. Los partidos liberales históricos se convirtieron en bastantes países, con el tiempo, en baluartes del conservadurismo o de ciertas tiranías y, por otra parte, muchos auténticamente liberales tienen o han tenido otra denominación. Los dos grandes partidos actuales en los EE. UU. y prácticamente casi todos los pequeños, son liberales, pero ninguno se denomina de este modo. En Inglaterra, tanto el laborista como el conservador tienen una base liberal, mientras que el liberal ha pasado a ser un tercer partido minoritario y, en cierto sentido no lo es más que aquéllos. Los partidos democráticos cristianos también se pueden considerar liberales, pero otros como el partido liberal alemán son en ciertos aspectos más conservadores que el cristiano demócrata. Algunos partidos que se califican socialistas, pero que no admiten ni las teorías marxistas ni la pretensión de ser el partido único, pueden ser también liberales. En Hispanoamérica, el partido liberal es casi sinónimo de conservador, si no de reaccionario (V. t.: DEMOCRISTIANOS, PARTIDOS; DERECHAS E IZQUIERDAS).
      El partido liberal más antiguo es el whig (v.), y, junto a él, los primeros partidos estadounidenses. No obstante, la proliferación del I. después de la Revolución francesa tuvo como paradójicos impulsores los ejércitos napoleónicos -es decir, los ejércitos de un déspota-; sembraron ideas que dieron lugar, cuando no era posible la constitución del partido, a la formación de sociedades secretas (v.). En Europa su denominador común era más o menos los siguientes puntos: oposición al Antiguo Régimen, fundamentalmente a las monarquías absolutas y a la alianza entre la Iglesia y el Estado (o sea, constitucionalismo: monarquía constitucional o régimen republicano y separación de la Iglesia y el Estado); gobierno de la clase burguesa (y libertad económica); racionalización del poder (legislación escrita y compilada y clara delimitación de funciones y competencia en el seno del gobierno); dicho de otra manera, Estado de Derecho, incluyendo los derechos del hombre; parlamentarismo (predominio del legislativo sobre el ejecutivo); educación universal (centralización de la educación; educación laica); progresismo y humanitarismo (derecho del gobierno en nombre del pueblo -teoría de la soberanía popular- a intervenir en todo lo que se oponga al mismo); nacionalismo (v.): la nación es la personificación del pueblo soberano de cara a la sociedad internacional (aunque, en principio, los partidos liberales son pacifistas); universalismo (fraternidad de todos los pueblos); reformismo: prefieren la reforma a la revolución aunque son con frecuencia inconsecuentes cuando se trata de combatir el Antiguo Régimen. Todo ello impregnado de una especie de sentido moralizante expresado en el estilo romántico.
      Cuando se llevó a cabo el cambio de régimen acabaron convirtiéndose casi generalmente en conservadores. Donde, como España, dadas las condiciones del país (lo mismo en Hispanoamérica) y el peso de las instituciones y de la mentalidad de Antiguo Régimen, tuvieron que mantenerse prácticamente a la defensiva, estuvieron más bien en una línea teórica (v. ESPAÑA VII); pero la ausencia de una clase media suficientemente independiente y fuerte, dio lugar no sólo a numerosas inconsecuencias, sino a una especie de fraude con cierta frecuencia. Un caso curioso e importante fue el de los doctrinarios liberales (v. DOCTRINARISMO), de especial resonancia en Francia y en España, que adoptaron una postura media, aplazando en parte la puesta en práctica de los tópicos liberales, hasta que se hubieran creado unas condiciones más favorables (L. Díez del Corral, El liberalismo doctrinario, 2 ed. Madrid 1956). Los antecedentes de los partidos liberales españoles se remontan al doceañismo de Cádiz. Pero hasta la Unión liberal -integrada por progresistas moderados (v.)- de O'Donnell (v.) que desempeñó un papel fundamental entre 1856 y 1863, y precedió a los liberales de Sagasta (v.), en realidad no existió partido de ese nombre. Sin embargo, de hecho, fueron los progresistas el primer movimiento liberal que empezó a tomar cuerpo hacia 1834 igual que los moderados que se inspiraban en Jovellanos (v.) y venían a ser una especie de grupo oligárquico. Los primeros eran más radicales, tanto por su individualismo económico, como por su anticlericalismo y, en verdad, corresponden más bien a lo que luego se llamó partido radical. Grosso modo, el I. español del XIX se define por su oposición al carlismo (v.), encajando entonces dentro de él casi todos los demás grupos. Precisamente durante todo el siglo persistió el ideal de la fusión de todos los liberales, cuyo resultado limitado fue la citada Unión Liberal.
      En Hispanoamérica se repite la contienda entre tradicionalistas y liberales. Allí las corrientes liberales se desarrollaron rápidamente, influidas por los franceses en general, por Pufendorf, Locke, Montesquieu, Bentham, Rousseau, y por el ejemplo de las revoluciones norteamericana y francesa y la repercusión de las Cortes de Cádiz (v.) -centro difusor del l. por todo el mundo euroamericanoy del Trienio Liberal de 1820-23. Alcanzaron los partidos liberales un mayor arraigo que en la Península, al vincularse a la lucha por la independencia, precisamente contra España, donde imperaba el Antiguo Régimen. Hay numerosos partidos actualmente que se denominan liberales, si bien no siempre son los más importantes, salvo en Colombia (v.).
     
      V. t.: LIBERTAD V; AUTORIDAD ll; GOBIERNO; etC.
     
     

BIBL.: G. DE RUGGIERo, Historia del liberalismo europeo, Madrid 1944; H. LASta, El liberalismo europeo, 2 ed. México 1953; G. H. SABINE, Historia de la teoría política, 2 ed. México 1962; J. TOUCHARD, Historia de las ideas políticas, Madrid 1961; G. GENTILE, La idea liberal, México 1961; L. VON MISEs, El socialismo, México 1961; C. BAY, La estructura de la libertad, Madrid 1961; L. T. HOBHOUSE, Liberalismo, Barcelona 1927; J. S. MILL, Sobre la libertad, Madrid 1962; A. VON HUMBOLDT, Los límites de la acción del Estado, en Escritos Políticos, México 1942; B. CROCE, La historia como hazaña de la libertad, 2 ed. México 1960; C. SCHMITT, Teoría de la constitución, Madrid 1935; J. MESSNER, La cuestión social, Madrid 1960; y las obras citadas dentro del artículo.

 

D. NEGRO PAVÓN.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991