LEY VI. DERECHO POLÍTICO Y CONSTITUCIONAL


l. Visión de conjunto. En el pensamiento político que se desarrolla en la Europa medieval y se continúa después en los primeros siglos de la Edad Moderna, alcanzando un punto culminante en los teólogos y juristas españoles del s. XVI, la ley es considerada como una obra del legislador que debe estar fundada en la razón (v. I, II y III). De esa manera -y aun reconociendo claramente los límites de toda obra humana, con todas las implicaciones que de ahí derivan con respecto a la actitud ética que debe adoptar el súbdito frente a la autoridadesos autores mantenían la racionabilidad del orden político, al vincularlo con una ley natural (v. VII, 1 y 5) que encontraba en Dios su último fundamento.
      En la moderna visión del orden político y constitucional, aunque perviven ecos de ese planteamiento, influye poderosamente otra línea de pensamiento, cuyos orígenes los hemos de buscar en la filosofía del contrato social (v.), entendido como afirmación del consentimiento de los súbditos como fuente única para el establecimiento del Estado. Quizá fuese Hobbes (v.) quien primero señaló el sentido adiáforo del contenido al afirmar que es la autoridad y no la verdad la que hace la ley (Leviatan, c. 19). Paralelamente, la ley se ofrece como un instrumento de lucha para la eliminación de los privilegios, al recabar su redacción para la Asamblea o poder legislativo representante de la colectividad. Rousseau (v.) da el paso definitivo para la primera formulación del concepto, estableciendo que la ley es obra de la voluntad general, que sólo puede operar sobre cosas generales y, operando así, «es siempre recta, y se dirige hacia la utilidad pública» (Contrato social, 11,3). A estas notas ha de agregarse la duración indefinida, porque «lejos de ser meramente circunstancial, y por su mismo carácter de generalidad, excede las necesidades momentáneas, que habrían de atenderse con disposiciones de otra índole» (Llorens, o. c. en bibl.).
     
      Este carácter deriva del racionalismo que domina toda la ciencia política del s. XVIII, cuyo mejor exponente, a este respecto, es Montesquieu (v.): «La ley, en general, es la razón humana en cuanto gobierna todos los pueblos de la tierra, y las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser más que los casos particulares a los que se aplica esta razón humana» (L'Esprit des lois, 1,3). Como lógica consecuencia se centraliza la fuente de la ley, se suprimen las diferencias interiores -piénsese en la lucha sobre legislaciones forales en España- y se prescribe la redacción de Códigos que pretenden comprender todo el derecho perfectamente racionalizado (v. CÓDIGOS LEGALES I).
      La ley será, para el Estado liberal burgués de derecho, una norma de carácter general elaborada por el órgano que la Constitución señala; de ahí su carácter nivelador (V. LIBERALISMO I). «La ley, dice el art. 6 de la Tabla de Derechos (1834), con claro eco de la Constitución francesa de 1793, es igual para todos los españoles; por lo mismo ella protege, premia y castiga igualmente». De este modo, al tiempo que se asentaba la base formal para la igualdad de todos los ciudadanos, se reducía la potestad del ejecutivo dejándole, en ocasiones, tan sólo el ejercicio del veto o la simple promulgación. Como la ley importa en su aplicación, el Estado liberal burgués de derecho va a proponer una uniforme interpretación que en algún momento se consigue facultando al legislativo para ello (Constitución de 1812, art. 131, la) y más corrientemente con el establecimiento de un Tribunal llamado de casación o supremo para unificar la aplicación de las leyes por el poder judicial. Parejamente se declara su inmunidad o sea que los Tribunales no pueden entrar a discutir la corrección intrínseca de la ley, aunque se reserve a un procedimiento expreso la declaración de inconstitucionalidad.
      Todas estas notas se completan con la formulación de un cuidadoso procedimiento de elaboración cuyo cumplimiento será requisito de validez. Es un pleno formalismo, que acogen los reglamentos de las Cámaras y hasta alguna Constitución, como la española de 1812: «para que en ningún caso ni bajo ningún pretexto puedan ser las leyes y decretos de las Cortes obra de la sorpresa, del calor y agitación de las pasiones del espíritu de fracción o parcialidad». Todas estas notas han sufrido la erosión de la historia y su crisis aqueja al concepto de ley en el sentido que veremos en un siguiente apartado. Para completar los caracteres que en este periodo se atribuye a la norma como soberana, se ha de añadir que su derogación sólo puede producirse por otra, sin que prevalezca contra ella ni el desuso ni la costumbre contrarios. Kelsen (v.) y su escuela, es notorio, han contribuido generosamente al establecimiento del sistema jerárquico de normas, como una garantía del súbdito. «Los españoles, dice el art. 17 del Fuero, tienen derecho a la seguridad jurídica. Todos los órganos del Estado actuarán conforme a un orden jerárquico de normas preestablecidas, que no podrán arbitrariamente ser interpretadas ni alteradas».
     
      2. Ley Fundamental. El concepto de ley fundamental, tiene su origen en una distinción aristotélica. Las llamadas nomoi, o leyes en nuestro léxico, no afectan a la esencia del Estado; pueden incluso ser semejantes y hasta iguales en distintas naciones. La politeía, o Constitución, como el alma de la ciudad, si sufre alteración «parecerá forzoso que la ciudad deje también de ser la misma» (Política, 1256a; 1276a). Esta característica diferencia, que incluso tuvo alguna repercusión en Roma, se rodea de ciertas garantías precisamente en el Medievo ibérico, donde el pactismo va a tener repercusión jurídica evidente. Así, continuando la tradición precedente, pudo el P. Mariana, desde su criterio popular sobre la potestad regia, distinguir dos clases de ley, unas que pertenecen al príncipe y otras que guarda para sí la República. Estas últimas no sólo deben ser obedecidas por el príncipe, «sino que ni le es permitido variarlas sin el asenso y firme voluntad de la multitud, como son las de sucesión de los príncipes, las de los impuestos y las de religión» (De Rege, 1,9).
      En el mundo anglosajón son antecedentes el pacto de los Pilgrim Fathers (1620; v.) y el Instrumento de Cromwell (1653), pero corresponde a Hobbes la primacía en la definición. Ley fundamental es «aquella en virtud de la cual, cuando la ley se suprime, el Estado decae y queda totalmente arruinado, como una constitución cuyos cimientos se destruyen... Es ley no fundamental aquella cuya abrogación no lleva consigo la desintegración del Estado» (Leviatan, 26). Vattel (1758) advierte a los legisladores ordinarios que su función está limitada, sin que pueda afectar a las leyes fundamentales. «Esto es lógico, no porque no se puede presumir que se les ha dado este poder por el pueblo, sino porque la fuerza que tienen emana de la Constitución, y lógicamente no se puede reformar la fuente de la autoridad legislativa, por manos de aquellos que tienen la potestad delegada de la Constitución» (Derecho de Gentes, Madrid 1820, 1,55). Como garantía de la inmutabilidad y reserva de los abusos, Rousseau va a insertar la unanimidad, sin que pueda derogarse el acto primitivo, y Sieyes transporta los caracteres bodinianos de la soberanía a la nación, y al no estar ligada por la ley podrá reformar y modificar sus normas fundamentales, por medio de hombres dotados de un mandato específico, el poder constituyente. «Leyes constitucionales, decía Salas, son las que están contenidas o deben contenerse en una constitución política». Se llaman también fundamentales porque son el fundamento del edificio social, y deben estar en armonía con ellas las secundarias, pues si no, el «gobierno no puede ser liberal más que en el nombre», deben ser «las consecuencias naturales de las leyes primarias fundamentales o constitucionales» (Lecciones de Derecho político constitucional, Madrid 1820, 1,4-6).
      El cambio que se produce con el tiempo es trascendental. Si al principio se mantiene el pactismo entre rey y pueblo, pronto se elimina a aquél y la fundamentalidad deja de estar vinculada a la importancia de la materia. Es más, ésta puede ser liviana (enmiendas 17 y 21 de la Constitución norteamericana), fenómeno que obedece a una causa profunda. En todos los procesos revolucionarios, el afán de modificar la situación conduce a incluir en la ley fundamental, para salvaguardia, cuestiones de valía transitoria, o escasamente fundamentales. Y a la inversa: el poder revolucionario triunfante no sólo dificulta la reforma de sus decisiones, sino que huye de someter en un futuro próximo la revisión al refrendo popular, porque la clase triunfadora, si estima lógico usar del pueblo para terminar con la situación, desconfía de su propia victoria. Únicamente se justifica esta conducta en los gobiernos revolucionarios que, afirmando la necesidad de la dictadura, pretenden reformar el Estado. Lo cierto es que, en nuestro tiempo, el concepto de ley fundamental ha perdido prestigio, ha sufrido una debilitación profunda, como toda la actividad normativa, derivada de la inestable situación y la escasa confianza que en su propia conducta y doctrina ofrecen políticos y teóricos.
     
      3. Ley ordinaria. Es la no fundamental, la obra del poder constituido, que debe adecuarse a la ordenación prevista. Todavía se suelen distinguir en el constitucio
      nalismo hispánico tres clases de leyes ordinarias: orgánicas, que regulan el funcionamiento de los poderes; reglamentarias, que desarrollan algún precepto constitucional; y ordinarias. Su reforma suele ser igual y el órgano productor el mismo. Han de adecuarse a la norma suprema o fundamental, y ellas también vinculan al Estado. Perdurabilidad y generalidad son las notas distintivas, que precisamente están en crisis porque se ha perdido la confianza en la legitimidad del procedimiento y en el resultado de la racionalidad.
      En realidad es la crisis que afecta a un Estado fundado en la pura normatividad que no supo atraer las masas dotándolas de un ideal. Por eso la dictadura se estimaba un Estado ilegal, y sus actos reclamaban la autorización del órgano competente o se consideraban simplemente hechos. Pero la fuerza de la situación llevó a revisar los presupuestos doctrinales. La ley, obra de los parlamentos, no era siempre general, mientras que los reglamentos, obra del poder ejecutivo, sí lo eran, por lo que se aumentó el sentido formalista de la ley en boca de los teóricos del liberalismo. La exigente celeridad normativa del Estado, consecuencia de procesos dispares pero coincidentes (crisis política, económica y social; débiles mayorías en las Cámaras) afecta al órgano, y a la mítica inmutabilidad, perdiendo por ello fuerza condicionante, respecto a la norma. Está produciéndose una transferencia de soberanía, si soberanía es legislación. El dominio de la ley va a limitar su predominio sobre las demás fuentes del Derecho. En el proyecto constitucional de Primo de Rivera (art. 63) se reglamentó por primera vez la materia de lo que debe revestir forma de ley. La evolución se termina con la Constitución francesa de 1958, que impone la forma de ley solamente para ciertas materias. Así escapa a esta exigencia todo lo demás; la primacía universal de la ley se ha reducido, como se verá más claramente en los apartados siguientes.
     
      4. Ley material y ley formal. Según esta distinción, que procede de la época liberal, se entiende como ley material el precepto en que el Estado se dirige a sus súbditos, fijando los límites de su competencia. Dado el trasfondo ideológico ya señalado, es materia de ley, en este sentido, la disposición que se ingiera en los dominios de la libertad y de la propiedad. Se entiende por ley formal cualquier disposición, emanada del órgano, o complejo de órganos, que constitucionalmente tiene atribuida la función legislativa, sobre cualquier tema que cae bajo su competencia de acuerdo con las leyes precedentes.
      De acuerdo con el constitucional ismo ya descrito, es ley, como dice Carré de Malberg, lo que acuerde el Parlamento, independientemente de todo rasgo objetivo. Ahora bien, la invasión de la vida social, por el ejecutivo, especialmente de los dominios que en el s. XIX se consideraban reservados a la ley, ha hecho entrar en crisis la noción misma de ley así entendida, y ha obligado a señalar en las constituciones el campo reservado a la ley, es decir, la competencia exclusiva del órgano legislativo. Una de las primeras manifestaciones de la dirección que comentamos es el art. 63 del anteproyecto constitucional español de 1929; como ejemplo de predominio del ejecutivo y restricción del Parlamento puede citarse el art. 34 de la Constitución francesa de 1958. El régimen constitucional español, además de señalar en el art. 34 del Fuero de los Españoles una reserva legislativa por lo que hace referencia a los derechos y deberes, ofrece con el art. 12 de la ley de Sucesión la posibilidad de aumentar el campo de la ley por declaración en una norma de este rango o dictamen de la Comisión que en el citado artículo se crea.
     
      5.. Decretos-leyes y otras figuras. Todo lo dicho, muestra la crisis del concepto de ley en el Derecho político y constitucional que ha anticipado con su crisis, la que sufre actualmente esta Ciencia. Dicha crisis se inició al ponerse en duda el carácter de generalidad, bien notorio en las leyes presupuestarias, que tradicionalmente cayeron en la órbita de los Parlamentos para mantener su carácter medieval de instrumento de control del príncipe. Más evidente se haría la carencia de generalidad al aparecer las llamadas leyes -medida cuya finalidad es la de ordenar una cierta actividad, por lo que no sólo carecen de generalidad, sino que tienen determinada su duración, erosionando así la pretendida intemporalidad que hemos visto también se señalaba a la ley.
      Muy pronto la acción del Parlamento vendría limitada por la necesidad de actuación rápida, que sólo es posible por el ejecutivo, y así nacen las llamadas autorizaciones, que en España tienen vigencia al menos desde 1835, pero abundantemente durante la época moderada. Se logra con ellas una desenvuelta acción del Gobierno que apenas si recibe del Parlamento directrices muy generales de acción. Su constitucionalidad fue, lógicamente, muy debatida, pero la necesidad las ha consolidado, hasta llegar a la ingeniosa teoría del Consejo de Estado francés durante la IV República de reconocer al Parlamento la posibilidad de declarar las materias excluidas del campo de la ley sin otro límite que su voluntad.
      Al producirse la vertiginosa actividad del Gobierno, consecuencia de eventos catastróficos o revolucionarios -complicados por la lentitud parlamentaria derivada del pluripartidismo-, aparecen, como remedio de emergencia, los llamados Decretos-Leyes (v.), que reciben sanción constitucional, diferenciándose así bien pronto de las Autorizaciones; debemos considerar al proyecto constitucional de Bravo Murillo (1852) como la primera manifestación de lo que sería corriente en nuestro tiempo.
      Otra erosión al clásico concepto de ley y a la función del Parlamento se produce con las más concretas autorizaciones, ordinariamente bajo la forma de bases, confiando al ejecutivo la redacción definitiva de la norma, que se denomina, según la técnica italiana, Decretos-Legislativos, cuya razón de ser es técnica. Si el Gobierno, con los Decretos-Leyes, actúa legislando por razones de urgencia, con los Decretos-Legislativos se confía en él por causa técnica. Si unimos a estas invasiones del ejecutivo las leyes que necesitan de Reglamento para su aplicación y aquellas otras llamadas Ley-Programa, en que sólo se indica la dirección de la actividad, cuyo modelo serían las planificaciones, se evidencia la erosión del concepto decimonónico de ley y la necesidad de controles para defensa de la libertad y seguridad individuales. Ha de defenderse la reserva que suponga intervención de varios órganos y un formalismo predeterminado para reglamentar ciertas materias, especialmente, aquellas que inciden de modo directo en los derechos y deberes de la persona.
     
     

V. t.: CONSTITUCIÓN; DERECHO POLÍTICO; DERECHOS POLÍTICOS Y SOCIALES; DERECHO CONSTITUCIONAL; SOCIOLOGÍA II. BIBL.: l. KELSEN, Teoría general del Estado, III, Barcelona 1934, 7 ss.; E. L. LLORENS, La igualdad ante la ley, Murcia 1934,C. SCHMITT, Teoría de la Constitución, II, Madrid 1934, 13; 1D, Legalidad y legitimidad, Madrid 1971; J. L. VILLAR PALASí, Derecho administrativo, Madrid 1968, cap. IX; R. CABRÉ DE MALBERG, Teoría general del Estado, México 1948, 94-129; G. JELLINEK, Teoría general del Estado, Madrid 1914; D. SEVILLA ANDRÉS, La función gubernativa, Valencia 1954; A. ESMEIN, Droit constitutionnel, I, París 1912, 564 ss.; C. J. FRIEDRICH, Teoría y realidad de la organización constitucional democrática, México 1946, capítulo VII; J. P. GALVAO DE SOUSA, Remarques sur I'idée de Constitution et la signitication sociologique du Droit Constitutionnel,en lahrbuch des óllentlichen Recht der Gegenwart, Tubinga 1967, 39-66; H. HELLER, Teoría del Estado, México 1942.

 

D. SEVILLA ANDRÉS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991