LENGUAJE III. BIOLOGIA, PSICOLOGIA Y PEDAGOGIA.
El l. es una de las características más específicas de la especie humana. Frente
a otros rasgos también propios de la persona, como son el pensamiento, la
libertad o cualquiera de las téndencias o inclinaciones típicamente humanas, el
I. se presenta además con un carácter objetivo y objetivable, que lo convierte
en materia inmediatamente accesible al estudio científico (v. I).
En efecto, la literatura publicada sobre el tema del I. es abundantísima;
especialmente se ha multiplicado a partir de 1950, bajo el impulso de la
Lingüística, Psicolingüística, Neuropsicología, etc., que han aportado nuevas
orientaciones y métodos para el estudio científico del l., de tal forma que no
es plausible afrontar de un modo global la problemática planteada. Se han hecho
algunos intentos de estudio interdisciplinar, pero las diferencias de enfoque y
de principios son todavía demasiado acusadas. Mientras para unos autores el l.
es fundamentalmente una forma más de conducta específica del hombre, otros ven
en él sobre todo un sistema de señales y símbolos; mientras que otros muchos, de
acuerdo con la Filosofía clásica, consideran ante todo el I. como una expresión
de la actividad pensante.
Las divergencias, en el fondo, obedecen a las diversas perspectivas con
que es abordado el problema. El lógico, o el filósofo o el lingüista lo
contemplan dentro de unas coordenadas científicas muy diferentes de las que
emplea el psicólogo, el neurólogo o el educador; y aun dentro de estos dos
grupos de estudiosos, no faltan las divergencias. Dejando a un lado ahora los
tres primeros puntos de vista, que han sido ya tratados (v. I-II), vamos a
abordar el estudio del I. desde la perspectiva biológica, psicológica y
pedagógica.
l. Biología del lenguaje. Biológicamente, el I. es el resultado de la
interacción de complicados sistemas funcionales neurológicos, y de un aparato
delicado y preciso como es el órgano fonatorio. Para la emisión de un sonido
inteligible no solamente es necesario que un sinnúmero de músculos -desde los
que controlan la respiración pulmonar, hasta los que gobiernan los movimientos
de los labios- estén coordinados, sino que además deben seguir una secuencia y
orden que lo haga realmente significativo, dentro del contexto en que es
producida esa voz.
El aparato fonatorio es relativamente simple. El eje lo constituye la
laringe, con las cuerdas vocales, que son la fuente de los sonidos, de las que
depende en concreto la intensidad, el tono y el timbre de la voz. Los labios, la
lengua y, en general, toda la cavidad bucal constituyen los órganos de la
articulación, que tienen por misión modificar las vibraciones producidas en la
laringe, transformándolas en el I. hablado. También los pulmones -el sistema
respiratorio- contribuyen a la emisión de la voz proporcionando la corriente de
aire, con el ritmo y volumen adecuado, y activando las cuerdas vocales (v.
PULMÓN Y APARATO RESPIRATORIO).
Los sistemas funcionales nerviosos que gobiernan el I. son bastante más
complicados, y todavía no se ha desvelado por completo su íntima estructura. Hay
un acuerdo general en que sólo interviene uno de los hemisferios del cerebro: el
izquierdo para los dextros, y el derecho para los zurdos; pero se ha abandonado
el intento de localizar la función del I. en un área concreta del cerebro. Lo
que se sabe es que en la producción del I. intervienen vastas zonas funcionales
del sistema nervioso central, cada una con un papel probablemente específico
(específicas son las alteraciones del I. por lesión de cada una de esas áreas),
pero de las que no poseemos todavía datos suficientemente completos. Se sabe que
el tronco cerebral y el cerebelo intervienen en la coordinación de los
movimientos musculares, y que algunas áreas corticales (Broca, Wernicke, etc.),
sobre todo de la zona temporoparietal y del lóbulo frontal, están implicadas en
la comprensión y en la formación simbólica
y expresiva del I. (V. CEREBRO Y CEREBELO; NERVIOSO, SISTEMA).
La posesión de estas estructuras funcionales biológicas es la primera
condición del I. Una respuesta sencilla al interrogante de por qué el hombre
dispone del I. y no los animales es la constatación de la ausencia en estos
últimos de un sistema nervioso y fonatorio suficientemente desarrollado. Para
algunos autores este hecho es definitivo; E. H. Lennenberg, p. ej., sostiene que
no es necesario buscar para el I. mayor fundamentación que la biológica. La
exclusiva dependencia del I. de su apoyo orgánico quedaría manifiesta en el
hecho de ser el I. un fenómeno universal -común a la especie humana- tanto en su
naturaleza, como en alguna de sus características esenciales, como son la
dependencia de la edad, el mecanismo de adquisición, sus características
formales -independientemente de la forma externa que adquiera-, constantes a lo
largo de la historia, así como el estar sujeto a alteración como consecuencia de
lesiones cerebrales específicas, que apenas afectan a otras funciones
superiores.
Dentro de esta línea se mueven los estudios sobre los universals of
language -expresión impuesta a partir de la publicación de la obra de Greenberg-
y, particularmente, sobre los rasgos del baby-language (Lewin) -e1 l. de los
primeros estadios del desarrollo-, comunes a todos los niños, independientemente
del grupo lingüístico al que pertenezcan.
Es evidente que algunos rasgos universales del I. se explican
suficientemente en base a la estructura biológica heredada del individuo. Pero
donde el enfoque biológico no encuentra suficiente justificación es en el
estudio de otros aspectos del I. no menos esenciales, como es, p. ej., su
contenido simbólico, intencional y altamente especializado.
Los animales pueden emitir una gran variedad de sonidos; algunos tienen un
carácter específico, y aparecen sólo ante una situación determinada reveladora
de un estado interno del animal: de hambre, de celo, de temor... Pero estos
sonidos son siempre fijos, no cambiables, y, sobre todo, estrechamente ligados
al presente. Los ladridos de un perro advierten de un peligro actual, no del que
puede acontecer dentro de una hora, y nunca señalan cuál es el agente
amenazador; carecen de contenido simbólico. Por otro lado, los intentos de
enseñanza del I. humano a animales superiores, como los antropoides, han dado
escasísimos resultados. Y el problema depende no sólo de las estructuras
biológicas -la mera capacidad de pronunciar palabras es asequible-, sino de otro
tipo de funciones estrechamente ligadas al I. como son la representativa y la
lógica, que son las que convierten los sonidos en un sistema de comunicación.
2. Psicología del lenguaje. La problemática psicológica del I. es
amplísima. Sin embargo, dejando al margen los temas que científicamente se
encuentran todavía en una fase exploratoria, puede decirse que la psicología se
ha ocupado sobre todo de dos grandes áreas del l.: la primera es su estudio
genético o evolutivo; la segunda, la de las relaciones con otros rasgos y
funciones de la personalidad, como el conocimiento y pensamiento, la conducta
social, etc.
a. Génesis del lenguaje. El material científico publicado -tanto por lo
que se refiere a la exposición de datos, como a las hipótesis interpretativas-
sobre el desarrollo del I. en el niño llenaría una- biblioteca especializada. La
mayor parte de ese material, sin embargo, está diseminado. Hay algunas obras de
síntesis, pero no se ha publicado aún un volumen que recopile, revise y valore
los trabajos hasta ahora realizados.
En general, los estudios en este campo suelen moverse dentro de des
orientaciones diversas. Hay autores que prefieren hacer una descripción
evolutiva del l., fijando los diversos patterns o modelos lingüísticos conforme
van emergiendo en las diferentes etapas del desarrollo (Castner, McCarthy);
otros, en cambio, se preguntan más bien por el significado o sentido de las
diversas formas de I. (J. Piaget); aunque no faltan investigadores qué concilien
ambos enfoques (Lewis). Unos y otros, sin embargo, están acordes en afirmar que
es difícil establecer etapas del I. en sentido propio, entre otras razones, por
la rapidez y extrema complejidad con que se desarrolla esta función, así como
por las notables diferencias individuales en el ritmo del desarrollo, de un niño
a otro, dentro de los límites de la normalidad.
Hasta ahora, la mejor exposición general de las primeras fases del
desarrollo del I. sigue siendo la de Lewis. El niño recién nacido emite muchos
sonidos diferentes. A las pocas semanas, se pueden ya distinguir unos sonidos
manifestadores de un estado confortable o desagradable por parte del lactante.
Más importancia tiene la aparición del balbuceo -entre el tercer y sexto mes-,
que comúnmente es interpretado como una actividad placentera para el niño -el
placer de la función, según K. Bühler-, que, sin poseer todavía ninguno de los
rasgos propios del l., tendría el efecto benéfico de favorecer la maduración y
desarrollo de los órganos fonatorios. La tendencia a la repetición manifestada
en el balbuceo sería, según interpretan muchos autores, uno de los elementos más
importantes en el ulterior desarrollo del I.
Antes de finalizar el primer año, aproximadamente, el niño suele
pronunciar su primera palabra: da-da, ma-ma, bo-bo, etc. Este hecho, al que se
le ha dado gran importancia, por considerarse como el comienzo del verdadero I.,
actualmente se juzga con más parsimonia. En primer término, porque el I. se
inicia antes, hacia los meses octavo y décimo, cuando el infante empieza a dar
las primeras señales de comprender el significado de algunas expresiones, gestos
y entonaciones de su madre. Por otro lado, esa primera palabra probablemente es
el resultado de la intervención materna que, sobre la base' del balbuceo,
transforma un sonido emitido espontáneamente por el niño -p. ej., meh... meh...-
en otro con significado para el adulto -ma... ma..- El niño repite esta primera
palabra sin una verdadera intención comunicativa.
El uso de los sonidos como instrumento, para conseguir una cierta
respuesta en el ambiente, suele situarse hacia el final del primer año y
comienzos del segundo. Esta función se establece de un modo gradual, y no
siempre se puede diferenciar con facilidad del balbuceo o de una simple conducta
imitativa. El vocabulario se amplía hasta una media de 10 a 12 palabras al año y
medio. Pero en este periodo, lo más llamativo es la variedad de sonidos é
inflexiones que utiliza el niño, dando la impresión de que sostuviera un animado
monólogo que sólo él comprende. Este hecho es conocido como el estadio de la
«jerga». También de este periodo es el fenómeno de la frasede-una-palabra (Stern):
el niño utiliza un mismo sonido (bo-bo), con diversos significados y aplicados a
circunstancias distintas; se explica porque ese sonido expresa lo que el adulto
diría en una frase. Bo-bo, p. ej- puede querer decir: está pasando un perro, y
me da mucha alegría.
A partir del final del segundo año se produce un incremento rapidísimo del
vocabulario. El niño parece como si experimentara el uso del l., y muchas de las
preguntas o peticiones que formulan tienen este carácter: ¿qué es esto?, ¿cómo
se llama aquello?, ¿eso es bo-bo?...
Con las palabras aprendidas empieza a hacer combinaciones simples,
siguiendo las reglas de una gramática suya, personal: el baby-language (Lewis).
Poco a poco, empieza a adecuarse a las normas gramaticales de la lengua de sus
padres, aprendiendo el uso correcto de los pronombres personales, de la
formación de las palabras, de la construcción de los periodos coordinados y
subordinados. El niño de cuatro años posee ya un vocabulario y dominio del
idioma notable. Se ha denominado esta edad periodo del I. florido, por el uso
abundante que de él hace el niño, en contraposición a los cinco años en que se
vueve menos comunicativo, debido quizá a un mayor desarrollo de su capacidad de
autocrítica.
Hay bastante acuerdo en señalar los seis años como el momento en que el
niño alcanza su nivel más alto en el dominio del idioma hablado corriente. A
partir de esta edad, ya no se produce un progreso significativo de la sintaxis;
mejora el vocabulario, y algunos rasgos del I. que se aprenderán en la escuela;
pero los hábitos gramaticales más básicos e importantes ya se han adquirido,
aunque el niño no sea consciente de ello.
Piaget (v.), en sus primeras obras, formuló una interesante teoría del
desarrollo del I. en el niño, que ha ejercido notable influencia en el área
cultural latina. Según el psicólogo suizo hay que distinguir un periodo del I.
egocéntrico de otro socializado. El primero, que se extendería hasta los 6 ó 7
años de edad, se caracteriza por carecer de una auténtica intención
comunicativa: el niño no se preocupa por quién sea su interlocutor ni si le
escucha o comparte sus puntos de vista. El periodo egocéntrico comprende tres
formas diversas que son la ecolalia -simple repetición imitativa-, el monólogo y
el monólogo colectivo; en este último participan varios niños, pero no
conversan. En el I. socializado, que se establecería hacia los 7 u 8 años, tiene
unas características muy diferentes; el niño se interesa por su interlocutor,
desea influirle, o cambiar ideas o conocimientos con él. A este tipo de I.
corresponden las expresiones de crítica, las órdenes, las peticiones, etc. El
punto de vista de Piaget ha sido criticado por diversos autores americanos,
especialmente respecto a la división neta entre esas dos formas de L. y la
relativa frecuencia con que se presentaría en las diferentes edades del niño.
Sin embargo, muchas de esas críticas parten de un concepto de egocentrismo
distinto, o utilizan una metodología diversa; de ahí que los resultados no
coincidan con los de Piaget. Por lo que, en líneas generales, esta teoría sigue
en pie.
b. Relaciones del lenguaje con otros rasgos de la personalidad. El papel
del I. en el conjunto de la personalidad queda trazado con suficiente
aproximación al considerar las funciones que desde Bühler se le viene
atribuyendo: nominación, o atribución de un signo verbal a cada objeto del
ambiente; expresión, de un deseo, de un estado de ánimo interior; y comunicación
o participación a los demás del propio mundo psicológico. Los autores de la
corriente de la psicología de la conducta prefieren, en cambio, hablar del I.
como trasmisor de experiencias, fundamento del pensamiento y director de la
conducta (v. CONDUCTIVISMO). En cualquier caso, no cabe duda que el I. ocupa un
puesto importante en el desarrollo de la personalidad (v.), y que se halla
íntimamente relacionado con aspectos tan vitales de la misma como son el
pensamiento, la conducta social y la conciencia de sí mismo.
La interrelación entre I. e inteligencia (v.) ha tenido y tiene un gran
interés práctico. Muchos tests (v.) denominados de inteligencia general
establecen la edad mental o el cociente intelectual en base al desarrollo del
I.; la validez de esta práctica ha sido bastante discutida, tendiéndose a
sustituirlos por otros que no supongan nivel de l., pero aún no se han dado
razones de suficiente peso como para abandonarla.
Mayor importancia tiene el estudio de la dependencia entre el I. y el
pensamiento. En psicología, la noción de pensamiento (v.) es diversa de la de
inteligencia; mientras ésta viene entendida como una capacidad para obtener
determinados resultados, aquél es visto como un proceso de conocimiento (v.)
dirigido; uno es una cualidad, el otro una acción. Tradicionalmente se ha
considerado el I. como expresión del pensamiento; esta formulación, en la que el
I. se ve sólo como un «efecto» del pensamiento, descuida el papel activo,
evidente, que el mismo I. desempeña en el despliegue de la función pensante.
Algunos autores, sin embargo, se han pasado al extremo contrario. L. S. Vigotsky,
A. Luria, y, en general, la escuela rusa, siguiendo la tradición reflexiológica
de J. P. Paulov, reduce el pensamiento al l., considerándolo como una especia de
I. subvocal (v. REFLEXOLOGÍA). En esta línea, aunque con algunas divergencias,
se mueve el americano Bruner. De muy diversa opinión es el punto de vista de
Piaget: así como existe un pensamiento no verbal, la posesión del I. no quiere
decir tampoco que se «piense». El niño efectivamente usa las palabras antes de
comprender su significado. La interdependencia entre I. y pensamiento no se
puede traducir en una hipótesis científica que reduzca el uno al otro.
Los estudios sobre sordos de nacimiento, individuos, por tanto, carentes
de l., ha contribuido a esclarecer estos puntos. El relativo retraso intelectual
que se encontraba en los sordos, inicialmente fue interpretado como una prueba
de la dependencia del pensamiento con respecto al I. (P. Oleron). Parece, sin
embargo, más conforme a los hechos la hipótesis reciente que explica el retraso
en función de la disminución de las oportunidades de experiencias a causa de la
sordera (H. G. Furth). Por otro lado, la misma existencia en los niños de una
actividad cognoscitiva compleja corrobora la relativa independencia del
pensamiento con respecto al I.
La importancia del I. en el desarrollo de la personalidad, y de modo
particular en la conducta social y en las actitudes morales que le sirven de
base, ha sido puesta de relieve por diversos autores, particularmente por Lewis.
Sin embargo, los estudios en este campo todavía están en una fase inicial. Se
supone que el I. contribuye al despliegue de la conciencia de sí mismo, p. ej.,
a través de la comunicación de juicios de aprobación o desaprobación; cuando el
niño oye que sus acciones son calificadas como buenas o malas, toma conciencia
de ser distinto de los demás. La palabra viene a reforzar la autoconciencia que
el niño adquiere también en otras experiencias no verbales, como son las de
permisión o resistencia por parte de los mayores. Pero, además, el I. permite al
niño la simbolización de sí mismo como yo; y esta conceptualización le facilita
la toma de conciencia de su capacidad de controlar la propia conducta. Puede
hacer la cosas por sí-mismo, tiene voluntad, es libre.
3. Pedagogía del lenguaje. El punto de vista educativo, de modo particular
la necesidad de promover y mejorar la enseñanza del l., ha sido uno de los
factores que más han contribuido al desarrollo de los estudios psico-lingüísticos.
Casi todos los investigadores en este campo -de MacCarthy a Piaget, de Luria a
Bruner- contemplan las implicaciones pedagógicas. Los aspectos educativos se
pueden agrupar en dos grandes apartados: el del aprendizaje, y el de la
enseñanza del I.
a. Aprendizaje del lenguaje. Hemos dicho ya que el periodo más importante
para la adquisición del I. es el que va desde finales del primer año de vida
hasta el año sexto. Normalmente todos los niños aprenden a hablar correctamente
en esta época. Sin embargo, no se trata de una tarea sencilla. En primer
término, para que el habla se desarrolle de modo normal es necesaria la
concurrencia de diversos factores, como son la integridad y madurez del sistema
nervioso central, la ausencia de malformaciones en el órgano fonatorio, de la
laringe a la región bucofacial, el perfecto funcionamiento de la audición y, por
último, una capacidad intelectual media. Un trastorno en cada uno de estos
elementos incide de modo diverso en el aprendizaje del habla. Así, el retraso
mental lo enlentece y atrofia; la sordera y los defectos del órgano fonatorio
producen sobre todo trastornos en la dicción e inteligibilidad de los sonidos
(v. IV); mientras que las lesiones del sistema nervioso central dan lugar a los
trastornos afásicos (v. AFASIA).
Sin descuidar estos factores básicos, biológicos, recientemente se va
poniendo más de relieve la influencia de los componentes afectivos y del medio
ambiente. Se ha señalado, p. ej., la relación entre algunos defectos del I. y
las malas condiciones emocionales del ambiente familiar, debido a la presencia
de rasgos neuróticos en la personalidad de los padres (v. ECOLOGÍA II y III).
La idea fundamental es que la adquisición del I. no se produce sólo
espontáneamente, sino que es . un proceso que necesita ser fuertemente
estimulado. Un niño que se sienta incitado a hablar, por las razones que sean,
lo hará antes y mejor que otro niño de la misma edad que tenga una actitud más
indiferente porque no encuentra estímulos en su medio ambiente. Por esta línea
han vuelto a ser revalorizados antiguos modos de la vida familiar. Las
expresiones cariñosas e insistentes de las madres con sus bebés, aparentemente
innecesarias puesto que los niños no entienden, tienen un efecto beneficioso
importante desde el punto de vista de la estimulación del l. El padre que
entretiene a los pequeños con cuentos fantásticos, juegos de palabras,
canciones, etc., no está perdiendo su tiempo ni pasando sólo un rato divertido;
realiza una tarea educativa del I. de alcances insospechados.
En cuanto al mecanismo por el que el niño entra en posesión del l., hay
opiniones muy diversas. Probablemente habrá que admitir que en ésta, como en
otras esferas del desarrollo humano, no es plausible la explicación única. Sobre
la base inicial de los sonidos que el niño emite espontáneamente, se van
estableciendo las primeras modificaciones quizá por un intento por parte del
niño de imitar los vocablos que oye (Langer). Estos escarceos son reforzados (B.
F. Skinner, Holt, G. A. Miller) o no por el ambiente, que premia de algún modo
al niño cada vez que consigue pronunciar un sonido similar al de los adultos.
Pero ni la imitación ni la teoría del refuerzo son suficientes para explicar el
desarrollo ulterior del l.; de modo particular, desde el momento en que el niño
parece intervenir activamente en el aprendizaje de la lengua, dando prioridad a
los términos a los que puede atribuir una significación o le son útiles de algún
modo (Decroly, Leopold). En estos casos, habría más bien que hablar de un
proceso de asimilación (Piaget).
Del aprendizaje de las reglas gramaticales que gobiernan el I. hablado
todavía se sabe bastante poco. La teoría de Brown y Fraser que lo explica por
asociación de dos palabras, una pivot, otra open,, que iría después
diferenciándose y combinándose, no da una respuesta satisfactoria a todos los
problemas. Lo que se sabe con seguridad es que el aprendizaje (v.) no se realiza
por un tomar conciencia de reglas, sino por el establecimiento de hábitos
lingüísticos bajo la influencia de la aprobación social o de su eficacia en
situaciones familiares. El conocimiento de las reglas no tiene otra utilidad que
la de ayudar a resolver situaciones lingüísticas nuevas, es decir, no resolubles
sólo en base a los hábitos. Estos hechos tan simples han planteado un espinoso
problema sobre la eficacia de la enseñanza del l., tal como se ha venido
impartiendo en las escuelas.
b. Enseñanza del lenguaje. El planteamiento actual de la enseñanza del I.
en las escuelas es el de procurar poner al niño en condiciones de poder
comunicar con propiedad sus pensamientos y emociones, tanto de palabra como por
escrito, y comprender con exactitud las expresiones de los adultos. Esta tarea
tiene sus aspectos peculiares, porque la escuela no empieza con material neutro,
ya que el niño ingresa en ella con un I. propio y profundamente arraigado. Por
eso, en el l., como en ningún otro campo, la tarea educadora ha de ser a la vez
constructiva y correctora.
Diversas investigaciones han corroborado las conclusiones a las que llegó
Symonds, en 1931, sobre el escaso valor que tiene el estudio de la gramática
para desarrollar los hábitos lingüísticos. Por eso la didáctica se ha orientado
hacia medios prácticos, indudablemente más eficaces y mejor aceptados por los
alumnos. El conocimiento de la gramática tendría importancia como punto de
referencia cuando el estudiante ha de corregir los propios errores en los
ejercicios de I.
Los métodos más usados son los de composición, lectura y conversación, con
los correspondientes ejercicios de corrección y discusión crítica. Todos estos
métodos tienen el inconveniente de que exigen un gran empleo de tiempo por parte
del profesor. De ahí a que tiendan a sustituirse con ejercicios autocorrectivos
formales, como dictados, juegos, pruebas tipo tests, etc., que, aunque requieren
un gran esfuerzo para prepararlos, una vez obtenidos ahorran mucho tiempo y
tienen gran eficacia pedagógica.
Indudablemente, aparte de las unidades específicas de enseñanza del l.,
las clases de lengua y literatura, es importante que en todas las actividades de
la escuela se use un I. correcto y se estimule en este sentido al alumno.
Respondiendo a esta idea es conveniente que la programación de la enseñanza del
I. se realice teniendo en cuenta su utilización en todas las áreas de
conocimiento, por lo que en alguna medida todo profesor ha de ser profesor de I.
BIBL.: F. P. BAKES, Habla, lenguaje y audición, en F. FALKNER (ed.), Desarrollo humano, Barcelona 1969, 513-543; F. BRESSON, Langage et communication, en P. FRAISSE y l. PIAGET, Traité de Psychologie Expérimentale, VIII,1-92; l. S. BRUNER, l. l. GOONOW, y G. A. AUSTIN, A study oj thinking, Nueva York 1956; K. BOxLER, Teoría del lenguaje, Madrid 1950; l. B. CARROLL, Language Development, en Encyclopedia oj Educational Research, 3 ed.
J. l. CARRASCO DE PAULA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991